Prólogo
Tres días
El telón de fondo era el típico en una noticia televisada de corte religioso: el ornamentado Duomo de Milán, un abigarrado bosque de agujas y pináculos alzándose contra el cielo pálido.
El corresponsal de RAINEWS 24, Moreno Stasi, se acicaló cuidadosamente ante el espejo que sostenía su realizadora, Daniela Persano. Era finales de marzo pero hacía una temperatura impropia de la época. Había elegido una chaqueta demasiado abrigada. Estaba sudando y de mal humor.
Echó un vistazo alrededor y contempló cómo los turistas de la plaza miraban embobados a la cámara.
—Que no se metan en el plano, por favor —gruñó.
—No te preocupes —respondió la realizadora. Llevaban trabajando años juntos y conocía bien su carácter.
Ya habían grabado suficientes entrevistas con vecinos y turistas. Para completar la noticia solo necesitaban el telón de fondo y un cierre.
—Cuando quieras —anunció Persano.
El reportero agarró con decisión el micrófono, clavó la mirada en el objetivo y comenzó a hablar cuando el cámara se lo indicó.
—Les habla Moreno Stasi desde Milán para saber qué piensan sus ciudadanos sobre la crisis que ha puesto patas arriba la ciudad, el país y gran parte del mundo. Y no hay mejor lugar para ello que el antiguo Duomo, símbolo religioso y cultural, al que muchos acuden a rezar, a reflexionar, a debatir sobre la agitación reinante y el cataclismo que se cierne sobre todos nosotros. —Se detuvo—. ¿Está bien? ¿Demasiado melodramático?
—No, está bien —aseguró Persano, tratando de mostrarse positiva—. Continúa.
Stasi se aclaró la garganta.
—El reloj, ese reloj de internet del que todo el mundo está pendiente, avanza en su cuenta atrás. Quedan solo tres días. ¿Qué ocurrirá entonces? Eso es lo que todo el mundo quiere saber. Hoy hemos preguntado a los milaneses si han probado la Apoteosis o si conocen a algún amigo o ser querido que la haya tomado. Y también hemos querido saber qué creen que ocurrirá el último día.
El corresponsal bajó el micrófono y se lo pasó a Persano.
—Un momento, por favor. —Encendió un cigarro y dio unas cuantas caladas, lo apagó contra la suela del zapato y lo dejó en el suelo, junto al pie—. Muy bien, vamos con el cierre.
—Preparados —anunció de nuevo Persano.
Stasi se humedeció los labios y recuperó el gesto anterior a la interrupción.
—Así pues, en las inmediaciones del gran templo milanés hemos entrevistado a personas con miedo, personas esperanzadas y a otras que simplemente no salen de su asombro. Nadie sabe qué pasará el domingo por la tarde, pero algo es seguro: muchos asistirán a misa y rezarán a Dios esa mañana. Porque jamás en nuestra historia reciente ha sido Dios tan importante. Moreno Stasi, Milán.
—Muy bien —dijo Stasi mientras encendía de nuevo el cigarro—. Mandadlo a Antonio para que lo edite.
—¿A Antonio? —preguntó la realizadora, sorprendida.
—¿Qué ocurre?
—Pensé que lo sabías.
Stasi negó con la cabeza, repentinamente atemorizado.
—Antonio se suicidó anoche.
Stasi dio una profunda calada.
—Santo Dios, otro más no.
1
Meses antes
Los perros los habían olido. Empezaron a ladrar y aullar en cuanto salieron al pasillo. Todavía tenían por delante tres puertas cerradas con llave. Al pasar junto a las jaulas, los beagles, enloquecidos, se levantaron sobre las patas traseras, aplastando los carnosos hocicos negros contra la malla metálica. La estancia desnuda se inundó de agudos gañidos.
El hombre más bajo de los dos se tapó los oídos con las manos e hizo una mueca.
—¿Puedes hacer que se callen? —gritó.
El más alto se puso en jarras y se dirigió a los animales en tono serio.
—A mi amigo Thomas le gustaría que dejarais de ladrar.—Hablaba con un acento algo nasal, de Liverpool, suavizado por los años vividos en Estados Unidos. Sus palabras no surtieron efecto y él se encogió de hombros—. Pues no, no se quieren callar. Pero se calmarán, no te preocupes.
Abrió la puerta e hizo pasar a Thomas a la siguiente estancia. Era una habitación insonorizada y los ladridos quedaron amortiguados. Thomas se relajó un poco cuando parpadearon las luces fluorescentes y pudo reconocer un entorno familiar. Una mesa de operaciones de acero inoxidable. Equipo anestésico. Un monitor cardíaco. Utensilios quirúrgicos. Medicinas.
—¿Ves? —dijo Alex—. Ya te había dicho que era un quirófano de verdad.
—La mesa es demasiado pequeña.
—No te preocupes. Me las arreglaré.
Thomas se quitó la chaqueta y comenzó a recopilar las cosas que necesitaba de estantes y cajones, para colocarlas luego sobre una bandeja auxiliar.
Alex siguió con la mirada a Thomas, un tipo menudo al que ya le clareaba el pelo. Le llamaban la atención los dedos, largos y afeminados. Ya se había fijado en ellos antes, le recordaban a los de esos pianistas capaces de cubrir una octava o más con una sola mano.
—¿Está todo, verdad?
—Espera —respondió Thomas—. ¿Dónde está el equipo para punciones?
Alex señaló uno de los armarios.
Thomas rompió el precinto, rasgó el envoltorio y se colocó unos guantes quirúrgicos antes de inspeccionar la delgada aguja Quincke.
—Es para uso veterinario. Pero servirá, ¿no? —inquirió Alex con gesto sombrío.
—Tiene el tamaño justo.
—Bien. Hay que darse prisa. Voy a preparar los tubos.
Mientras Thomas terminaba de organizar su espacio de trabajo, Alex cogió unos tubos de muestra y los marcó con un rotulador negro. En el primero escribió A. W. CERO y en el segundo, A. W. 2 MINUTOS. Marcó los siguientes cuatro con incrementos de quince segundos. El último decía A. W. 3 MINUTOS. Se imaginó a sí mismo en su laboratorio a la mañana siguiente, analizando esos seis valiosísimos tubos, repletos de fluidos de su propio cuerpo.
Thomas había terminado de preparar el equipo pero permanecía en pie, inmóvil, mirando fijamente la bandeja auxiliar con los instrumentos.
—¿Estás listo? —preguntó Alex.
—Sí, supongo que sí.
—¿Qué pasa?
—Escucha, Alex…
—Va a salir bien. No te preocupes. —Escupió las palabras, que sonaron más a orden que a consuelo—. Me quito solo la camisa, ¿de acuerdo?
Thomas asintió con la cabeza.
Alex se desnudó hasta la cintura. Era alto y delgado y se le notaban las costillas. Se dio cuenta de que Thomas miraba fijamente el extenso parche de piel endurecida y rugosa que le cubría hombro y espalda.
—¿No te había hablado de mis quemaduras? —preguntó.
—No.
—Otro día. —Se recogió con una goma elástica el pelo, largo hasta los hombros—. ¿Preparado?
Thomas cubrió la mesa de operaciones con una sábana verde.
—Necesito que te tumbes mirando a la puerta, sobre tu costado derecho.
—De acuerdo —contestó Alex, y quedó frente por frente de un gran reloj cuyo segundero avanzaba sin remisión.
La mesa no estaba pensada para seres humanos así que le costó mantener el equilibrio. La cabeza casi asomaba por un extremo. Se sentía seguro con las rodillas apretadas contra el pecho, aunque no especialmente cómodo. La comodidad, en cualquier caso, no era en ese momento una de sus prioridades. Thomas le adhirió los electrodos al pecho y el monitor comenzó a emitir un agradable pitido al compás de su corazón. Cuando empezó a explicar lo que iba a hacer, Alex le interrumpió. No necesitaba que le comentasen la jugada. Quería retirarse a algún lugar lejano, dentro de sí mismo.
«Controla la respiración.
Busca tu centro.
Eres una mota en el universo, polvo en el viento.»
Sintió cómo Thomas le aplicaba un yodo inesperadamente frío sobre la espalda y le cubría el torso con una gasa estéril. Thomas era incapaz de dejar de hablar.
—Vas a sentir un pinchazo.
El agudo dolor de la inyección de lidocaína en la parte baja de la espalda duró unos segundos y se disipó.
—Necesito que aprietes más las rodillas contra el pecho. La barbilla también. Voy a insertar la aguja entre la L3 y la L4.
—Por Dios santo, Thomas. Ahórrate la charla. He hecho esto más veces que tú. —Respiró profundamente, contuvo el aire unos segundos y luego exhaló—. Vamos.
Sintió una presión indolora y la extraña certeza de que le estaban introduciendo una aguja de diez centímetros entre las vértebras y hasta la médula espinal. Se oyó claramente un pequeño estallido cuando la aguja perforó la duramadre, la resistente funda que envuelve la médula.
Thomas tiró del émbolo y una gota del cristalino fluido espinal de Alex brotó de la base de la aguja y quedó ahí suspendida, debido a la tensión superficial.
—Estoy recogiendo la muestra cero. —Varias gotas de líquido viscoso se deslizaron por la jeringa—. ¿Estás bien?
—Mejor que nunca —rezongó Alex.
Thomas empujó entonces el émbolo para contener el flujo.
—Ya tengo la muestra —anunció Thomas.
Alex respiró hondo y dejó escapar algo parecido a un suspiro.
—Muy bien, empieza el espectáculo. —Se palpó el bolsillo delantero de los vaqueros con cuidado de no mover la espalda perforada, estirando un poco la pierna para poder introducir la mano—. Debí haber sacado esto antes.
Del bolsillo extrajo una bolsa de plástico transparente y un rollo de cinta aislante.
Thomas estaba detrás de Alex, así que este no le veía la cara. Sí podía oír al hombrecillo resollando por la nariz, con la renuencia de un caballo que no quiere salir del establo. Se dio cuenta de que Thomas necesitaba conversación.
—¿Estás listo, Thomas?
—No quiero que lo hagas.
—Ya hemos hablado todo esto. No podemos echarnos para atrás a estas alturas.
—Ya lo sé, pero tengo miedo.
—No tengas miedo. No me va a pasar nada.
—Me estoy arrepintiendo.
—Ya te he pagado.
—Te devolveré el dinero.
Alex oyó la voz de Thomas flaquear. Le repugnaba aquello. Odiaba a los hombres con ese defecto, pero entendía que enfurecerse no haría sino dar al traste con todo.
—Te prometo que todo saldrá bien. Soy fuerte y estoy sano. Puedo aguantar tres minutos sin dificultad. Cuatro sí sería un problema.
—¿Y si algo sale mal?
—Todo saldrá bien. Asegúrate de que obtienes la primera muestra a los dos minutos y después tres más, una cada quince segundos. Luego me quitas todo esto de encima y nos vamos a tomar una cerveza. Estamos haciendo nuestra pequeña contribución a la historia, tú y yo, juntos, esta noche. ¿No te parece emocionante?
—No lo sé. Quizá.
—¡Bien! Vamos a terminar con esto. Tú tranquilo, y no pierdas de vista el reloj.
Alex no esperó respuesta. Mejor ejercer presión y forzar los acontecimientos. El segundero del reloj se acercaba a su cénit. Sin pensarlo dos veces, Alex se colocó la bolsa de plástico en la cabeza y se la ajustó alrededor del cuello con varias vueltas de cinta aislante. La aguja acababa de marcar el segundo doce.
—¡Hora cero! —gritó desde dentro de la bolsa de plástico transparente, que se empañó al instante.
Thomas se acercó a la cabecera de la cama para poder observar el rostro de Alex sin dejar de mirar el monitor cardíaco. Lo que vio lo horrorizó: los jadeos, la bolsa inflándose y desinflándose contra la boca abierta.
—¿Estás seguro de que quieres seguir? —gritó Thomas.
Alex asintió. Estaba seguro.
Veintitrés años.
Veintitrés años después, seguía viendo las llamas y oyendo el siseo del plástico ardiendo.
Luchar contra el pánico por la falta de aire era más difícil de lo que había imaginado. Tenía que mantener la calma, quedarse inmóvil, obligarse a sucumbir.
El miedo era sobrecogedor. El plástico caliente y húmedo se le metía en la boca al tratar de inspirar. No quedaba aire en la bolsa. Su cuerpo estaba programado para sobrevivir, para arrancarse la bolsa de la cara, pero su mente era más fuerte. Tenía que llegar hasta el final. Tenía que descubrirlo.
A través del plástico cubierto de vaho vislumbró por un instante a Thomas, que lo miraba con los ojos desorbitados, tan aterrorizado como él mismo lo estaba. Escuchó gritos distantes pero no distinguió las palabras. Estaba cerca, sentía que llegaba.
«Sé fuerte.»
Hubo una sombra gris, como si alguien hubiese atenuado la luz, y entonces el miedo comenzó a desvanecerse.
Negrura. Negrura total, ni un fotón de luz.
La negrura lo rodeaba. Flotaba en ella. Volvía a ser un feto y la oscuridad era el líquido amniótico.
Se dio cuenta de que respiraba, de la luz. Levantó una mano y se tocó la frente. Tenía la cara y el pelo mojados. Ya no tenía la bolsa puesta. Estaba tumbado de espaldas sobre la mesa. Las largas piernas le colgaban. Estaba completamente desorientado y confuso, y entonces vio a Thomas, sentado en un taburete junto a él, desolado, los ojos arrasados en lágrimas. En el regazo tenía una mascarilla de oxígeno.
—¿Has conseguido las muestras?
Thomas guardó silencio.
—¿Las has conseguido? —repitió Alex incorporándose. La cabeza le martilleaba. No debería haber perdido la conciencia así. Algo había salido mal.
—No.
—¿Cómo que no?
Thomas lloró.
—No he podido llegar hasta el final. Pensaba que te morías.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Cuarenta segundos, quizá cincuenta.
—¿Nada más?
—Lo siento. No he podido. He roto la bolsa. Te he puesto oxígeno.
Alex se levantó con las piernas temblorosas, empequeñeciendo con su estatura el menudo cuerpo de Thomas.
—¿Me estás diciendo que he pasado por este infierno para nada?
—¡Creía que te morías!
Alex notó que le brotaba la rabia como nunca en su vida. Una rabia arrasadora, criminal. Jamás había golpeado a un hombre, pero por primera vez sintió el reflejo de apretar el puño y arquear el brazo. Descargó el golpe sobre el rostro de Thomas, justo en la mejilla, acompañándolo con todo el peso de su cuerpo. El dolor del impacto le hizo replegar el brazo y le devolvió la sensibilidad.
«¿Qué he hecho?»
Thomas emitió un patético gemido de sorpresa inmediatamente antes de caer del taburete y sucumbir a la ley de la gravedad. Impactó con el lado opuesto del rostro contra el borde redondeado de uno de los bancos de pruebas. Hubo un desagradable ruido de hueso partiéndose. Thomas dejó escapar un corto lamento y se desplomó. Convulsionó durante no más de diez segundos y después quedó inmóvil.
Alex se arrodilló junto a él y lo llamó por su nombre, zarandeándolo. El cuerpo estaba inerte. La pupila derecha era ya un disco frío y negro y la otra empezaba también a dilatarse. Una bolsa de sangre cada vez mayor le ahogaba el tronco del encéfalo.
El pulso era ya débil. Podría tratar de reanimarlo, pero necesitaba ayuda. Buscó su móvil. Tenía el pulgar sobre la tecla del número de urgencias. Entonces vio el reloj y de manera automática calculó los segundos aproximados que habían pasado desde el golpe. Su rabia volvió. Odiaba a esa execrable criatura que estaba muriendo a sus pies.
Se levantó y buscó en la mesilla la aguja de punción, que aún relucía húmeda de sus propios fluidos. Llenó la jeringa de solución salina dos veces para lavar la aguja y a continuación recogió los tubos de muestra que no se habían utilizado, sin quitar ojo al reloj.
Había pasado un minuto, le quedaba otro minuto completo.
Colocó el cuerpo de Thomas de costado y le subió la camiseta. Las vértebras le sobresalían dándole a su espalda aspecto de cola de reptil. Buscó un espacio entre dos vértebras e introdujo la aguja bajo la piel.
No tardó en topar con algo duro. Hueso. Lo intentó otra vez, y otra. No era capaz de plegar el cadáver lo suficiente como para que el espacio intervertebral quedara al descubierto. Lo intentó de nuevo, pero volvió a pinchar en hueso. Le empezaron a temblar las manos.
El segundero del reloj llevaba recorridos casi dos minutos. Alex siguió intentándolo desesperadamente pero acabó tirando la toalla enfurecido.
En uno de los bancos de pruebas había una caja de plástico. La abrió y extrajo una herramienta de acero inoxidable. La batería la hacía muy pesada.
Se colocó a horcajadas sobre Thomas. Sus pensamientos se habían desbocado en una lucha cuerpo a cuerpo contra sus emociones.
Dos minutos y diez segundos. Se le acababa el tiempo.
Apretó el interruptor del taladro quirúrgico, que cobró vida con un zumbido. La mano le vibraba, llena de vida. Se sentó sobre las nalgas de Thomas y acercó la broca a dos dedos del cráneo.
«Hazlo.»
Cerró los ojos y empujó con fuerza.
2
Cyrus O’Malley se sentía un extraño. Aquella no era su iglesia. Se sentó en el banco de atrás, junto al pasillo, para salir discretamente si cambiaba de parecer. Los fieles eran de avanzada edad: pálidas y arrugadas señoras con velo y señores bien alimentados con panzas que sobresalían por encima del cinturón. Había muy pocos niños. Aquello era a la antigua usanza. A la usanza medieval.
Aún no estaba seguro de por qué había cedido al impulso de buscar una parroquia que celebrase misa según el rito tridentino. Hoy día se pueden contar con los dedos de las manos. El Concilio Vaticano II zanjó esa cuestión de una vez por todas y la misa de los domingos pasó a ser desde entonces un acontecimiento abierto, en el que se hablaba en el idioma de los fieles al son de las guitarras. Todo muy descafeinado. Él necesitaba una medicación más dura.
El latín resonaba en el interior de la vetusta iglesia. La madera olía a antiguo. Cyrus permaneció sentado, sintiéndose arropado por la vieja religión, que aliviaba sus terminaciones nerviosas como manteca sobre una quemadura. El sacerdote era sorprendentemente joven; su voz casi femenina, el cuerpo amplio y redondo.
Pater noster, qui es in caelis,
sanctificetur nomen tuum.
Adveniat regnum tuum;
Fiat voluntas tua,
sicut in caelo et in terra.
Panem nostrum quotidianum da nobis hodie,
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem,
Padre nuestro,
que estás en los cielos,
santificado sea tu nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad
así en la tierra como en el cielo.
El pan nuestro de cada día dánoslo hoy;
perdónanos nuestras deudas,
así como nosotros perdonamos
a nuestros deudores;
no nos dejes caer en la tentación,
Y Cyrus y el resto de la congregación entonaron con una sola voz:
Sed libera nos a malo.
Y líbranos del mal.
«Libra a Tara del mal», pensó. Líbrala, Señor. Líbrala.
Fuera, el anaranjado sol naciente bañaba una fresca mañana de otoño. Cyrus se resistía a marchar, ajeno al resto de feligreses pero sintiéndose acogido por ellos. Escuchaba a la gente mayor haciendo planes para almorzar. Él no tenía ninguno. Ante él se extendía el resto de un domingo vacío. Las paredes de papel de fumar de su apartamento se le caían encima. Intentaría leer, pero jugaban los Patriots y el partido se oiría desde las casas de los vecinos de uno y otro lado. No tenía sentido pedirles que bajaran el volumen, para ellos era el acontecimiento de la semana. Los auriculares lo solucionaban solo en parte; las palmas y los gritos se oían igual. Ese sería un buen día para llevar a Tara al cine y luego tomar un helado. Pero no estaba siendo el fin de semana de su vida precisamente. Probablemente cogería el coche, elegiría un punto cardinal y quemaría algo de gasolina. Pasaría quizá por alguna librería y luego buscaría una cafetería tranquila.
El sacerdote alzó la mirada y se despidió de un grupo de fieles. Había visto al atlético desconocido, un hombre de su edad, treinta y largos, cuarenta como mucho, extrañamente guapo y apuesto. ¿Qué hacía merodeando solo a las puertas de una iglesia desconocida? Había en él una melancolía que despertó el instinto misionero del sacerdote.
Aunque Cyrus era un hombre corpulento, su actitud le empequeñecía: los pesados hombros caídos bajo la chaqueta beis, los ojos entrecerrados clavados en el suelo, un rictus en la boca. El sacerdote se le acercó con abierta curiosidad, la casulla flameando por la brisa.
—Hola, soy el padre Donovan.
—Cyrus O’Malley. Encantado de conocerle, padre.
El sacerdote se le acercó amistosamente. El aliento le olía a vino sacramental.
—¿Es usted pariente de Bob O’Malley, de Needham?
—No, que yo sepa.
—No le hemos visto por aquí antes.
—Es la primera vez que vengo. —Vaciló y no supo explicarse más allá de cuatro palabras—. Es por el latín.
—Me alegra que sepa apreciarlo. No es frecuente.
—Forsitan non, tamen ego utor lingua latina —respondió Cyrus.
El sacerdote dio un respingo de sorpresa.
—No veía a nadie que supiera hablar latín con fluidez desde el seminario. ¿Es usted lingüista?
Cyrus sonrió ante la pregunta.
—No precisamente. Soy agente del FBI.
—Vaya, qué sorpresa, he de confesar... ¡Bueno, nos acabamos de conocer y ya andamos con confesiones! ¿Asiste usted a misa regularmente en alguna otra parroquia, Cyrus?
—A medias. Antes iba a St. Anselm, en Sudbury.
—El padre Bonner. Muy buenas homilías. Entonces le gusta a usted la misa en latín. Es usted escandalosamente joven para tener tales predilecciones.
—Me recuerda a mi niñez.
—¿Dónde creció?
—En Brighton. St. Peter.
—Se crió usted en la zona entonces. Bien, nos encantará verlo por aquí de nuevo, Cyrus —dijo el sacerdote, despidiéndose con la mano de otros fieles que ya se marchaban—. Bajará considerablemente nuestra media de edad.
El teléfono de Cyrus comenzó a sonar.
—Cójalo —invitó el sacerdote posando la mano en su hombro—. Ha sido un placer.
En la pantalla del teléfono se leía AVAKIAN. Cyrus no pudo evitar imaginar a Pete con su polo de golfista, los velludos antebrazos al aire.
—¿Qué tal, Pete? ¿Cómo estás golpeando hoy? —saludó.
—Me están saliendo muy largas y a la izquierda. No meto una bola en la calle. ¿Qué haces tú?
—Rezar.
—Yo también. Por mis putts.
—¿Qué quieres?
Para ellos, la displicencia era una muestra de amistad.
—Solo ponerte sobre aviso. Stanley nos tiene preparado algo nuevo. Mañana nos pondrá al tanto.
—No lo voy a aceptar.
—Le dije que dirías eso. Juega de pena al golf, pero no es mal tipo. Es bastante empático.
—Pero…
—Pero nada. Ya está hablado, Cyrus. Ha estado tratando de protegerte pero no tiene opción, dice. Esto es la lotería y ha salido nuestro número.
Cyrus suspiró ruidosamente. Avakian lo oyó pese a las voces de sus tres compañeros, que pedían burritos para desayunar en el restaurante del campo de golf.
—¿De qué se trata? —preguntó Cyrus.
—Podría ser un caso importante.
3
Qué va a ser esta noche, cariño?
Hizo la pregunta como si tomase un pedido en un puesto de comida para llevar. El hombre del coche volvió a mirarla inexpresivo.
—No sé. Lo de siempre.
—¿Qué es lo de siempre? —preguntó con impaciencia—. Yo no soy vidente.
Era una chica blanca, de veintipocos, con algo de sobrepeso y mucha base de maquillaje sobre la cara picada de acné. Llevaba carreras en ambas medias, desde el tobillo hasta bajo la falda. Hacía horas que su perfume había perdido el aroma y olía a tabaco.
—A lo mejor una mamada.
—Cincuenta dólares. ¿Te vale?
El hombre dudó un instante de más y eso incomodó algo a la chica.
—Sí.
—¿Qué pasa? —inquirió, estudiando de nuevo al potencial cliente.
Metió la cabeza por la ventanilla y escrutó su rostro mientras ronroneaba mecánicamente su oferta con voz sensual e impostada. Ningún indicio de peligro. Un hombre inofensivo, al menos lo suficiente como para subir con él al coche. Era un tipo de aspecto limpio, rostro hermoso y amplio y pómulos prominentes que enmarcaban sus rasgos: frente ancha, grandes ojos marrón claro y una mandíbula que sobresalía levemente. Llevaba el pelo castaño y largo recogido en una coleta. Y manos limpias, no de bruto. Parecía un tipo culto, en absoluto lo habitual entre su clientela. La chica tenía el hábito de echar un ojo al asiento trasero. Los asientos cubiertos de envoltorios de comida rápida, ropa vieja, herramientas llenas de grasa y bultos tapados con mantas no traían nada bueno. El del coche de aquel tipo estaba impoluto.
—Nada, no pasa nada —insistió este, arrancando el coche y alejándose del arcén tras comprobar los retrovisores, con el intermitente puesto como un alumno de autoescuela.
A las dos de la mañana no circulaban apenas coches por Massachusetts Avenue. Las calles brillaban tras la lluvia de la tarde. La chica se arrebujó en su chaqueta. Él se dio cuenta y, caballeroso, encendió la calefacción.
—¿Adónde vamos? —preguntó ella.
—No quiero aparcar en plena calle. Un amigo tiene un garaje en Cambridge. No quiero caer como Hugh Grant.
—¿Cómo quién?
—Es un actor inglés. Lo pillaron in fraganti en su coche.
—¿Tú eres de allí? De aquí no, eso seguro.
—Sí. Eso me dicen, que no parezco de aquí —respondió.
—Conozco sitios seguros donde aparcar. No tenemos que ir hasta Cambridge.
—No está lejos. Es justo al otro lado del puente.
La chica torció la boca, desafiante.
—No me gusta mucho la idea de meterme en un garaje.
El hombre detuvo el coche en un semáforo y esbozó una leve sonrisa.
—Lo entiendo. Lo que ocurre es que tengo un cargo importante y no puedo arriesgarme a que me pillen. Te pagaré cien. Pero si no te sientes cómoda, te puedes bajar aquí mismo. No hay problema.
La chica buscó un cigarrillo y lo encendió sin preguntar siquiera.
—De acuerdo, pero no me pidas cosas raras. Mañana es mi cumpleaños.
El hombre sacó el dinero del bolsillo de la camisa y se lo entregó cortésmente.
—Confía en mí.
Abrió la ventanilla para que saliera el humo y puso en marcha el coche en dirección al río.
La chica se fijó en sus nudillos. Estaban blancos por la fuerza con que agarraba el volante. Era algo que ya había visto antes. Muchos clientes llegaban tensos como ballestas y no se relajaban hasta apenas unos segundos antes de eyacular.
Al poco, dejaron Memorial Drive y entraron en el barrio de Cambridgeport, con sus calles estrechas y apretadas. Flanqueaban la calzada dos filas de coches, bajo cuyos parabrisas asomaban permisos de aparcamiento. Se trataba de un vecindario residencial, una claustrofóbica jungla de edificios de tres pisos, casas unifamiliares y bloques de apartamentos bajos, la mayoría a oscuras, salvo por algunos estudiantes o insomnes que tenían aún la luz encendida. El hombre giró dos veces a la izquierda, luego a la derecha, y redujo la marcha hasta casi detenerse frente a una casa de dos plantas, blanca con postigos negros.
—¿Es aquí? —preguntó la chica.
El hombre asintió, metió el coche en el ancho camino de entrada y dijo que volvería en un segundo.
La chica esperó en el coche en marcha mientras el hombre abría la puerta del garaje.
—Donde yo vivo no podrías hacer eso —dijo la chica cuando este regresó.
—¿El qué?
—Dejar un garaje abierto.
—Este barrio es seguro.
No era tanto un garaje como un cobertizo. Y bastante estrecho: de aparcar justo en mitad, el conductor no podría abrir la puerta del todo. La chica se percató enseguida de que, por su lado, la pared casi tocaba la carrocería. Estaba atrapada. Encendió nerviosa otro cigarro y, mientras, su cliente salió como pudo del coche, encendió una luz y cerró la puerta del garaje.
—Listo —dijo al regresar. Parecía más relajado. La chica dejó el cigarro en el cenicero—. Fumas mucho.
Ella hizo caso omiso y alargó la mano en dirección a la entrepierna del hombre. Este le pidió que esperase.
—¿Por qué?
—Primero quiero hablar.
—¿Quieres hablar?
—Sí.
—¿Sobre qué?
—Sobre cualquier cosa.
La chica hizo un mohín de fastidio.
—El tiempo es oro. Tengo que volver al barrio.
El hombre tenía preparados otros cien dólares en billetes de veinte, bien doblados en un fajo, como si lo hubiese previsto. Ella cogió el dinero con suspicacia y se lo guardó rápidamente en el bolso.
—Muy bien. Tú dirás —dijo con aire condescendiente.
El hombre contestó con calma que era él quien pagaba y que quería que hablase ella. La chica se encogió de hombros y preguntó si prefería algún tema en concreto. Para su sorpresa, el hombre propuso que hablara sobre su cumpleaños.
La sugerencia la hizo sentir incómoda.
—¿Por qué mi cumpleaños?
—Cuéntame cómo fue el mejor cumpleaños de tu vida.
La chica recogió el cigarro del cenicero y dio una profunda calada.
—Eres un tío bastante raro. Lo sabes, ¿verdad?
—Da igual cuántos años cumplieras —agregó con suavidad—. El mejor cumpleaños que recuerdes. Quiero que me lo cuentes.
Ella aceptó el envite y se quedó callada unos instantes, rebuscando en su memoria. Anunció por fin que ya sabía, apretando los labios con resolución.
—Mis cumpleaños siempre se mezclan con Halloween, caen muy cerca. Recuerdo cuando cumplí ocho años, en Bangor, sabes dónde, ¿no? Mis tíos tenían un granero detrás de su casa y después de cenar mis padres me dijeron que íbamos a tomar la tarta con ellos. Cuando llegamos, en vez de entrar en casa me llevaron al granero. Mi madre abrió la puerta. Estaba oscuro, pero habían colocado un montón de sonrientes calabazas de Halloween, todas con su vela encendida dentro. Y había también una pancarta grande que decía FELIZ CUMPLEAÑOS, CARLA, y todos mis tíos y mis primos estaban allí. Y también había una tarta.
—Carla —repitió él. Ella se estremeció al escuchar su nombre—. ¿Cómo te sentiste?
—Querida —contestó tras reflexionar un instante.
—¿Qué ocurre?
—Mi madre murió unos años después de aquello.
El hombre dijo que lo sentía. «Tengo frío», murmuró a continuación, enfundándose unos guantes de cuero. La chica no se percató y dio otra honda calada al cigarro. La densa nube de humo rebotó contra el salpicadero y se le metió en los ojos. La chica los cerró esperando a que cediese la irritación y en ese momento de oscuridad vio aquel granero mágico y a su madre sonriendo. Perdida en sus recuerdos, feliz y triste, parpadeó un par de veces y regresó reacia al asiento del pasajero del coche de su cliente.
Volvió a abrir los ojos y las manos del hombre se cerraron sobre su cuello.
Los dedos se le enterraban en la carne, aplastando dolorosamente la laringe.
«Esto no puede estar pasando.
Esto no tenía que terminar así.»
Sustituyeron al dolor el pánico y la desesperación por respirar. No podía inspirar ni espirar.
Entonces decidió rendirse. Sin luchar, sin ofrecer resistencia alguna.
Notó que los brazos le colgaban inertes.
Llegó a sentir extrañeza por cómo estaba abandonando la existencia, tan fácilmente, hasta que se dio cuenta de que se encontraba cautiva de la voz de ese hombre, de esa voz hipnótica que la arrullaba mientras él le quitaba la vida, pronunciando estas palabras sin cejar en su empeño: «Carla, escúchame. No te enfades, no te asustes. Ahora mismo te estoy queriendo como nunca te han querido. Como en aquel cumpleaños. Esto es amor, pequeña. Te estoy dando amor. Tu madre te está dando amor. Sé que me estás oyendo. Ahora quiero que vayas con ella».
La chica podía ver el esfuerzo físico en los ojos abiertos de par en par del hombre. Casi se solidarizaba con el dolor exquisito que debía de estar sufriendo en las manos ya trémulas. En sus momentos finales supo que él estaba haciendo lo que podía para que lo último que oyese fueran dulces palabras.
—Ve con ella. Ve con ella. Ve con ella.
Entonces, en el último instante, la chica vio a un hombre poseído por algo deliciosamente maravilloso, algo que le suavizaba los rasgos y le humedecía los ojos.
—Tú eres la afortunada —dijo el hombre con voz ensoñadora.
«¿A qué te refieres?», se preguntó ella antes de dejarse caer en la inconsciencia.
4
Inglaterra, 1988
Alex se acurrucó junto a su hermano mayor en el asiento trasero del Vauxhall Cavalier de sus padres. Nadie se atrevía a abrir la boca. Él estaba más que decepcionado, pero su padre se había hundido en un estado de agonía muda y rabiosa. Su madre mantenía la misma postura rígida e incómoda desde que Dickie le había mandado callar, treinta kilómetros antes. Su delito: ofrecerle servilmente un sándwich. El anochecer los engullía a medida que avanzaban hacia el norte por la autopista M6, envuelta ya en penumbra.
Ese tibio día de primavera había empezado con la promesa de un resultado indudablemente arrollador. Dickie Weller entró atropelladamente en el cuarto de los chicos cuando aún no había ni amanecido y los dos se habían puesto ya la equipación rojiblanca del Liverpool. Estaban locos por montarse en el coche y emprender el largo viaje hasta Londres para ver a su equipo, campeón de liga, jugar en Wembley contra el humilde Wimbledon. La final de la FA Cup, contra el Wimbledon, ¡por favor! Aquello sonaba a chiste. Todo el mundo se preguntaba cómo el Wimbledon se las había arreglado para ganar al Luton en semifinales. El resultado del encuentro, en cualquier caso, estaba cantado.
Aun así, ni los Weller ni los miles de seguidores del Liverpool tenían ganas de sorpresas. No les disgustaba la idea de aguardar pacientemente a que concluyese el tiempo reglamentario y obtener una victoria limpia que quedara para siempre en los anales de la historia deportiva.
Justo antes del comienzo del partido, los niños se apretaban uno contra otro en las gradas de la afición del Liverpool, tratando de empinarse para ver mejor la verde y reluciente hierba. Escucharon con una sonrisa el estruendo de abucheos y afrentas contra los pobres jugadores del Wimbledon, que saltaron al campo con equipación azul y se agruparon en el lado contrario del gigantesco y abarrotado estadio. Su padre, alto y fornido, el gorro rojo siempre puesto, agitaba el brazo como un general que pasara revista al ejército contrario.
—¿Estáis orgullosos de vuestro padre, entonces? —Los niños asintieron—. No olvidaréis este día en mucho tiempo —gritó para que le oyeran bien.
Había ganado las cuatro codiciadas entradas de tribuna en un concurso organizado por la cervecera Boddingtons: su pub era el que más pintas de cerveza Cains había tirado de todo el condado de Merseyside. El premio al Mejor Propietario de Pub del Año colgaba sobre la chimenea de su local, The Queen’s Arms, junto a una fotografía en la que un sonriente ejecutivo de la cervecera de Manchester le hacía entrega de las entradas. A los niños siempre les habían gustado el revuelo y la frivolidad de vivir encima de un pub enormemente popular. Durante las fases previas de la competición, con la vista puesta ya en Wembley, su padre les contagió toda la energía que desprendía desde que había saltado a la fama.
Se acercaba el descanso y Alex, de diez años, se agachó para recoger el banderín, que se le había caído. Justo en ese momento, Sanchez, del Wimbledon, cabeceaba una falta tirada por Wise. Uno a cero. Alex dio un respingo ante el rugido de la grada y vio el rostro helado y la mirada furiosa de su padre, y a su madre casi haciendo pucheros. Su hermano Joe, cinco años mayor, le asestó un fuerte puñetazo en el hombro, como si el gol hubiese sido culpa suya, por no estar mirando.
En el minuto quince de la tensa segunda parte, Beasent, del Wimbledon, se hizo un hueco en la historia: era el primer portero que detenía un penalti en una final de copa. Su parada sentenció el partido. El Liverpool desaprovechó la oportunidad de alcanzar un empate que le hubiera dado impulso, se vino abajo y fue incapaz en la media hora restante de superar la presión y evitar la humillante derrota.
Pitido final. El padre de Alex tenía los puños apretados de ira. No podía creer cómo un día perfecto para el clan de los Weller podía haberse fastidiado de manera tan desastrosa. Durante el doloroso camino de vuelta al coche a Alex le ardían los ojos. Odiaba aquella mirada de desesperación en el rostro demudado de su padre y el quebradizo silencio de su madre. Y, para sus adentros, reprochaba a su hermano que fuera capaz de obviar la derrota sin apenas un pestañeo y ponerse a charlar con un par de rubias que llevaban la camiseta roja del Liverpool.
En el viaje de vuelta, pasado Birmingham, Alex dejó caer la cabeza contra la ventanilla. Contemplaba adormilado la hipnótica procesión de faros que avanzaban hacia ellos por el otro carril de la autopista cuando, de repente, notó que su padre frenaba para ajustar la velocidad del coche a la de un pesado camión que acababa de acceder a la autopista por el carril lento. Justo detrás del camión, un Volvo familiar redujo la marcha y sus luces de freno se encendieron. Su padre pisó también el freno unas cuantas veces para no acercarse demasiado al Volvo. Juró entre dientes y comprobó en el retrovisor que podía meterse en el carril central. Pero no. Una Yamaha pasó a toda velocidad a escasos centímetros del coche y se quedó a la altura del Volvo.
El conductor del Volvo había pensado también en adelantar al camión y la moto debía de estar justo en su punto ciego, porque no dejó de desplazarse lateralmente hasta empujarla. Se desató así una fatídica serie de acontecimientos que se multiplicarían en el tiempo y cambiarían el mundo de manera inesperada y extraña.
El lateral del Volvo terminó por tocar la rueda trasera de la moto, que se vio impulsada hacia el carril rápido y después a la mediana. El piloto cayó y se golpeó el cuello. El conductor del Volvo reaccionó instintivamente dando un volantazo a la izquierda y regresó al carril lento, embistiendo el morro del Vauxhall de Dickie Weller.
En el momento del impacto, Dickie se percató de lo que ocurría y soltó un taco. Catástrofe.
Alex vivió los siguientes segundos con una rara sensación de lentitud. Había montado en avión una vez, en unas vacaciones familiares a la isla de Tenerife. La sensación del coche levantándose del suelo le recordó al momento del despegue. Su padre siempre había pensado que los cinturones de seguridad eran otro invento más de un estado excesivamente paternalista. Ninguno de ellos lo llevaba puesto. El coche empezó a dar vueltas de campana.
Al principio, Alex se sintió más fascinado que alarmado. La repentina ligereza y el estar cabeza abajo dentro del coche que no dejaba de girar le recordó al parque de atracciones. Por fin, llegó el terrible estruendo del golpe contra el arcén, y con él el pánico. Luego la nada.
Hasta que…
El coche parecía estar de nuevo en pie, las cuatro ruedas sobre el suelo.
Alex reconoció el dolor, un dolor insoportable en la pierna izquierda y un confuso zumbido en la cabeza. Tenía el asiento del copiloto sobre el regazo. Lo aplastaban su peso y el del cuerpo de su madre.
Esta emitió un gemido grave y animal que lo asustó. Vio su brazo inerte entre los asientos. La sangre chorreaba desde la preciosa pulsera que se había puesto para la ocasión. A su padre no se lo oía. Dickie tenía la cabeza contra el volante, con el gorro del Liverpool milagrosamente puesto aún.
Por algún motivo, Alex no podía dejar de pensar en su hermano, que ni siquiera estaba en el coche.
—¡Joe! ¡Joe!
La luna trasera se había hecho añicos y el aire fresco de la noche entraba ululando.
El fuego prendió con un fuerte chasquido y el coche se levantó unos centímetros para volver a caer rebotando sobre los neumáticos.
La gasolina se había empezado a filtrar y se había encendido en algún lugar por debajo del asiento del conductor, para extenderse luego hasta el depósito. Tras la espantosa explosión, Alex empezó a notar el calor y los pulmones se le comenzaron a llenar de malolientes vaharadas de humo de gasolina.
Y acto seguido aparecieron las llamas, azules y amarillas.
Alex se intentó revolver, pero tenía las piernas atrapadas. La parte inferior de su cuerpo parecía enterrada en cemento. El plástico del salpicadero y del interior de la puerta comenzó a crepitar como una tira de beicon en la parrilla.
Las llamas le lamían la espalda y su camiseta de poliéster comenzó a derretirse con un inquietante siseo. Percibió el olor sulfuroso a pelo quemado.
Pero un instante después de que se apoderase de él la angustia, antes de abrasarse, todo cambió.
Ya no estaba en el coche.
Ya no dolía.
Flotaba por encima de la autopista, mirando hacia abajo con irresistible curiosidad infantil.
El viejo coche familiar había quedado destrozado y lo invadían las llamas. Vio a Joe sobre la hierba, en el arcén, alejándose a rastras del coche. «¡Vamos, Joe!», quiso gritar. «¡Ya casi estás!» Se habían parado algunos coches y unas cuantas personas se acercaban.
De repente, la escena que se desarrollaba a sus pies se oscureció como si se la hubiera tragado la niebla. Ahora Alex flotaba sobre un disco plano de negrura, perfectamente circular, que súbitamente adquirió tres dimensiones. Aunque no veía nada, nada en absoluto, no tenía miedo, cosa extraña en él, que aún necesitaba dejar encendida una lucecita encendida para dormir. Notó que empezaba a moverse y que todo se estrechaba. Se sintió fluir como aceite de motor a través de un largo embudo.
Su cuerpo de niño de diez años comenzó a desplazarse a velocidad increíble. O quizá él estaba quieto y era el túnel negro el que se movía alrededor. Hubo un viento intenso, atronador, similar al de las tormentas sobre el mar de Irlanda, que en invierno golpeaban Liverpool. Parpadeó asombrado mientras las paredes oscuras del túnel cobraban vida en forma de fogonazos brillantes, como empedradas de diamantes pulidos.
Al fondo se encendió una luz. Una luz auténtica que creció y creció hasta formar otro círculo perfecto. Finalmente, su cuerpo se vio lanzado a una blancura pura y esponjosa. Era una sensación reconfortante, como cuando salía del baño y su madre lo arropaba en una enorme y mullida toalla, recién sacada de la secadora.
La blancura se fue haciendo traslúcida y de repente el chico se encontró en una gran llanura verde. El suelo parecía ceder levemente bajo sus pies, pero estaba seguro de que no era hierba. El cielo, si es que aquello era cielo, era del celeste más claro, como si un pintor hubiese vertido una única gota de pintura azul en un barreño de agua limpia.
Escuchó algo que le hizo recordar.
Emocionado, como cuando de niño corría escalera abajo la mañana de Navidad, se dirigió con paso tranquilo hacia un atrayente rumor de agua.
No se parecía a ningún río que hubiera visto antes. De hecho, no parecía agua, sino una veloz corriente de luz que centelleaba y se rompía en remolinos contra varias piedras relucientes. Esas piedras formaban una pasarela de unos doce metros de ancho que cruzaba de orilla a orilla. Más o menos la distancia del penalti del Liverpool trágicamente fallado.
Cuando miró por primera vez hacia la orilla opuesta no vio más que una ilimitada planicie de frío verdor que se extendía bajo aquel cielo azul claro. Aquella nada, no obstante, parecía ofrecer una promesa infinita. Se sintió atraído por la otra orilla, cada vez más excitado.
La segunda vez que miró vio a un hombre.
Un hombre grande, que agitaba los brazos lleno de felicidad.
—¿Papá?
—¡Alex!
Solo oyó su nombre entre el fragor de la corriente.
—¿Qué ha pasado, papá?
—Me he muerto, hijo.
—¿Qué? —preguntó, acercándose la palma a la oreja para intentar entender.
—¡Me he muerto!
Alex no sintió temor. Hizo bocina con las manos.
—¿Y yo qué hago?
—¡Ven! ¡Ven aquí, chico!
Dickie agitaba los brazos como cuando su hijo daba sus primeros pasos sobre la alfombra del salón o como cuando empezó a pedalear sin ruedines, bamboleándose de un lado a otro.
Las piedras formaban un camino serpenteante entre los veloces rayos de luz. Parecían resbaladizas pero Alex estaba seguro de que podría saltar de una a otra y no deseaba otra cosa más que que su padre lo rodease entre sus brazos expectantes. Deseoso, pero con cautela, colocó el pie izquierdo sobre la primera piedra.
Su padre parecía feliz, como si el Liverpool hubiese conseguido arrancar un dos a uno al Wimbledon. Él también se sentía feliz, sobrecogido por una sensación de dicha pura, más poderosa que cualquier otra que hubiese experimentado durante su corta vida.
Estaba a punto de dar el paso, pero no pudo despegar el pie derecho de la orilla.
Algo tiraba de él hacia atrás, lejos del río.
—¡Eh!
Todo se alejó a velocidad de vértigo. Regresó al túnel, que recorrió entonces en sentido contrario, de vuelta a la autopista, de vuelta al accidente, de vuelta al coche ardiendo. Cuando llegó allí, vio cómo lo sacaban a rastras por la puerta trasera derecha. Alguien le tironeaba de los hombros y sintió un agudo dolor en todo el cuerpo. Le rasgaron el pecho violentos espasmos de tos.
Hombres gritando.
Alex miraba a los ojos de un desconocido con barba.
—¿Me oyes, chico?
Dejó de toser durante un instante.
—Por favor, dejadme volver —acertó a decir.
No quería estar allí. Deseaba desesperadamente volver al luga