Un cadáver entre plato y plato

Tom Hillenbrand

Fragmento

Índice

Índice

Un cadáver entre plato y plato

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Epílogo

Glosario

Biografía

Créditos

Para Cornelia

Prólogo

Prólogo

Aaron Keitel empujó hacia atrás la corredera de la semiautomática con la mano izquierda y la soltó para que volviera a su posición original. Levantó el arma por encima de la cabeza y apuntó vagamente al follaje de la selva, hacia donde suponía que se encontraba uno de aquellos malditos pajarracos que llevaban horas chillando sin parar, furibundos ante ese pequeño grupo de forasteros que habían tenido la osadía de penetrar en su apartado territorio.

El americano puso un dedo en el gatillo y simuló que descargaba las quince balas de su Walther P99 contra uno de los árboles. Imaginó ramas, hojas y plumas ensangrentadas volando en todas direcciones. ¿Por qué no? Sin duda el ruido sería ensordecedor, pero quizá de ese modo los pájaros dejaran de graznar de una vez.

Keitel bajó el arma. Tenía que controlarse. Era consciente de que la expedición por las llanuras de Aramia, una región especialmente remota de Papúa Nueva Guinea, lo dejaría físicamente agotado y con los nervios destrozados. Sin embargo, solo llevaban dos días en aquella cálida y húmeda selva tropical, y todavía era demasiado pronto para perder el juicio. Más tarde, tal vez.

Volvió a ponerle el seguro a la Walther y se la guardó de nuevo en la funda del cinturón. Entonces se dio cuenta de que un bicho como un puño de grande le había trepado por la espinilla y, tras una breve pausa para orientarse, se disponía a avanzar hacia su entrepierna. Keitel sacudió la pierna y un momento después se oyó el crujido del chupasangre aplastado bajo una de sus botas militares.

Se quedó quieto y miró alrededor. Hasta donde le alcanzaba la vista, no veía más que árboles cubiertos de enredaderas y maleza impenetrable de casi dos metros de altura. En la provincia del sur apenas había caminos ni poblados. En cambio proliferaban los insectos y los pantanos traicioneros. No en vano, la zona que rodeaba el río Aramia estaba considerada una de las más inhóspitas de Papúa Nueva Guinea.

Aaron Keitel siguió andando con dificultad y, mientras se secaba el sudor de las manos en el chaleco de color caqui, no pudo evitar esbozar una sonrisa irónica. Probablemente en toda Papúa Nueva Guinea no había un solo rincón que no fuera inhóspito. Con excepción, tal vez, del Crowne Plaza de Port Moresby, la capital. Esa maldita isla era un verdadero infierno de calor y humedad.

Al cabo de un rato, Keitel se detuvo e hizo una señal al guía local para que esperara. Desenroscó el tapón de una botella de agua, bebió un buen trago y se echó el resto sobre la pelambrera rubia, impregnada de sudor y suciedad. Acto seguido aplastó un escarabajo especialmente raro y casi tan grande como un cobaya. Normalmente los insectos le traían sin cuidado. Sus expediciones lo habían llevado a Indochina, la isla de Java y la selva brasileña, entre otros lugares. Con los años se había acostumbrado a bichos de todo tipo y tamaño. Sin embargo, Papúa Nueva Guinea representaba un desafío incluso para el trotamundos más experimentado. Durante el día imperaban el calor y la humedad, mientras que las noches eran gélidas. En la selva, dormir era impensable: en parte por la temperatura, pero también por los bichos, que intentaban meterse por todos los orificios del cuerpo.

Agitó una mano en dirección al guía.

—Sekou, ¿cuánto falta para llegar?

A diferencia de Keitel, que iba vestido con ropa técnica de lo más moderna, el enjuto guineano llevaba unos pantalones cortos y una camiseta raída y desteñida del Manchester United. Ni sudaba ni parecía cansado.

—No mucho, señor. El poblado de los tulay está allí arriba —dijo Sekou señalando el muro de hojas, ramas y lianas que se alzaba frente a ellos.

Keitel asintió, tiró la botella de plástico tras unos arbustos y continuó avanzando.

Los tulay eran una tribu que vivía en la remota llanura de Oriomo, en el sudoeste de la isla del Pacífico. Keitel había pasado casi dos meses en la capital y en un poblado de mala muerte llamado Daru para preparar el encuentro con Ratu Koca, el jefe de los tulay.

La tribu no solía recibir visitas de hombres de negocios estadounidenses; de hecho, no solía recibir visitas de ningún tipo. De cuando en cuando, algún etnólogo o lingüista se adentraba en la región para estudiar las costumbres o el dialecto de aquella huraña tribu de cazadores-recolectores. Casi nadie se interesaba por esos indígenas que se pintarrajeaban la cara con colores de guerra y llevaban adornos estrafalarios en la cabeza.

Además, no había que olvidar que los tulay se habían comido a cuatro misioneros metodistas en el año 1952, cuando la mayoría de las tribus de Papúa Nueva Guinea ya habían abandonado el canibalismo. No se sabía con certeza si los tulay

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