Los solitarios

Álvaro Arbina

Fragmento

Capítulo 1

1

La casa es el centro y todo gira alrededor de ella; no importa que sea un cubo o una esfera o una pirámide, pero sí una casa, un espejismo de casa que emerge de la bruma, en la quietud del amanecer. Nadie sabe qué hace allí, en la nada, y todos piensan que debió de caer del cielo, con la primera nieve. Ahora ya no hay tundra, ni líquenes, ni turberas pantanosas, ni siquiera la fauna ártica que había antes. Tras la noche queda la casa y las primeras nieves del invierno; queda el reinicio de la Tierra.

Cuando ella entra en el claro, huele a frío y a humo de ascuas, huele a invierno cuando debería oler a matanza y a carne podrida. Los sonidos de la madrugada tienen una claridad estremecedora, y le llegan las voces de las sombras que deambulan alrededor de la casa, en la bruma. Mira hacia el resplandor lejano del alba, sobre las coníferas aún en penumbra que delimitan el claro, y piensa en el bosque infinito que rodea la casa y que ha visto desde el aire.

Cuando ella llega a la casa, donde ruge la caldera y cascan carámbanos, las sombras que murmuran cavan en la nieve y junto a las tumbas hechas con leños, y abren agujeros que humean con lo orgánico en descomposición. Entra en la casa y huele a lo que ya sabe, y hay un atizador de hierro sobre la alfombra, con sangre seca y restos de cabello humano, y hay un pañuelo empapado junto a la cabeza de una mujer rubia y junto a un charco negro y viscoso como pozo de petróleo. Ella mastica chicle de menta y hace pompas mientras saca una libreta; se le ocurre de pronto que el frescor mentolado en la madrugada ártica estimula más que quinientos miligramos de cafeína. Pasea por la sala donde también hay sombras que murmuran y se mueven. Es una sala que parece de estar y de hundir cabezas con atizadores. Observa las esquinas y los recovecos de suelos y paredes, la chimenea y las butacas y las ventanas que dan al claro nevado y al bosque azul. Anota datos y garabatea dibujillos como de niño, porque lo de dibujar nunca ha sido lo suyo y se le quedó para siempre el estilo abstracto de primaria. Pasan diez minutos y el novato agente de la Policía Rural que la observa apostado en la entrada, que está allí por si necesitan algo los de la Científica Estatal, que mira el cadáver y no puede evitar imaginar la Barbie de su hija tirada en el suelo de su casa, junto a otras muñecas y juguetes, no entiende cómo ella, la que se supone que sabe, aún no ha examinado el cuerpo. Uno de los especialistas de la Científica finaliza su recolección de fibras con papel de celo, y es entonces cuando ella se acuclilla para mirar el cadáver. El agente rural siente alivio y no sabe por qué, ya que es absurdo que le afecte el que se acuclille antes o después. Ve cómo coge la barbilla de la muerta y le gira la cabeza; así queda expuesta la piel blanca y gomosa, los labios retraídos y un hematoma púrpura que le viene de la sien, donde la cavidad craneal parece un balón pinchado. El agente vuelve a ver la Barbie de su hija. Y se siente mal y con temores absurdos de padecer un desequilibrio mental por ver eso cuando ve una muerta, que probablemente tendrá hijos y pareja, como él, y que irradiará en la cama un calor similar al de su mujer, y que sus labios serán igual de húmedos y agitados, y que sus intimidades y preocupaciones serán igual de pequeñas y bonitas, y no sabe si tendrá valor para explicarle todo lo que piensa al párroco en la confesión del domingo. Entonces ella, la inspectora jefe, que se llama Emeli Urquiza y está muy lejos de su casa y mastica el chicle mentolado con inercia porque sin frescor ya le aburre, observa la herida sanguinolenta del atizador y dice:

—Se puede arreglar. Tengo un kit de pistolas con resina epoxi.

El especialista guarda su recolección en bolsas de estraza.

—Te refieres a las de encolar.

—Sí, son como una silicona. Para tapar agujeros y juntas. Van muy bien.

—O sea, que no hay que cambiar la cabeza.

—Qué va. Con orificios del calibre 44 tal vez. Pero con el atizador y un solo golpe, pegamento y como nueva. A ver qué dice el forense.

—Está arriba, con Francis.

Al agente de la Rural, lejos de sentir sorpresa e indignación, lo invade un alivio lógico tras escuchar a la inspectora y comprobar que su mentalidad no es tan desequilibrada. Y como se siente ahora mejor, se atreve por fin a abrir la caja de los dónuts, en los que no ha dejado de pensar desde que entró allí y que no ha abierto por respeto y por intento de redención por sus pensamientos. Antes de subir las escaleras, la inspectora contempla el rostro de la mujer muerta. Permanece un minuto callada, como abducida por el más allá. El especialista le dice algo y ella no responde. El de la Rural, que mastica el dónut y se da cuenta de que lo hace sin apetencia, que su boca está seca y no saborea ni siquiera el relleno de cacao y los trocitos de avellana, piensa por un momento que lo de la inspectora no tiene sentido. En la posible razón no llega a cavilar, lo que es una lástima para su aprendizaje como agente, porque enseguida se le desvía la atención hacia lo bien que le sentaría otro café.

En la sala de estar deambulan los especialistas y técnicos de pruebas. Pincelan con revelador las superficies en busca de posibles huellas. La inspectora, que al asomarse a las escaleras ve el goteo casi matemático, uno por escalón y ennegrecido ya, valora lo que le espera en el piso de arriba y pregunta:

—¿Pisadas?

—Estoy esperando a que os paseéis un poco más, para que el asunto se ponga interesante —responde uno de los especialistas.

—Lo mismo que con las huellas, supongo.

—Tenemos un festín que ni en la mansión Playboy.

Emeli Urquiza sube al piso superior, cruza una puerta y sigue el goteo, que se convierte enseguida en grandes cantidades de sangre con forma de manchurrones sin sentido y restos de deslizamientos. Una arbitrariedad que bien podría colgarse en el MoMA. Después está el charco, una laguna petrificada de magma negro, que brotó y brotó hasta que se coaguló. Son un par de litros, ya viscosos y con capa fina de polvo. Emeli se halla en un dormitorio. De la cama y del revoltijo de sábanas cuelga el inicio del charco, una estalactita fina como hilo de araña. Luego están las botas caídas sobre el charco y el pie negro, negro no de muerte sino de piel, un pie desnudo y enorme como del cuarenta y siete que también pende de la cama. Sobre el cabecero hay una ventana, desde la que se ve el claro y los bosques de más allá, donde la niebla se revuelve como un incendio masivo y precioso bajo el amanecer. Hay en la visión del paisaje algo de grandeza e inmortalidad, algo bello pero no limpio, porque primero están las salpicaduras del cristal, que a contraluz se ven rojas y con restos como de cereal húmedo, que después de estamparse se deslizaron bajo su propio peso hasta el marco de la ventana. Es lo que salió de la cabeza, que a pesar de todo permanece en su sitio, sobre el cuello y apoyada en el cabecero.

Francis Thurmond está de pie, observando de

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