Los Tecnólogos

Matthew Pearl

Fragmento

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Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Libro primero. Ingeniería civil y topográfica

I. 4 de abril de 1868

II. Charles

III. La policía de Boston

IV. Circuitos

V. Prohibida la entrada

VI. Una buena mañana

VII. Partículas

VIII. Sepultados

IX. La vista desde el número 18

X. Resueltos

XI. Plymouth

XII. Temple Place

XIII. Man-field

XIV. Mente y mano

Libro segundo. Química aplicada

XV. El jefe de policía de la cárcel de Smith

XVI. La chica de las Galápagos

XVII. Bajo el agua

XVIII. Aparecen los Tecnólogos

XIX. Meca

XX. Un estudio de State Street

XXI. Historia natural

XXII. Los aprendices de relojeros

XXIII. En llamas

XXIV. Saludos, amigos

XXV. Cuatro tirones

Libro tercero. Geología y minería

XXVI. El número 10

XXVII. Theo

XXVIII. Vapor en reposo

XXIX. La calle Tres con la E

XXX. Empollón

XXXI. Sueño

XXXII. Despertar

XXXIII. Satano duce

XXXIV. El jefe de policía de la cárcel de Smith (continuación)

XXXV. Cien chicos de Tech

XXXVI. Poder

XXXVII. Sucio

XXXVIII. ¡Tempestad en una tetera!

Libro cuarto. Ingeniería mecánica

XXXIX. Dos documentos

XL. La garita

XLI. 17 de mayo de 1868

XLII. Adiós, Boston

XLIII. Exploradores

XLIV. Las garras de la muerte

XLV. Nil desperandum

XLVI. Rotos

XLVII. Sé una madre para mí

XLVIII. Nahant

XLIX. Mi espada llameante

L. Mente

Libro quinto. Física experimental

LI. Sentimiento de clase

LII. En equipo

LIII. Ved lo que ha hecho Dios

LIV. Testigos

LV. Tus hijos acuden al jubileo

LVI. Babel

LVII. La ballena blanca

Libro sexto. Construcción y arquitectura

LVIII. Doce días después

LIX. Los del 68 (hasta la eternidad)

LX. Charley

Epílogo. La historia y el futuro de los chicos de Tech

Agradecimientos

Notas

Sobre el autor

Créditos

Grupo Santillana

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A mi hijo

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Libro primero

INGENIERÍA CIVIL Y TOPOGRÁFICA

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I
4 de abril de 1868

Con sus líneas orgullosas visibles de manera intermitente a través de la niebla de madrugada, el Light of the East era tal vez el barco más alegre que había llegado jamás a Boston. Varios marineros, con los rostros barbudos bronceados y pelados por el exceso de sol, partían las últimas raciones de nueces con los puños o los tacones de las botas, mientras entonaban alguna vieja canción sobre novias dejadas atrás. Después de los furiosos vientos de marzo, los mares embravecidos, los puertos peligrosos, el trabajo agotador y las experiencias más extremas, al llegar a puerto les darían una buena paga y les dejarían en libertad para gastársela en los innumerables placeres de la ciudad.

El navegante mantenía la proa firme, con la mirada puesta en los instrumentos, mientras esperaban a que la niebla se dispersara lo suficiente para que el barco del práctico viera su señal. Aunque el puerto de Boston se extendía en una superficie de ciento noventa y cuatro kilómetros cuadrados, sus canales eran tan estrechos (los habían estrechado con fines defensivos) que dos barcos grandes no podían cruzarse sin ayuda del práctico del puerto.

El austero capitán del Light, el señor Beal, recorría la cubierta con un aire de satisfacción poco frecuente, intensificado por la alegría de sus hombres. Beal se imaginaba el barco del práctico que atravesaba la niebla hacia ellos, el piloto vestido como un enterrador, saludando con indiferencia y aliviando a Beal —por una vez— de sus responsabilidades. Luego llegaría la vista de los muelles y los embarcaderos, las sólidas naves de granito que nunca eran lo bastante grandes como para albergar todo el cargamento extranjero que traían los barcos mercantes y, más allá, la cúpula dorada del Capitolio del estado en el horizonte, el cráneo reluciente de la ciudad más inteligente del mundo.

En los últimos años, cuando tantos hombres estaban regresando de combatir en la rebelión, hasta los más modestos comerciantes de Boston se habían convertido en auténticos empresarios, acosados como estaban por un exceso de mano de obra. La ciudad había vivido orgullosa de su historia desde la época en la que era poco más que una pintoresca aldea, pero Beal tenía la edad suficiente para saber lo artificial que era su rostro de modernidad. Las colinas que antes ondulaban la ciudad se habían allanado, y sus escombros se habían empleado para rellenar diversos estrechos y bahías, cimientos de calles y barrios nuevos, y muelles como el que pronto iba a darles la bienvenida. Recordaba cuando los Jardines Públicos no eran más que una llanura de barro que señalaba los límites naturales de Boston.

Se oyó el rugido de una chimenea de algún barco invisible que comenzaba su vi

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