El mar

Wolfram Fleischhauer

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Todo estaba a oscuras cuando ella abrió los ojos. Percibió que estaba empapada de sudor, aunque al mismo tiempo tenía solo una vaga sensación de su cuerpo. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Ninguna diferencia. Intentó mover las piernas, luego los brazos, pero las articulaciones no le obedecieron. Entonces cobró presencia una vibración que se fue extendiendo por su piel. Todo lo que había a su alrededor se elevaba y después descendía ligeramente. Intentó mover los brazos de nuevo y esta vez sí notó algo: primero, una resistencia y, a continuación, un dolor súbito que la forzó a permanecer inmóvil de inmediato. «Tranquila —pensó—, no es nada. Se te han quedado dormidos los brazos y la sangre comienza a circular de nuevo. Eso es todo.»

Pero eso no era todo. ¡Ni muchísimo menos! Esperó y se puso a escuchar con atención, esforzándose por distinguir cualquier clase de objeto en aquella oscuridad absoluta. ¿Qué le había pasado? ¿De dónde procedía aquel zumbido, aquella vibración? De pronto sonó una especie de estampido y sin el menor aviso comenzó a oírse un chirrido, el grito prolongado de un ser sobrenatural. Ella se sobresaltó y chilló; ahora un dolor recorría a toda velocidad su cuerpo, un dolor que no conocía ni era capaz de clasificar. Respiró con dificultad, intentó mover al menos un poco los brazos y las piernas, ahora con un temor y una prudencia mayores, pero las ataduras eran implacables y le apretaban la carne con cualquiera de sus movimientos; la sangre se le estancaba y tenía la sensación de que le estaban clavando agujas en los brazos y en las piernas.

¡La cena en la cámara de oficiales! Era lo último que recordaba. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? Un segundo fuerte estampido contra la pared hizo vibrar el lugar en el que ella yacía. ¡Bumm! El estómago se le contrajo instintivamente para compensar aquella sensación de ascenso y descenso de su cuerpo en la oscuridad. Bumm. Bumm. La pared de acero situada tras su cabeza retumbaba. Aunque sabía que era inútil, intentó enderezarse y alzó la cabeza todo lo que buenamente pudo a pesar de las ataduras. Poco a poco fue teniendo claro dónde se encontraba: estaba en su camarote, en el casco del barco. A sus oídos llegaron apagadas voces de órdenes. Luego oyó los estampidos y los retumbos de la maquinaria de un barco. «Un segundo barco. —Se le pasó por la mente—. Están transbordando mercancía. Claro.» Antes de que pudiera seguir pensando en ello, todo se ladeó de repente. Algo cayó en su camarote con un ruido y los gritos de fuera se volvieron más intensos. De nuevo algo volvió a chocar contra el casco produciendo un estruendo. Ella se estremeció. Por la inclinación del barco, ella ya tendría que haberse caído de la litera en circunstancias normales, pero las ataduras la mantenían sujeta, volvían a estrangularle la sangre y le cortaban la piel como un cuchillo romo. Sin embargo, eso no era lo más desagradable. Lo peor era que ahora se deslizaba por su busto un objeto de tacto áspero. Al principio no entendió qué era, pero cuando la manta que tenía encima fue resbalándose centímetro a centímetro y ella pudo percibir entonces el aire sobre su piel desnuda, sus ojos se abrieron como platos. ¡Estaba completamente desnuda! Intentó soltarse de las ataduras presa del pánico y gritó por el dolor que le producía cada movimiento. Sin embargo, su voz se desvanecía con el chirrido estridente del exterior, que ahora pudo identificar con claridad. Era el aullido iracundo del metal restregándose contra el metal.

Respiraba a sacudidas y tenía frío. Intentó tranquilizarse, no moverse y ordenar sus recuerdos. Había cenado con ellos; todavía se acordaba de eso. Por supuesto, había percibido la animadversión de la tripulación. Sus miradas. Sus comentarios. Pero estaba acostumbrada a esas conductas, que ya conocía de intervenciones pasadas. Ella se comportó como siempre, no reaccionó a las provocaciones, ingirió su comida y se retiró a su camarote para clasificar las pruebas y escribir sus notas. ¿Qué había sucedido entonces? Su estado de aturdimiento solo podía significar una cosa: ¡la habían anestesiado! ¿Y después? Tuvo náuseas y miró su cuerpo hacia abajo. No podía ver absolutamente nada, pero, con cada segundo que pasaba, la certeza iba perforando más hondo en su interior. Percibió que hacía minutos que mantenía instintivamente los muslos prietos. Como si eso fuera a cambiar ahora algo. Sintió arcadas. Las caras de los marineros iban desfilando junto a ella. Movió la cabeza de un lado a otro, con desesperación, como si así pudiera librarse de esas imágenes. ¿Cuánto tiempo pasó hasta que perdió la conciencia? ¡Las muecas de aquellos tíos! ¿Qué le habían hecho? ¿Fueron varios o solo uno? ¡Solo!

¿Llevaba anestesiada horas o habían sido días? No tenía noción alguna del tiempo transcurrido. Tenía la garganta reseca y sentía ganas de vomitar. Estaba echada en un camarote sin ventanilla a bordo de un arrastrero, dos metros por debajo de la línea de flotación en algún lugar del Atlántico Norte. Eso era todo lo que sabía con seguridad.

Se le empezaron a contraer los muslos. Trató de relajarse y de pensar con claridad, pero no conseguía concentrarse. Se le escapó un gemido, tan desesperado e iracundo, tan extraño y desacostumbrado, que estuvo a punto de asustarse a sí misma. Acto seguido, el pánico se apoderó de ella otra vez. ¡Las ampollas! Aunque era inútil, clavó la vista en la oscuridad e intentó reconocer los objetos que había sobre la mesita de la pared de enfrente del camarote. La distancia era escasa, había poco más de un metro de separación entre la mesita y la litera sobre la que estaba tumbada, pero no podía ver nada. Le castañeteaban los dientes. El frío avanzaba lentamente por su cuerpo desnudo y el hecho de haber sudado antes con la manta áspera no hacía sino acelerar ahora el enfriamiento.

Poco a poco fue recordando más detalles. La extraña sensación que le sobrevino al regresar a su camarote. No se trataba de ningún cansancio normal. Pensó en todo lo que le habían inculcado una y otra vez durante su formación. «Harán desaparecer vuestros portátiles —les habían advertido—. Destruirán vuestros documentos si pueden. También lanzarán las muestras por la borda. Y no olvidéis nunca que sois el único policía a bordo y que nadie, absolutamente nadie, os querrá tener allí. Han anestesiado incluso a observadores. Y les han hecho cosas terribles.»

Se le aceleró la respiración. ¿Y si habían encontrado las ampollas y se las habían llevado? ¿Había llegado por sí misma a su camarote o se había desmoronado antes? No tenía ni idea.

—¡Eeeh! —gritó. Tenía la voz ronca y se le quebró al instante. Tragó saliva y se le desfiguró la cara por el dolor. Le escocía la garganta. Reunió saliva, la tragó, respiró hondo y volvió a gritar—: ¡Eeeh!

El ruido de fuera prosiguió sin alteraciones. ¿Eran pasos lo que se oía en la cubierta? Oyó el traqueteo de un motor, posiblemente un torno de cabl

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