La mujer que tú quieras

Carrie Blake

Fragmento

Isabel

Isabel

Siempre es una sorpresa desagradable descubrir que lo que considerabas tu yo más profundo, tu centro más íntimo, no era más que la superficie. Aún más sorprendente es comprobar lo deprisa que esta superficie limpia y pura puede resquebrajarse, dejando ver la oscuridad y la suciedad que hay debajo.

En apariencia yo era una buena chica, la chica con la que querrías ir a tomar un café tras la clase de yoga, sobre cuyo hombro llorar después de un fracaso o a la que llamar para que te cuide a los niños cuando en el último minuto te falla la canguro.

En mi último año de instituto nos hicieron un test para ver lo compasivos que éramos. La mujer del director daba clases en el departamento de psicología de la universidad y todos decían que esa prueba era parte del trabajo de investigación que estaba realizando. Sabíamos que el Consejo de Educación de Iowa probablemente no lo aprobaría, pero nadie protestó. Si alguien se negaba a hacer el test, carecía de compasión. No era buena persona. Había fallado.

El señor Chambers, el orientador académico del instituto, nos llevó uno a uno a un pequeño cuarto contiguo al gimnasio, un cubículo sin ventanas que apestaba a desinfectante y a zapatillas de deporte viejas. Hizo muchas preguntas. Yo sobresalí en el test sin proponérmelo. ¿Pondría en peligro mi vida para salvar a alguien? Claro. Si ganara la lotería, ¿cuánto donaría a obras de beneficencia? La mitad. ¿Daba por hecho que las personas mentían o decían la verdad? Dependía de la persona, pero tendía a creer que decían la verdad.

El señor Chambers me puso una mano en la rodilla. Gotas de sudor aparecieron en su frente. Me miraba fijamente a los ojos. Los suyos eran líquidos, cubiertos de gruesas lágrimas bajo sus pobladas cejas oscuras.

Ignoré la mano que me subía lentamente por la pierna. Fingí que no me daba cuenta.

Respondí las preguntas con sinceridad. Le dije lo que pensaba. No tuve que reflexionar. No mencioné el hecho de que, durante todo el test, su mano había ido subiendo por mi pierna. ¿Creía que con ello se mostraba alentador y tranquilizador? ¿Afectuoso y amable?

Al final le aparté la mano de un manotazo, como si fuera un mosquito engorroso. La levantó y la sacudió de un lado a otro, como si me dijera adiós. Al cabo de unos minutos la posó de nuevo sobre mi pierna. Yo quería decir algo, gritarle, chillar. Pero no hice nada. Me quedé allí sentada, respondiendo sus preguntas.

La verdad es que nunca pasó del muslo. Y tal vez ese fue el verdadero test de compasión, el que había debajo del simulado. Pregunta: ¿Creía que el señor Chambers era un pervertido repugnante al que deberían encerrar el resto de su vida o un hombre enfermo que necesitaba ayuda? Respuesta: Creía que era un pervertido repugnante que necesitaba ayuda.

Mis amigas y yo nunca hablamos de lo ocurrido en ese cubículo, y creo que de todo ello aprendí algo, aunque no habría podido decir qué era. Al menos no entonces. Aún no.

Cuando todo hubo pasado, recordé ese día. Y creí saber la lección que había extraído: «Ten cuidado. No te fíes de nadie». Nunca sabes la razón secreta que hay detrás de lo que parecer estar sucediendo. Y cuando la averiguas, si es que la averiguas, suele ser más siniestra de lo que podrías haber imaginado.

Yo siempre confiaba en la palabra de la gente. Una vez comí una cucharada gigante de pimienta de cayena porque una niña mala me dijo que eran caramelitos de canela. O me tiré a un estanque limoso porque un niño guapo me dijo que estaba limpio, y todos se rieron cuando saqué la cabeza para respirar, cubierta de algas y barro.

Durante años me tomaron el pelo por cosas así. Pero lo que me salvó fue que, de alguna manera, siempre sabía lo que la gente pensaba y sentía. No era nada misterioso, como la telepatía, la percepción extrasensorial o algo similar. Aunque había algo de eso. Miraba a una persona y lo sabía. Podía percibir lo que sentía.

Era extraño, pero casi podía ver lo que había en su corazón y en su mente. Era como si se abriera una nueva ventana en un aparato electrónico, una tableta o un móvil. Allí estaba esa otra persona en un rincón de mi mente.

En las fiestas me sentaba con el chico que necesitaba hablar con alguien. Defendía a los que sufrían acoso. Consolaba a los que tenían problemas en casa. No tenía miedo de hacer lo correcto, aunque no siempre sabía qué era. Hasta llegué a gustar a los populares de la clase por eso mismo. Yo era como la voz de la conciencia para ellos, de modo que no necesitaban tener una. Hacer lo correcto era un servicio que yo les prestaba a cambio de su amistad.

Nunca le confesé a mi estupendo novio del instituto que nuestro fogoso idilio me aburría. ¿Por qué herirlo en sus sentimientos diciéndole lo a menudo que me sorprendía con la mente muy lejos —en una película que había visto, en lo que mi madre cocinaría para cenar— cuando nos enrollábamos en su habitación después de clase mientras sus padres estaban fuera trabajando? Siempre era un alivio oír el divertido resoplido que hacía al correrse. Eso significaba que la parte de sexo había terminado y podía quedarme tumbada con la cabeza sobre su pecho pensando en mis cosas, que era algo que me gustaba. Por el momento se me daba bien hacer el papel de chica enamorada.

Después del instituto él se fue a Oberlin. Yo también podría haber ido, pues me aceptaron en todas las universidades en las que solicité plaza. Pero decidí ir a Nueva York para ser actriz pese a las objeciones y los temores de mi madre, que creía que era una ciudad aterradora y peligrosa. El teatro era el único lugar donde me sentía a gusto. Pero eso no encajaba con la clase de chica que se suponía que era, la que iba a la universidad para estudiar con empeño y luego estudiaba el posgrado con aún más empeño hasta que se convertía en abogada, psicóloga o directora de marketing de una empresa emergente. Por fortuna, mi madre me había educado para ser una persona independiente, para creer en mí misma, ser fuerte y no dejar que nadie tomara las decisiones por mí. Mi padre había muerto en un accidente automovilístico cuando yo tenía cuatro años, y ella había salido adelante sin la ayuda de un hombre. Y ahora tenía que ser fiel a sus propios principios, aunque estuviera preocupada por mí.

Mi novio y yo fingimos que nos entristecía mucho separarnos por circunstancias que se escapaban a nuestro control. Yo notaba que lo que él sentía era ante todo alivio... y la alegría de irse de esa pequeña ciudad para empezar en otro lugar. Tal vez encontrara a una chica que sinceramente lo viera interesante y sexy. Lo dejamos con un beso largo y un abrazo. Éramos del Medio Oeste y nos portábamos de forma civilizada.

El día que conocí al Cliente, ese lado civilizado empezó a desmoronarse. Esa conciencia de hacer lo correcto empezó a desprenderse, como cuando uno se quema con el sol y se pela, y no puede dejar de arrancarse la piel porque le da g

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos