La novela de Rebeca

Mikel Alvira

Fragmento

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Contenido

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Rebeca no es lugar para días grises

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A Rebeca, la auténtica, por su nombre.
A Idoia, por ocurrente.
A Simón, tan tenaz.
A Ana, por el temple.

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1

En la playa. Invierno

Se colocó la mascarilla, se ajustó los guantes y la miró. Tenía las manos pequeñas y los pechos grandes; al menos, esa era la impresión que daban en relación las unas con los otros, quizás porque estos, vencidos por la gravedad de la postura, parecían enormes.

Simón apagó el ordenador después de cerciorarse de haber guardado el documento, haberlo copiado en un pendrive y haberlo volatilizado en el Dropbox. Después, introdujo su lápiz negro en el bote de los lápices negros, el bolígrafo de gel en el de los bolígrafos y la goma de borrar en la cajita metálica en la que se ordenaban otras gomas y algún sacapuntas.

En su cabeza, únicamente la forma de matar a la joven periodista de los pechos grandes.

Apagó la luz del flexo, metió la silla bajo la mesa, frente al espectacular ventanal de su estudio, y tras comprobar que el paisaje seguía siendo gris, se preparó para salir: melena canosa, bien; cuello vuelto, bien; bufanda anudada sin encanto, bien. Bien los anchos vaqueros con los bajos desgastados. Bien los zapatos con suela de goma y bien el grueso impermeable con piel falsa alrededor de la capucha. Gesto, bien. Porte, bien. Bien el reloj, en hora, como no podía ser de otra manera.

Ya abajo, en el sendero que unía su portal con el linde de la urbanización, contó las macetas, como siempre hacía: diecinueve a un lado, diecisiete al otro. Aquello no le desazonaba, pero sí que, de alguna manera, le cuestionaba. ¿Por qué no en dos hileras de dieciocho? ¿Respondía a algún capricho del portero o era simplemente descuido? ¿Y cómo matar a la periodista de los pechos grandes?

Las escaleras para esquivar el talud de hierba le llevaron hasta el aparcamiento privado: cuesta o peldaños. Aquel día optó por cuesta y alcanzó la arena en cómodos pasos.

Rugía el viento más allá del perfil desconchado de los acantilados y elevaba sobre las olas elegantes tupés de espuma que se deshacían como visillos de hielo. El invierno parecía arrollar cada microscópica parcela de aquel paisaje. Se subió los cuellos y caminó con ritmo decidido.

En su cabeza, como un tictac que le arañara las sienes, de qué manera mataría a la joven periodista, por muy grandes que tuviera los pechos.

Hay días en los que las horas no son horas, son cuadernos. Es como si alguien o algo se empeñara en cambiar los cánones del tiempo, como si se perdiera la perspectiva y se modificara el transcurso consensuado de segundos y minutos. Quizás Einstein pudiera explicarlo, o Bécquer.

Con frecuencia, respondemos al desconcierto con frases que ha acuñado el acervo popular y que se resumen en «ha pasado un ángel» o «se me ha ido el santo al cielo», cuando, en realidad, quisiéramos decir «a tu lado, el tiempo se detiene» o «contigo todo es posible».

No somos nosotros quienes escribimos en ese cuaderno, sino las emociones que se suceden, irremediablemente, unas tras otras —y en ocasiones solapadas— cuando perdemos la conciencia del tiempo y nos dejamos modelar por él.

Simón miró su reloj y esbozó una sonrisa. No se veía a nadie. Nunca se veía a nadie. Aún no habían dado las nueve de la mañana y él ya llevaba tres horas levantado. Había hecho sus estiramientos de espalda, había tomado su café solo y había escrito durante todo aquel tiempo, como cada día desde que se encontraba enfrascado en su nueva novela.

Decir nadie era obviar a las gaviotas, que como siniestros ángeles desorientados se atolondraban en sus idas y venidas. Y a algún pescador que, allá en el otro extremo, cerca del aparcamiento público, se empecinaba en retar al frío tensando sus sedales más allá del rompiente de las olas. Y a un tipo que corría enfundado en ropa técnica elevando sus pies como un pingüino, torpe sobre los arenales removidos por el aire.

Decir nadie era decir nadie nuevo.

Si la mataba asfixiándola, sería sencillo dar con alguna fibra del cojín, así que pensó que habría de preverlo en cuanto volviera a su ordenador.

Se colocó la mascarilla, se ajustó los guantes y la miró. Tenía las manos pequeñas y los pechos grandes; al menos, esa era la impresión que daban en relación las unas con los otros, quizás porque estos, vencidos por la gravedad de la postura, parecían enormes. El pelo había sido dispuesto en abanico sobre el acero inoxidable de la mesa, de manera que una suerte de peineta negra y brillante le enmarcaba los duros ángulos de su rostro, el mentón egipcio y los ojos almendrados. El cuerpo, sin embargo, no sufría de rigor, por más que llevara, según el informe, casi siete horas cadáver, y se antojaba todo él como de relleno de espuma, mullido, fresco y lozano, espléndido en su desnudez, de manera que hasta el forense pensó que iba a ser una lástima cercenarlo. Le quitó el collar preguntándose cómo su asistente no había reparado en él al desprender a la mujer de la ropa, y lo depositó en una bandeja unos segundos antes de empezar con la autopsia.

—Una obra maestra.

Dio por concluido el relato de la autopsia. Le reconfortaba haberse revuelto el estómago describiendo los pasos del forense, sin duda, un buen personaje. Aquella había sido una fructífera jornada. Úrsula estaría orgullosa de él.

No cabía duda de que los paseos por la playa le servían para despejar la mente, oxigenar las neuronas y obtener ideas. Sin mar, su literatura sería un fiasco.

Ocupó la mañana recorriendo la arena de una a otra punta, despacio, escrutando a sus colegas de paseo, anotando en su cabeza las nuevas ideas que le asaltaban e hilando los párrafos que acababa de escribir y los que escribiría a lo largo del día. Sería buena idea empezar cada capítulo con un consejo sobre decoración; introducir los consejos de Rebeca, los artículos de Arquitectura Exclusiva, volvería locas a las del departamento de

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