El diablo me obligó

F.G. Haghenbeck

Fragmento

1. El señor Nice Suit

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El señor Nice Suit

Nosotros somos nuestro propio demonio, y nosotros hacemos de este mundo nuestro infierno.

OSCAR WILDE

Hoy

Las calles ofrecían el espectáculo deprimente de la humanidad cagándose en el planeta. Grandes avenidas de asfalto simulaban arterias gangrenadas. Casas sin ninguna aspiración se arremolinaban a los lados, cortadas a trechos por solares baldíos que esperaban inocentes para ser devorados por las empresas constructoras. Los espots en español anunciaban la mejor cadena para oír música —«¡Caliente!»— o cómo contratar a Nickie López Chávez —«¡Abogado especialista en litigios laborales! ¡Gana hasta 10.000 dollars cash!»—. Si la ciudad de Los Ángeles es lo más alejado del cielo de Dios, entonces el East Side es el mismo culo del Diablo. Al menos, una de sus almorranas.

Nadie creería que fuera la medianoche. El barrio seguía despierto por derecho propio. Había que tener los ojos bien abiertos para evitar una bala, regalo de una pandilla. La lluvia había cubierto el vecindario con un manto de grasa, imitando el cabello de un chulo. Ante el sofocante clima, los habitantes del barrio salían a tomar el fresco bajo las telarañas de las escaleras de emergencia o en los pórticos de las casas. Eran refugiados de la pesadilla del hambre en su país. Sobrevivían al calor y a la migra, abanicándose mientras workeaban limpiando lavabos en un McDonald’s. Había mujeres en camisones, coronadas con una orgía de tubos; hombres en calzones y con una gran panza, a los que se les asomaba un testículo que buscaba refrescarse. Ante esa imagen, el hombre del traje negro siguió conduciendo. Observaba a las familias que intercambiaban chismes desde sus patios llenos de bicicletas inservibles y botellas que nunca volverían a usarse. Su auto resaltaba como un diamante en un plato de frijoles. Husmeó en su plano de la ciudad. La mitad de las calles de esa zona no aparecía en su mapa. La dirección que buscaba, sí. La tenía marcada con un círculo.

Giró para dejar la avenida e internarse en un callejón oscuro como boca de lagarto, mientras se oía cantar tex-mex en la radio a Los Lobos. Un grupo de jóvenes alrededor de un barril en llamas lo siguió con la vista. Bebían de una botella envuelta en papel de estraza y fumaban una gran pipa amarillo limón. Él bajó el cristal de su ventana, pero no apagó el aire acondicionado. No haría concesiones esa noche. Sólo deseaba demostrarles que no estaba perdido. Les clavó una mirada telescópica al pasar. Uno de ellos le hizo gestos ofensivos.

Continuó hasta el final de la calle, donde una casa de madera pintada de color indescifrable, entre el rojo y verde, lo esperaba con la puerta abierta, las luces encendidas, basura tirada y un hombre sentado en un Chevy 74 rojo metálico. El auto estaba finamente reconstruido como Hot Rod: achaparrado, arreglado para montarlo en una guerra postapocalíptica. Una figura de plástico de la caricatura de Cantinflas, vestido de diablo, escoltaba la capota. Debajo de éste, en letras góticas, se leía EL DIABLO ME OBLIGÓ.

El que lo esperaba no era viejo, aunque tiempo atrás había dejado su juventud en alguna prisión. Traía el pelo engominado, hacia atrás, sin llevarlo demasiado largo para recogerlo en una coleta, pero tampoco tan corto para pedir trabajo. Vestía una camiseta sin mangas, con la leyenda BUSH IS MIERDA. Los amplios pantalones estaban metidos en un par de botas del ejército norteamericano. Para no dejar dudas, un par de tabletas de identificación militar colgaban de su cuello y peleaban por sobresalir con una cruz de granate rojo en plata. Un delicado bigotito, ridículo, de fiesta de quince años, adornaba su cara. Traía un cigarrillo en los labios. Sin encender.

El hombre del traje estacionó el Mercedes al lado del auto carmesí. Se veían tan disparejos como la boda de una mujerzuela con un banquero. Descendió, llevaba consigo un portafolio metálico.

—Puntual as fuck, amigo. Nice suit! ¿Armani? —le gritó el latino enseñando una sonrisa completamente amarilla y dos dientes de oro.

El hombre del traje miró su vestimenta, como si descubriera que venía vestido. Era negra. Camisa blanca. Más neutral que un sello de correos.

—Creo que es Hugo Boss —respondió en español, extendiendo la mano para saludar.

Su acento no era del barrio, era del que se aprende en la universidad mientras se lee a Cervantes, García Márquez y Octavio Paz. El latino recibió la mano con una sonora palmada. Ladraron perros alrededor.

Ready? Elvis Infante go fuck tonight... —exclamó el hombre, abriendo la puerta de su auto.

El hombre del traje no se movió.

—¡Eh, vamos! Vámonos, señor Nice Suit.

—Te sigo en mi auto —respondió serio. Seguía sin moverse. Parecía un maniquí tieso y aburrido, en traje caro, el tal señor Nice Suit.

—Mira, broder, tu fuckin auto trae el letrero de «Mátenme, soy gringo» —explicó.

De la casa salió un crío un par de años mayor que una década. Traía una enorme escopeta con doble cañón.

—Mi sobrino Lencho te cuida el coche.

El hombre del traje se dio la vuelta para ver al niño. Llevaba un pijama sucio de Spiderman y un bigote de mocos secos debajo de la nariz. Sin soltar el arma, se limpió la nariz con la manga. Si la escopeta no asustaba a un ladrón, la idea de contagiarse de esa gripe lo haría.

El hombre del traje se subió al Chevy, al lado de su guía. Elvis Infante se despidió del muchacho. Arrancó con el escándalo de un Concorde despegando. Los dos permanecieron mirando al frente mientras circulaban por los vecindarios más oscuros. Era como meterse en una aldea infectada por el ébola: tarde o temprano, morías en ese lugar.

—Y tú, señor Nice Suit, ¿ya trabajas para El Cónclave? —preguntó Elvis Infante, al tiempo que ponía un disco de Celso Piña, acordeón arrancado desde Monterrey.

—¿Yo? No, ya me conoces, tengo un nuevo jefe —contestó parcamente, en tono de burócrata al explicar los impuestos.

Too much lo que quieres pagar, gringo, pero ¿quién es Elvis Infante para decirte algo? ¿Eh, amigo? ¡Tú pagas! —dijo, tomando una avenida con una acera central con césped, adornada con basura añeja e iluminada por altos faroles que atraían polillas.

Había mujeres dispersas, en grupos, solitarias, apoyadas en cacharros que fueron autos hacía siglos, fumando mientras esperaban un cliente. El automóvil rojo disminuyó la velocidad, como un leopardo acechando a su presa. Las mujeres inquietas se movieron como si hubieran golpeado el avispero. Elvis Infante se detuvo frente a una. Bajó el cristal de la ventana. Ella miró a ambos lados, cuidándose de los fantasmas que rondaban en la oscuridad. Se asomó al auto. Era delgada. La carne se aferraba a sus huesos, dejan

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