El puño de Dios

Frederick Forsyth

Fragmento

1

Aquella fría y lluviosa tarde del 22 de marzo de 1990, el hombre al que le quedaban diez minutos de vida estaba riendo.

La causa de su hilaridad era una anécdota que acababa de contarle su ayudante personal, Monique Jaminé, quien iba al volante del coche en que le conducía a casa desde la oficina.

La anécdota se refería a una colega de ambos que trabajaba en las oficinas de la Space Research Corporation, en la rue de Stalle, una mujer considerada como una verdadera vampiresa, una devoradora de hombres que había resultado ser lesbiana. El engaño estimulaba el sentido del humor escatológico del hombre.

La pareja había salido de las oficinas en el barrio residencial de Bruselas a las siete menos diez, con Monique al volante del Renault 21 familiar. Unos meses antes había vendido el Volkswagen de su jefe, porque este era un conductor tan pésimo que ella temía que acabara matándose.

El trayecto desde la oficina al piso, en el bloque central del complejo de tres edificios Cheridreu, frente a la rue François Folie, era solo de diez minutos, pero a medio camino hicieron un alto en una panadería. Entraron juntos y él compró una hogaza de su pain de campagne favorito. El viento estaba cargado de lluvia y ambos agacharon la cabeza, sin reparar en el coche que les seguía.

Semejante actitud no era extraña en absoluto, pues ninguno de los dos estaba adiestrado en el oficio. El coche, sin ninguna marca distintiva y a bordo del cual iban dos hombres de mejillas oscuras, llevaba semanas siguiendo al científico, sin perderle nunca, sin acercarse jamás, tan solo observando. Y él no se había dado cuenta. Otros lo habían visto, pero él no.

Salió de la tienda, situada delante del cementerio, echó la hogaza al asiento trasero y subió al coche para completar el trayecto hasta su casa. A las siete y diez Monique detuvo el vehículo delante del edificio, cuyas puertas de vidrio estaban separadas quince metros de la acera. Ella se ofreció a acompañar al científico hasta su apartamento, pero él rechazó el ofrecimiento. Monique sabía que esperaba a su amiga Helene y no quería que las dos se conocieran. Esa era una de las vanidades del científico que su personal femenino, que le idolatraba, le consentía: Helene no era más que una buena amiga que le hacía compañía mientras él estaba en Bruselas y su esposa en Canadá.

Bajó del coche, el cuello de su guerrera alzado como siempre, y se echó al hombro la gran bolsa de lona negra que casi nunca abandonaba. Pesaba más de quince kilos y contenía una masa de papeles: documentos científicos, proyectos, cálculos y datos. El científico desconfiaba de las cajas fuertes y creía, ilógicamente, que todos los detalles de sus últimos proyectos estaban más seguros si los llevaba colgando del hombro.

Monique vio a su jefe por última vez de pie ante las puertas de vidrio, con la bolsa sobre un hombro y la hogaza de pan bajo el otro brazo, rebuscando las llaves. Vio cómo cruzaba las puertas y la lámina de vidrio cerrarse automáticamente tras él. Entonces Monique se alejó en el coche.

El científico vivía en el sexto piso del bloque de ocho plantas. Los dos ascensores estaban en la pared del fondo, rodeados por las escaleras con una puerta contra incendios en cada rellano. Subió al ascensor y bajó en el sexto piso. Las tenues luces a nivel del suelo del corredor se encendieron automáticamente en cuanto salió del camarín. Todavía haciendo tintinear las llaves, con el cuerpo algo ladeado a causa de la pesada bolsa y sujetando la hogaza, giró a la izquierda dos veces, avanzó por la moqueta de color bermejo oscuro e intentó introducir la llave en la cerradura de su puerta.

El asesino lo esperaba al otro lado del ascensor que sobresalía en el vestíbulo débilmente iluminado. Rodeó sigilosamente el hueco del ascensor empuñando su Beretta automática de 7.65 mm con silenciador, que llevaba envuelta en una bolsa de plástico para evitar que los cartuchos despedidos cayeran sobre la moqueta.

Cinco disparos, efectuados desde menos de un metro de distancia, todos ellos en la nuca y el cuello, fueron más que suficiente. El hombre alto y fornido cayó hacia delante, dio contra su puerta y resbaló hasta la moqueta. El pistolero no se molestó en examinarle; no era necesario. Era algo que había hecho antes, practicando con prisioneros, y sabía que su trabajo estaba concluido. Bajó rápidamente los seis tramos de escaleras, salió por la parte trasera del edificio, cruzó los jardines cuajados de árboles y llegó al coche que le aguardaba. Al cabo de una hora se hallaba en la embajada de su país, y al día siguiente habría abandonado Bélgica.

Helene llegó cinco minutos después. Al principio creyó que su amante había sufrido un ataque cardíaco. Presa del pánico, entró en el piso para llamar una ambulancia. Luego recordó que el médico personal de su amigo vivía en el mismo bloque y le llamó también. La ambulancia llegó primero.

Uno de los sanitarios intentó mover el pesado cuerpo, que aún estaba de bruces. El hombre retiró la mano empapada de sangre. Al cabo de unos minutos, él y el médico certificaron que la víctima estaba muerta. Solo había otro inquilino en los cuatro pisos de la planta, y asomó la cabeza por la puerta. Era una anciana que había estado escuchando un concierto de música clásica y no había oído nada detrás de su maciza puerta de madera. El Cheridreu era de esa clase de edificios muy discretos.

El hombre tendido en el suelo era el doctor Gerald Vincent Bull, un genio caprichoso, diseñador de armas para el mundo y, últimamente, armero del presidente de Irak, Saddam Hussein.

En los días posteriores al asesinato del doctor Gerry Bull empezaron a suceder ciertas cosas extrañas en toda Europa.

En Bruselas, el servicio de contraespionaje belga admitió que durante algunos meses el científico había sido seguido casi a diario por una serie de coches sin identificación en los que viajaban dos hombres atezados, de mejillas oscuras y que parecían del oriente mediterráneo.

El 11 de abril, los funcionarios de las aduanas británicas capturaron en los muelles de Middlesborough ocho secciones de enormes tuberías de acero bellamente forjado y laminado, susceptibles de ser ensambladas mediante gigantescas pestañas en cada extremo, y perforadas para su fijación con potentes tornillos y tuercas. Los exultantes funcionarios anunciaron que aquellos tubos no estaban destinados a una planta petroquímica, como especificaban los conocimientos de embarque y los certificados de exportación, sino que eran piezas de un gran cañón diseñado por Gerry Bull y que su destino era Irak. Así nació la farsa del Supercañón, que se iría extendiendo y revelaría juegos dobles, las zarpas furtivas de varios servicios de Inteligencia, mucha ineptitud burocrática y cierta trapacería política.

Al cabo de unas semanas empezaron a aparecer, inesperadamente, fragmentos del Supercañón en toda Europa. El 23 de abril, Turquía anunció que había detenido un camión húngaro que transportaba un tubo de acero de diez metros de largo con destino a Irak, y se creía que era una parte integrante del arma. El mismo día, unos funcionarios griegos confiscaron otro camión con piezas de acero y retuvieron al desventurado conductor británico durante varias semanas, acusándole de complicidad.

En mayo los italianos interceptaron 75 toneladas de piezas, fabricadas por la Società della Fucine, en tanto que otras quince toneladas fueron confiscadas en los talleres que la Fucine poseía cerca de Roma. Estas últimas piezas eran de una aleación de acero y titanio y estaban destinadas a formar parte de la recámara del cañón, al igual que otros fragmentos y piezas enc

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