Pantano de sangre (Inspector Pendergast 10)

Lincoln Child
Douglas Preston

Fragmento

Índice

Índice

Pantano de sangre

Hace doce años

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

En la actualidad

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Capítulo 80

Epílogo

Nota de los autores

Notas

Biografía

Créditos

Para Jaime Levine

Hace doce años
Capítulo 1

1

Musalangu, Zambia

El sol del crepúsculo, de un amarillo ardiente, abrasaba como un incendio forestal la sabana africana, en el sofocante atardecer que caía sobre el campamento. Las colinas, en el curso superior del río Makwele, se erguían al este como dientes verdes y gastados, recortándose en el cielo.

Un círculo de polvorientas tiendas de lona rodeaba una explanada de tierra batida, a la que daban sombra viejos árboles msasa cuyas ramas se extendían como parasoles esmeralda sobre el campamento de safari. La columna de humo de una hoguera atravesaba sinuosamente el follaje, llevando consigo un tentador aroma a fuego de madera de mopane y de kudú a la brasa.

A la sombra del árbol central, dos personas —un hombre y una mujer—, sentados frente a frente a una mesa, en sillas de acampada, bebían bourbon con hielo. Llevaban pantalones largos (unos chinos sucios de polvo) y manga larga, para protegerse de las moscas tse-tse que aparecían por las tardes. Rondaban la treintena. Él, alto y delgado, llamaba la atención por una palidez imperturbable y casi gélida, inmune al calor. Esa frialdad no se extendía a su interlocutora, que se abanicaba lánguidamente con una gran hoja de banano, haciendo ondular la frondosa y cobriza cabellera que se había recogido con un nudo flojo con la ayuda de una cuerda. El murmullo sordo de la conversación, salpicada de alguna que otra risa femenina, apenas se distinguía de los ruidos de la sabana africana; el reclamo de los cercopitecos verdes, los chillidos de los francolines y el parloteo de las amarantas del Senegal se mezclaban con el ruido de cacharros de la tienda cocina. Como rumor de fondo de la charla vespertina se oía el rugido lejano de un león, emboscado en la sabana.

Las dos personas sentadas eran Aloysius X. L. Pendergast y Helen, su mujer, con quien llevaba dos años casado. Estaban a punto de acabar un safari por la zona de caza controlada de Musalangu, donde habían cazado antílopes jeroglíficos y cefalofos siguiendo un programa de reducción de manadas gestionado por el gobierno de Zambia.

—¿Un poco más de cóctel? —preguntó Pendergast a su mujer, levantando la jarra.

—¿Otro? —contestó ella, y se rió—. Aloysius, no estarás planeando asaltar mi virtud, ¿verdad?

—Ni se me había ocurrido. Tenía la esperanza de que pasáramos la velada analizando el concepto de imperativo categórico en Kant.

—¡Vaya por Dios! Tal como me advirtió mi madre. Te casas con un hombre porque es buen tirador y acabas descubriendo que tiene un cerebro de ocelote.

Pendergast se rió entre dientes, bebió un sorbo y miró la copa.

—La menta africana resulta un poco agresiva para el paladar.

—¡Pobre Aloysius! Echas de menos tus julepes... Pero si aceptas el trabajo que te ha ofrecido Mike Decker en el FBI podrás beber julepes día y noche.

Tras tomar otro sorbo pensativamente, Pendergast miró a su esposa. Era incre

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