Catwoman: Soulstealer (DC ICONS 4)

Sarah J. Maas

Fragmento

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1

No le hirvió la sangre ante el griterío de la multitud en la arena improvisada.

No le afectó, no la irritó, ni la hizo ponerse a saltar de un pie a otro. No, Selina Kyle se limitó a rotar los hombros... una, dos veces.

Y esperó.

La fuerte aclamación que recorrió a gran velocidad el pasillo mugriento hasta la sala de preparación era poco más que el ruido de un trueno lejano. Una tormenta, igual que la que había caído en el East End al salir del bloque de pisos. La chica se había empapado antes de llegar a la entrada subterránea secreta que llevaba al laberinto de juego del que era propietario Carmine Falcone, el último del interminable desfile de capos de la mafia en Gotham City.

Pero como cualquier otra tormenta, esa pelea también se capearía.

Aún se le estaba secando de la lluvia el pelo largo y oscuro, cuando Selina comprobó que el agua se le había metido en el moño alto y apretado que lucía. Una vez había cometido el error de llevar coleta, en su segunda pelea callejera. La otra chica había conseguido agarrársela y los segundos en los que el cuello de Selina había quedado al descubierto habían durado más tiempo que nunca.

Pero había ganado... por los pelos. Y había aprendido. Había aprendido en todas las peleas desde entonces, ya fueran en las calles de arriba o en la arena creada en las alcantarillas bajo Gotham City.

No importaba quién fuera su contrincante aquella noche. Los rivales normalmente eran variaciones de lo mismo: hombres desesperados que debían más de lo que podían devolverle a Falcone. Idiotas dispuestos a arriesgar sus vidas por la oportunidad de reducir su deuda al enfrentarse a una de sus Leopards en el cuadrilátero.

El premio: no tener que buscar una sombra expectante a sus espaldas. El precio de perder: tener la vida en sus manos y las deudas pendientes. Por lo general, con la promesa de un viaje solo de ida al fondo del Sprang River. Las probabilidades de ganar: más bien pocas.

Fuera quien fuese el inútil contra el que luchara aquella noche, Selina rezaba para que Falcone le diera luz verde antes que la última vez. Aquella pelea... La había obligado a continuar durante bastante tiempo con aquel brutal combate en particular. La gente se había entusiasmado mucho y estaba dispuesta a gastarse dinero en alcohol barato y cualquier otra cosa a la venta en aquella madriguera subterránea. Se había ido a casa con más moratones de lo habitual y había golpeado al hombre hasta dejarlo inconsciente...

No era su problema, se repetía una y otra vez, incluso cuando veía en sueños los rostros ensangrentados de sus adversarios, tanto dormida como despierta. Lo que Falcone hacía con ellos después de la pelea no era asunto suyo. Ella dejaba respirando a sus oponentes. Al menos tenía eso.

Y al menos no era tan tonta para insubordinarse, como hacían algunas de las Leopards. Las que eran demasiado orgullosas, demasiado estúpidas o demasiado jóvenes para saber cómo funcionaba el juego. No, sus pequeñas rebeliones contra Carmine Falcone eran más sutiles. Él quería a los hombres muertos. Ella los dejaba inconscientes, pero lo hacía de tal manera que nadie del público objetaba nada.

Una cuerda muy delgada sobre la que caminar, en especial cuando debía mantener el equilibrio por la vida de su hermana. Si se plantaba demasiado, Falcone podía hacer preguntas, empezar a cuestionarse quién era más importante para ella. Dónde hacer más daño. Nunca se había permitido llegar a ese punto. No iba a poner en peligro a Maggie de esa manera, ni siquiera aunque esas peleas fuesen por su hermana. Todas y cada una de ellas.

Hacía ya tres años que Selina era una de las Leopards, y hacía casi dos y medio que había demostrado su valía de tal manera frente a las demás bandas de chicas que Mika, su alfa, le había presentado a Falcone. Selina no se había atrevido a negarse a ir aquel encuentro.

Mandar en las bandas de chicas era fácil: la alfa de cada banda gobernaba y protegía, establecía el castigo y la recompensa. Las órdenes de las alfas iban a misa. Y las responsables de hacer cumplir esas órdenes eran sus segundas y terceras. A partir de ahí, la jerarquía se volvía más turbia. Luchar suponía una forma de subir de categoría... o podías descender, dependiendo de lo mal que fuera un combate. Hasta podía peligrar la posición de una alfa si eras tan tonta o tan valiente para enfrentarte a ella.

Pero la idea de ascender de categoría había estado lejos de la mente de Selina cuando Mika había llevado a Falcone para que viera cómo combatía contra la segunda de la Wolf Pack y dejaba a la chica sangrando sobre el suelo del callejón.

Antes de esa pelea, tan solo habían tatuado cuatro manchas de leopardo en el pálido brazo izquierdo de Selina, cada una un trofeo por pelea ganada.

Selina se colocó bien el dobladillo de su camiseta blanca sin mangas. Con diecisiete años, ahora tenía veintisiete manchas tatuadas en ambos brazos. Invicta.

Eso era lo que estaba declarando el presentador del combate al final del pasillo. Selina tan solo captó las palabras que dijo con voz cantarina: «La campeona invicta, la más fiera de las Leopards...».

Dirigió la mano hacia el único objeto que tenía permitido subir al cuadrilátero: el látigo.

Algunas Leopards optaban por un maquillaje que fuera su firma o un tipo de ropa que las hiciera destacar en el cuadrilátero. Selina no tenía mucho dinero para gastar en ese tipo de cosas, no cuando un tubo de brillo de labios podía costar lo mismo que algo de comida. Pero a Mika no le había impresionado que Selina hubiera aparecido en su primera pelea oficial con su viejo mallot de gimnasia y unas mallas.

—Parece que vayas a bailar jazz —le había dicho su alfa—. Ten al menos algo con lo que arañar.

En el ring se permitía todo tipo de armas pequeñas, excepto cuchillos y pistolas. Pero aquella noche no había tenido ninguna a mano. Tan solo vio el látigo entre un montón de accesorios de cuando aquel lugar había acogido una especie de circo alternativo.

—Tienes diez minutos para averiguar cómo usarlo —le había advertido Mika a Selina antes de marcharse.

Apenas sabía cómo chasquear el látigo antes de que la empujaran al cuadrilátero. Aquella cosa había sido más un estorbo que una ayuda en esa primera pelea, pero al público le había encantado. Y a una pequeña parte de ella también le entusiasmaba el restallido que se abría camino a través del mundo.

Así que aprendió a manejarlo y acabó convirtiéndose en una extensión de su brazo, otorgándole una ventaja que no le ofrecía su delgada complexión y añadiendo espectáculo a sus apariciones en el ring, lo que no le venía nada mal.

Un fuerte golpe en la puerta metálica era la señal de que le tocaba salir.

Selina comprobó su atuendo: el látigo en su cadera, los pantalones de licra negros y las zapatillas deportivas verdes a juego con sus ojos, algo que, por cierto, nadie había comentado nunca. Dobló los dedos dentro de los guantes. Todo bien.

O tan bien como era posible.

Tenía los músculos relajados y el cuerpo ágil, gracias al entrenamiento de sus antiguas clases de gimnasia, que había readaptado para aquellos combates. Con su capacidad para el enfrentamiento físico y el manejo del látigo y sus acrobacias, que utilizaba tanto para el espectáculo como para hacer que sus oponentes, que pesaban más que ella, perdieran el equilibrio, asegurándose de que su cuerpo estaba preparado para aquellos combates, tenía media batalla ganada.

La puerta oxidada chirrió cuando Selina la abrió. Mika estaba ocupándose de la chica nueva en el pasillo, un poco más allá, y las luces fluorescentes titilantes le quitaban el brillo habitual a la piel dorada de la alfa.

Mika le lanzó una mirada evaluadora por encima de su hombro estrecho, haciendo que se moviera su trenza negra. La chica blanca que gimoteaba delante de ella se limpió con cuidado la sangre que le manaba de la nariz inflamada. Uno de los ojos de la gatita ya estaba rojo e hinchado y el otro nadaba en lágrimas no derramadas.

No era de extrañar que la gente estuviese irritada. Si una Leopard se había tomado tan mal la paliza que había recibido, significaba que el combate había sido infernal. Lo suficientemente bestia para que Mika agarrara el brazo pálido de la chica a fin de evitar que se tambalease.

Por el oscuro pasillo que llevaba hasta el cuadrilátero, uno de los gorilas de Falcone le hizo una seña. Selina cerró la puerta tras de sí. No había dejado ningún objeto de valor. De todas maneras, no tenía nada que mereciera la pena robar.

—Ten cuidado —le dijo Mika cuando pasó por su lado. La voz de la chica asiática era grave y baja—. Esta noche tiene un grupo de tipos peores que los de costumbre. —La gatita bufó y apartó la cabeza cuando la alfa le limpió con desinfectante el labio partido. Mika gruñó una advertencia y la chica permaneció quieta prudentemente, temblando un poco mientras le limpiaban el corte—. Ha dejado lo mejor para ti. Lo siento —añadió Mika sin mirar atrás.

—Siempre lo hace —respondió Selina con tranquilidad, incluso mientras el estómago se le revolvía—. Puedo con ello.

No le quedaba más remedio. Si perdía, Maggie se quedaría sin nadie quien la cuidara. ¿Y negarse a pelear? Tampoco era una opción.

En los tres años que hacía que Selina conocía a Mika, esta jamás había sugerido finalizar el acuerdo con Carmine Falcone, porque tener a Falcone respaldando a las Leopards hacía que las demás bandas del East End se lo pensaran dos veces antes de colarse en su territorio. No obstante, esto significaba participar en estos combates y ofrecer a las Leopards para el disfrute del público.

Falcone lo había convertido en un espectáculo semanal, un auténtico circo romano con el que conseguía que la parte más vulnerable de Gotham City le amara y le temiera al mismo tiempo. Sin duda ayudaba que los demás delincuentes conocidos hubieran sido encarcelados gracias a ciertos bienhechores que iban por la ciudad con capa.

Mika llevó cuidadosamente a la gatita a la sala de preparación y le hizo un gesto con la barbilla a Selina para ordenarle que saliera.

Pero ella se detuvo a echar un vistazo al pasillo, a las salidas. Incluso allí, en el corazón del territorio de Falcone, solo alguien con ganas de morir podría salir ahí fuera indefensa. En especial, si eras una alfa con tantos enemigos como los que tenía Mika.

Tres figuras entraron sigilosamente por una puerta al otro extremo del pasillo y los hombros de Selina se relajaron un poco. Ani, la segunda de Mika, venía con otras dos Leopards de menor categoría. Bien. Vigilarían la salida mientras su alfa atendía a una de las suyas.

La ovación del público retumbaba en el suelo de cemento, haciendo vibrar los azulejos de cerámica sueltos en las paredes, resonando en los huesos y la respiración de Selina conforme se acercaba a la abollada puerta metálica que daba al cuadrilátero. El gorila le hizo un gesto para que se diera prisa de una puñetera vez, pero ella mantuvo un ritmo constante. Sigiloso.

Para las Leopards, estos combates... eran su trabajo. Y estaba bien pagado. Tras haberse ido su madre y con su hermana enferma, nunca hubiera conseguido tanto dinero y tan rápido con un trabajo legal.

Las Leopards no le habían hecho preguntas hacía tres años. No se habían cuestionado si Selina había buscado pelea adrede con una de las Razors en el patio del bloque, y con todas con las que se enfrentó después hasta que Mika fue a investigar sobre la exaltada del Edificio C.

Mika tan solo le dijo que, si iba de ese palo por el East End, conseguiría que la mataran muy rápido, y que a las Leopards les vendría bien una luchadora como ella. La alfa no preguntó quién le había enseñado a pelear o a encajar un puñetazo.

El gorila abrió la puerta y el rugido sin filtros de la muchedumbre irrumpió en el pasillo como una manada de lobos rabiosos.

Selina Kyle exhaló el aire lentamente, alzó la barbilla y salió hacia el sonido, la luz y la furia.

«Que empiece la sangría.»

Tenía las manos tan hinchadas que apenas podía sostener las llaves. Su tintineo inundó el vestíbulo del bloque de pisos, un ruido tan fuerte como el de una maldita campanilla. Requirió hasta el último resquicio de concentración mantener la mano lo bastante firme para meter la llave en la cerradura superior. Selina se negaba a mirar a las otras tres debajo de la primera, cada una tan imponente como el pico de una montaña.

Demasiado tiempo. Falcone había alargado la pelea demasiado tiempo.

Mika no había mentido acerca de su oponente. El hombre era todo un luchador. No estaba bien entrenado, pero era grande, pesaba el doble que ella y sus golpes le habían hecho daño. Por no decir más.

Pero ella había ganado. No por la fuerza bruta, sino porque había sido más lista. Cuando las heridas habían empezado a acumularse, cuando él había conseguido arrebatarle el látigo de la mano, cuando había perdido temporalmente la vista de un ojo debido a la sangre..., había usado física elemental contra él. Su profesor de física estaría orgulloso.

Si se presentaba en clase al día siguiente... o la próxima semana.

La cerradura superior se abrió con un chasquido.

Contra los oponentes más grandes y más pesados, la pura fuerza física no era su mejor aliada. No, su arsenal era algo diferente: velocidad, agilidad y flexibilidad, sobre todo gracias a aquellas innumerables clases de gimnasia. Y el látigo. Eran cosas que podía utilizar para sorprender a sus rivales: podía aprovechar la velocidad de un hombre de noventa kilos abalanzándose hacia ella haciendo unas cuantas maniobras para acabar dando una voltereta sobre su espalda, esquivando esa carrera a ciegas contra ella y consiguiendo que él se diera de bruces contra uno de los postes del cuadrilátero o que terminara con el látigo alrededor de la pierna, de forma que ella, al tirar de él, podía hacerle perder el equilibrio mientras le clavaba el codo en la barriga.

«Apunta siempre a las partes blandas». Lo había aprendido antes incluso de poner un pie en un cuadrilátero.

Con la visión del ojo izquierdo todavía un poco borrosa, Selina miró a ambos lados del pasillo pintado de un azul grisáceo, pasando por encima de los grafitis, y se fijó en un charco que no era agua. Nada de aquello resultaba amenazante.

Las partes ensombrecidas del pasillo... Eran precisamente la razón por la que había cuatro cerraduras en esa puerta y por la que Maggie no podía abrirla bajo ninguna circunstancia. En especial a su madre y a quienquiera que su madre llevase con ella.

Aún había una abolladura en la puerta metálica de la última vez, hacía seis meses.

Una abolladura grande y redonda, justo al lado de la mirilla, donde el hombre sudoroso que se hallaba junto a su madre drogada había hundido el puño cuando Selina se había negado a abrir la puerta. No se marcharon hasta que un vecino amenazó con llamar a la policía.

Había personas agradables en aquel edificio. Buena gente. Pero llamar a la policía habría empeorado las cosas. Los polis hubieran hecho preguntas. Preguntas acerca de en qué condiciones vivían.

Selina volvió a la puerta, segura de que nadie se había metido en esas sombras. A pesar del estado en el que se hallaba..., consiguió abrir la segunda cerradura. Y la tercera.

Había empezado a girar la llave de la última cuando se oyó el traqueteo del ascensor. Las puertas abolladas se abrieron y apareció la señora Sullivan con bolsas del colmado en una mano y las llaves como si fueran garras metálicas entrelazadas con los dedos de la otra.

Se miraron a los ojos cuando la anciana blanca renqueó por el pasillo, y Selina la saludó con un gesto de la cabeza, con la esperanza de que la capucha de su sudadera debajo de la chaqueta le ocultara el rostro. El látigo, al menos, estaba escondido en la parte baja de la espalda. La señora Sullivan frunció mucho el entrecejo, chasqueando la lengua, y se dirigió enseguida a su apartamento. La mujer tenía cinco cerraduras.

Selina se tomó su tiempo con la última cerradura, consciente de que la anciana estaba vigilando todos sus movimientos. Consideró si decirle que no estaba entreteniéndose porque estuviera pensando robarla. Lo consideró y decidió no hacerlo por la cara de desprecio con la que la mujer la miró.

«Basura» era la palabra que reflejaban los ojos de la señora Sullivan antes de cerrar con un portazo su apartamento y que todas esas cerraduras encajaran en su sitio con un chasquido.

A Selina le dolía todo demasiado para cabrearse por eso. Había oído cosas peores.

Abrió la última cerradura, entró en su piso y rápidamente cerró la puerta con llave. Cerradura tras cerradura tras cerradura, y luego pasó la cadena que había arriba del todo.

El apartamento estaba oscuro, iluminado tan solo por el brillo dorado de las farolas fuera, en el patio, que entraba por las dos ventanas del salón-cocina. Estaba bastante segura de que había personas en Gotham City cuyos cuartos de baño eran más grandes que la totalidad de aquel espacio, pero al menos lo mantenía tan limpio como podía.

El olor fuerte a salsa de tomate y el dulzor del pan permanecían en el ambiente. Al echar un vistazo a la nevera, comprobó que Maggie se había comido lo que ella le había llevado después del colegio. Gran parte.

Bien.

Cuando cerró el frigorífico, abrió el congelador y sacó una bolsa de guisantes escondida al lado de una pila de comida congelada. La apretó contra la mejilla palpitante mientras contaba los paquetes congelados... Solo quedaban tres. Su comida para el resto de la semana en cuanto se terminase la italiana.

Mientras apretaba los guisantes contra la cara, disfrutando del frío, guardó el látigo bajo el fregadero, se quitó las zapatillas deportivas con la punta del pie y caminó sin hacer ruido por la alfombra verde y raída del salón hacia el pasillo que daba a un cuarto de baño y a una habitación individual. El baño minúsculo estaba a oscuras, vacío. Pero a su izquierda, una luz cálida y dorada se filtraba por la puerta que había quedado entreabierta.

El fajo de billetes en su bolsillo trasero seguía sin ser suficiente para pagar el alquiler, la comida y las pruebas y el seguro médico de Maggie.

Con una presión en el pecho, abrió la puerta con un hombro y se asomó a la habitación. Era el único lugar con color en el piso, pintado de amarillo ranúnculo y cubierto de pósteres de Broadway que Selina había tenido la suerte de encontrar cuando cerraron otro colegio del East End y limpiaron el departamento de teatro.

Ahora aquellos pósteres velaban por la chica en la cama, acurrucada bajo un edredón con estampado de dibujos animados que era demasiado pequeño y tenía como diez años de uso, igual que todo lo demás en aquella habitación, incluida la lamparilla con forma de luciérnaga que Maggie aún insistía en que le dejara encendida.

Selina no la culpaba. A los trece años, había tenido que enfrentarse a bastante mierda para ganarse el derecho a hacer lo que le diera la gana. La respiración ronca y dificultosa que inundaba el cuarto era prueba suficiente. En silencio cogió uno de los distintos inhaladores que había junto a la cama de Maggie y comprobó el indicador de dosis restantes. Tenía suficiente en caso de que sufriera otro ataque de tos aquella noche, aunque ella acudiría corriendo a la habitación desde el sofá del salón donde dormía en cuanto oyera la tos seca de su hermana.

Después de enchufar el humidificador, regresó al salón y se desplomó en la silla de vinilo agrietada que había junto a la mesa pequeña en medio de la cocina.

Le dolía todo. El cuerpo entero le daba punzadas, le ardía, le suplicaba que se tumbara.

Selina miró el reloj. Eran las dos de la madrugada. Tenían que ir a clase dentro de... cinco horas. Bueno, Maggie tenía clase. Estaba claro que ella no podía asistir con la cara así.

Se sacó el dinero del bolsillo y lo dejó encima de la mesa de plástico.

Atrajo hacia ella una cajita que había en el centro de la mesa y rebuscó con la mano que le dolía una fracción menos que la otra. Tendría que andarse con cuidado en el mercado..., los fondos EBT no podían estirarse mucho más. Desde luego no se estiraban lo bastante para cubrir sus gastos y los de una hermana con fibrosis quística grave. Selina se había informado sobre la comida como medicina en un ordenador de la biblioteca mientras esperaba que Maggie terminase su clase extraescolar de teatro. No es que fuera la panacea, pero comer sano podía ayudar. Merecía la pena probar cualquier cosa si les hacía ganar tiempo.

Fibrosis quística... Selina no recordaba la existencia de una época en la que no conociera esas palabras. Lo que significaban: la enfermedad genética incurable que causaba acumulación de mucosidad en varios órganos, pero especialmente en los pulmones. La mucosidad obstruía y bloqueaba las vías respiratorias, donde atrapaba bacterias que, en el mejor de los casos, producían infecciones y, en el peor, daño pulmonar y fallo respiratorio.

Y luego estaba la mucosidad que se acumulaba en el páncreas, bloqueando las enzimas que ayudan a descomponer la comida y absorber los nutrientes.

En una ocasión Selina había buscado en Google: «Esperanza de vida para el paciente con fibrosis quística grave».

Había cerrado el navegador y había vomitado en el servicio de la biblioteca durante treinta minutos.

Calculó el dinero encima de la mesa y tragó saliva. El tipo de comida sana que Maggie necesitaba no era barata. Los platos congelados de microondas eran para emergencias. Comida basura. La comida italiana que su hermana había consumido esa noche era algo excepcional.

Y tal vez una disculpa por haberla abandonado para participar en aquella pelea.

—Tu cara.

Selina levantó la cabeza de pronto al oír aquellas palabras roncas.

—Deberías estar dormida.

El pelo castaño y rizado de Maggie estaba medio despeinado y una arruga de la almohada le recorría la mejilla pálida demasiado delgada. Tan solo los ojos verdes —el rasgo distintivo que compartían, a pesar de tener padres diferentes— estaban despejados. Alertas.

—No olvides ponerte hielo en las manos, sino mañana no podrás usarlas.

Selina le dirigió a su hermana una media sonrisa, lo que hizo que la cara le doliera más, y obedeció, pasando los guisantes del rostro palpitante a la piel partida e hinchada de los nudillos. Al menos la inflamación se le había bajado desde que la pelea había terminado hacía una hora.

Maggie cruzó la habitación despacio y Selina intentó no hacer una mueca de dolor al oír su respiración dificultosa y cómo se aclaraba suavemente la garganta. La última infección de pulmón le había pasado factura y ya no tenía color en sus mejillas habitualmente sonrosadas.

—Deberías ir al hospital —musitó Maggie—. O por lo menos déjame limpiarte las heridas.

Selina ignoró ambas sugerencias y preguntó:

—¿Cómo te encuentras?

Maggie acercó el montón de efectivo hacia ella y abrió mucho los ojos al empezar a contar los billetes de veinte arrugados.

—Muy bien.

—¿Has hecho los deberes?

Le lanzó una mirada irónica y exasperada.

—Sí. Y también los de mañana.

—Buena chica.

Maggie la observó atentamente con aquellos ojos verdes demasiado alertas, demasiado despiertos.

—Tenemos que ir al médico mañana después del colegio.

—¿Y si... ya sabes?

Maggie terminó de contar el dinero y lo guardó con cuidado en la cajita con la tarjeta EBT.

—Mamá no estará allí.

Y tampoco el padre de Maggie, fuera quien fuera. Selina dudaba de que su madre supiera quién era. El propio padre de Selina... Lo único que sabía de él era lo que su madre había dicho durante uno de sus monólogos inconexos mientras estaba drogada: que lo había conocido en la fiesta de una amiga. Nada más. Ni siquiera un nombre.

Selina movió los guisantes congelados de la mano derecha a la izquierda.

—No, no estará. Pero yo sí.

Maggie limpió una mota invisible de la mesa.

—Pronto serán las audiciones para la obra de primavera.

—¿Vas a probar suerte?

Se encogió un poco de hombros.

—Quiero preguntarle al médico si puedo.

Qué responsable era su hermana.

—¿Qué musical es este año?

—Carrusel.

—¿Lo hemos visto?

Negó con la cabeza, sacudiendo sus rizos, y esbozó una sonrisa radiante.

Selina le devolvió la sonrisa.

—Pero supongo que la veremos mañana por la noche, ¿verdad? —dijo.

Los viernes por la noche era noche de cine. Cortesía de un reproductor de DVD que las Leopards y ella se habían llevado de un camión, y la extensa sección de películas de la biblioteca.

Maggie asintió. Los musicales de Broadway: el sueño no tan secreto de Maggie y la obsesión de su vida. Selina no tenía ni idea de dónde le venía. Sin duda alguna jamás habían podido permitirse unas entradas de teatro, pero el colegio de Maggie había hecho varias salidas a las producciones de Gotham City. Quizá aquel amor incondicional había surgido en una de esas excursiones, y era tan fuerte que incluso persistía cuando la fibrosis quística le destrozaba los pulmones de un modo tan brutal que cantar, estar en el escenario y bailar resultaba difícil.

A lo mejor un trasplante de pulmón podía cambiarlo todo, pero estaba al final de una lista muy larga. No subía de puesto mientras su salud se deterioraba cada vez más con el paso de los meses. Maggie no había respondido al tratamiento que los doctores calificaban de un gran avance que añadiría décadas de vida a algunas personas con fibrosis quística...

Pero Selina no le iba a decir a su hermana nada de eso. Jamás la hacía sentir que había límites en lo que podía hacer.

Se le encogía el corazón de manera insoportable al ver que Maggie estaba dispuesta a presentarse a la audición.

—Deberías irte a la cama —le dijo Selina al tiempo que soltaba los guisantes.

—Tú también —replicó Maggie.

Selina soltó una risa baja que hizo protestar su cuerpo dolorido.

—Nos iremos juntas.

Hizo una mueca de dolor al levantarse y puso los guisantes de nuevo en el congelador.

Acababa de darse la vuelta cuando unos brazos débiles le envolvieron con cuidado la cintura. Maggie parecí saber que le estaban apareciendo moratones en las costillas.

—Te quiero, Selina —dijo en voz baja.

Ella la besó en la parte superior de la cabeza, en medio de un gran descontrol de rizos, y le frotó la espalda, aunque los dedos le aullaran de dolor.

Merecía la pena soportarlo mientras abrazaba a su hermana y la nevera emitía un zumbido constante a su alrededor.

Merecía la pena.

—No entiendo por qué la última vez nos resultó mucho más barato.

Le costaba mantener la voz firme, evitar que las manos se convirtieran en puños en el mostrador de información del hospital.

La mujer mayor con el uniforme rosa floreado apenas levantó la vista del ordenador.

—Tan solo te transmito lo que me dice el ordenador. —Señaló con una larga uña de color lila lo que fuese que apareciera en la pantalla—. Y aquí pone que hoy tienes que pagar quinientos.

Selina apretó la mandíbula tan fuerte que le dolió y miró por encima del hombro hacia donde Maggie esperaba en una de las sillas de plástico contra la pared blanca. Estaba leyendo un libro, pero los ojos no se movían por la página.

Selina bajó la voz, aunque sabía que Maggie se inclinaría hacia delante para escuchar.

—El mes pasado, fueron cien.

La uña de color lila dio unos golpecitos en la pantalla.

—El doctor Tasker le ha hecho hoy unas pruebas y vuestro seguro no las cubre.

—Nadie me ha dicho nada.

Aunque así fuera, Maggie necesitaba hacerse aquellas pruebas. Sin embargo, los resultados que habían recibido... Selina apartó esa idea de la cabeza, junto con lo que había dicho el doctor hacía un momento.

La mujer por fin levantó la mirada del ordenador el tiempo suficiente para ver bien a Selina. La hinchazón de la cara le había bajado, había cubierto los morados con un maquillaje profesional y se había arreglado la cortina de pelo oscuro de manera ingeniosa. Los ojos azules de la mujer se entornaron.

—¿Eres la madre o la tutora?

Selina se limitó a decir:

—No podemos pagar esa factura.

—Pues tendrás que hablarlo con vuestra compañía de seguros.

Sí, pero Maggie necesitaría más pruebas como la que acababan de hacerle. La próxima era dentro de dos semanas. La tercera, al cabo de un mes. Selina hizo las cuentas y se tragó el nudo que tenía en la garganta.

—¿El hospital no puede hacer nada?

La mujer continuó escribiendo, repiqueteando las teclas del ordenador.

—Es asunto de vuestra compañía de seguros.

—Nuestra compañía de seguros dirá que os concierne a vosotros.

El ruido de las teclas cesó.

—¿Dónde está tu madre?

La mujer miró alrededor de Selina como si fuese a encontrar a su madre a unos pasos de distancia.

Selina se vio medio tentada de decirle que se diera una vuelta por un callejón del East End, puesto que seguramente ese sería el sitio en el que estaría su madre, viva o muerta. En cambio, cogió la tarjeta del seguro que había dejado sobre el mostrador y respondió tajantemente:

—Está t

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