El accidente de Lauren Marsh

Guillem Morales

Fragmento

1. El accidente

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El accidente

La gente suele correr para huir de un peligro. Lauren, en cambio, corría para caer en uno.

Como cada lunes, se había levantado de madrugada, cuando aún era de noche. Después de ingerir una manzana y beber un vaso de agua, había hecho sus estiramientos de diez minutos en el suelo del salón. Los lunes siempre estaban destinados a la primera de sus tres rutinas semanales, que incluía un trote suave durante un kilómetro y el resto de la actividad a intensidades variables.

Equipada con ropa deportiva y el monitor de ritmo cardíaco para controlar el nivel aeróbico, Lauren terminó de calzarse las zapatillas y ajustó sus auriculares. Como cada mañana de los días alternos que dedicaba al ejercicio, a las cinco y media estaba lista para iniciar su recorrido por la zona residencial donde vivía.

Lauren había empezado a correr hacía cuatro años.

Se levantaba temprano, antes del alba, cuando la ciudad todavía soñaba, y se transformaba en una criatura nocturna y sigilosa que transitaba por la oscuridad mientras las ventanas de los edificios comenzaban a iluminarse. Siempre era la primera en pisar las solitarias calles. Ella estrenaba el nuevo día antes que cualquiera, con la sensación de ir siempre un paso por delante de todo el mundo, de estar ya en movimiento mientras los demás todavía dormían, de jugar con ventaja y anticiparse a los acontecimientos.

Cuando Lauren corría, sentía que perseguía sus ideales, sus ambiciones, sus sueños... Y nada podía detenerla. Ni el cansancio, ni un dolor de cabeza, ni una menstruación dolorosa o un poco de fiebre. No importaba que hiciera demasiado frío o lloviera. Daba igual que se hubiera acostado tarde la noche anterior o tuviera una reunión a primera hora, durante cuatro años nada había impedido a Lauren correr sus tres rutinas semanales.

Nada.

Ni siquiera lo que había sucedido aquella maldita noche de hacía un año, cuando la esperanza se desvaneció de su mundo y la realidad se convirtió en un infierno. Aquella noche, su corazón roto y su mente ofuscada tampoco lograron detenerla. Lauren se calzó las zapatillas y, como cada mañana, salió a correr. Corrió desencajada. Corrió llorando. Y eso la salvó de la locura.

Día tras día, semana tras semana, siguió corriendo. Pero ya no era lo mismo, porque esos momentos preciosos de soledad en el alba se habían convertido en una incomodidad permanente. Ahora el ruido de sus zapatillas resonando sobre el pavimento parecía ir detrás de sus pasos, y su propia sombra proyectada en el suelo parecía amenazar con alcanzarla. Lauren había pasado de perseguir a ser perseguida, a ser asediada por algo que no conseguía dejar atrás. Por eso Lauren ahora corría por inercia, porque aunque quisiera ya no podía dejar de correr. Atrapada en su obsesiva rutina, tenía que seguir siempre en movimiento porque le aterraba detenerse.

Y así, condenada a correr sin interrupciones por las calles desiertas de la zona residencial, Lauren abandonó el trote suave después de diez minutos y, pasando a la intensidad variable como cada mañana, aceleró.

Pero esa mañana no era como tantas otras. Porque esa mañana, en un tenebroso rincón de la zona residencial, se habían reunido las circunstancias perversas que conjuran un accidente. Y ese accidente tenía como víctima a Lauren Marsh.

El inminente siniestro tendría lugar en una de las calles más desérticas de la zona, que había sufrido hacía pocos meses la invasión de un aparatoso proyecto de obra. Una mejora de las fosas sépticas que pertenecían a uno de los edificios. Bajo la experta supervisión de la empresa Urbanis, el asfalto había sido levantado y se habían practicado nuevas excavaciones. Durante el día, la calle era una ruidosa zona en obras. Pero por la noche estaba tan pobremente iluminada que las siluetas de las enormes excavadoras, los cargadores frontales y las topadoras sobresalían de entre los escombros como titanes derrotados.

Y allí, donde la luz de las farolas apenas llegaba, en las tinieblas, se encontraba una vieja fosa inservible que había sido reutilizada temporalmente para material de desecho. En su interior se acumulaban trozos de cemento resquebrajado, bloques escarpados, cristales rotos y todo tipo de piezas descartadas. No era un pozo. Era una monstruosa boca abierta en el suelo con voraces y afilados dientes, esperando tragarse a su víctima cuando esta cayera en ella. Y, como toda amenaza que espera inmóvil y escondida a su presa, en el sitio aguardaba un silencio tenso y angustioso.

Sobre ese silencio empezó a oírse el eco de las pisadas de Lauren, resonando por la calle mientras sus pies golpeaban el pavimento una y otra vez, aproximándose a su macabro destino, cada vez más cerca del siniestro.

Sin embargo, justo al doblar la esquina, Lauren se paró de repente. Era la primera vez que se detenía durante su entrenamiento. Había sentido una punzada de dolor en la pierna. Sin dejar de jadear, se agachó y se examinó el tobillo. Le dolía. Lo movió lentamente, para asegurarse de que no se lo había torcido o que ninguno de sus tendones había sido lastimado. Solo había sido un mal gesto.

Se levantó de nuevo y fue entonces cuando observó la calle en construcción delante de ella. Por alguna razón, le pareció que estaba más oscura de lo habitual. Tan oscura que algunas partes del camino formado por las barreras de protección para los peatones ni siquiera podían verse. Durante un momento sopló un viento funesto que pareció susurrarle palabras en el oído como si tratara de advertirle. Lauren se miró el tobillo de nuevo y pensó en volver a casa. Pero desde donde se encontraba podía ver, más allá de la oscuridad, el otro lado de la calle. Y allí, esperándola, había luz.

Desechando todos sus temores, Lauren reanudó la marcha a la velocidad que su tobillo le permitió. Mientras corría por el camino destinado a los peatones y se sumergía en unas tinieblas temporales, pareció que toda la calle aguantara la respiración. Hasta que, de repente, el suelo desapareció bajo sus pies y cayó dentro de la fosa, donde le esperaba una munición de bloques cortantes.

Cuando Lauren soltó un grito agónico de dolor, la calle pareció respirar de nuevo.

2. Rutinas olvidadas

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Rutinas olvidadas

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