Traición en Lancaster Gate (Inspector Thomas Pitt 31)

Anne Perry

Fragmento

Capítulo 1

1

Pitt estaba en medio de la calle, contemplando las ruinas abrasadas de la casa. La brigada contra incendios había regado a conciencia las llamas surgidas aquí y allí con sus mangueras, y el agua se encharcaba en el suelo y se acumulaba en los cráteres que había dejado la bomba al estallar cuarenta y cinco minutos antes. Era mediodía, pero el cielo todavía estaba nublado a causa del humo, cuyo hedor se extendía por todas partes.

Pitt se echó a un lado para abrir paso a los sanitarios que habían acomodado a un herido en una camilla para llevarlo a la ambulancia que los aguardaba. Los caballos piafaban impacientes, aunque obedientes como estaban enseñados a ser, porque reconocían el olor a incendio en el aire otoñal y cada estrépito de la madera al desplomarse los asustaba.

—Listos, señor —dijo a Pitt un agente muy pálido. Tal vez fuese que el humo le había enrojecido los ojos, pero era más probable que fuese la emoción. Todos los muertos y heridos graves eran policías; cinco en total—. Este es el último que se llevan.

—Gracias —respondió Pitt—. ¿Cuántos muertos?

—Hobbs y Newman, señor. No hemos tocado los cadáveres. —El agente tosió y carraspeó para aclararse la voz—. Ednam, Bossiney y Yarcombe están bastante malheridos... señor.

—Gracias —repitió Pitt. Tenía la cabeza llena de pensamientos y, sin embargo, no se le ocurría qué decir que pudiera ofrecer verdadero consuelo al agente. Pitt era el jefe de la Special Branch, esa discreta sección de los cuerpos de seguridad que se ocupaba de cualquier cosa que cupiera considerar una amenaza para la nación, como sabotajes, asesinatos, atentados con bomba, cualquier forma de terrorismo. Había presenciado destrucción y muertes violentas demasiadas veces. De hecho, antes de estar en la Special Branch había trabajado en la policía regular, igual que los agentes fallecidos, pero ocupándose principalmente de casos de homicidio.

Ahora bien, aquello era un ataque deliberado, dirigido específicamente contra la policía, colegas a quienes conocía por haber trabajado con ellos a lo largo de los años. Recordaba la boda de Newman, el primer ascenso de Hobbs. Ahora tenía que registrar los escombros en busca de lo que quedara de sus cuerpos. El hecho de haberlos conocido no debería suponer diferencia alguna. Todo el mundo tenía una vida que conservar o perder. Probablemente, todo el mundo tenía a alguien para quien su muerte sería devastadora. Y, en caso contrario, ¿no era todavía peor?

Dio media vuelta y comenzó a avanzar lentamente, eligiendo con tino su camino para no alterar lo que quedaba de la escena del crimen; las pruebas, si es que había algo que pudiera llamarse así. Ya sabían que habían hecho explotar una bomba. Los transeúntes habían oído el estallido, habían visto volar cascotes y las llamas cuando la madera ardió. Había trozos de vidrio de las ventanas esparcidos por doquier. Dos personas habían estado lo bastante cerca para considerarlas testigos. Estaban sentadas en la trasera de una ambulancia con las puertas abiertas mientras uno de los conductores terminaba de vendar un corte profundo en un brazo y les hablaba en voz baja. Ambas estaban magulladas e impresionadas, pero Pitt tendría que hablar con ellas. Quizá habrían visto algo que pudiera tener su importancia, por más nimio que pareciera ahora. A veces se trataba de lo que alguien no vio, una ausencia que cobraba significado, aunque solo resultara evidente más tarde.

Pitt habló primero con el hombre. Aparentaba tener más de sesenta años, tenía el pelo cano y llevaba un abrigo formal, como si hubiese estado regresando de la iglesia a su casa. Presentaba cortes en el lado derecho del rostro y una quemadura en la mejilla, como si un trozo de madera en llamas lo hubiese alcanzado. Todo su costado derecho estaba manchado de polvo y había pequeñas quemaduras en la tela de su ropa.

Pitt se disculpó por molestarlo, le preguntó su nombre y su dirección.

—De vuelta a casa desde la iglesia, Dios nos asista —dijo el hombre, tembloroso—. ¿Quiénes son? ¿Qué clase de gente haría algo así? —Estaba asustado, e intentaba por todos los medios no demostrarlo delante de su esposa. Sin duda había ido caminando por el lado de la calzada, como haría cualquier hombre, y ella había estado más cerca de la explosión y sus heridas eran más graves. Era su brazo el que el sanitario estaba vendando, y la sangre ya empezaba a filtrarse a través de la venda mientras él añadía otra capa. La mirada que dirigió a Pitt le dijo que se diera prisa.

—¿Vio a alguien más en la calle? —preguntó Pitt—. ¿A cualquier persona? Cualquier testigo nos sería útil.

—No... no, no vi a nadie. Estábamos conversando entre nosotros —contestó el hombre—. ¿Quién haría esto? ¿Otra vez los anarquistas? ¿Qué demonios quieren?

—No lo sé, señor; pero lo descubriremos —prometió Pitt—. Si recuerda cualquier cosa, háganoslo saber.

Pitt le dio su tarjeta, expresó sus mejores deseos a la mujer y después, dirigiendo un gesto de asentimiento al conductor de la ambulancia, regresó hacia la casa. Había llegado la hora de entrar y ver los cadáveres, reunir cualquier indicio o prueba que hubiera. Bordeó un bloque de mampostería caída, abriéndose camino con cuidado. Notaba el sabor a quemado que flotaba en el aire, pero, sin embargo, hacía frío.

—¡Señor! —gritó un bombero—. ¡No puede entrar aquí! Es...

Pitt siguió caminando, haciendo crujir los vidrios rotos al pisarlos.

—Comandante Pitt —se presentó.

—Ah... bueno, mire bien dónde pisa, señor. Y vigile la cabeza. —Echó un vistazo hacia la viga que colgaba en un ángulo imposible, balanceándose un poco, como si pudiera despegarse y caer en cualquier momento—. Aun así no debería estar aquí —agregó el bombero.

—¿Los fallecidos? —inquirió Pitt.

—Esto es peligroso —señaló el bombero—. No van a irse a ningún lado, señor. Mejor deje que los saquemos nosotros. La explosión los ha matado, señor. No le quepa duda.

A Pitt le habría gustado tener una excusa para no examinar los cadáveres, pero no había ninguna. Quizá no averiguaría nada útil, pero sería la manera de empezar a enfrentarse a la realidad y asumirla.

Estaba de pie ante el bombero pálido y tiznado. Su uniforme estaba asqueroso y mojado. Cuando tuviera tiempo de pensar en ello, se daría cuenta de que además tenía frío.

—Por aquí, señor —dijo el bombero a regañadientes—. Pero vaya con cuidado. Más vale que no toque nada. Podría hacer que todo eso le cayera encima.

—No lo haré —contestó Pitt, iniciando el incómodo avance, procurando no tropezar. Si se caía, casi seguro que chocaría con un puntal que sobresaliera de una pared, un trozo de mueble destrozado o algo que colgara de donde antes solía estar el techo.

Las tablas del entarimado estaban medio levantadas, torcidas p

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