Turno de día (Midnight, Texas 2)

Charlaine Harris

Fragmento

Prólogo

Prólogo

No es el estruendo de los camiones lo que capta la atención de Manfred Bernardo, sino el silencio que sigue al ruido de los motores. Son muchos los camiones de gran tamaño que atraviesan Midnight, frenando o acelerando en el semáforo que regula la intersección de la carretera de Davy y la de Witch Light. La casa que Manfred tiene alquilada está, precisamente, en esa carretera, de manera que se ha acostumbrado al ruido, que ha acabado convirtiéndose en una especie de música de fondo. Pero su ausencia hace que se preocupe. Antes de darse cuenta, se ha apartado del escritorio y se ha puesto en pie. Coge una chaqueta del perchero junto a la puerta y abre.

Al otro lado de la carretera, su amiga Fiji Cavanaugh sale al jardín delantero; es enero y su aspecto es desolador. Para lo que es Texas, hoy hace un día frío, aunque soleado. Su gato atigrado, Snuggly, está tomando el sol en su lugar favorito, la base de la maceta en que Fiji piensa plantar una gardenia. Incluso él está mirando hacia el oeste.

Manfred intercambia un gesto de saludo con Fiji, enfundada en un abrigo acolchado y que hoy, inexplicablemente, ha decidido peinarse con coletas, como si tuviese seis años. Luego, Manfred vuelve a dirigir su atención a los camiones. Uno de ellos va cargado de material de construcción: tablones, ladrillos, cables eléctricos, tuberías y herramientas. Dos viejas furgonetas blancas han descargado un número absurdo de hombres menudos y morenos, con chaquetas que acabarán por quitarse a medida que suba la temperatura. De un Lexus baja una mujer blanca y alta con aspecto de estar al mando de la operación. Viste unos pantalones color canela, una blusa de seda azul y un chaleco peludo de piel sintética; lleva el cabello castaño recogido en una elegante coleta y remata su atuendo con unos pendientes y un collar plateados. También lleva gafas de montura de carey y un pintalabios agresivamente rojo.

Los diversos vehículos, con sus variados pasajeros, han convergido alrededor del difunto hotel Río Roca Fría, en la esquina sudoeste del cruce. Por lo que Manfred sabe, el hotel lleva décadas cerrado. Las brigadas de trabajadores empiezan a arrancar los tablones que cierran puertas y ventanas y arrojarlos en un gran contenedor de escombros que otro camión ha depositado sobre la acera agrietada. Luego entran en el oscuro interior del hotel.

A Manfred le viene a la cabeza una bota gigantesca pateando un hormiguero que lleva mucho tiempo inactivo.

Minutos después, Fiji ha cruzado la carretera para reunirse con él. Al mismo tiempo, Bobo Winthrop baja con calma los escalones de su casa y lugar de trabajo, Midnight Pawn, que está en el mismo cruce que el hotel, pero en la esquina en diagonal a este. Manfred se da cuenta (con cierta resignación) de que Bobo presenta hoy bastante buen aspecto, a pesar de que no lleva más que unos vaqueros desteñidos, una camiseta vieja y una igualmente vieja camisa de franela abierta. Al oeste de la intersección, Manfred ve a Teacher Reed salir del Gas N Go, justo al otro lado de la carretera respecto de la casa de empeños, al este, y del hotel, al sur. Su escultural esposa, Madonna, está de pie en la acera enfrente del restaurante Home Cookin con Grady, su bebé, envuelto en una manta. Mientras sostiene a Grady con un brazo, utiliza la otra mano para hacerse sombra sobre los ojos. Al otro lado de la calle, Joe Strong y Chuy Villegas han salido de la Galería de Antigüedades y Salón de Manicura. Joe es como su apellido: musculoso, y aparenta unos cuarenta años. Chuy es más bajo, con el cabello algo ralo y la piel tostada.

Incluso el reverendo sale de la capilla pintada de blanco, con su traje negro raído, y lanza una mirada enigmática ante tanta actividad.

«Ya solo nos faltan Olivia y Lemuel», piensa Manfred. Claro que Lemuel no puede salir durante el día, y Olivia está en uno de sus misteriosos viajes de negocios.

Al cabo de unos momentos de observar y reflexionar, Joe Strong toma la iniciativa, cruza la carretera y, sorteando a los obreros, se dirige a la mujer que parece ser la jefa, que está consultando algo en una carpeta —aunque, por su postura, Manfred está seguro de que se ha dado cuenta de que Joe se acercaba.

Ella mira a Joe y tiende la mano libre para estrechar la suya, con una sonrisa artificial en el rostro. Manfred se da cuenta de que mira a Joe directamente a los ojos, y parece que le gusta lo que ve: un hombre acicalado, de aspecto agradable y trato cercano. La boca de Joe se mueve, la de la mujer lo hace a continuación; ambos se sonríen por urbanidad. A Manfred se le ocurre que aquello es como observar un ritual. En la periferia de la visión advierte que el reverendo se retira a su capilla, pero los demás siguen fuera.

Bobo se vuelve hacia Manfred.

—¿Tú sabías algo de esto?

—No. Si lo hubiese sabido habría hecho correr la voz —contesta Manfred a su casero—. Parece algo grande, ¿no crees? —Siente una ridícula emoción, teniendo en cuenta que lleva menos de un año viviendo en el pueblo. «Contrólate. Tampoco es como si hubiese llegado el circo», se aconseja. Aunque, en cierto modo, es exactamente así.

El bonito rostro redondeado de Fiji, sus ojos iluminados, reflejan curiosidad.

—¿Tú qué opinas? —pregunta, dando pequeños saltitos sobre los talones—. Van a reabrir el hotel, ¿no? Pero ¿cómo van a ponerlo a punto? Lleva un montón de años cerrado. Habrá que quitarlo todo y sustituirlo: las tuberías, la instalación eléctrica, los suelos...

Bobo asiente.

—Yo he estado ahí dentro. Cuando me trasladé a vivir aquí, Lem y yo entramos una noche. En la parte de atrás había un tablón suelto y Lem lo forzó. Llevábamos linternas. Solo queríamos echar un vistazo.

—¿Y cómo fue? —pregunta Manfred.

—Daba un miedo tremendo. El viejo pupitre de recepción con los casilleros para el correo seguía allí. Las lámparas colgaban del techo llenas de telarañas. Era como una película de terror. Techos altos, trozos de empapelado desprendidos de las paredes, olor a ratones. Ni siquiera subimos al primer piso. Las escaleras eran una trampa mortal —añade con una sonrisa—. Lem se acordaba de cuando estaba abierto; dijo que había sido bastante agradable.

Lemuel tiene más de un siglo y medio, así que no es sorprendente que recuerde la época de esplendor del hotel.

—Entonces ¿por qué iba alguien a gastarse el dinero en renovarlo? —dice Manfred, ya que es la pregunta que todos tienen en la cabeza—. Si crees que un hotel podría hacer negocio en Midnight, ¿no sería más barato construir un Motel 6?

—¿Quién querría pasar la noche aquí? —pregunta Fiji, otra de esas cuestiones en las que todos estaban pensando—. Si vas al norte, en Davy hay tres hoteles, y hacia el oeste, en Marthasville, al menos seis. Y si vas a la interestatal, hay un montón de sitios. Además, Home Cookin no abre para desayunos. —Es el único restaurante en veinticinco kilómetros a la redonda.

Todos evalúan los datos en silencio.

—¿Cuántas habitaciones

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