Marea roja

José Manuel del Río

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Cuando era un chaval —dieciséis años, calculo— fui a una fiesta en una casa en Bastiagueiro, una playa a las afueras de A Coruña. Era una suerte de chalet que se alquilaba para hacer saraos. Tenía un jardín grande con una especie de galpón donde se instalaba la barra y corría el alcohol. Cuando llegué al lugar y me dirigí a servirme una copa, vi, dispuestas sobre aquella barra, una sucesión de granuladas líneas blancas. Una formación de precisión militar de rayas de cocaína, inalterables, a la espera, listas para su consumo nasal. Gratis. Me pasó algo parecido en no pocos lavabos de garitos nocturnos. Ahí estaban los tiros, junto a los grifos, prestos y dispuestos. A saber quién los había preparado. En fin de año, desde los catorce o quince, era tradición probar la farlopa. Cuando tenía diecisiete ya conocía a gente jodida, detenida y también muerta.

De crío recuerdo ir en coche de mi tío por la Ría de Arousa mientras nos hacía un narco-tour. «Esta casa es de narcos, este hotel también, este pazo, aquella ferretería no abre nunca y su dueño conduce un Porsche...» Con veinte años devoraba las noticias que aparecían en El País o La Voz de Galicia si me hablaban de ajustes de cuentas, descargas aprehendidas o planeadoras del tamaño de un portaviones varadas en una playa. Por la céntrica y coruñesa calle Juan Flórez, mientras tanto, conducía la hija de Sito Miñanco un descapotable blanco que se detenía en las tiendas bien a comprarse ropa. Mi cabeza acumulaba datos. Y los procesaba de forma folclórica: «esto hay que contarlo», me decía. Y no es que no estuviera contado. Los periodistas de la costa gallega fueron premiados muchas veces por jugarse la vida frente a los narcos. Pero faltaba, otra vez como una folclórica, desatarnos sobre el escenario.

Por aquel entonces ya conocía a José Manuel (también llamado de aquella J.M., Pep, y quizá algunos otros sobrenombres callejeros). Hoy es el autor de esta joya que usted, querido lector o lectora, está a punto de consumir. Estudiamos BUP juntos, yo un curso por encima. Y, aunque entonces no compartimos sensaciones acerca de la narcoatmósfera que respirábamos (hubiera sido como charlar sobre lo increíble de la lluvia en invierno: la normalidad), algo me dice que su cerebro, si acaso involuntariamente, también estaba procesando información. Solo así se explica este libro, una vomitona maravillosa de vivencias, recuerdos, información, curiosidad, imaginación y olfato narrativo que adquirió forma de novela. De gran novela.

José Manuel y yo formamos parte de una generación que comprendió mejor la singularidad del sitio en el que habíamos crecido precisamente cuando nos largamos de allí. Los gallegos llevamos siglos largándonos de allí: hemos cuasi colonizado Cuba, Argentina, Venezuela, Suiza y New Jersey. Pero en silencio. Si sobre los irlandeses de Boston, los italianos de Nueva York y los judíos de Brooklyn se han desplegado kilómetros de cultura, los gallegos despreciamos el lobby social y cultural afanados en nuestro minifundismo vital. Me temo que José Manuel pertenece a la reacción: la primera generación gallega emigrante que ha tenido tiempo, recursos y formación para atender a lo infinito y jugoso de nuestra identidad.

A mí me dio por escribir Fariña, llevarlo a mi terreno, el periodístico, y ordenar todo aquello que había visto, oído y leído. A José Manuel le dio por hacer lo propio con Marea Roja. Y en su salto muestra su brillante forma de escribir. Ojo con esto porque no abunda. A mí este libro me ha recordado a las mejores novelas callejeras de Irvine Welsh, a la sensibilidad de los personajes que logra David Trueba y al escenario sociológico de fondo del mismísimo Richard Price. Casi nada, pero valga la monstruosa comparación para señalar al lector hacia dónde se encamina: he aquí una nueva exploración de una realidad (oscura y dura) que el autor —gallego— ha vivido y que plasma con la forma y las licencias que otorga la ficción. He aquí una delicia que se suma, desde ya, a la explotación cultural de lo gallego.

Y esto no ha hecho más que empezar.

Disfruten.

NACHO CARRETERO

Bajamar

BAJAMAR

Capítulo 1

1

El agua se tiñó de rojo. Otra vez.

Andrés contempló el azul veteado con el grana de las microalgas que infestaban la ría. Un mes sin faenar. Ese apéndice del Atlántico que entraba en la ciudad de A Coruña era tóxico: lo decía un decreto del gobierno gallego. Así que recogió el rastro que lanzó desde el esquife antes de tocar fondo y bajó el motor rotativo, que también parecía haberse manchado en las hélices. Consiguió arrancarlo a la tercera, se reventó el callo del pulgar derecho y pegó un puñetazo fútil al mar. Mal enemigo. Dejó las aguas mansas de O Burgo y encaró el dique de Abrigo para atar el bote hasta que aquella plaga abandonase al fin la costa. Ya no iba a seguir gastando combustible en balde.

El tiempo le daba igual.

Era viejo y no vivía.

Solo esperaba.

Al salir de la ría las olas picaron a dos metros y el mariscador dirigió la embarcación en diagonal a la corriente. Mientras, el océano lo abofeteaba cuando la quilla se hundía. El peor enemigo. Hasta jugando las devuelve todas. Entonces divisó un crucero que maniobraba con los prácticos para entrar en el muelle de transatlánticos, esos barcos que no tienen que preocuparse del color del mar ni de lo que se envenena bajo su pigmento. Sin tiempo para otra distracción, la buzada de cubierta se puso casi en vertical con el siguiente embate. Y Andrés soltó el timonel para hacer contrapeso en proa y lograr que su bote se acomodase a la cadencia de las ondas, cada

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