El dormitorio me es ajeno. Desconocido. No sé dónde estoy, ni cómo he llegado hasta aquí. Ignoro cómo volveré a casa.
He pasado la noche aquí. Me despertó la voz de una mujer —al principio pensé que se encontraba en la cama conmigo, hasta que comprendí que ella estaba leyendo las noticias y yo escuchando una radio despertador— y cuando abrí los ojos me descubrí aquí. En esta habitación que no reconozco.
Una vez que mis ojos se acostumbran a la penumbra, miro a mi alrededor. De la puerta del ropero cuelga una bata —femenina, aunque propia de una mujer mucho mayor que yo— y sobre el respaldo de una silla, frente al tocador, descansa un pantalón azul marino cuidadosamente doblado, pero no alcanzo a vislumbrar mucho más. La radio despertador parece complicada, pero le doy al botón que parece tener más probabilidades de silenciarla.
En ese momento oigo una inspiración trémula a mi espalda y caigo en la cuenta de que no estoy sola. Me doy la vuelta. Veo una masa de piel y pelo moreno salpicado de blanco. Un hombre. Tiene el brazo izquierdo sobre las mantas, y un anillo de oro en el cuarto dedo de la mano. Ahogo un gemido. Este tipo no solo es maduro y con canas, pienso, sino que encima está casado. No solo me he tirado a un hombre casado, sino que lo he hecho en la que imagino es su casa, en la cama que normalmente debe de compartir con su esposa. Me recuesto e intento serenarme. Debería darme vergüenza.
Me pregunto dónde está la esposa. ¿Debería preocuparme que pueda volver en cualquier momento? Me la imagino en la otra punta del dormitorio, gritando, llamándome zorra. Medusa. Cúmulo de serpientes. Me pregunto cómo voy a defenderme si realmente aparece, o si puedo siquiera. No obstante, el tipo que yace en la cama no parece preocupado. Se ha dado la vuelta y sigue roncando.
Trato de no mover ni un pelo. Por lo general soy capaz de recordar cómo he llegado a este tipo de situaciones, pero hoy no. Probablemente estaba en una fiesta, o en un bar, o en una discoteca. Debía de llevar un buen colocón. El suficiente para no recordar nada en absoluto. El suficiente para haberme acostado con un hombre casado y con pelos en la espalda.
Retiro las mantas con la mayor suavidad posible y me siento en el borde de la cama. Antes que nada necesito ir al cuarto de baño. No hago caso de las zapatillas que tengo a mis pies —follarse al marido es una cosa, pero nunca podría ponerme los zapatos de otra mujer— y, descalza, salgo sigilosamente al pasillo. Consciente de mi desnudez, temo equivocarme de puerta, toparme con un inquilino, o con un hijo adolescente. Compruebo, aliviada, que la puerta del cuarto de baño está entornada. Entro y corro el pestillo.
Utilizo el retrete, tiro de la cadena y me doy la vuelta para lavarme las manos. Cuando voy a alcanzar el jabón percibo algo extraño. Al principio no sé qué es, hasta que lo veo. La mano que coge el jabón no parece mi mano. Tiene la piel arrugada y los dedos rollizos, las uñas descuidadas y comidas, y luce, como el hombre al que acabo de dejar en la cama, una alianza de oro.
Me quedo mirándola. Muevo mis dedos. Los dedos de la mano que sostiene el jabón también se mueven. Ahogo un grito y el jabón golpea con violencia el lavamanos. Levanto la vista hacia el espejo.
La cara que me está mirando no es mi cara. El cabello no tiene volumen y es mucho más corto que el mío, la piel de las mejillas y la papada cuelga, los labios son delgados, la boca se curva hacia abajo. Suelto una exclamación muda que, de no haberla controlado, habría derivado en un alarido, y en ese momento reparo en mis ojos. Tienen arrugas, cierto, pero los reconozco como míos. La persona del espejo soy yo pero veinte años mayor. O veinticinco. Puede que incluso más.
Imposible. Empiezo a temblar y mis dedos se aferran al borde del lavamanos. Otro alarido trepa por mi pecho y esta vez sale en forma de grito ahogado. Me alejo del espejo y es entonces cuando las veo. Fotografías. Pegadas con celo a la pared, y al espejo. Imágenes intercaladas con papelitos engomados de color amarillo, notas escritas con rotulador, húmedas y con las puntas levantadas.
Elijo un papelito al azar. «Christine», dice, y una flecha señala una fotografía donde aparezco yo —este yo nuevo, este yo viejo— sentada en un banco de un muelle junto a un hombre. El nombre me resulta familiar, aunque solo vagamente, como si tuviera que hacer un esfuerzo para creer que es mi nombre. En la fotografía estamos cogidos de la mano y sonriendo a la cámara. Es un hombre guapo, apuesto, y tras mirarlo detenidamente caigo en la cuenta de que es el mismo hombre con el que me he acostado, el que he dejado en la cama. Debajo de la foto aparece escrita la palabra «Ben» y, al lado, «Tu marido».
Ahogo un grito y arranco la foto de la pared. No, pienso, ¡No! No puede ser… Barro el resto de las fotografías con la mirada. En todas salimos ese hombre y yo. En una llevo un vestido horrible y estoy desenvolviendo un regalo, en otra estamos los dos con impermeables delante de una cascada mientras un perrito nos olisquea los pies. Al lado hay una foto donde aparezco sentada junto a él, con la bata que he visto en el dormitorio, bebiendo un zumo de naranja.
Me alejo un poco más, hasta que noto unos azulejos fríos en la espalda. En ese momento vislumbro una luz débil que relaciono con la memoria. Cuando mi mente intenta concentrarse en ella, se disipa como cenizas atrapadas en una brisa, y tomo conciencia de que en mi vida hay un entonces, un antes, aunque no pueda decir antes de qué, y un ahora, y que entre uno y otro no hay nada salvo un largo y silencioso vacío que me ha conducido hasta aquí, hasta él y yo, hasta esta casa.
* * *
Regreso al dormitorio. Todavía tengo la foto en la mano —la foto donde salgo con el hombre junto al que he amanecido— y la sostengo delante de mí.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —le pregunto. Estoy gritando, lágrimas ruedan por mi rostro. El hombre se sienta en la cama con los párpados entrecerrados—. ¿Quién eres?
—Soy tu marido —responde. Su cara somnolienta no muestra el más mínimo atisbo de irritación. No presta atención a mi cuerpo desnudo—. Llevamos años casados.
—¿De qué estás hablando? —digo. Quiero echar a correr, pero no tengo adónde—. ¿Años casados? ¿De qué hablas?
Se levanta.
—Toma —dice. Me tiende la bata y espera a que me la ponga. Él lleva un pantalón de pijama demasiado grande y una camiseta blanca. Me recuerda a mi padre.
—Nos casamos hace veintidós años, en mil novecientos ochenta y cinco. Tú…
Le interrumpo.
—¿Qué…? —Noto que palidezco y la habitación empieza a dar vueltas. En algún lugar de la casa un reloj hace tictac y suena fuerte como un martillo—. ¿Pero…? —Da un paso hacia mí—. ¿Cómo…?
—Christine, ahora tienes cuarenta y siete años —dice. Le miro, miro a ese extraño que me está sonriendo. No quiero creerle, no quiero escuchar lo que está diciendo, pero sigue hablando—. Tuviste un accidente. Un accidente grave. Sufriste lesiones en el cerebro. Tienes problemas para recordar las cosas.
—¿Qué cosas? —pregunto, queriendo decir en realidad: «¿No te estarás refiriendo a los últimos veinticinco años?»—. ¿Qué cosas?
Da otro paso. Se está acercando como si yo fuera un animalillo asustado.
—Todo —dice—. Unas veces desde los veinte años. Otras incluso antes.
Fechas y edades giran dentro de mi cabeza. No quiero preguntar, pero sé que debo hacerlo.
—¿Cuándo… cuándo tuve el accidente?
Me mira y su rostro es una mezcla de compasión y miedo.
—A los veintinueve años…
Cierro los ojos. Aunque mi mente intenta rechazar esa información, en algún rincón de mi cerebro sé que es cierta. Oigo que rompo a llorar, y al hacerlo ese hombre, ese «Ben», se acerca. Noto su presencia a mi lado, no me muevo cuando me rodea la cintura, no opongo resistencia cuando me atrae hacia sí. Me abraza. Nos mecemos suavemente y reparo en que el movimiento me resulta familiar. Me calma.
—Te quiero, Christine —dice, y aunque sé que debería contestar que yo también le quiero, guardo silencio. ¿Cómo voy a quererle? Es un desconocido. Todo esto es una locura. Deseo saber tantas cosas… Cómo llegué hasta esta situación, cómo me las apaño para sobrevivir, pero no sé cómo preguntarlas.
—Tengo miedo —digo.
—Lo sé, lo sé —responde—. Pero no tienes de qué preocuparte, Chris. Yo cuidaré de ti, siempre cuidaré de ti. Estarás bien. Confía en mí.
* * *
Dice que va a enseñarme la casa. Estoy algo más tranquila. Me he puesto las bragas y la camiseta vieja que me ha dado, y la bata sobre los hombros. Salimos al rellano.
—El cuarto de baño ya lo conoces —dice, abriendo la puerta contigua—. Este es el estudio.
Veo una mesa de cristal con lo que supongo es un ordenador, aunque parece absurdamente pequeño, casi de juguete. Junto a la mesa hay un archivador de color gris plomo y, encima, una agenda de pared. Está todo muy ordenado.
—A veces trabajo ahí —explica, cerrando la puerta. Cruzamos el rellano y abre otra puerta. Una cama, un tocador, otro ropero. Es casi idéntica a la habitación donde me he despertado—. De vez en cuando, cuando te apetece, duermes aquí, pero por lo general no te gusta despertarte sola. Cuando te das cuenta de que no sabes dónde estás te entra el pánico. —Asiento con la cabeza. Me siento como una posible inquilina a la que están enseñando una casa. Una compañera de piso potencial—. Bajemos.
Le sigo hasta la planta baja. Me muestra una sala de estar —un sofá marrón con sillones a juego, una pantalla plana atornillada a la pared que me explica es un televisor—, un comedor y una cocina. Ni una sola de las estancias me resulta familiar. No siento nada, ni siquiera cuando veo, sobre un aparador, una fotografía enmarcada de nosotros dos.
—En la parte de atrás hay un jardín —dice, y miro por la puerta de cristal de la cocina. Está empezando a clarear, el negro cielo se está tiñendo de azul y puedo adivinar la silueta de un árbol grande y de un cobertizo situado al fondo del pequeño jardín, pero eso es todo. Caigo en la cuenta de que ni siquiera sé en qué parte del mundo estamos.
—¿Dónde estamos? —le pregunto.
Se detiene detrás de mí. Puedo ver nuestro reflejo en el cristal. Yo. Mi marido. Entrados en años.
—En el norte de Londres —contesta—. Crouch End.
Retrocedo. El pánico sube por mi estómago.
—Señor, ni siquiera sé dónde vivo…
Me coge la mano.
—Tranquila, estarás bien. —Me vuelvo hacia él para mirarle, para esperar que me diga cómo, cómo voy a apañármelas para estar bien, pero no lo hace—. ¿Quieres que te prepare tu café?
Por un momento el rencor me invade, pero finalmente digo:
—Sí, por favor. —Llena de agua el hervidor—. Solo, por favor. Sin azúcar.
—Lo sé —dice con una sonrisa—. ¿Quieres tostadas?
Digo que sí. Debe de saber tantas cosas sobre mí, sin embargo esto parece la mañana siguiente a un polvo de una noche: desayuno con un desconocido, en su casa, mientras calculas cuándo será aceptable emprender la huida, regresar a tu casa.
Pero he ahí la diferencia. Que esta, supuestamente, es mi casa.
—Creo que necesito sentarme —digo.
Me mira.
—Ve a la sala de estar. Enseguida te llevo el desayuno.
Salgo de la cocina.
Ben aparece instantes después con un libro en la mano.
—Es un álbum de recortes —me dice—. Puede que te ayude. —Lo cojo. Está forrado con un plástico que pretende en vano imitar el cuero gastado y envuelto por una cinta roja con un lazo hecho de cualquier manera—. Vuelvo enseguida —dice, y se marcha.
Me siento en el sofá. El álbum de recortes pesa sobre mi regazo. Tengo la sensación de estar fisgoneando. Me recuerdo que todo lo que hay aquí dentro tiene que ver conmigo, que me lo ha dado mi marido.
Deshago el lazo y abro el álbum por una página al azar. Una foto de Ben y de mí, mucho más jóvenes.
Lo cierro bruscamente. Deslizo las manos por la tapa, paso las hojas. «Debo de hacer esto todos los días.»
No puedo creerlo. Estoy convencida de que se ha producido un terrible error, pero no puede ser. Las pruebas están ahí, en el espejo de arriba, en las arrugas de las manos que acarician el álbum que tengo delante. No soy la persona que pensaba que era cuando me desperté esta mañana.
Pero ¿quién era esa persona?, me pregunto. ¿Cuándo fui yo esa persona que amaneció en la cama de un desconocido y solo podía pensar en huir? Cierro los ojos. Tengo la sensación de que estoy flotando, de que podría perderme en el espacio.
Necesito anclarme. Cierro los ojos y trato de concentrarme en algo sólido. No encuentro nada. Tantos años de mi vida, pienso. Ausentes.
Este álbum me dirá quién soy, pero no quiero abrirlo. Todavía no. Deseo quedarme un rato así, con todo mi pasado como un gran espacio en blanco. En estado de incertidumbre, a caballo entre lo posible y lo real. Me asusta descubrir mi pasado. Mis logros, mis fracasos.
Ben entra en la sala y me pone una bandeja delante. Tostadas, dos tazas de café, una jarrita de leche.
—¿Estás bien? —me pregunta.
Asiento con la cabeza.
Se sienta a mi lado. Se ha afeitado y se ha puesto un pantalón, una camisa y una corbata. Ya no parece mi padre. Ahora parece un empleado de un banco, o de una oficina. No está mal por eso, me digo, y enseguida aparto ese pensamiento de mi mente.
—¿Cada día es así? —le pregunto.
Coloca una tostada en un plato y la cubre de mantequilla.
—Más o menos —dice—. ¿Quieres? —Niego con la cabeza y le da un bocado—. Eres capaz de retener información mientras estás despierta, pero cuando te duermes, la mayor parte de esa información desaparece. ¿Está bien el café?
Le digo que sí y me coge el álbum.
—Es una especie de álbum de recortes —explica, abriéndolo—. Hace unos años hubo un incendio y perdimos muchas fotos y objetos, pero todavía quedan algunas cosas aquí dentro. —Señala la primera hoja—. Este es tu título universitario, y aquí sales en la ceremonia de tu graduación. —Miro el lugar donde ha posado el dedo. Estoy sonriendo, deslumbrada por el sol, y llevo puesta una toga negra y un sombrero de fieltro con una borla dorada. Detrás hay un hombre con traje y corbata mirando hacia otro lado.
—¿Eres tú? —le pregunto.
Sonríe.
—No. Yo me gradué más tarde. En esta foto todavía estaba estudiando. Química.
Levanto la vista.
—¿Cuándo nos casamos?
Se vuelve hacia mí y toma mi mano entre las suyas. Acostumbrada, supongo, a la suavidad de unas manos jóvenes, me sorprende la aspereza de su piel.
—Un año después de que te sacaras el doctorado. Llevábamos varios años saliendo juntos pero querías, queríamos, esperar a que terminaras los estudios.
Tiene sentido, pienso, aunque se me antoja una postura demasiado prudente. Me pregunto si realmente deseaba casarme con él.
Como si me hubiera leído el pensamiento, dice:
—Estábamos muy enamorados. —Y añade—: Todavía lo estamos.
No sé qué contestar. Sonrío. Bebe un sorbo de café antes de devolver la mirada al álbum que sostiene en el regazo. Pasa algunas páginas.
—Estudiaste filología inglesa —dice—. Después de doctorarte hiciste algunos trabajillos, cosas sueltas. De secretaria, de comercial. Creo que no sabías muy bien a qué querías dedicarte. Yo me licencié y me formé como profesor. Durante algunos años no lo tuvimos fácil, pero finalmente me ascendieron y vinimos a parar aquí.
Contemplo la sala. Es elegante, agradable. Insulsamente convencional. Sobre la chimenea pende la foto enmarcada de un bosque y el reloj de la repisa está flanqueado por unas figuritas de porcelana. Me pregunto si intervine en la decoración.
Ben sigue hablando.
—Enseño en un colegio de secundaria que hay cerca de aquí. Ahora soy director de departamento. —Lo dice sin el menor atisbo de orgullo.
—¿Y yo? —pregunto, pese a saber que solo hay una respuesta posible.
Me estrecha la mano.
—Después del accidente tuviste que dejar de trabajar. No haces nada. —Probablemente percibe mi decepción—. No lo necesitas. Gano un buen sueldo. Nos las apañamos bien.
Cierro los ojos y me llevo una mano a la frente. Todo esto me supera y quiero que calle. Tengo la sensación de que solo puedo procesar una cantidad dada de información y que si sigue añadiendo datos estallaré.
«Entonces, ¿qué hago en todo el día?», quiero preguntarle, pero no lo hago, porque temo la respuesta.
Termina la tostada y se lleva la bandeja a la cocina. Cuando regresa lleva puesto un abrigo.
—Debo irme a trabajar —dice.
Noto que me pongo tensa.
—No te preocupes, estarás bien —añade—. Te llamaré, te lo prometo. No olvides que hoy es igual que los demás días. Estarás bien.
—Pero… —empiezo.
—Lo siento, he de irme —dice—. Pero antes te enseñaré algunas cosas que podrías necesitar.
En la cocina me muestra qué artículos van en qué alacenas y señala algunas sobras que hay en la nevera y que puedo comer al mediodía, y una pizarra blanca atornillada a la pared, con un cordel del que cuelga un rotulador negro.
—A veces te dejo mensajes aquí —dice. Veo que ha escrito la palabra «Viernes» con mayúsculas cuidadas y uniformes y, debajo, las palabras «¿Colada?» «¿Paseo?» «(¡Coger teléfono!)» «¿TV?». Debajo de la palabra «Comida» ha anotado que queda algo de salmón en la nevera y añadido la palabra «¿Ensalada?». Por último ha escrito que regresará en torno a las seis—. También tienes una agenda, en el bolso —continúa—. En la última página encontrarás anotados algunos números de teléfono importantes y nuestra dirección, por si te pierdes. Y tienes un móvil…
—¿Un qué? —digo.
—Un teléfono sin cable. Puedes utilizarlo en cualquier lugar, fuera de casa, donde quieras. Lo tienes en el bolso. Asegúrate de llevarlo encima si sales.
—De acuerdo —digo.
—Bien. —Salimos al recibidor y recoge una cartera de cuero gastado que hay junto a la puerta—. Entonces, me marcho.
—Vale. —No sé qué más decir. Me siento como una niña a la que dejan sola en casa mientras sus padres se van a trabajar. «No toques nada», me imagino que dice. «No olvides tomarte la medicina.»
Se acerca y me da un beso en la mejilla. No se lo impido pero tampoco le devuelvo el beso. Justo cuando se dispone a abrir la puerta se detiene.
—¡Por cierto, casi lo olvidaba! —exclama, volviéndose de nuevo hacia mí. De pronto su voz suena forzada, su entusiasmo exagerado. Se está esforzando por sonar natural, pero es evidente que lleva rato dando vueltas a lo que se dispone a decir.
Al final no es tan malo como temía.
—Esta tarde nos vamos de fin de semana —dice—. Es nuestro aniversario y se me ocurrió reservar algo. ¿Te parece bien?
Asiento con la cabeza.
—Sí —digo.
Sonríe. Parece aliviado.
—Algo diferente, ¿sí? Un poco de aire marino nos hará bien. —Se da la vuelta y abre la puerta—. Te telefonearé más tarde para ver cómo lo llevas.
—Sí, por favor.
—Te quiero, Christine —me dice—. Nunca olvides eso.
Cierra la puerta tras de sí y giro sobre mis talones. Entro de nuevo en la casa.
* * *
Más tarde, media mañana. Me siento en un sillón. Los platos están fregados y cuidadosamente apilados en el escurridor, la colada en la lavadora. He estado manteniéndome ocupada.
Ahora, no obstante, me noto vacía. Lo que Ben dijo es cierto. No tengo memoria. Ninguna. No hay una sola cosa en esta casa que recuerde haber visto antes. Ni una sola fotografía —ni en el espejo ni en el álbum— que recuerde cuándo fue hecha. Tampoco puedo recordar un solo momento con Ben, exceptuando los que hemos vivido desde que nos vimos esta mañana. Tengo la mente completamente vacía.
Cierro los ojos, trato de concentrarme en algo. En lo que sea. Ayer. La última Navidad. Cualquier Navidad. Mi boda. No encuentro nada.
Me levanto y recorro la casa, habitación por habitación. Despacio. Deslizándome como un espectro, dejando que mi mano roce las paredes, las mesas, el respaldo de los muebles, pero sin llegar a tocarlos. ¿Cómo he llegado a esta situación?, pienso. Contemplo las moquetas, las alfombras estampadas, las figuritas de porcelana sobre la repisa de la chimenea, los platos decorativos expuestos en los estantes del comedor. Intento convencerme de que todo esto es mío. Todo. Mi casa, mi marido, mi vida. Pero en realidad no me pertenecen, no forman parte de mí. Abro el ropero del dormitorio y veo una hilera de ropa cuidadosamente colgada que no reconozco. Parecen versiones huecas de una mujer a la que no conozco, una mujer por cuyo hogar estoy deambulando, cuyo jabón y champú he utilizado, cuya bata me he quitado y cuyas zapatillas ahora calzo. Se esconde de mí como una presencia fantasmal, distante e intocable. Esta mañana elegí mi ropa interior con sentimiento de culpa, rebuscando en el barullo de bragas y medias como si temiera ser descubierta. Se me cortó la respiración cuando hallé bragas de seda y encaje en el fondo del cajón, prendas adquiridas para ser admiradas. Tras dejarlas donde las había encontrado, escogí unas bragas celeste con un sujetador a juego y, a continuación, me puse unos calcetines finos, un pantalón y una blusa.
Hecho esto, me senté frente al tocador para estudiar mi cara en el espejo, abordando mi reflejo con cautela. Contemplé las líneas de la frente, los pliegues bajo los ojos. Sonreí y observé mis dientes, las arrugas que se congregaban en las comisuras de los labios, las patas de gallo que asomaban en las sienes. Reparé en las manchas de la piel, y particularmente en una en la frente que parecía los restos de un moretón. Encontré maquillaje y me puse un poco. Unos polvos ligeros, un toque de colorete. Imaginé a una mujer —mi madre, comprendo ahora— haciendo lo mismo, llamándolo su «pintura de guerra», y mientras me secaba el carmín con un pañuelo de papel y guardaba el rímel, el término me pareció adecuado. Tenía la sensación de estar preparándome para una batalla.
Mandándome al colegio. Poniéndome su maquillaje. Traté de imaginarme a mi madre haciendo otras cosas, lo que fuera. Nada. Solo veía vacío, vastas lagunas entre diminutas islas de memoria, años enteros de vacuidad.
Ahora estoy en la cocina, abriendo alacenas: bolsas de pasta, paquetes de un arroz denominado arborio, latas de frijoles. Comida que no reconozco. Recuerdo comer tostadas con queso, bolsas de pescado para microondas, sándwiches de carne en conserva. Saco una lata con una etiqueta que reza «garbanzos» y un saquito de algo llamado cuscús. No sé qué son esas cosas, y aún menos cómo cocinarlas. ¿Cómo consigo entonces ejercer de esposa?
Contemplo la pizarra blanca que Ben me ha mostrado antes de irse. Tiene un color gris sucio. Multitud de palabras han sido anotadas en ella, y borradas, reemplazadas, corregidas, dejando cada una su huella. Me pregunto qué encontraría si pudiera ir hacia atrás y descifrar cada capa, si me fuera posible hurgar en mi pasado de ese modo, pero caigo en la cuenta de que, aunque fuera posible, de nada me serviría. Estoy segura de que solo encontraría mensajes y listas de cosas que comprar y tareas que realizar.
¿A esto se reduce realmente mi vida?, pienso. ¿Esto es cuanto soy? Cojo el rotulador y escribo otra nota en la pizarra: «Preparar la bolsa para esta noche.» Un pobre recordatorio, pero por lo menos lo he escrito yo.
Oigo algo. Una melodía que sale de mi bolso. Lo abro y vacío el contenido sobre el sofá. Un monedero, pañuelos de papel, bolígrafos, una barra de labios. Una polvera, un recibo de dos cafés. Una agenda de apenas diez centímetros por diez con un dibujo floral en la tapa y un lápiz en las anillas.
Encuentro algo que imagino es el teléfono que Ben me describió, una cosa pequeña, de plástico, con un teclado numérico que parece de juguete. Está sonando y la pantalla parpadea. Pulso un botón con la esperanza de que sea el correcto.
—¿Diga? —pregunto.
La voz que responde no es la de Ben.
—¿Christine? —dice—. ¿Eres Christine Lucas?
No quiero responder. Mi apellido me resulta tan ajeno como mi nombre. Siento que el poco suelo firme que había conseguido reunir desaparece de nuevo y es sustituido por arenas movedizas.
—¿Estás ahí, Christine?
¿Quién puede ser? ¿Quién sabe dónde estoy, quién soy? Caigo en la cuenta de que podría ser cualquiera. El pánico se adueña de mí. Mi dedo titubea sobre el botón que pondrá fin a la llamada.
—¿Christine? Soy yo, el doctor Nash. Responde, por favor.
El nombre no me dice nada, pero de todos modos pregunto:
—¿Con quién hablo?
La voz adopta otro tono. ¿De alivio?
—Soy el doctor Nash —dice—. Tu médico.
Otra oleada de pánico.
—¿Mi médico? —digo. «No estoy enferma», quiero añadir, pero hasta eso ignoro. Noto que la cabeza empieza a darme vueltas.
—Tu médico. Pero no tienes de qué preocuparte, solo hemos estado trabajando con tu memoria. No te pasa nada.
Reparo en el tiempo verbal que ha utilizado. Hemos estado. He aquí, por tanto, otra persona de la que no me acuerdo.
—¿De qué manera? —pregunto.
—Estoy intentando ayudarte a mejorar —me explica—. Tratando de averiguar qué ha provocado exactamente tus problemas de memoria y si hay algo que podamos hacer al respecto.
Lo que dice tiene sentido, pero de pronto me asalta una duda. ¿Por qué no me habló Ben de este médico antes de marcharse a trabajar?
—¿Qué hemos estado haciendo? —le pregunto.
—Desde hace unos meses nos vemos un par de veces por semana, más o menos.
No puedo creerlo. Otra persona a la que veo regularmente que no ha dejado en mí impronta alguna.
«Pero yo no te conozco», quiero decirle. «Podrías ser cualquiera.»
Sin embargo, no lo digo. Lo mismo podría decirse del hombre con el que amanecí esta mañana, y resultó ser mi marido.
—No lo recuerdo —digo.
Suaviza el tono.
—No te preocupes, lo sé. —Si lo que dice es cierto, significa que entiende mi situación. Me explica que nuestra próxima cita es hoy.
—¿Hoy? —Pienso en lo que Ben me ha dicho esta mañana, en la lista de tareas anotadas en la pizarra de la cocina—. Mi marido no me dijo nada de una cita. —Me percato de que es la primera vez que utilizo ese término para referirme al hombre con el que amanecí esta mañana.
Tras un breve silencio, el doctor Nash dice:
—Creo que Ben no sabe que nos estamos viendo.
Reparo en el hecho de que conoce el nombre de mi marido, pero digo:
—¡Eso es ridículo! ¿Cómo no va a saberlo? ¡Me lo hubiera dicho!
Oigo un suspiro.
—Christine, tienes que confiar en mí. Puedo explicártelo todo cuando nos veamos. Estamos haciendo muchos progresos.
Cuando nos veamos. ¿Y cómo espera que hagamos eso? La idea de salir a la calle sin Ben, o sin que él sepa dónde estoy o con quién, me aterra.
—Lo siento —digo—. No puedo.
—Christine, esto es importante —dice—. Si consultas tu agenda verás que lo que te digo es verdad. ¿La tienes ahí contigo? Debería estar en tu bolso.
Cojo la agenda del sofá y observo, estupefacta, el año que aparece impreso en la tapa con letras doradas. Dos mil siete. Veinte años más tarde de lo que debería ser.
—Sí.
—Busca la fecha de hoy —dice—. Treinta de noviembre. Deberías tener anotada nuestra cita.
No entiendo que pueda ser noviembre —mañana diciembre—, pero así y todo paso las hojas, finas como el papel de seda, hasta llegar al día de hoy. Encajado entre las páginas veo un trozo de papel. Escritas en él, con una letra que no reconozco, están las palabras «30 de noviembre – cita con el Dr. Nash» y, debajo, «No se lo cuentes a Ben». Me pregunto si Ben las ha leído, si hurga en mis cosas.
Decido que no hay razón para que lo haga. Los demás días están en blanco. Ni cumpleaños, ni salidas a cenar, ni fiestas. ¿Realmente esta agenda describe mi vida?
—Así es —digo.
Me explica que pasará a recogerme, que sabe dónde vivo y llegará en una hora.
—Pero mi marido…
—No te preocupes, estaremos de vuelta mucho antes de que él regrese del trabajo. Te lo prometo. Confía en mí.
El reloj de la repisa de la chimenea da la hora y me vuelvo hacia él. Es un reloj clásico, una esfera grande dentro de una caja de madera, con los números romanos. Marca las once y media. Al lado hay una llavecita de plata para darle cuerda, lo que supongo que Ben se acuerda de hacer cada noche. Casi parece lo bastante viejo para ser antiguo, y me pregunto cómo llegó semejante reloj a nuestras manos. Tal vez no tenga historia, o por lo menos una historia con nosotros, tal vez lo vimos un día en una tienda o en un mercado y le gustó a uno de los dos. Probablemente a Ben, me digo. Caigo en la cuenta de que no me gusta.
Le veré solo esta vez, pienso. Y esta noche, cuando Ben llegue a casa, se lo contaré. No puedo creer que le esté ocultando algo así. Con lo mucho que dependo de él.
La voz del doctor Nash, sin embargo, me resulta extrañamente familiar. A diferencia de Ben, no lo siento como un completo desconocido. A diferencia de Ben, me cuesta menos creer que nos hemos visto antes.
«Estamos haciendo muchos progresos», ha dicho. Necesito saber a qué progresos se refiere.
—De acuerdo —digo.
* * *
Cuando llega, el doctor Nash propone que salgamos a tomar un café.
—¿Tienes sed? —me pregunta—. No tiene mucho sentido que vayamos hasta la consulta. En realidad, hoy solo quiero hablar.
Asiento con la cabeza y le digo que sí. A su llegada yo me encontraba en el dormitorio, y le observé mientras estacionaba y cerraba el coche, se mesaba el pelo, se alisaba la cazadora y recogía la cartera. No es él, pensé cuando le vi saludar con la cabeza a unos obreros que estaban descargando herramientas de una furgoneta, pero entonces echó a andar hacia nuestra casa. Parecía joven —demasiado joven para ser médico— y aunque ignoro qué ropa había esperado que vistiera, no era la cazadora y el pantalón de pana gris que llevaba puestos.
—Al final de esta calle hay un parque —me dice—. Creo que dentro hay una cafetería. Podríamos ir allí.
Nos ponemos en camino. Hace un frío cortante y me ciño la bufanda al cuello. Me alegro de llevar en el bolso el móvil que Ben me ha dado. Y de que el doctor Nash no haya insistido en coger el coche. Una pequeña parte de mí confía en este hombre, pero otra parte, mayor, me dice que podría ser cualquiera. Un desconocido.
Soy una mujer adulta pero frágil. Sería muy fácil para este hombre llevarme a un lugar recóndito, aunque ignoro con qué intenciones. Soy vulnerable como una niña.
Llegamos a la calzada que separa el final de la calle del parque que hay delante y aguardamos para cruzar. El silencio entre nosotros es agobiante. Había decidido esperar a que estuviéramos sentados para empezar a hablar, pero me descubro preguntándole:
—¿Qué clase de médico eres? ¿A qué te dedicas? ¿Cómo diste conmigo?
Se vuelve hacia mí.
—Soy neuropsicólogo —responde con una sonrisa. Me pregunto si le hago la misma pregunta cada vez que nos vemos—. Estoy especializado en pacientes con trastornos cerebrales y me interesan especialmente las nuevas técnicas de neuroimagen funcional. Desde hace mucho tiempo mi interés se centra, sobre todo, en el proceso y el funcionamiento de la memoria. Leí sobre tu caso en artículos relacionados con el tema y te seguí la pista. No me costó mucho encontrarte.
Un coche dobla por una esquina y avanza hacia nosotros.
—¿Artículos?
—Sí. Se han escrito un par de estudios sobre tu caso. Me puse en contacto con el centro donde te estaban tratando antes de que volvieras a casa.
—¿Por qué? ¿Por qué querías encontrarme?
Sonríe.
—Porque pensaba que podía ayudarte. Llevo tiempo trabajando con pacientes con problemas de esta índole. Creo que se les puede ayudar, aunque precisan más atención que la acostumbrada hora semanal. Tenía algunas ideas sobre cómo lograr ciertas mejoras y deseaba ponerlas en práctica. —Hace una pausa—. Además, estoy escribiendo un artículo sobre tu caso. La obra definitiva sobre el tema, podría decirse. —Empieza a reír, pero se interrumpe bruscamente al ver que no me uno a él. Carraspea—. Tu caso es raro. Creo que es posible descubrir mucho más sobre cómo funciona la memoria de lo que ya sabemos.
El coche pasa y cruzamos. Noto que empiezo a inquietarme, a ponerme tensa. «Trastornos cerebrales.» «Investigación.» «Seguirte la pista.» Trato en vano de respirar, de relajarme. En estos momentos soy dos personas dentro de un mismo cuerpo; una mujer de cuarenta y siete años serena y educada, consciente de cómo debe comportarse, y una joven de veintipocos que no para de gritar. No puedo decidir cuál de ellas soy, pero como el único ruido que oigo es el murmullo distante del tráfico y el griterío de los niños que juegan en el parque, imagino que soy la primera.
Ya en el otro lado me detengo y digo:
—¿Qué está pasando aquí? Esta mañana me despierto en una casa que no conozco pero donde se supone que vivo, tumbada junto a un hombre al que no conozco pero que me asegura que lleva años casado conmigo, y tú pareces saber más cosas de mí que yo misma.
Asiente lentamente con la cabeza.
—Sufres amnesia —dice, posando una mano en mi brazo—. Desde hace mucho tiempo. No puedes retener recuerdos nuevos, por lo que has olvidado gran parte de lo que te ha sucedido a lo largo de toda tu vida adulta. Cada día te despiertas como si fueras una mujer joven. Algunos días te despiertas como si fueras una niña.
En cierto modo, suena peor aún viniendo de él. De un médico.
—Entonces, ¿es cierto?
—Me temo que sí. El hombre de la casa es tu marido. Ben. Llevas muchos años casada con él, desde mucho antes de que comenzara tu amnesia. —Asiento con la cabeza—. ¿Seguimos?
Digo que sí y entramos en el parque. Lo rodea un sendero y tiene una zona de juegos cerca de una caseta de la que veo salir a gente con bandejas. Nos dirigimos a ella y me instalo en una de las mesas de formica desconchada mientras el doctor Nash se dirige a la barra.
Regresa con dos tazas de plástico llenas de café cargado, el mío solo, el suyo con leche. Se sirve azúcar de un cuenco que descansa sobre la mesa y no me ofrece, y es ese detalle, más que cualquier otro, el que me convence de que nos hemos visto con anterioridad. Levanta la vista y me pregunta qué me ha pasado en la frente.
—¿En la…? —digo, hasta que recuerdo el moretón que vi en ella esta mañana. El maquillaje, al parecer, no ha conseguido taparlo—. ¿Esto? No lo sé. Supongo que no es nada. No me duele.
No responde. Remueve su café.
—¿De modo que mi esposo se ocupa de mí en casa? —le pregunto.
Levanta la vista.
—Sí, aunque al principio tu estado era tan grave que necesitabas una persona pendiente de ti las veinticuatro horas del día. Ben no ha podido ocuparse de ti él solo hasta hace poco.
De modo que mi estado actual constituye un avance. Me alegro de no poder recordar los tiempos en que estuve peor que ahora.
—Debe de quererme mucho —digo, más para mí que para Nash.
Asiente. Se hace un silencio. Bebemos café.
—Sí, supongo que sí.
Sonrío y bajo la mirada hacia las manos que sostienen la taza, hacia la alianza de oro, las uñas cortas, las piernas, educadamente cruzadas. No reconozco mi propio cuerpo.
—¿Por qué no sabe mi marido que te estoy viendo? —le pregunto.
Suspira y cierra los ojos.
—Voy a ser franco contigo —dice, uniendo las palmas de las manos e inclinándose hacia delante—. Desde el principio te pedí que no se lo contaras.
Una punzada de miedo me recorre por dentro, casi como un eco. Sin embargo, el doctor Nash no me parece un hombre del que deba desconfiar.
—Continúa —digo. Quiero creer que puede ayudarme.
—En el pasado, muchos médicos, psiquiatras y psicólogos os han expresado a ti y a Ben su deseo de trabajar con vosotros, pero Ben siempre se ha mostrado muy reacio a permitir que veas a tales profesionales. Ha dejado muy claro que ya recibiste un tratamiento exhaustivo en su momento y que nada se consiguió salvo aumentar tu angustia. Como es lógico, quiere ahorrarte, y ahorrarse, más decepciones.
Claro, no quiere que me haga ilusiones.
—¿Y lograste convencerme de que nos viéramos a sus espaldas?
—Ajá. Primero se lo planteé a Ben. Hablamos por teléfono. Le propuse que nos viéramos en persona para poder explicarle lo que podía ofrecerte, pero no quiso, de modo que me puse directamente en contacto contigo.