La sangre de las flores

Alma Mor

Fragmento

cap-1

I

LA MARCA DEL FUEGO

Los colmillos de la verja de hierro dormían a la sombra, cerrados y en silencio. La joven maestra introdujo una llave que accionó un mecanismo de apertura y la garganta de la bestia se hinchó, desprendiendo un molesto rugido. A sus espaldas, un grupo de chicas le pisaba los talones. Atrás quedó la escuela, que se escondía a corta distancia detrás de las hojas de los árboles que salpicaban el cielo azul, y pronto la espesura del bosque se tragó la silueta del edificio. El grupo se adentró por un sendero recortado a golpe de carreta y tras varios giros llegó a un claro custodiado por otra valla, aunque a diferencia de la primera, esta no estaba cerrada. En su interior, había un cementerio centenario de hierba desbocada que estaba en pleno proceso de remodelación. Recientemente la escuela lo había recuperado para albergar un jardín, pues la directora del centro, la señora Florián, era una gran amante de las flores. Así que ahora las alumnas pasaban muchas horas al aire libre, conviviendo entre tumbas y grillos, acostumbrándose a la naturaleza y a sus nuevas manos de campesinas, en compañía de Peonia, la nueva maestra de Lot.

El cementerio reunía, a lo sumo, una treintena de tumbas con lápidas que brotaban del suelo como setas. Alrededor de las lápidas se ubicaban los parterres, que formaban senderos entre las piedras y las cruces como un ajedrez de canales. Las tomateras, los fresales y la hierbabuena perseguían a las malvas silvestres, que hormigueaban sobre los arbustos, y la hojarasca se escondía detrás de las losas de piedra a la espera de que el viento le devolviera la vida. Ya habían comenzado a brotar los primeros tallos de lavanda, tomillo y hierbaluisa y Peonia les dedicó una mirada de satisfacción. A continuación, empezó a repartir palas y cubos.

Una chica escuálida y con cara de limón alzó la mano y señaló una de las lápidas.

—Profesora, ¿por qué esta tumba no tiene nombre?

Al principio las alumnas pensaron que la maestra no la había oído, pues su mirada continuaba fija en el suelo, donde aguardaba el material de jardinería, pero a los pocos segundos se levantó. Su rostro, medio en sombras, brillaba. Con paso ligero y resuelto, llegó hasta una tumba. La lápida sobresalía del suelo como un esqueje travieso y su aspecto era similar al de las otras: estaba colonizada por el musgo y los siglos la habían oscurecido. Dormía bajo la sombra de un gran roble, al abrigo de la luna y de las neblinas de la memoria, y carecía de inscripción. La profesora apuntó con el dedo hacia unas marcas que caían en vertical como cortes hasta los pies de la losa y entonces preguntó:

—¿Veis estas líneas?

El grupo la miró sin comprender y se levantó para rodearla.

—Son las marcas del fuego.

Peonia se había recogido el pelo en una coleta, aunque tenía algunos mechones sueltos sobre la frente que acentuaban sus rasgos de muñeca. Era joven, pero con ese peinado aún lo parecía más. Su vestido era humilde, de una tela gruesa y áspera. Lo cubría un delantal un poco desteñido que le llegaba hasta las rodillas con unos grandes bolsillos. Un desconocido, muy probablemente, hubiera juzgado que más que la profesora lo que parecía era la hermana mayor de todas aquellas muchachas.

—Esta tumba pertenece a una bruja —dijo, sin rodeos.

Se oyeron algunos gritos ahogados que fueron reprimidos de inmediato. Entonces Peonia miró a todas sus alumnas y midió el efecto de cada uno de sus silencios.

—Murió quemada en la hoguera mucho antes de que nacierais, pero ¿queréis que os cuente un secreto? No era una bruja de verdad.

Las alumnas la miraban sin parpadear.

—¿Alguna de vosotras conoce el episodio más oscuro del pasado de vuestro pueblo?

La negativa fue rotunda y silenciosa.

—Bien, ¿sabíais que hay muchos habitantes del pueblo que creen que hace más de cien años el Diablo pisó estas tierras?

El silencio de la tarde había hundido cada una de sus palabras en la incierta y opaca piel del viento. Se sentó y sus alumnas la imitaron.

—Supongo que las flores pueden esperar…

cap-2

II

LA CASA DE LOS ÁNGELES

Todo comenzó a principios del año 1698, cuando el alcalde de Lot, su mujer y sus tres hijos aparecieron asesinados en su casa. En aquella época todo era muy distinto. La gente tenía todo tipo de supersticiones, y pensaba que el mal podía esconderse en cualquier rincón, pudiendo incluso adquirir la forma de un animal o de un ser humano. Lot era un pueblo tranquilo, así que fue fácil que el miedo echara raíces cuando descubrieron los cinco cadáveres y vieron que había sangre por todas partes y que varios cuerpos presentaban amputaciones. Los vecinos se imaginaron enseguida que había algo diabólico detrás.

Los lugareños dejaron de pasear al ocaso y solo salían para ir a la iglesia los domingos. Además, la gente empezó a murmurar. Corrían historias sobre una fuerza oscura que acechaba desde las sombras. Los habitantes se santiguaban más que respiraban, los vecinos se espiaban los unos a los otros, ya no se celebraron más fiestas populares y el nuevo alcalde instauró un toque de queda. El miedo se instaló y germinó en los corazones de los aldeanos, y muchos se volvieron huraños y desconfiados. En misa, el párroco advirtió a los creyentes de los nuevos peligros que hostigaban a Lot desde la oscuridad y rápidamente la palabra «maldición» se propagó entre todos los vecinos. La gente empezó a creer en el Diablo, lo buscaban en los gatos negros que cruzaban las calles a toda velocidad, en los espejos de las tiendas, en las tabernas, en los senderos solitarios de los bosques, en los gemidos de la noche y, como era inevitable en esa época inculta y cruel, en la mirada inteligente de algunas mujeres.

También pasó algo más. Un suceso que, curiosamente, guarda relación con vuestra escuela, aunque por aquel entonces no era un colegio sino un hospital psiquiátrico. Lo llamaban «la casa de los ángeles». No sé si alguna vez habéis estado en un sanatorio, yo sí, y os puedo asegurar que son lugares muy tristes, de colores muy tristes, en donde sus habitantes viven con llagas en el corazón. Tratad de imaginar la vida allí dentro hace ciento cuarenta y cinco años… La medicina estaba muy atrasada y se creía que muchas enfermedades eran obra del Diablo. Pues allí dentro fue precisamente donde una noche, poco tiempo después del asesinato de la familia del alcalde, una paciente se fugó del hospital. Una paciente que, según se contaba, era muy peligrosa.

En el rato que llevaban sentadas el sol había descendido entre las colinas y jugaba a espiarlas desde los agujeros de los árboles. La maestra cogió aire. Todas las niñas la escuchaban hechizadas y constató, no sin orgullo, que su público estaba totalmente entregado. Entonces, una chica levantó la mano. Su expresión desbordaba curiosidad.

—Profesora, ¿la mujer que se escapó era una bruja?

Antes de que pudiera contestar, una voz dejó helada a la maestra. Tenía una nota de sabor a hierro que enseguida identific

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