La jurado 272

Graham Moore

Fragmento

cap-1

1

Diez años en Los Ángeles

Presente

Maya Seale extrajo dos fotografías del maletín. Las puso boca abajo, pegadas a la falda, y las mantuvo ahí. Al final, todo se reduciría a saber elegir el momento oportuno.

—¿Señora Seale? Estamos esperando —la apremió el juez.

Belén Vásquez, la clienta de Maya, sufría malos tratos por parte de su marido, Elián. Existían cuantiosos informes de urgencias que lo corroboraban. Una mañana, unos meses antes, Belén no pudo más. Apuñaló a su marido mientras este dormía; luego lo decapitó con unas tijeras de podar y pasó el resto del día conduciendo su Hyundai Elantra verde con la cabeza cercenada en el salpicadero. O nadie se percató, o nadie quiso inmiscuirse. Finalmente, un policía la paró por saltarse un semáforo, y Belén se las arregló para embutir la cabeza en la guantera.

Lo bueno, desde el punto de vista de Maya, era que la acusación solo contaba con una prueba física sólida contra Belén. Lo malo, que la prueba era la cabeza.

—Estoy lista, Señoría.

Maya posó una mano sobre el hombro de su clienta con ánimo tranquilizador y luego se acercó sin prisa al banco de los testigos, donde el agente Jason Shaw esperaba sentado con su ostentosa medalla al servicio distinguido prendida en la solapa del uniforme azul del Departamento de Policía de Los Ángeles, y a la vista de todos.

—Agente Shaw, ¿qué ocurrió cuando hizo parar a la señora Vásquez? —preguntó.

—Bueno, señora, como decía, mi compañero se quedó detrás del vehículo de la señora Vásquez mientras yo me acercaba a la ventanilla.

Estaba visto que iba a ser uno de esos polis que empleaban lo del «señora» con ella, un latiguillo que Maya odiaba. Y no porque tuviera treinta y seis años —lo cual, debía admitir, justificaba el calificativo de «señora»—, sino porque se trataba de un intento flagrante de hacer que pareciera una estirada.

Se retiró el pelo, corto y oscuro, detrás de la oreja.

—Y cuando se acercó a la ventanilla, ¿vio a la señora Vásquez sentada en el asiento del conductor?

—Sí, señora.

—¿Le solicitó el carnet de conducir y la documentación del vehículo?

—Sí, señora.

—¿Ella se los entregó?

—Sí, señora.

—¿Le solicitó algo más?

—Le pregunté por qué tenía sangre en las manos. —El agente Shaw guardó silencio un instante—. Señora.

—¿Y qué le contestó la señora Vásquez?

—Dijo que se había cortado en la cocina.

—¿Y le mostró alguna prueba que respaldara tal afirmación?

—Sí, señora. Me enseñó la venda que llevaba en la mano derecha.

—¿Le preguntó algo más?

—Le pedí que saliera del vehículo.

—¿Por qué?

—Porque tenía sangre en las manos.

—Pero ¿no le había ofrecido una explicación perfectamente razonable acerca de la sangre?

—Quise investigar un poco más.

—¿Por qué quiso seguir investigando si la señora Vásquez le había ofrecido una explicación razonable? —insistió Maya.

Shaw la miró como si se tratara de una vigilante de pasillo que lo estuviera enviando al despacho del director por una infracción leve.

—Tuve una intuición —contestó.

En ese momento, Maya sintió lástima por el pobre hombre. El fiscal no lo había preparado bien.

—Discúlpeme, agente, ¿podría detallarnos un poco más esa «intuición»?

—Puede que viera parte de la cabeza.

El pobre diablo no hacía más que seguir cavando su propia tumba.

—¿Puede que viera parte de la cabeza? —repitió Maya, despacio.

—Estaba oscuro —reconoció Shaw—, pero a lo mejor, de manera inconsciente, vi parte del pelo, o sea, el pelo de la cabeza, asomando por la guantera.

Maya miró de soslayo al fiscal, que se rascaba la barba blanca en silencio mientras Shaw se cargaba el caso él solito.

Había llegado el momento de las fotografías.

Maya las sostuvo en alto, una en cada mano. Ambas imágenes mostraban, desde ángulos distintos, la cabeza de un hombre encajada en una guantera. Elián Vásquez llevaba el pelo rapado y lucía un bigote fino y descuidado, cubierto de sangre reseca. Una mancha carmesí le recorría la mejilla. Era evidente que la cabeza se había desangrado en otro lugar, tras lo cual la habían embutido en el compartimento, sobre el desgastado manual del Hyundai y la documentación del coche.

—Agente, ¿tomó usted estas fotografías la noche en cuestión?

Se las tendió.

—Así es, señora.

—¿No muestran que la cabeza estaba dentro de la guantera?

—La cabeza está en la guantera, señora.

—¿La guantera estaba cerrada cuando le pidió a la señora Vásquez que saliera del coche?

—Sí, señora.

—Entonces, ¿cómo es posible que viera la cabeza si estaba dentro de la guantera?

—No lo sé, pero, vaya, la encontramos ahí dentro cuando registramos el vehículo. No puede decirme que la cabeza no estaba ahí, porque mírela.

—Lo que le pregunto es por qué decidió registrar el coche.

—La mujer tenía sangre en las manos.

—¿No acaba de decir hace un momento que «a lo mejor» vio el pelo asomando de la guantera? Si quiere, le pido al taquígrafo que se lo lea.

—No, es decir... Estaba lo de la sangre. A lo mejor vi el pelo. No lo sé. Fue una intuición, ya se lo he dicho.

Maya se detuvo muy cerca del banco de los testigos.

—¿En qué quedamos, agente? ¿Llevó a cabo el registro del vehículo de la señora Vásquez porque atisbó una cabeza cortada, cosa que es imposible, o porque la mujer tenía sangre en las manos, circunstancia para la que existía una explicación perfectamente lícita?

Shaw se reconcomía de rabia mientras trataba de hallar una respuesta aceptable. Acababa de comprender hasta qué punto había metido la pata.

Maya miró con disimulo al fiscal, que se masajeaba las sienes como si tuviera migraña.

El fiscal efectuó un intento desesperado de que Shaw se ciñera a una de las dos historias, pero el daño ya estaba hecho. El juez estableció el lunes siguiente como fecha límite para la presentación de los escritos de ambas partes, tras lo que se pronunciaría de manera definitiva sobre la admisibilidad de la cabeza cortada.

Maya se sentó al lado de su clienta y le susurró que la vista había ido muy bien.

—Vale —musitó Belén, pero no la miró a la cara. Aún no se veía con ánimo de celebrarlo. Maya agradeció el cauto pesimismo.

El alguacil escoltó a Belén fuera de la sala, de vuelta al calabozo, y a continuación el secretario judicial anunció la siguiente vista.

El fiscal se acercó con sigilo.

—Si excluyes la cabeza, te ofrezco homicidio en segundo grado.

—Sin cabeza, te quedas sin el cuerpo de la cocina y sin las tijeras de podar del cajón —se burló Maya—. No tendrás ni una sola prueba física que relacione a mi clienta con la muerte de su marido.

—Su marido, al que mató.

—¿Has visto los informes de urgencias? ¿Las costillas rotas? ¿La mandíbula partida?

—Si quieres alegar legítima defensa, adelante. Si pretendes argumentar que su marido merecía morir, puede que convenzas a un jurado, pero ¿ocultar la cabeza? ¿En serio?

—No va a ir a la cárcel, eso es innegociable. Hoy te ofrezco imprudencia temeraria, con condena cumplida por abono de la preventiva. Si no, te queda probar suerte la semana que viene, después del fallo del juez. —Maya señaló al magistrado con la cabeza—. ¿Hacia dónde crees que tirará?

El fiscal le masculló a la corbata algo sobre que necesitaba el visto bueno de su jefe y se alejó con gesto humillado. Maya devolvió las fotografías al maletín y lo cerró con un chasquido gratificante.

El pasillo estaba abarrotado de gente. El techo abovedado devolvía el rumor de docenas de conversaciones. Los juzgados se hallaban entre los últimos lugares en los que aún coincidían todos los estratos de la sociedad: ricos, pobres, viejos, jóvenes; ciudadanos de Los Ángeles de todas las razas y etnias recorrían aquellos suelos de mármol. Maya disfrutó sintiéndose momentáneamente envuelta por aquella democrática muchedumbre mientras apretaba el paso para regresar a su despacho.

—Maya...

La voz procedía de su espalda. La reconoció al instante. Pero no podía tratarse de él..., ¿no?

Se obligó a respirar y se volvió. Por primera vez en diez años se encontró cara a cara con Rick Leonard.

Estaba igual de delgado. Y seguía siendo alto. Aún llevaba gafas, pero la montura plateada de cuando era estudiante de posgrado había sido reemplazada por otra de pasta, de color negro, más propia de un profesional sofisticado. Conservaba el gusto clásico para la ropa; ese día se había decidido por un traje gris claro. Debía de rozar los cuarenta, apenas unos años más que ella, pero el paso del tiempo había contribuido, con toda su crueldad, a aumentar su atractivo.

—Perdona, no pretendía abordarte así, por sorpresa —se disculpó Rick. Parecía tranquilo. Seguro.

Maya recordó su antigua torpeza e indecisión; sin embargo, en esos momentos se comportaba como un hombre que por fin se encontraba a gusto consigo mismo.

Ella, en cambio, se ruborizó por efecto de la ansiedad.

—¿Qué haces aquí?

—¿Podemos hablar?

En el transcurso de la última década había perdido la cuenta de las ocasiones en que creía haberlo visto: en supermercados, en restaurantes; una vez, incluso en un vuelo a Seattle, cosa aún más improbable. Siempre la asaltaba un sudor frío antes de que consiguiera tranquilizarse diciéndose que eran imaginaciones suyas. ¿Qué posibilidad había de que se hubiera topado con él en un establecimiento de la cadena Walgreens? Pero ahora estaba allí de verdad. En el juzgado. Era real.

—¿Qué haces aquí? —repitió Maya casi sin voz.

—Lo he intentado por correo electrónico, por teléfono... Incluso he ido a tu despacho. Pero nunca me has devuelto los mensajes. He venido a hablar contigo.

Maya no tenía constancia de esos intentos; aunque era lógico, por otra parte. Su ayudante seguía instrucciones estrictas de colgar a cualquiera que llamara preguntando por el caso. Maya había instalado un filtro de correo no deseado que redirigía los mensajes entrantes que contuvieran los nombres de las figuras clave del caso. Su dirección no aparecía en la guía. Había comprado la casa a través de una sociedad limitada para que su nombre no figurara en los registros de la propiedad.

Maya había alcanzado ese nivel específico de infamia en que completos desconocidos sabían una sola cosa sobre ella. A veces trataba de ponerse en la piel de una actriz implicada en un escándalo, o en la de un político caído en desgracia. Los delitos que hubieran cometido estaban catalogados, eran de dominio público, podían buscarse en internet utilizando palabras clave. Eran libros abiertos de ignominia. Sin embargo, los pecados de Maya, por fortuna, continuaban perteneciéndole únicamente a ella, con una sola excepción.

Cuando alguien la reconocía, ya no había otro tema de conversación. Asistentes jurídicos potenciales lo habían insinuado durante sus entrevistas de trabajo. Novios potenciales lo habían dejado caer en la primera cita. En las cenas de cumpleaños, Maya evitaba sentarse en una esquina para no volver a quedar atrapada en un extremo riéndole las gracias al amigo de un amigo que había bromeado sobre el asunto. Había hecho cuanto había podido para dejarlo atrás, y no había sido suficiente.

Las vistas probatorias eran públicas. Su nombre figuraba en los escritos procesales de Belén Vásquez. Presentarse en el juzgado era la única posibilidad que Rick tenía de encontrarla.

—¿De qué quieres hablar? —preguntó Maya, fingiendo ignorar la respuesta.

—Se acerca el aniversario —contestó Rick.

—Ni me acordaba —mintió.

—El 19 de octubre habrán pasado exactamente diez años desde que Bobby Nock fue declarado inocente del asesinato de Jessica Silver.

Maya se percató del uso intencionado de la voz pasiva. Sabía muy bien que alguien había declarado a Bobby Nock inocente del asesinato de Jessica Silver. En realidad, lo habían hecho doce personas.

Maya y Rick fueron dos de ellas.

Hacía diez años —antes de ser abogada y de entrar en una sala de vistas por primera vez—, Maya había respondido a una citación para formar parte de un jurado. Había marcado una casilla y había echado al correo el sobre con franqueo pagado. Y luego había pasado cinco meses de juicio y deliberaciones con Rick y los demás, aislados del mundo exterior.

Ninguno estaba preparado para la controversia que suscitó el veredicto. Hasta que salieron de su cautiverio, Maya no supo que el ochenta y cuatro por ciento de los estadounidenses estaban convencidos de que Bobby Nock había asesinado a Jessica Silver. Lo que significaba que ese mismo porcentaje de ciudadanos creía que Maya y Rick habían dejado libre a un infanticida.

Maya había estado indagando si existía alguna otra cuestión en la que conviniera el ochenta y cuatro por ciento de la población. Averiguó que solo el setenta y nueve por ciento de los estadounidenses creían en Dios. Se sintió aliviada al descubrir que al menos el noventa y cuatro por ciento creían que el aterrizaje en la luna había sido real.

Bajo la mirada airada y encendida de la condena pública, Rick fue el primer miembro del jurado en retractarse. Apareció en todos los informativos para disculparse. Suplicó el perdón de la familia de Jessica Silver. Publicó un libro sobre su experiencia en el jurado, en el que aseguraba que Maya era la única culpable de aquel infame veredicto. La acusaba de haberlo intimidado hasta conseguir que absolviera a un hombre al que él siempre había considerado, en lo más hondo de su ser, un asesino.

Unos cuantos miembros del jurado se habían sumado al rechazo de su decisión. La mayoría, como Maya, habían permanecido callados con la esperanza de que la tormenta amainara.

Aún había momentos en que se arrepentía de no haber tirado aquella citación a la papelera, como una persona normal.

—Todas las cadenas de noticias están preparando retrospectivas —prosiguió Rick—. La CNN, la Fox, el MSNBC... Además de 60 Minutes y otros programas de entrevistas. Como para desaprovechar la ocasión, después de la atención que recibió el juicio en su momento. Y lo que ocurrió después.

A lo largo de esos años, Maya había hablado del caso con sus padres. Lo había debatido con sus amigos, cuyo número menguó tras la mala fama que adquirió después del proceso. Lo había tratado con un desfile de psicólogos. Había apuntado alguna pincelada a los socios principales de su bufete y había compartido detalles anodinos con algún cliente. Pero en diez años no había comentado el caso en público ni una sola vez.

—No voy a hablar de lo que ocurrió —le advirtió Maya—. Ni con la CNN, ni con 60 Minutes ni siquiera contigo. No quiero saber nada.

—¿Has oído hablar de Murder Town? —preguntó Rick.

—No.

—Es un podcast. Lo escucha mucha gente.

—Pues muy bien.

—Están haciendo una docuserie para Netflix. Ocho horas. Basada en el podcast.

Maya pensó en todas las horas de su vida que había consumido el caso de Jessica Silver. Cuatro meses de juicio, a los que siguieron tres semanas de deliberaciones acaloradas. Durante el aislamiento, podría decirse que Maya le había dedicado todo el tiempo que había pasado despierta. Cuando pensaba en la habitación del hotel Omni en la que había dormido todas aquellas noches —con qué nitidez recordaba hasta la última tira de papel pintado adornado con flores de lis de esa habitación, hasta el último centímetro de moqueta beis—, tenía la impresión de que el caso también había consumido sus horas de sueño. Por entonces, de vez en cuando hacía cálculos mentales para pasar el rato. Veinte semanas, por siete días a la semana, por veinticuatro horas al día hacían un total de... Aún se sabía el resultado de memoria.

—¿Quién quiere pasarse otras ocho horas rememorando lo que le ocurrió a Jessica Silver? —preguntó.

—Mucha gente. Yo entre ellos.

—¿Tienes algo que ver con el podcast?

—Es una docuserie. Estoy echando una mano a los productores, contactando con todos. Todos. Me refiero a los miembros del jurado.

A Maya se le revolvió el estómago.

—Después del tiempo que ha pasado, podríamos compartir lo que opinamos sobre lo que sucedió —insistió Rick—. Y sabiendo lo que sabemos ahora... —hizo una pausa, como si ya estuvieran en un plató de televisión—, ¿seguirías votando «no culpable»?

Maya fue repentinamente consciente del torrente de personas que inundaban el pasillo abriéndose paso a su alrededor. Extraños que habían acudido al juzgado en busca de justicia, absolución o venganza.

—No, gracias —se reafirmó.

—He hablado con los demás —apuntó Rick—. Irán.

—¿Todos?

—Carolina murió. No sé si lo sabías.

No, no lo sabía. Carolina Cancio superaba los ochenta años cuando se celebró el juicio. Aun así, Maya se sintió ligeramente avergonzada por haberse distanciado tanto de los demás después de haber pasado juntos por tanto... Veinte semanas, por siete días a la semana, por veinticuatro horas...

Hacía años que no hablaba ni con Carolina ni con ningún otro.

—¿Cómo? —preguntó—. ¿Cuándo?

—De cáncer. Hace cuatro años, según la familia. —Rick se encogió de hombros—. Y Wayne le ha dicho que no a los productores. En realidad, les ha dicho que «ni de coña».

Wayne Russel. Maya se preguntó si habría conseguido poner un poco de orden en su vida. Ojalá fuera así. Si continuaba siendo el mismo hombre que había visto al final de las deliberaciones, más valía que se mantuviera alejado de todo el jaleo.

—Pero los demás, los ocho restantes... —prosiguió Rick—, irán.

—Espero que os lo paséis bien.

—He venido a pedirte que nos acompañes.

—No.

—Nos equivocamos —insistió Rick.

Maya no consiguió reprimir la rabia repentina que se apoderó de ella.

—Leí tu libro. Tienes derecho a atormentarte con todos los remordimientos que quieras, pero a mí no me metas en esto.

Algunas miradas se volvieron hacia ellos con curiosidad y regresaron al instante a sus asuntos.

—Murió una chica, y su asesino quedó libre porque nos equivocamos. —Rick volvía a la carga con un fervor que Maya conocía muy bien—. ¿De verdad te da igual? ¿No quieres hacer algo, lo que sea, para reparar el error?

—Aunque creyese que Bobby es culpable, y no es el caso, no podemos hacer nada. Hay que seguir adelante.

—Eres abogada penalista —repuso Rick, mirando a su alrededor—. Trabajas en el mismo edificio en el que juzgaron a Bobby. Tu «seguir adelante» se ha limitado a cambiar de planta.

—Adiós —atajó Maya.

—He descubierto algo.

—¿Qué?

—He estado investigando.

No le sorprendía. Sabía muy bien hasta dónde podía llevarlo su carácter obsesivo. En cuanto se obcecaba en algo, sobre todo si estaba relacionado con una injusticia, era incapaz de pensar en nada más. Aunque en lo tocante al caso de Jessica Silver no era el único. Los padres de la chica, Lou y Elaine, poseían una fortuna de tres mil millones de dólares. Madre mía, en la actualidad la cifra debía de haberse duplicado, se dijo Maya. Lou Silver era el dueño de un considerable porcentaje de los bienes inmuebles del condado de Los Ángeles. La investigación de la desaparición de su hija la habían llevado a cabo los mejores profesionales del momento.

—En el caso trabajaron decenas de detectives del Departamento de Policía de Los Ángeles —apuntó Maya—. El FBI. Periodistas de todo el mundo se abalanzaron sobre la ciudad, detectives privados trabajaron noches y fines de semana para la familia, equipos de abogados tanto dentro como fuera del juicio, ejércitos de blogueros aficionados, conspiranoicos con canales en YouTube y... —Maya se interrumpió. No podía permitirse dejarse arrastrar de nuevo a todo aquello—. No quedan pruebas que encontrar.

—Pues yo he encontrado algo.

—¿Qué?

—Ven a la grabación.

—¿Qué has encontrado?

Rick se acercó. Maya sintió su aliento cálido en la mejilla.

—No puedo decírtelo.

—Y una mierda.

—Es complicado. Es algo... delicado. Mira, ven a la grabación y os mostraré a todos pruebas irrefutables de que Bobby Nock asesinó a Jessica Silver.

Maya le sostuvo la mirada suplicante, en la que vio claramente lo mucho que Rick necesitaba aquello. Él creía, de corazón, que habían cometido un error imperdonable.

Maya no sabía si Bobby Nock había asesinado a Jessica Silver. Esa era la cuestión: nunca estuvo segura, por eso lo absolvió. No porque fuera inocente, sino porque no existían pruebas suficientes que despejaran toda duda. Como había defendido en su momento, prefería que diez culpables quedaran libres a que un inocente recibiera un castigo injusto.

No discutía que Rick creyera sinceramente haber encontrado una prueba definitiva, y esquiva hasta ese momento, pero hacía mucho tiempo que Maya había perdido la esperanza de que esa prueba existiera. Había pasado diez años aprendiendo a vivir con sus dudas. Y si Rick quería dar carpetazo al asunto, tendría que hacer otro tanto.

Rick Leonard había significado mucho para ella. Su rostro no debería provocarle el nudo en el estómago que la angustiaba en esos momentos. Era buena persona. Merecía una felicidad que nunca hallaría en mitad de los detritus de la muerte de Jessica Silver.

—Buena suerte —dijo Maya en voz baja—. Espero que encuentres lo que buscas. Pero yo no quiero tener nada que ver con esto.

Le dio la espalda y echó a andar.

No miró atrás.

Maya tenía el despacho en la planta cuarenta y tres del rascacielos que la firma Cantwell & Myers poseía en el centro de la ciudad. Se sentó a su mesa, un escritorio moderno de mediados de siglo que su ayudante había escogido en un catálogo de muebles de oficina. Le costaba concentrarse.

Se volvió hacia las ventanas y contempló la silueta del flamante centro de la ciudad, un ejército de edificios refulgentes que se alzaban hacia el cielo. La mitad ni siquiera existían diez años antes. ¿Cuántos pertenecerían a Lou Silver?

Los cielos azules de Los Ángeles parecían eternos, incluso primigenios: lucían la misma tonalidad ese día que el siguiente, o que la tarde de hacía diez años en la que una adolescente desapareció. Había ocurrido a menos de dos kilómetros de allí. Siempre se decía que Los Ángeles no se veía afectada por los vaivenes de la historia, pero Maya había descubierto que ocurría justo lo contrario: Los Ángeles era una cápsula del tiempo en sí misma, envuelta y conservada para siempre en un caparazón de color azul cielo inmutable.

—¿Tienes un momento?

Craig Rogers le hablaba desde el umbral de la puerta. Lucía un traje oscuro impecable, hecho a medida, y el pelo muy corto, con las sienes salpicadas de canas. Cuando Maya empezó a trabajar para él, tuvo que consultar su currículum para averiguar su edad, ya que era incapaz de determinar si se acercaba más a los treinta o a los cincuenta. Finalmente encontró el año de su licenciatura y calculó: tenía cincuenta y seis años.

De joven se había dedicado a la defensa de los derechos civiles; fue uno de los combativos abogados de raza negra que en los años ochenta entabló demandas civiles contra los agentes corruptos de la división Rampart del Departamento de Policía de Los Ángeles. En los noventa trabajó con el Fondo de Defensa Legal de la NAACP en el caso «Thomas contra el condado de Los Ángeles», y en esos momentos era uno de los socios principales de Cantwell & Myers.

¿Se había vendido? Quizá, pero a qué precio. En Cantwell & Myers disponía de recursos ingentes que podía dedicar a los casos que considerara importantes.

—Por supuesto —contestó Maya.

Craig cerró la puerta y tomó asiento. Si el fiscal del caso de Belén Vásquez se la había saltado para alcanzar un acuerdo de reducción de pena con Craig, enterraría a ese cabrón.

—Los productores de algo llamado Murder Town se han puesto en contacto con nuestro Departamento de Relaciones Públicas —la informó Craig.

Maya tendría que haber sabido que Rick Leonard no iba a tirar la toalla tan fácilmente. Qué ingenuidad pensar que no iba a acudir a su jefe.

—Van a hacer una docuserie de ocho horas sobre el caso de Jessica Silver y quieren que participen los miembros del jurado, yo incluida —le explicó Maya.

—Entonces, ¿también han hablado contigo?

Maya le resumió el encontronazo con Rick de esa mañana.

—Magnífico —comentó Craig, que parecía complacido—. ¿Participarás en el programa?

—Le he dicho que no.

Craig frunció el ceño.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Dudo de que queden «pruebas nuevas» por encontrar que tengan la menor trascendencia, ni aunque Rick se haya convertido en una especie de sabueso aficionado. Los hechos ya se establecieron en su momento: sangre, ADN, cámaras de seguridad, registros recogidos por las antenas de telefonía móvil, los mensajes de texto ambiguos... —Aún lo recordaba todo—. Dejaron los huesos bien limpios.

—Tenía entendido que el cuerpo nunca apareció.

—Era una metáfora.

Craig se arrellanó en el asiento como dando a entender que esos «huesos» podrían ser algo más que una figura retórica.

—Es imposible que Rick Leonard haya encontrado el cuerpo de Jessica Silver —aseguró Maya.

—Aficionado o profesional, si dedicas diez años de tu vida a investigar... Por eso mismo propondría que acudieses.

—Define «propondría».

—Tú decides —replicó Craig. Que era lo que se decía cuando la decisión ya estaba tomada—. Eres libre de hacer lo que quieras. —Que era lo que se decía cuando no lo eras—. El bufete está de tu lado.

Maya era muy consciente de que el papel que había desempeñado en el jurado de Bobby Nock se encontraba entre las razones por las que Cantwell & Myers la había contratado. ¿La había ayudado a conseguir clientes? Por descontado. Formaba parte de sus credenciales. Mientras que muchos abogados penalistas habían sido antes fiscales, lo primero que había hecho Maya en el mundo de la justicia era formar parte de un jurado, y además en uno de los juicios más tristemente famosos de todos los tiempos. No solo había ocupado el otro lado del pasillo, sino también el otro lado de la sala. ¿Quién conocía mejor que ella los métodos de decisión de un jurado? ¿Qué acusado, culpable o no, no querría que lo defendiera la mujer responsable de la absolución de Bobby Nock?

Sí, el veredicto la había ayudado a poner un pie en el bufete. Pero el veredicto no había quedado el decimoprimero de su promoción en la facultad de Derecho de Berkeley, de la Universidad de California. El veredicto no había encarrilado tres docenas de intrincados acuerdos de reducción de pena para sus clientes ni había conseguido la absolución en los cuatro casos que habían llegado a juicio. El veredicto no había alcanzado la condición de socia en tres años. Y teniendo en cuenta todo lo demás que el veredicto le había hecho «a» ella a lo largo de esos años, se negaba a disculparse por lo que había hecho «por» ella.

—Todo el mundo cree que fue Bobby Nock —aseguró Maya—. ¿Qué más da lo que diga Rick Leonard, por enésima vez, en un programa de televisión?

—Ahora eres socia del bufete —repuso Craig—, lo que significa que cualquier cosa que se diga de ti, como persona, repercute en los demás socios. Cuentas con todo nuestro apoyo, no albergamos ninguna duda respecto a tu buena reputación. Por eso mismo te animaría a afianzarla.

El don de Craig para exponer lo que deseaba como si fuera por el bien de ella era admirable. En realidad estaba informándola de que el bufete evitaría verse salpicado por la intervención de Maya en un caso en el que la firma no había ganado un centavo.

—Una cosa es mantenerse firme durante una década por una cuestión de principios y otra muy distinta quedar como una idiota que se aferra a una decisión estúpida después de que unas pruebas recientes demuestren que me equivoqué —protestó Maya.

—Todos deberíamos aprender de nuestros errores, ¿no?

Lo retorcido del asunto era que si Rick Leonard no mentía y poseía pruebas que incriminaban a Bobby Nock sin margen de duda —y ella se disculpaba públicamente—, la situación de Maya mejoraría en lo tocante a las relaciones públicas. Había abogados capaces de erigirse en firmes defensores de asesinos, pero ella no. Maya estaría en disposición de afirmar que se había ceñido a las pruebas hasta el final, aunque eso implicara cambiar de opinión. A partir de ese momento entraría en las salas de vistas con la presunción de ser una persona de fiar.

Lo único que tendría que hacer, después de ver esas nuevas y misteriosas pruebas, sería reconocer que se había equivocado.

Maya apenas dijo nada cuando Craig le tendió un memorándum con los pormenores de la reunión. Tendría lugar al cabo de un mes. De nuevo, el jurado estaba invitado a pasar la noche en el hotel Omni, en Olive Street. El mismo donde habían permanecido aislados.

Maya no llegó a pronunciar un «sí» en ningún momento. Se limitó a asentir y a escuchar mientras trataba de obviar la agitación que le provocaba la sensación de estar atrapada.

Craig se levantó al cabo de un rato. Echó un vistazo a la mesa y torció el gesto.

—¿Esa es la cabeza del marido de Belén Vásquez?

Maya había desplegado las fotografías sobre el escritorio.

—Sí.

—He oído que van a concederte imprudencia temeraria. Buen trabajo.

Después de que Craig se fuera, Maya permaneció sentada, repiqueteando con los dedos en la suave superficie de las sórdidas fotos.

¿Qué habría hecho diez años atrás? Aquella chica seria e ingenua de veintiséis años que pisaba un juzgado por primera vez... era otra persona, alguien a quien recordaba vagamente, como si se hubiera tropezado con ella en alguna fiesta.

A veces aún se dejaba arrastrar por la rabia. Había mucha gente contra quien dirigirla: el juez que los había mantenido aislados tanto tiempo, los abogados que los habían manipulado, los presentadores de programas de entrevistas que los habían convertido en la puntilla de turno. Deseaba gritarles a todos que ella no había matado a Jessica Silver.

El rostro de Jessica permanecía sumergido por debajo de la línea de flotación de su memoria, amenazando con asomar en cualquier momento. Hacía cola en una cafetería y de pronto estaba allí. Los ojos azules, las mejillas tersas, la sonrisa radiante. La imagen famosa de una guapa adolescente que, sin más, había desaparecido de la faz de la tierra. El monstruo que la había matado era quien se merecía la rabia de Maya, y también la del resto del mundo.

Y aun así, sentada a su mesa, la persona contra quien la dirigía no era el asesino. No, la destinataria de su resentimiento, la verdadera responsable de ponerla en aquella situación, era la jurado 272.

cap-2

2

Rick

29 de mayo de 2009

«¿Quién cojones no va a poder librarse de formar parte de un jurado?», así lo había planteado aquella mañana Gil, el compañero de piso de Rick Leonard, en la cocina del apartamento de dos habitaciones.

Rick tenía veintiocho años y cursaba un posgrado. Era la primera vez que lo convocaban para formar parte de un jurado, aunque recordaba que, de joven, su padre también había recibido una citación. Igual que algunos de sus profesores de primaria, a los que habían tenido que reemplazar con suplentes. Siendo sincero, era un deber cívico con tufillo a problema de la clase alta. Incluso quejarse de haber recibido una citación —«Jo, ¿te lo puedes creer? Me ha tocado hacer de jurado»— tenía cierto aire elitista.

—Tío, si quieres librarte de hacer de jurado, fijo que puedes —aseguró Gil.

—Lo mejor es aceptar y quitárselo de encima cuanto antes —repuso Rick, encogiéndose de hombros.

Era mayo y estaban a finales del semestre. Durante el verano iba a llevar a cabo un trabajo de investigación a tiempo parcial para un profesor sobre el fracaso urbanístico de Brasilia, que había dado lugar al florecimiento incontrolable de las favelas. Tenía tiempo. Además —aunque no pensaba compartir aquella idea con Gil—, ¿acaso no significaba una oportunidad de hacer algo por los demás? Al sistema judicial le iría bien contar con jurados que se tomaran en serio su deber cívico, y él, a pesar de los defectos del sistema, sin duda era de los que se tomaban la justicia muy en serio.

Rick se ajustó la chaqueta azul sobre sus esbeltos hombros.

—Venga ya, será solo un día, dos como mucho —dijo—. Entrar y salir. ¿Qué es lo peor que podría ocurrir?

Cuando Rick llegó al Centro de Justicia Penal Clara Shortridge Foltz, se encontró la entrada asaltada por la prensa. Imaginó que los periodistas y las cámaras serían algo cotidiano, que estarían allí por las estrellas de cine que iban a recurrir multas por exceso de velocidad, o por los disk jockeys que deseaban conmutar cargos por posesión ilícita con servicios comunitarios. Más adelante, cuando los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses, se sentiría como un idiota por no haber relacionado la presencia de la prensa con el hecho de que Bobby Nock estaba a punto de ser juzgado por el asesinato de Jessica Silver. ¿Qué otra historia iba a interesar más a los medios?

Pocos minutos antes de las nueve de la mañana, Rick entró en la sala de espera del jurado. El ujier, uniformado, verificó su nombre en una tablilla y le tendió un papel con su nueva identidad: Jurado 158.

—Por su seguridad y a fin de preservar su intimidad, a partir de ahora y mientras esté aquí, todo el mundo se dirigirá a usted única y exclusivamente por su número de jurado. ¿Lo ha entendido? —preguntó el ujier.

—De acuerdo.

—Es decir, nada de nombres reales. Ni con nosotros ni entre ustedes.

—¿Entre quiénes?

—Los demás miembros del jurado.

Dicho aquello, el ujier se volvió hacia el siguiente de la lista.

Rick tomó asiento y se dedicó a escrutar a la escasa docena de personas que esperaban con él. Se fijó en sus ropas, revistas, periódicos, libros de pasatiempos y algún que otro thriller de bolsillo.

«¿Quién cojones no va a poder librarse de formar parte de un jurado?», pensó.

Se preguntó quiénes de los que estaban allí utilizarían alguna treta para quedar exentos. Hijos pequeños, padres enfermos, situación económica precaria, problemas mentales... Cualquiera de esos motivos bastaba para que te enviaran a casa; solo había que testificarlo ante un juez, y el juzgado no debía de contar con muchos medios para comprobarlo.

Lo único que había que hacer era mentir.

Por tanto, los que se quedaban, fueran quienes fuesen, eran personas honestas.

Una chica se sentó a su lado. Blanca, pelo corto y oscuro, y facciones delicadas que en un principio lo llevaron a considerarla mucho más joven de lo que era, antes de reparar en su porte y comprender que probablemente tenían la misma edad. Lucía una falda azul marino y una camisa de color claro. La mayoría de los demás jurados iban en vaqueros y con la camiseta por fuera, pero ella se había vestido con la misma formalidad que él.

Pensó en saludarla, pero y luego ¿qué? Nunca sabía cómo continuar después del saludo.

Permanecieron en silencio hasta que la chica bebió un último trago de café y dejó el vaso de papel en el suelo, junto al de Rick.

—¿Has terminado? —preguntó él, poniéndose en pie.

La chica tardó un momento en comprender a qué se refería.

—Ah... Sí.

Rick recogió los vasos del suelo y fue a tirarlos a la papelera de reciclaje.

—Muchas gracias —dijo la chica cuando Rick regresó a su asiento.

Él le señaló el letrero informativo que colgaba en la pared. «Tire la basura en el lugar indicado, gracias» aparecía en segundo l

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