1
Raquel tenía los ojos abiertos.
Le miraba.
Aun en la penumbra, pese a tener tan sólo tres meses y siete días de edad, le miraba fijamente.
Quieta.
Seria.
Miquel se preguntó qué estaría viendo en realidad, si ya era capaz de reconocerle, o qué pensaría, si es que un bebé disfrutaba de la capacidad de pensar algo. Tres meses y siete días no eran nada. O sí. Una vida.
El milagro estaba allí, pero todavía le costaba asimilarlo.
¿Alguna vez había mirado así a Roger?
No lo recordaba.
Su propio hijo, caído en el Ebro trece años antes, a veces se desvanecía en su mente, se perdía en el recuerdo.
—Raquel...
La niña recibió el suspiro como si le acariciara el rostro.
De hecho, fue una caricia.
Abrió un poco más los ojos.
—Hola, Raquel. Soy tu padre.
Acabó de decirlo y sintió una profunda emoción, una enorme densidad que pareció llenarle el pecho hasta desbordarle.
De pronto, las palabras fluyeron.
—No sé cuántas opciones hay de que te vea crecer, ni de que tú me recuerdes —dijo despacio—. Espero que algunas, cariño. Diez años más de vida serían una bendición. Quince, un sueño. Veinte, un milagro. Pero, por si peco de optimista, quiero que, al menos, escuches mi voz todos los días. Tal vez se quede en tu memoria, como un eco que rebotará por tu interior sin saber de dónde procede. —Hizo una pausa para limpiarle un poco de baba que le caía por la comisura del labio—. Tu madre te contará todo de mí si me pasa algo malo, si la edad me atrapa antes de que podamos hablar tú y yo, para ser amigos. Mientras, lo haré por los dos, todos los días. —Le sonrió con ternura—. Me llamo Miquel. No Miguel. Y te llamas Mascarell, no Mascarel como dirán quienes quieran negarte la sonoridad de tu apellido. Fui policía, un buen policía. Lo digo con orgullo. Un inspector al servicio de la ley cuando en este país había una ley a la que servir, no una dictadura a la que obedecer. Mi primera esposa murió, y tu madre me salvó la vida al enamorarse de mí. Tuve un hijo antes que tú. Un hijo que cayó en una guerra de la que nadie te hablará hasta que, un día, cuando la bestia muera y este país recupere la dignidad, reaparecerá en la memoria de todos como un corcho sumergido en el mar para limpiarnos la mugre de estos años de silencio.
Raquel movió una mano. Le atrapó el dedo índice. Intentó llevárselo a la boca después de agitarlo un instante.
Volvió la calma.
La hipnosis producida por la voz de Miquel.
Suave, dulce, firme pese a estar cargada de sentimientos.
—Tu madre y yo nos conocimos el penúltimo día de la guerra en Barcelona, nos reencontramos ocho años y medio después, cuando salí de la cárcel, y nos casamos decididos a tener una segunda oportunidad y luchar con la esperanza de alcanzar un futuro mejor. Un futuro en el que ahora estás tú. —Llevó un poco de aire a sus pulmones—. Quiero a tu madre más que a nada en el mundo. Me ha dado la paz, la serenidad, el sosiego que hace de estos primeros años de mi vejez un bálsamo en el que vivir con lo único que nos mantiene vivos a veces: el amor. Ahora, además, me ha dado el mejor de los regalos posibles: tú. Cuando supe que estabas en camino me asusté mucho, y no sólo por ser mayor, sino por traerte a un país sin libertad, condenado a la oscuridad y la mentira, tan lleno de miedo, odio y rencor que...
—¿Miquel?
Se detuvo en seco y volvió la cabeza.
Patro se asomaba en aquel momento por el quicio de la puerta.
—¿Sí?
—¿Qué haces aquí, casi a oscuras? —Llegó hasta él y le puso una mano en el hombro mientras miraba a su hija.
—Nada, hablar con Raquel —respondió.
Lo dijo con toda la naturalidad del mundo.
«Hablar con Raquel.»
—¿Ah, sí?
—Ya ves.
—¡Ay, señor...! —Patro suspiró.
—Me hace más caso que tú. —Intentó burlarse.
—¿Te vas a poner ya de su parte, cariño? —se dirigió a la pequeña.
—Dicen que las niñas tiran hacia el padre.
Esta vez no dijo nada. Patro se embebió de aquella plácida contemplación.
El silencio, de todas formas, fue breve.
—Fíjate cómo nos mira —señaló.
—Parece entenderlo todo —afirmó Miquel.
—Nunca llora. Tiene carácter.
—Habrá salido a su madre.
Patro le besó la cabeza, halagada.
—¿Y qué le cuentas? —quiso saber.
—Cosas nuestras. —Le quitó importancia.
—Mira que eres, ¿eh? —Se cruzó de brazos, pero no logró apartarse de él.
Miquel la retuvo.
—Ven aquí, mamá.
—Quieto-parado. —Se hizo la rebelde—. Vamos a salir, ¿recuerdas?
—¿Ya?
—Un ratito, sí, para respirar un poco de aire y estirar las piernas. Vamos a ver escaparates.
—El día que entienda esa manía de «ver escaparates»...
—Tampoco está tan mal. —Se encogió de hombros.
—Pues vaya diversión ver lo que no vas a comprar, casi todo porque no podemos.
—¿Y qué quieres? ¡Ya me gustaría a mí ir al cine, que no sabes cuánto lo echo en falta!
—¿Y si dejamos a Raquel con una vecina?
—Calla, calla, mal padre.
—¡Mujer, un par de horas! Vamos de estreno, no a uno doble.
—¡Que no, que sería incapaz de ver la película a gusto!
—La del primero se ha ofrecido un par de veces.
—Quizá más adelante, pero ahora no. Es demasiado pequeñita. —Se puso terca.
—¿Y con Teresina, en la tienda?
—¿Quieres darle más trabajo? Bastante tiene con llevar la mercería sola estas semanas, que si no fuera por ella...
—Sí, se está portando bien —reconoció Miquel.
—Con lo que tú ayudas...
—Mujer —lamentó, dolido, el comentario de Patro—, que yo vendiendo agujas e hilos me hago un lío, ya lo sabes.
—¡Excusas!
—¡Y encima las parroquianas! ¡Prefieren a una dependienta, no a un vie... a un señor mayor con cara de no entender mucho, por no decir nada!
—Lo que pasa es que no te esfuerzas —insistió ella.
Miquel miró a Raquel, que seguía quietecita, con los ojos abiertos, observándolos desde la cuna.
—Papá y mamá no están discutiendo —le dijo—. Sólo tienen disparidad de criterios.
—¡Anda, payaso! —Patro envolvió su gesto con una sonrisa—. Mira que a veces...
—A veces no parezco un señor de sesenta y seis años, ¿no?
Ella tuvo suficiente.
—¡Pon a Raquel en el cochecito, va! ¡Me voy a vestir!
—Sí, porque si sales así a la calle...
—¿Pero qué te pasa hoy? —No supo si enfadarse o seguir riendo.
—Nada. ¿No puedo estar contento? Anda, ven.
—¡No me toques las tetas que me duelen! —le advirtió.
—¿Y el culo?
—El culo es todo tuyo. —Suspiró mimosa.
Se lo apretó, con las dos manos, mientras se besaban. Un beso muy largo, como si hiciera días que no se daban ninguno.
Quedaron abrazados unos segundos, en silencio, hasta que ambos volvieron a mirar a la niña.
—¿Ves? —le dijo Miquel—. Todo empezó así.
—Parece que te escuche —se admiró Patro.
—Claro que me escucha. Ni que fuera sorda. Y está feliz.
Siguieron así algunos segundos más, abrazados y contemplando al ser que había cambiado de nuevo sus vidas.
—¡Ay, no me digas que no es guapa! —estalló Patro, emocionada.
—Como tú.
—Más.
—Bueno, no voy a discutírtelo todo.
Ella se apartó de su lado. Fin del momento. Miquel supo que era hora de ponerse en marcha. En unos minutos saldrían a la calle los tres, y con él empujando el cochecito de su hija.
El cochecito.
Patro salió de la habitación.
—¡Pero al primero que me diga que es mi nieta, lo mato! —rezongó entonces Miquel en voz baja.
2
La calle Pelayo estaba abarrotada, como cualquier sábado.
La diferencia era que, empujando un cochecito de bebé, la gente se apartaba sin el menor problema, como las aguas del Mar Rojo ante el genio de Moisés.
Tampoco es que caminaran mucho rato seguido.
Patro se detenía a cada paso.
—¿Has visto qué tresillo más bonito?
—Sí.
—Y moderno, ¿verdad?
—Mucho.
Mirada.
—¿Te gusta o no?
—¡Que sí, mujer!
—Es que lo dices como para quedar bien.
—¿Vas a comprarlo?
—No.
—Pues entonces...
—Que no vaya a comprarlo no significa que no me guste, ni que no pueda imaginarlo en nuestra sala. Y poder comprarlo, podríamos. Ni que fuéramos pobres.
Un comedor entero, «estilo Chippendale», en nogal o roble, costaba nueve mil seiscientas pesetas. Eso anunciaba el escaparate, además del susodicho tresillo.
—Tampoco somos tan ricos como para comprarlo teniendo ya uno —objetó Miquel.
—Si nos ponemos a hablar de eso... ¿Tú has visto cómo está el pobre?
—Viejo, pero cómodo.
—¿A ti te gusta, Raquel? —le preguntó Patro a su hija, que viajaba de cara a ellos tan despierta como seria.
La niña agitó los brazos, como si la entendiera.
—¡Gracias, tesoro! —asintió su madre.
Siguieron caminando.
Iban por la acera tumultuosa, la de las tiendas y los grandes almacenes. Nadie lo hacía por la otra, prácticamente vacía salvo por el tránsito acelerado de los que tenían prisa. La larga pared llena de anuncios presidía el tramo que iba desde la calle Balmes hasta la plaza de Cataluña, a la espera de que, algún día, alguna constructora aprovechara el espacio.
Al pasar por delante de La Vanguardia, Miquel miró las distintas hojas del periódico del día abiertas en el escaparate. No se acercó a curiosear, aunque ni siquiera había salido a la calle por la mañana para hacerse con un ejemplar. Si encontraba alguna noticia interesante, se pasaría dos o tres minutos leyéndola, como hacían algunos caminantes ociosos, y Patro se enfurruñaría.
Por un momento pensó en Agustín Mainat, al que había salvado en abril del año anterior de su falsa acusación de asesinato.
Podía entrar a saludarle.
No, mejor no.
Tarde de sábado. A falta de cine, paseo.
«Ver escaparates.»
—¡Qué cortinas! —Patro volvió a detenerse.
Miquel la observó a ella en lugar de a las cortinas.
Le encantaba verla feliz.
Tan niña...
—Preciosas. —Quiso quedar bien.
—Y sobre todo es que dan mucha luz, ¿verdad? Porque las nuestras...
—Cuando nos toque la lotería, cambiamos la casa de arriba abajo.
—Pero si tú nunca juegas, que no crees en la suerte.
—Esta Navidad jugaremos —le prometió.
Patro le miró con aire de sospecha.
—Estás tú muy raro hoy.
—¿Yo? —No podía creerlo—. Si discuto, porque discuto. Si me pongo irónico, malo. Si te digo que sí, resulta que estoy raro...
—Dime qué le contabas a Raquel —le sorprendió.
—¿Qué quieres que le contase? Le decía que era muy guapa y cosas así.
—Ya.
—Patro...
—Si es que eres un padrazo. —Se agarró más a su brazo.
Un padrazo.
Y un marido de vida tranquila. Al menos los últimos tres meses, desde el lío de marzo, el del asesinato de Pere Humet y el caso de los gemelos Piñol.
Con Raquel en su vida, ojalá no hubiera más problemas, ni investigaciones forzadas, ni el pasado llamando a su puerta.
Siguieron caminando hasta llegar a la siguiente tienda.
—¡Fíjate qué vestido!
Patro casi pegó la nariz al escaparate.
Más que un vestido, era un lujo. Como para llevarlo yendo a tomar un café al Salón Rosa o a lucirlo al Sandor.
—Tú te pones eso y me da un infarto —dijo Miquel.
—Sí, ya, con la barriga que me ha quedado después de dar a luz.
—¿Quieres que te diga que estás mejor que nunca?
—Pues sí, mira. —Se puso triste.
—¿Todavía con depresión posparto?
Dejó atrás el vestido, el escaparate, volvió a colgarse de su brazo y se acercó a él para decirle al oído:
—Para depresión la tuya con la cuarentena.
—No te rías.
—¡Que no me río! —dijo conteniendo las ganas de hacerlo.
—Que fueron cuarenta días, cielo.
—Pero te aliviaba —dijo ella aún más bajo, rozándole la oreja con los labios.
—No es lo mismo, aunque se agradece.
—Mira que te gusta, ¿eh? —siguió cada vez con más intención.
Miquel no supo si hablaba en serio o no.
Pero sí, hablaba en serio, en mitad de la calle Pelayo y con Raquel atenta.
—¿Qué quieres? —Pareció disculparse—. Lo había olvidado. Quimeta estuvo cinco años enferma, desde el 34, y después de renacer tras los ocho años y medio prisionero...
—Perdona, sólo bromeaba —se excusó ella.
—Alguna ventaja tiene que tener el matrimonio, digo yo.
—Mi fiera...
—Un día nos detendrán por escándalo público.
—Lo guardaré para casa. —Patro le guiñó un ojo—. Pero a este paso le regalaremos un hermanito a Raquel antes de darnos cuenta.
Miquel se puso pálido.
—¿Tú crees?
—Estás hecho un Tarzán.
—Va, cállate, Jane.
Caminaban por delante de los almacenes Capitol, llamados así desde 1940, porque antes eran los almacenes Alemanes. Lo normal era que Patro se detuviera de nuevo.
Esta vez hizo algo más.
—¿Te importa que entre a ver una cosa mientras me esperas aquí? Así iré más rápida.
—¿Qué quieres ver?
—No, nada. Unos precios.
—¿Cuánto tardarás?
—Poco, cinco minutos.
Cinco minutos en plena calle, a pesar del buen tiempo, con un bebé...
—¿Y por qué no te acompaño? —vaciló.
—Porque moverse ahí dentro con el cochecito puede ser complicado, y porque hace calor y ella está mejor aquí fuera.
Convincente.
—Va, no tardes.
Se quedó solo.
Junto a la puerta, pegado al cristal, disimulando lo mejor que pudo, poniendo cara de despiste.
Frente a él, las hormigas humanas se movían a distintas velocidades. Unas a la carrera, otras despacio. No chocaban entre sí. No tenían antenas pero se esquivaban. Un puro movimiento armónico. Algunas personas sonreían. La mayoría no. Y nunca sabía si las que no lo hacían era porque no tenían motivos para reír o si es que, sencillamente, eran poco propensas a la felicidad. Había habido una guerra. Después de doce años, allí pervivían los residuos de la catástrofe. La mayoría de las casas lloraban a algún muerto. Las heridas cicatrizaban despacio, tan despacio que a veces se abrían solas. Bastaba una palabra, un gesto, un momento, y la desesperación reaparecía. ¿Cuántas personas asesinadas impunemente esperaban en los montes y las cunetas de España una justicia que quizá tardase mucho en llegar? ¿Cuántos muertos sin contar, junto a tapias de cementerios o en fosas comunes, aguardaban la luz de una nueva historia? Pero si incluso él, un residuo, había vuelto a la vida, ¿por qué no creer que todos podían hacerlo? ¿Olvidando? No. ¿Perdonando?
Miquel apretó los puños.
La nube de hormigas humanas se agigantó ante sus ojos.
—Habrá mucho que hacer cuando muera Franco —se dijo en voz baja antes de mirar a su hija y agregar—: Y te tocará a ti, pequeña. De eso estoy seguro, aunque no sé cuándo será.
El 7 de junio, apenas unos días antes, el generalísimo Franco había inspeccionado las obras del Instituto Nacional de Colonizaciones, en Badajoz. Después de inaugurar una presa y visitar tres nuevos pueblos nacidos a su amparo, al entregar los títulos de las casas a cinco mil novecientas una familias había pronunciado un discurso loando las inversiones del gobierno frente a las críticas que seguían llegando del extranjero. Entonces gritó una de sus memorables frases para la historia, aunque no era ni mucho menos suya: «¡Insultad y ladrad, pues galopamos!».
Así que «galopaban».
—La madre que lo parió... —masculló Miquel.
De pronto la gente se detuvo, como si la calle se hubiera colapsado de golpe llegando a un punto de saturación sin retorno. Creía que, estando en pleno apogeo la Feria de Muestras, el personal estaría en Montjuich. Pero no. Había gente para todo.
De la nada, surgió una anciana.
Como todas las ancianas de posguerra, enlutada, menguada, surcada por miles de arrugas forjadas en el tiempo.
—¡Qué bonita! —Se quedó prendada de Raquel.
Miquel rezó para que Patro apareciera ya.
No fue el caso.
—¿Qué tiempo tiene? —le preguntó la mujer.
—Tres meses. —Se vio obligado a comportarse correctamente.
La anciana se inclinó más sobre el cochecito.
—¡Preciosa! —exclamó de pronto—. ¡A-cuchi-cuchi-cuchi!
Lo peor fue que Raquel se echó a reír.
Miquel la miró como si fuese una traidora.
Llegó la frase que más temía.
—Ah, si no fuera por los abuelos, ¿verdad?
La fulminó con ojos de vengador justiciero, pero la mujer ni se enteró. La gente volvió a moverse, superado el momento de la parálisis. Por suerte también reapareció Patro a su lado, igual que un ángel salvador. Lo primero que hizo fue lo natural: colgarse otra vez de su brazo, como hacían las esposas atentas.
—Ya está, ¡vamos!
Miquel empujó el cochecito, saludó con la cabeza a la anciana y los tres se sumergieron de nuevo en el caudal humano que fluía con rumbo de paseo por la popular arteria consumista.
—¿Una pesada?
—Sí.
—¿Nos vamos a tomar un chocolate a la calle Petritxol?
—Perfecto —dijo acelerando un poco el paso para salir de aquel agobio cuanto antes.
3
La tarde, en el fondo, estaba siendo perfecta.
El chocolate, buenísimo. Tanto que había repetido. Raquel, calladita, sin llorar. Por nada. Una santa. Salvo una siestecita en la granja en la que habían entrado, después de que Patro le diera el pecho metida en el lavabo, el resto como siempre: ojos enormes y abiertos, mirándolo todo. El miedo de que se pasara las noches en vela, con ella llorando, había desaparecido a los pocos días.
La vida, a veces, incluso en el purgatorio de una dictadura, podía llegar a ser perfecta.
O casi.
Regresaban a casa al paso, disfrutando de la buena temperatura de fines de una primavera que preludiaba un verano caluroso. No era tarde, pero la gente empezaba ya a recogerse. Patro se detuvo en la puerta del cine Capitol para mirar los carteles. Proyectaban La hora radiante, con Joan Crawford y Melvyn Douglas, y La espía de Castilla, con Jeanette MacDonald y Allan Jones.
—No me gusta Melvyn Douglas —comentó.
—Pues bien que te reíste con él en Ninotchka —le recordó Miquel.
—Me reí con la Garbo. Él es bastante cáustico.
—¡Huy, cáustico!
Patro le dio un codazo. Siguió mirando los carteles. Para el lunes se anunciaba un «sensacional acontecimiento»: el pase de Mando siniestro, protagonizada por Walter Pidgeon y John Wayne, con Las cuatro plumas de complemento. Mando siniestro venía respaldada con frases del tipo «Luchas desenfrenadas», «Inquietud delirante», «La guerra de Secesión americana deja un rastro de fuego, crímenes y odios»...
A Miquel se le revolvió el estómago.
No por las enfáticas palabras tipo «delirante» o «desenfrenadas», sino por lo de que la guerra de Secesión americana había dejado un rastro de «fuego, crímenes y odios».
¿Sólo ella?
Se le ensombreció el semblante.
—Anda, vamos. —Tiró de su mujer.
—Sí, total no vamos a verlas. —Patro suspiró.
—Colocamos a Raquel sobre la mesa y la miramos a ella mientras escuchamos la radio.
—Pues bien divertida es cuando pone esas caras tan graciosas.
—Te quiero. —Fue lo único que se le ocurrió decirle.
—Más te vale. —Se apretó más contra él.
Caminaron en silencio un buen trecho. Cruzaron la plaza de Cataluña en diagonal y enfilaron la calle Caspe. Fue al pasar por delante de Radio Barcelona cuando ella volvió a hablar.
—Miquel.
—¿Sí?
—No hemos comentado nada sobre la carta de tu hermano.
—¿Y qué quieres comentar?
—No sé. La leíste, te alegraste de que estuviera bien, y eso fue todo.
—Tampoco hay mucho que decir.
—Te pedía que te reunieras con él, que abandonaras España para comenzar de nuevo en México.
Miquel tardó en responder. La carta había llegado apenas una semana antes. La correspondencia con su hermano, ahora, era más regular. No lo veía desde aquel día de enero de 1939, lunes 23, en la escalera de la casa de la calle Córcega, cuando Vicens fue a buscarle para que huyeran juntos hacia la frontera y él le dijo que no, que Quimeta no resistiría el viaje, y que prefería acompañarla en sus últimos días, aunque el precio fuese la muerte al caer Barcelona.
Vicens vivía libre y feliz, con la vida rehecha, en México.
¿Y él?
También era feliz, y seguía vivo, aunque no fuese libre.
—¿Te ves a ti, a Raquel y a mí embarcándonos hacia una aventura incierta? —Se dirigió a Patro.
—No sé —vaciló ella—. Es la misma lengua, pero un país muy distinto, al menos por lo que se ve en las películas. Y tú eres tan catalán...
—Si sólo fuera por eso...
—No, claro.
—Para bien o para mal, tenemos una vida aquí. —Fue sincero—. Soy demasiado mayor para irme a otra parte. Y es cierto que lamento que nuestra hija crezca en una dictadura, pero sé que no va a durar cien años.
—Yo también prefiero quedarme —musitó Patro en voz baja.
—Pues ya está.
—Y no nos dejarían salir, tendríamos que pasar a Francia. Por más dinero que nos mandase tu hermano... Claro que vendiendo la mercería...
—No pienses en ello, va. Tengo el chocolate muy bien asentado en el estómago.
Dieron unos pasos más.
A Vicens le había ido mal al comienzo. Luego, ya no. La pléyade de intelectuales españoles que había emigrado se estaba haciendo notar allí. Un plus inesperado para México. Una pérdida irreparable para España. Los intelectuales de derechas, adictos al régimen, no eran más que unos fascistas de cuello duro.
Sí, el chocolate se le agitó en el estómago.
Sólo le faltó ver la cara del Generalísimo, impresa en una pared, con el yugo y las flechas a un lado y los consabidos lemas «¡Arriba España!» y «¡Viva Franco!».
Quizá México no fuera tan malo.
Si no fuera tan mayor...
Pasaban por delante de una pequeña y atiborrada bodega. El olor a vino llegaba hasta la calle porque la puerta estaba abierta de par en par. Y era fuerte, muy fuerte. Miquel miró hacia el interior preguntándose cómo una persona podía trabajar allí todo el día sin salir ebrio. El bodeguero atendía a un cliente, hablaba y reía a gritos.
Miquel observó al cliente.
Ahora sí, el chocolate acabó de agitársele en el estómago.
También lo hizo su mente.
Vértigo.
Una espiral alucinada se la volvió del revés.
Siguió caminando sin darse cuenta.
Luego se detuvo.
—Espera.
—¿Qué pasa?
—Ahora vuelvo.
—¿Pero adónde vas?
No le contestó. Retrocedió los tres pasos de más que había dado, hasta situarse de nuevo frente a la puerta. Ni siquiera disimuló fingiendo otra cosa. El bodeguero y el cliente estaban enfrascados en su charla. No repararon en él.
Miquel taladró al hombre con una mirada tensa.
Acerada.
Cargada de sensaciones a flor de piel.
¿Y si sólo se parecía?
¿Y si...?
Patro esperaba. Raquel esperaba. A tres pasos estaba su mundo.
Y, sin embargo, una vez más, reaparecía el pasado.
El horror.
El horror en forma de monstruo.
Parecía un pasmarote, una estatua de sal. Tuvo que reaccionar cuando el bodeguero le palmeó la espalda al hombre y éste enfiló la puerta.
Miquel se apartó de ella.
Entonces le llegó la confirmación.
La voz del bodeguero diciendo:
—¡Hala, señor Andrada, con Dios, y que lo disfrute!
Señor Andrada.
Se le quedó el cuerpo muy frío.
Helado.
El hombre salió al exterior, pasó junto a Miquel. Ni le miró. Llevaba una botella envuelta en papel de periódico bajo el brazo. Echó a andar en dirección a Patro. A ella sí le lanzó una distraída mirada, la rebasó y eso fue todo.
Miquel seguía paralizado.
Tanto que fue Patro la que se acercó a él empujando el cochecito de Raquel.
—¿Qué te pasa? —Se asustó—. Parece que hayas visto a un fantasma. Estás pálido.
Le costó hablar.
Le dolía el pecho.
Le estallaba la mente.
—Ese hombre... —balbuceó.
—¿Cuál? ¿El que acaba de pasar? —Patro volvió la cabeza viendo cómo se alejaba calle arriba.
—Sí —jadeó él.
—¿Quién es?
Entonces se lo dijo.
Exactamente como lo sentía.
Como lo había sentido ya entonces.
—El único hombre al que detuve una vez y quise matar yo mismo, Patro. Con mis propias manos.
4
No había podido contárselo en plena calle. Tuvo que esperar. El vértigo, el chocolate alterado, la cabeza dándole vueltas, las piernas convertidas en gelatina, el pecho atravesado por aquella punzada...
Sentado en la butaca, todavía con la chaqueta puesta, Miquel miraba al vacío cuando Patro reapareció.
—Está dormidita —le dijo. Y se acomodó en su regazo para poder abrazarle—. ¿Peso?
—No, no, ya sabes que me gusta.
—Va, cuéntamelo.
—No es agradable.
—No tengo quince años.
—Y está Raquel.
—¿Qué tiene que ver Raquel con esto, sea lo que sea? —se extrañó ella.
—Tiene que ver con niños, cielo. —Tragó saliva.
—¿Tan fuerte es? —Se puso seria.
—Sí.
Le besó en la frente. Luego en la nariz y, finalmente, en los labios. No fueron besos que esperasen una respuesta apasionada. Sólo una muestra de cariño y confianza, solidaridad y compromiso. Miquel se sintió en paz. Por lo menos con la suficiente paz para enfrentarse al pasado y sus recuerdos.
Tomó aire.
—Era cura antes de la guerra —empezó diciendo—. Servía en una parroquia de Barcelona y trabajaba en un orfanato, como tantos otros. No hubiera pasado nada de no ser porque un día se suicidó un niño.
—¿Un niño? —le interrumpió Patro como si algo así le resultase imposible de creer.
—Sí —asintió Miquel—. Creo que tenía once o doce años. En la carta que dejó escrita decía que si Dios lo sabía y no hacía nada, era un mal Dios, y si no lo sabía, eso significaba que de omnipresente tenía muy poco. Así que, fuese como fuese, todo era mentira. Luego escribió que no lo soportaba más y que estaba harto, cansado...
—Pobrecillo —suspiró Patro.
—Era un suicidio, y muy claro. Pero yo me hice preguntas. ¿Qué era lo que Dios tenía que saber? Empecé a indagar y descubrí que otros chicos de ese mismo lugar estaban aterrorizados. Ninguno quería hablar. Les preguntaba y me miraban con pánico, movían la cabeza de un lado a otro, con los ojos muy abiertos. Temblaban. Era tal su estado, individual y colectivo, que me asusté más y más. Finalmente conseguí que uno hablara y me lo contó. El padre Andrada les hacía de todo, y les pedía que se lo hicieran a él.
—¿Te refieres a...? —No pudo terminar la pregunta.
—Sexo, sí. —Fue claro.
—¡Madre mía! —se estremeció Patro.
—Cuando registramos su dormitorio... —Hizo un esfuerzo para seguir—. Aquello era Sodoma y Gomorra en versión reducida, cariño. Ese hombre llevaba cometiendo sus aberraciones desde hacía años, impunemente. Tenía fotografías, artilugios inconfesables... Era un puro horror, cruel, descarnado, asqueroso. —Tomó aire—. ¡No te imaginas a cuántos niños destrozó la vida! ¡Eran decenas! ¡Decenas! Cuando le detuve... ¿Sabes qué me dijo?
—¿Pidió perdón?
—¡Me miró a los ojos y me dijo que si Dios le había hecho así, era por algo, y que estaba seguro de que su paso por la vida de esos niños tenía algún sentido superior a nosotros mismos!
—¿En serio tuvo el valor de decirte eso?
—¡Como si tal cosa! ¡Sin ningún remordimiento, sin culpa, sin la menor contrición! ¡Se sentía..., no sé, superior! ¡Un completo demente, paranoico, loco, como quieras llamarle! Yo le miraba alucinado, consternado ante aquella impasibilidad. Entonces le dije que en la cárcel recibiría numerosas caricias de los demás presos, y que no serían niños como aquellos a los que había destrozado, sino hombres hechos y derechos. ¿Te cuento lo que me contestó? —No esperó a que Patro hablara—. ¡Me dijo que un día saldría libre y yo ya no estaría allí para detenerle!
—¿Te desafió?
—Más que sus palabras, lo que me asustó, lo que me sacó de quicio, fue su expresión. Jamás olvidaré sus ojos, el tono frío de su voz, la forma en que lo dijo, la amenaza que para tantos niños del futuro escondía esa especie de promesa. Cariño, entonces yo...
—¿Qué hiciste? —Patro se asustó al verle tan consternado.
—Era policía, un buen policía, siempre del lado de la ley...
—¡Lo sé, lo sé! ¿Qué pasó?
Miquel la miró fijamente.
—Saqué mi pistola, se la puse en la frente, rocé el gatillo con mi dedo...
—Dios..., Miquel...
—Ni pestañeó. Siguió desafiándome con los ojos, la serenidad de su porte, esa especie de estatus que le daba la sotana... Supongo que sabía que no apretaría ese gatillo.