Entre los sueños

Elio Quiroga

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Los golpes lo llenaban todo. Llenaban sus vidas en aquel instante como si no existiera nada más.

Permanecía abrazada a su madre, en la oscuridad del cuarto, que las rodeaba como un agua abisal.

No se habían atrevido ni a encender las luces.

Habían cerrado la puerta por dentro.

Ella estaba aterrorizada, y lloraba en silencio. No quería elevar la voz, ni que su madre lo notara. Oía la otra respiración agitada y percibía los latidos desbocados al apoyar la cabeza contra su pecho.

Apenas se había hecho de noche. En la lóbrega negrura, se recortaba la puerta cerrada, por cuyas rendijas se colaba la luz del pasillo, que se mantenía encendida.

Los golpes, que llegaban en andanadas, sacudían la puerta, y entonces, durante unos momentos, la luz penetraba hasta ellas fugazmente, arrastrándose por el suelo, hasta sus pies. Una luz rastrera, malvada. Como lo que se ocultaba al otro lado.

En un movimiento reflejo, horrorizada, como si la luz fuera a quemar sus tenis, encogió las piernas y se hizo un ovillo.

—¡Abrid la puta puerta!

Las dos siguieron en silencio, mientras los golpes, brutales, hacían vibrar la única barrera que las separaba de él. Se preguntaba si resistiría aquellos embates. Y qué ocurriría si la puerta se abría finalmente y entraba en la habitación.

—Os lo dije —sonó la voz, en un tono inesperadamente bajo—. Os lo advertí. Ahora no tengo más remedio.

Entonces su madre estalló en un alarido rabioso que se articuló en tres palabras:

—¡Déjanos en paz!

Y ella se sumó al ruego desesperado.

—¡Vete! ¡¡Márchate!! —chilló con todas sus fuerzas.

—¡Solo quiero entrar y que hablemos! —se oyó desde el otro lado de la puerta, de donde venía la luz, de donde llegaría el espanto si la madera o la cerradura cedían—. Será solo un minuto. Por favor. Podemos hablarlo con calma.

—¡¡No!! —gritó su madre—. ¡Déjanos en paz!

Ella se quedó callada, espantada, temiendo que alguna de las dos flaqueara, se levantara y le abriera la puerta.

Hubo unos segundos de silencio lóbrego, en los que los golpes se detuvieron. Pero fueron rotos en añicos enseguida.

—¡¡Malditas!! ¡Abrid la puta puerta ahora! ¡Os voy a reventar!

Ella lanzó un gemido y ocultó la cabeza en el pecho de su madre.

Tenía catorce años, pero en aquel momento se sentía tan vulnerable como si fuera un bebé. Y las lágrimas, imparables, empapaban su rostro.

—¡He llamado a la policía! —mintió sollozando.

—¡Pues lo arreglaré antes de que vengan! ¡Sé cómo hacerlo!

—¡No, tú no vas a arreglar nada, tú quieres hacernos daño! —gritó su madre, en un llanto.

—¡Abrid, malditas seáis!

Oyeron entonces carreras en el piso superior, y luego golpes a la puerta de la casa. Eran los vecinos. Habían bajado a ver qué pasaba. A ella le resultaban unos cotillas odiosos, pero por una vez deseó verles la cara.

Una voz sonó en la lejanía, en el rellano de la escalera.

—¡¿Estáis bien?! ¡¿Pasa algo?! ¡Vecina, soy yo, Carmen, la de arriba! —dijo la voz de mujer.

Entonces los golpes a la puerta del cuarto arreciaron, como si buscaran una última oportunidad furiosa. Golpes y luego patadas. La puerta empezó a combarse. La parte inferior de la madera se quebró. Madre e hija chillaron, horrorizadas. Y ya no hubo palabras al otro lado, solo golpes, cada vez más duros, más brutales.

Les parecía que la puerta iba a estallar en mil pedazos en cualquier momento.

Se abrazaron con desesperación.

De repente, el estruendo cesó.

Unos pasos se alejaron.

Sonó un portazo.

Y luego, el silencio.

Se miraron, tras permanecer varios minutos eternos abrazadas muy fuerte, como si se les fuera la vida si se separaban. Poco a poco se soltaron la una de la otra.

Ella se puso de pie. El tiempo seguía pasando, con una lentitud desesperante.

—¿Qué vas a hacer? ¿Adónde vas? —preguntó su madre.

—Voy a ver a dónde ha ido.

—No. Aquí estamos seguras. Espera un poco. Ahora vendrá la policía. Cuando lleguen, saldremos.

—Nadie los ha llamado, mamá. Nadie ha llamado a la policía —replicó ella, viendo que su madre parecía tan aturdida que confundía la realidad con sus invenciones—. A no ser que Carmen lo haya hecho.

Los golpes en la puerta que daba al exterior del piso sonaron un par de veces más, y luego se detuvieron.

—Puede que esté escondido detrás de la puerta, esperando a que abramos —comentó su madre con un hilo de voz, muy asustada.

Ella, que se estaba poniendo de pie, se detuvo durante un instante. Tenía razón. ¿Y si las esperaba, agazapado, con el cuchillo de cocina con el que las había perseguido por la casa hacía media hora? Habían tenido mucha suerte hasta aquel momento, pero podía estar al otro lado de la puerta, como un depredador, esperando simplemente a que salieran del refugio seguro del cuarto de ella. El cuarto donde tantas cosas habían pasado, cosas que no se atrevía ni a recordar.

Se terminó de levantar, miró a su madre en la penumbra y se acercó entonces a la puerta, sigilosamente. Paso tras paso, temiendo que en cualquier instante la madera estallara en astillas y que él entrara.

Y con toda la precaución del mundo, intentando que no se la oyera ni respirar, pegó el oído a la puerta.

No oyó nada.

Ni siquiera pasos en el exterior.

Ningún movimiento, aparentemente.

Se giró y miró en silencio a su madre.

—No salgas —le dijo en un susurro que destilaba temor.

Ella le indicó a su madre que no lo haría. No tenían prisa. Estaba claro que él seguía en la casa.

No iba a salir a encontrarse con la vecina y destaparlo todo, a poco que se revelara qué hacían ellas dos escondidas en su dormitorio, bajo llave, protegiéndose de él y de su cuchillo de cocina. Y del chorro de odio que se podía advertir al otro lado de la puerta tras la que se protegían.

Esperaron. En la oscuridad, esperaron. No se atrevieron ni a encender la luz del cuarto. Fuera de la habitación, la luz artificial del pasillo era la única referencia en la oscuridad que las rodeaba.

Su madre siguió sentada en el suelo, temiendo que sus piernas flaquearan si intentaba ponerse de pie.

Pasaron los minutos, uno tras otro, en una parsimoniosa y desesperante procesión.

Y el silencio seguía allí.

Ella se incorporó y se acercó de nuevo lentamente a la puerta del cuarto. Se detuvo tras ella y pegó la oreja a la madera. Lo había hecho en muchas otras ocasiones. Había desarrollado un sexto sentido para notar al otro lado cómo alguien respiraba o simplemente estaba. Ella lo llamaba «su sentido arácnido», como el q

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