En la tormenta

Taylor Adams

Fragmento

19.39 h

19.39 h

23 de diciembre

—Que te den, Bing Crosby.

Darby Thorne había ascendido ya nueve kilómetros por el puerto de montaña de Backbone Pass cuando se le rompió el limpiaparabrisas y la voz de bajo-barítono entraba en el segundo estribillo. Estaba bien claro: Crosby tendría unas blancas Navidades. Ahora ya podía quedarse calladito.

Giró el dial de la radio con el pulgar (nada aparte de interferencias) y observó el aleteo que hacía el brazo del limpia, como si tuviera una muñeca fracturada. Se planteó parar para engancharlo con cinta aislante, pero el arcén de la carretera había desaparecido bajo unos muros de hielo sucio que la flanqueaban a izquierda y a derecha. De todos modos, le daba miedo parar. Hacía una hora y media, cuando pasaba por Gypsum a toda velocidad, caían copos de nieve grandes aunque enclenques, que se habían vuelto más pequeños y compactos a medida que ganaba altitud. Ahora resultaban hipnóticos bajo los faros del coche en marcha, un parabrisas de estrellas que se difuminaban a la velocidad de la luz.

Según el último aviso que se había cruzado, era obligatorio llevar cadenas.

Darby no tenía cadenas para la nieve. Todavía no, por lo menos. Era su segundo año en la Universidad del Colorado en Boulder y nunca se había planteado aventurarse fuera del campus más allá de Ralphie’s Thriftway. Recordó regresar precisamente de ahí a pie el mes anterior, medio borracha, con un grupo de conocidos de su residencia, y cuando uno de ellos le preguntó (aunque le importara más bien una mierda) dónde pensaba pasar las vacaciones de Navidad, Darby le respondió sin tapujos que haría falta un milagro divino para hacerla regresar a su casa, en Utah.

Pues parecía que Dios la había escuchado, porque había bendecido a la madre de Darby con un cáncer de páncreas en fase terminal.

Se enteró ayer.

A través de un SMS.

RASCA-RASCA.

La hoja doblada del limpia volvió a golpear el cristal, pero los copos estaban lo bastante secos y el coche circulaba a suficiente velocidad como para mantener el parabrisas limpio. El verdadero problema era la nieve que se acumulaba en la carretera. Las líneas divisorias amarillas ya estaban ocultas por varios centímetros de blancura recién caída y Darby notaba cómo los bajos del Honda Civic iban rascando contra la superficie a intervalos regulares. Sonaba como una tos húmeda, un poco peor a cada paso. La última vez había notado que el volante le vibraba entre las manos, que lo sujetaban con fuerza. Si el paisaje seguía empolvándose, se quedaría allí tirada, a dos mil setecientos metros por encima del nivel del mar con un cuarto de depósito de gasolina, sin cobertura de móvil y con sus pensamientos atribulados como única compañía.

Y también, suponía, con la voz estridente de Bing Crosby, que canturreó el último estribillo mientras Darby daba un sorbo al Red Bull templado.

RASCA-RASCA.

Todo el trayecto igual, una obligación borrosa y con ojos inyectados en sangre a través de kilómetros de estribaciones y llanuras cubiertas de maleza. Sin tiempo para parar. Lo único que había comido en todo el día era ibuprofeno. Se había dejado encendida la lámpara del escritorio de su habitación, pero no se dio cuenta hasta salir del aparcamiento de Dryden, y entonces estaba demasiado lejos para volver. Sabor ácido en la garganta. Escuchando los temas de Pirated Schoolyard Heroes y My Chemical Romance en bucle en el iPod (ahora sin batería). Letreros verdes que pasaba a toda velocidad con calcomanías descoloridas de comida rápida. Boulder se había desvanecido por el retrovisor trasero alrededor del mediodía, y luego la silueta neblinosa de Denver con su flota de jets en tierra y, por último, el pequeño Gypsum tras una pantalla de copos de nieve en caída libre.

RASCA-RASCA.

White Christmas de Bing Crosby se apagó y sonó la siguiente canción navideña. Ya las había escuchado todas dos veces.

El Honda dio una fuerte sacudida hacia la izquierda. El Red Bull le salpicó en la falda. El volante se le quedó rígido entre las manos y forcejeó contra él durante un segundo con el estómago encogido («gira con el patinazo, gira con el patinazo») antes de recuperar el control del vehículo y seguir cuesta arriba, aunque perdiendo velocidad. Perdiendo tracción.

—No, no, no.

Pisó el acelerador.

Los neumáticos de uso universal se agarraron y se soltaron en la nieve fangosa, que zarandeaba el coche con violencia. El capó despedía humo.

—Venga ya, Blue...

RASCA-RASCA.

Llamaba Blue al coche desde la época de instituto. Ahora rozaba el acelerador, en busca del efecto sensorial de la tracción. Por el retrovisor vio cómo se levantaban un par de chorros de nieve, de un rojo encendido por efecto de los faros traseros. Un fuerte traqueteo, los bajos de Blue que volvían a rascar contra la superficie nevada. El coche patinó y coleó, convertido en una especie de barco y...

RASCA...

La hoja del limpiaparabrisas izquierdo se rompió y se desprendió dando un giro.

Se le cayó el alma a los pies.

—¡Oh, mierda!

En esos momentos los copos de nieve se adherían al hemisferio izquierdo del parabrisas y se acumulaban con rapidez en el cristal desprotegido. Había perdido demasiada velocidad. En cuestión de segundos la visión de la carretera estatal 7 había quedado reducida a un túnel y Darby golpeó el volante. Sonó el claxon, que nadie oyó.

«Así muere la gente —advirtió estremecida—. En una tormenta de nieve, la gente queda atrapada en zonas rurales y se queda sin gasolina.»

«Mueren congelados.»

Dio un sorbo al Red Bull, ya vacío.

Apagó la radio, se inclinó hacia el asiento del pasajero para ver la carretera e intentó recordar cuándo había visto un vehículo por última vez. ¿Cuántos kilómetros hacía? Era un quitanieves naranja con las letras CDOT (Departamento de Transporte de Colorado) estarcidas en la puerta, arrimado al carril izquierdo y soltando una nube de esquirlas de hielo. Hacía por lo menos una hora. Todavía había sol.

Ahora el sol no era más que un farol gris que se deslizaba entre los picos recortados mientras el cielo se apagaba con tonos morados. Los abetos helados iban convirtiéndose en siluetas recortadas. Las llanuras oscurecían y se asemejaban a lagos de sombra. Según el cartel de la estación de servicio Shell que había pasado cincuenta kilómetros atrás, la temperatura era de quince grados bajo cero. Ahora sería incluso inferior.

Entonces lo vio: en una barrera de nieve a su derecha, un cartel verde medio enterrado. Se le fue revelando poco a poco hasta que los faros delanteros y sucios del Honda lo iluminaron con un destello: 365 DÍAS DESDE EL ÚLTIMO ACCIDENTE MORTAL.

Probablemente la cuenta no estuviera actualizada por culpa de la tormenta de nieve, pero le pareció fantasmagórico de todos modos. Un

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