Todo comenzó con Jamaal Carter. Si no le hubiese salvado, las cosas podrían haber sido muy distintas.
Cuando sonó el busca me froté los ojos con furia. El sonido me había sobresaltado, y me desperté de mal humor. Desde luego que el entorno no ayudaba. La sala de descanso de cirujanos de la segunda planta olía a sudor, a pies y a sexo. Los residentes siempre andan más calientes que la freidora de un McDonald’s en hora punta; no me extrañaría nada que un par de ellos hubiesen estado botando en la litera de arriba mientras yo roncaba.
Tengo el sueño pesado. Rachel siempre bromeaba diciendo que para levantarme había que usar una grúa. Pero esa regla no se aplica para el busca: el maldito trasto consigue despertarme al segundo bip. Es la consecuencia de siete años como residente. Si no respondías al busca a la primera, el jefe de residentes se hacía un tambor con tu culo. Y si no conseguías un hueco para echar una cabezada durante las guardias de treinta y seis horas, tampoco sobrevivías. Así que los cirujanos terminamos desarrollando una gran capacidad para quedarnos dormidos y una respuesta pavloviana al sonido del busca. Llevo cuatro años como médico de plantilla y mis guardias se han reducido a la mitad, pero el condicionamiento continúa.
Palpé bajo la almohada hasta dar con el trasto. En la pantalla LED figuraba el 342, el número de la planta de neurocirugía. Miré el reloj cada vez más enfadado. Tan sólo faltaban veintitrés minutos para que terminase mi turno, y la mañana había sido movida, con un accidente de tráfico que había comenzado en Dupont Circle y terminado en la mesa de mi quirófano. Me había pasado tres horas recomponiendo el cráneo de un agregado cultural inglés. El tipo no llevaba aquí ni dos días y ya había descubierto por la vía difícil que en Washington se sale de las rotondas por el lado contrario al que se sale en Londres.
Las enfermeras sabían que estaba descansando, así que si alguien me había mandado aquella alerta debía de ser algo grave. Llamé al 342, pero comunicaba, así que decidí acudir a ver qué sucedía. Me remojé la cara en la pila del lavabo que había al fondo sin encender la luz. En aquellos días procuraba mirarme al espejo lo menos posible.
Salí al pasillo. Eran las seis menos veinte, y el sol se ponía ya tras las copas de los árboles en Rock Creek Park. La luz entraba a través de las enormes vidrieras y formaba rectángulos anaranjados en el corredor. El año anterior hubiese disfrutado de la hermosa vista, incluso mientras corría hacia el ascensor. Pero ahora ya no despegaba la mirada del suelo. El hombre en el que me había convertido no admiraba paisajes.
En el ascensor me encontré con Jerry Gonzales, uno de los enfermeros asignados a mi servicio, transportando una camilla. Me sonrió con timidez y yo le saludé con la cabeza. Era un hombre robusto, y tuvo que echarse a un lado para que entrase. Si hay algo que dos varones heterosexuales odian es rozarse en un ascensor, y más si, como nosotros, llevan muchas horas sin ducharse.
—Oiga, doctor Evans, gracias por el libro que me prestó el otro día. Lo tengo en la taquilla, luego se lo devuelvo.
—Da igual, Jerry, puedes quedártelo —dije agitando la mano para restarle importancia—. Yo ya no leo mucho.
Hubo un silencio incómodo. En otro tiempo hubiésemos intercambiado pullas o chascarrillos ingeniosos. Pero eso era antes.
Casi pude oír cómo se tragaba las palabras que quería decir. Mejor: no soporto la compasión.
—¿Le ha tocado el pandillero? —dijo al fin.
—¿Por eso me han llamado?
—Ha habido un tiroteo en Barry Farm. Las noticias llevan un buen rato hablando de eso —dijo señalándose la oreja, donde viajaban eternamente unos auriculares—. Hay siete muertos y un montón de heridos. Una guerra de bandas.
—¿Y por qué no los llevan al MedStar?
Jerry se encogió de hombros y se hizo a un lado para dejarme pasar.
Salí del ascensor en la cuarta planta, donde está el servicio de neurocirugía. El Saint Claire es un hospital pequeño, privado y extremadamente caro. Ni siquiera muchos de los habitantes de Washington han oído hablar de él. Situado en el linde sur de Rock Creek Park, cerca del puente Taft, es un lugar tremendamente esnob. Sus principales clientes son los residentes de Kalorama, buena parte de ellos extranjeros y altos funcionarios de las embajadas; gente sin seguro médico cuyos gobiernos pagan a regañadientes las enormes facturas. No es muy accesible en ningún sentido, ni es probable que hayas visto el Saint Claire al pasar por la zona. Para llegar al enorme edificio victoriano de ladrillo rojo y ventanas blancas tienes que ir a propósito.
Para mi disgusto, la política del hospital tampoco cree en el servicio público: a los accionistas les gusta mantener los gastos bajos y los ingresos altos. Pero afortunadamente, al igual que todo hospital de Estados Unidos, el Saint Claire está obligado a atender cualquier urgencia que llegue a su puerta. Y así es como me encontré con Jamaal Carter.
Estaba en el centro del pasillo, frente al puesto de las enfermeras. Un policía y dos paramédicos, con los uniformes empapados en sangre, lo escoltaban. Allá donde había tocado las zonas reflectantes de la ropa, el fluido vital había formado manchas negras y ominosas. Los paramédicos tenían el rostro desencajado y hablaban entre ellos en voz baja. Considerando la clase de mierda con la que tenían que lidiar cada día, tenían que venir de algo muy muy gordo.
Una de las residentes de urgencias estaba junto a la camilla con cara de circunstancias. Debía de ser nueva, no la conocía.
—¿Eres el neurocirujano? —me preguntó al verme llegar.
—No, soy el fontanero, pero me han prestado esta bata tan chula para que no se me manche el mono.
Me miró desconcertada durante un instante, y tuve que guiñarle un ojo para que supiera que hablaba en broma. Se rio, nerviosa. Siempre viene bien rebajar un poco la tensión a los chavales. Los internos suelen tratarlos como si fuesen caca de perro pegada al zapato, así que cualquier mínimo gesto humano es para ellos como un vaso de agua en pleno desierto.
Señaló al chico de la camilla.
—Varón, dieciséis años, Glasgow 15, herida por arma de fuego. Tiene 10/6, pulso 89. Está estable, pero el proyectil se ha alojado junto a la T5.
Le eché un vistazo al TAC que me alargó la residente para ver la situación exacta de la bala. No pintaba bien. Me incliné sobre él. El pandillero estaba boca abajo. Iba vestido con unos pantalones de rapero y una cazadora azul de los Wizards. Alguien la había desgarrado con unas tijeras para atender una herida superficial en el brazo derecho, cubierto de tatuajes. El otro brazo estaba esposado a la camilla.
A la cazadora le faltaba buena parte de la espalda. Allí donde debía de estar el escudo del equipo alguien había recortado un enorme espacio de tela, y en su lugar había un agujero de bala que apenas sangraba. El impacto le había alcanzado en la columna, entre ambos omóplatos. Sus constantes eran estables, su vida no corría peligro, pero la herida podía haber afectado al sistema nervioso.
El pandillero se quejó levemente, y yo me agaché para mirarle a la cara. Tenía los rasgos delicados, y estaba atontado por los calmantes. Le toqué en la mejilla para llamar su atención.
—Colega, ¿cómo te llamas?
Tuve que repetir la pregunta varias veces hasta que me contestó.
—Jamaal. Jamaal Carter.
—Escucha, Jamaal, vamos a ayudarte, pero necesito que me eches una mano. ¿Puedes mover los dedos de los pies?
Le quité unas Nike carísimas, que antes del tiroteo habían sido blancas y ahora eran de un color vino sucio. Los dedos no se movieron. Presioné con la punta del boli en el centro de la planta.
—¿Notas esto?
Negó con la cabeza, muy asustado. Si aquel chaval había cumplido los dieciséis, yo era un buhonero polaco. Cada vez entraban en las bandas más jóvenes.
Idiota, idiota, idiota, pensé.
—¿Qué está haciendo este chico aquí? —le grité a la jefa de enfermeras, que acababa de colgar el teléfono y estaba saliendo del puesto para acercarse. Se frotaba las manos nerviosamente.
—Nos lo han derivado del MedStar. Ellos están hasta arriba. Doctor...
—No me refiero a eso. ¡Digo que por qué demonios no está en el quirófano! Hay que sacarle esa bala inmediatamente —dije empujando la camilla.
Ella se colocó delante, impidiéndome el paso. Ni siquiera me molesté en intentar apartarla. No vale la pena pelear con la jefa de enfermeras, y menos con una que pesa treinta kilos más que tú. Cuando está detrás del mostrador parece llevarlo puesto.
—Siento haberle avisado, doctor Evans. Pero he hablado con la jefa de servicio y no autoriza la operación.
—¿De qué estás hablando, Margo? ¡La doctora Wong está en un congreso en Alabama!
—Ha llamado para saber si había novedades después de que yo le mandase a usted la alerta al busca. —Me miró como disculpándose y meneó la cabeza—. Cuando se ha enterado de lo del pand..., de lo de este paciente, ha pedido que se le estabilizase como marca la ley. Ahora estamos esperando a que algún centro público nos dé autorización de traslado para derivarle allí.
Respiré hondo y apreté los dientes. Era muy fácil para la jefa de servicio dar un par de órdenes desde su suite en un hotel de cinco estrellas. Pero allí, en el mundo real, había un chico al que derivarían a un centro sobrecargado, donde con mucha suerte lo atendería un residente agotado que afrontaría una operación de alto riesgo con pocas garantías. Si echaban a aquel chico del Saint Claire, lo más probable es que jamás volviese a caminar.
—Está bien, Margo. Yo llamaré a la doctora Wong —dije, sacando el móvil—. ¿Hay algo que queráis decirme? —pregunté a los paramédicos mientras escuchaba el tono de llamada.
—La bala ha rebotado en la pared antes de darle, por eso no le ha matado —respondió uno meneando la cabeza—. Si le hubiese dado un par de centímetros más a la derecha, apenas habría sido un rasguño, pero...
Su mala suerte es ahora la nuestra.
Levanté un dedo y me aparté de los paramédicos. Al otro lado de la línea mi jefa acababa de descolgar el teléfono.
—Ni te molestes, Evans.
—¿Qué tal los martinis, jefa?
—No vas a operarle.
—Stephanie, no es más que un niño que necesita ayuda.
—Una ayuda que cuesta noventa mil dólares que nadie nos podrá pagar.
—Jefa...
—Evans, nosotros ya hemos doblado nuestro presupuesto pro bono para este año. Y estamos aún en octubre. Lo siento, pero es un no.
—Se quedará paralítico —fue todo lo que fui capaz de decir. Como si ella no lo supiese.
—Tendría que haberlo pensado antes de meterse en una banda.
Que nadie juzgue con dureza a la jefa de servicio Wong por sus palabras. Cierto, es una zorra sin corazón, pero también una cirujana fuera de serie. Su obligación era velar por los intereses del hospital, y eso es lo que estaba haciendo. Y en cuanto a lo de los prejuicios por ser pandillero..., los médicos somos así.
Racionalizamos.
Tomamos decisiones difíciles a partir de los datos de los que disponemos y los recursos con los que contamos. ¿Sólo hay un riñón disponible? Se lo damos al paciente más joven, incluso aunque esté varios puestos por detrás en la lista de espera. ¿Fumas dos paquetes de cigarrillos al día a pesar de esos enormes mensajes de advertencia? No esperes que derramemos una lágrima por ti si vienes con cáncer de pulmón. ¿Bebes como un cosaco? Lo más probable es que cuando nos muestres tu cirrosis hagamos chistes sobre paté. A tus espaldas, claro.
¿También yo soy así?
Es una buena pregunta. La respuesta no es sencilla. No soy un monstruo, soy un ser humano igual que usted. Pero paso tanto tiempo viendo el mal que sufren buenas personas de forma aleatoria que, cuando le sucede a alguien con un motivo, le traslado la culpa. Es un instinto de conservación primario del cerebro humano. Trabajo con lo que puedo, intentando no tomarme los casos de manera personal. Los meapilas y los políticamente correctos dirán que eso es inhumano, pero créame, de esa forma podemos dar la mejor atención posible.
Aun así, de vez en cuando un paciente aleatorio hace algo insólito. Aparece ante ti con una colonia fuerte que te recuerda a tu padre adoptivo, un gesto determinado, un deje en el habla. O como en el caso de Jamaal, unos ojillos asustados.
Y entonces todas esas defensas que tanto te has empeñado en imaginar indestructibles se traspasan como un papel de fumar. Y haces algo que no deberías hacer: te implicas.
—Stephanie, por favor... ¿Cómo puedo convencerte?
—De ninguna forma. Vas a esperar once minutos a que finalice tu turno y luego vas a irte a casa. Así será problema de otro.
Había algo en su voz, un tono extraño que no estaba descodificando adecuadamente. Me apreté con fuerza el puente de la nariz intentando descubrir qué.
Once minutos.
Entonces comprendí lo que implícitamente me estaba diciendo mi jefa. Como cirujano presente de mayor rango, durante los siguientes once minutos la responsabilidad legal del destino del muchacho era mía. Única y exclusivamente.
—Doctora Wong, he de colgar. Ha habido un empeoramiento en las condiciones del paciente. Temo por su vida. Voy a operarle para sacarle la bala.
—Lamento oír eso, Evans —se despidió ella, tensa.
Ladré unas cuantas órdenes lacónicas, y de inmediato los paramédicos se hicieron a un lado. Las enfermeras metieron al paciente en el quirófano. Tenía que conseguir un anestesista, pero eso no iba a ser un problema: ninguno en este hospital sería capaz de negarme nada.
No después de lo que había pasado con Rachel.
Antes de lavarme las manos para la operación, hice una última llamada.
—Svetlana, ha surgido una urgencia. No voy a llegar a tiempo a cenar.
—Muy bien, doctor Evans —respondió ella con su mecánico tono eslavo—. Me encargaré de acostar a su hija. ¿Quiere que se lo diga yo?
Había prometido a Julia leerle un cuento aquella noche. Había roto tantas veces aquella promesa que sentí vergüenza de no ser yo mismo quien lo admitiese.
—No, pásamela —suspiré.
Oí a Svetlana llamando a la niña, intentando hacerse oír por encima del volumen de la tele.
—¡Hola, papi! ¿Cuándo llegas? ¡Te echo de menos! ¡Hay pollo para cenar!
—Hola, princesa. No puedo ir, hay un chico que ha tenido un problema y sólo papá puede ayudarle, ¿sabes?
—Ya.
El silencio que siguió estaba cargado de toda la culpabilidad que puede hacerte sentir una niña de siete años. Fría, pegajosa y desagradable.
—¿Qué estabas viendo? —dije, intentando animarla.
—Bob Esponja. Ese cuando Plancton dice que ya no quiere robar la fórmula de la Burguer Cangreburguer y monta una tienda de regalos.
—Y el señor Cangrejo no para hasta que le convence de que se la intente robar otra vez. Me encanta ese episodio.
—También le gustaba a mami.
Tardé unos segundos en contestar. Tenía un nudo en la garganta y no quería que ella lo notase.
—Iré a arroparte en cuanto llegue. Pero ahora necesito que te portes bien, por el equipo.
Julia suspiró, para dejar claro que no se conformaba con aquello.
—¿Me darás un beso de buenas noches? ¿Aunque esté dormida?
—Te lo prometo. —Invoqué nuestro grito de batalla, el que Rachel había inventado—. ¿Equipo Evans?
—¡Adelante! —me respondió ella sin demasiado entusiasmo.
—Te quiero, Julia —fue lo último que le dije antes de entrar al quirófano.
Ella colgó sin contestar.
Eran las once y media de la noche y yo arrastraba los pies por el parking, exhausto tras la larga operación, cuando mi móvil sonó de nuevo. Era mi jefa.
—¿Cómo ha ido?
Arrastraba las vocales al hablar, y supe enseguida que la factura del minibar iba a ser considerable. Probablemente no iría cargada a la cuenta de gastos del hospital, sino que la pagaría la propia doctora Wong en efectivo. Todos los cirujanos bebemos, y bebemos mucho más cuantos más años tenemos. Ayuda a dormir y a calmar el temblor de las manos según te vas haciendo viejo. Pero lo que nunca, nunca hacemos es admitirlo en público. A no ser que, como es ahora mi caso, no tengas nada que perder.
—Bueno, hay un pandillero que volverá a aterrorizar las calles de Anacostia dentro de tres a cinco años. O un poco antes por buena conducta —dije, buscando en el bolsillo las llaves del coche.
—Tendré que informar a la junta. Ya ha habido quejas con respecto a tu uso liberal de los recursos, Evans. Espero que tu informe posterior justifique la decisión de operar.
Por muy agotado que estuviese, aquella frase la entendí a la perfección.
—No te preocupes, jefa. El informe será impecable —dije empapando mis palabras de cinismo—. El Victor Hugo de la literatura médica. No pienso darles la ocasión de despedirme.
Stephanie se rio.
—Si la operación del viernes sale bien, serás intocable. Para siempre. Podrás ser jefe de servicio en cualquier hospital del país —dijo con envidia.
Le agradecí que no mencionase la posibilidad contraria. Sería igual de definitiva.
—No exageres. Será el éxito de todo el servicio de neurocirugía.
Ella se rio de nuevo, un poco demasiado fuerte. Estaba oficialmente borracha.
—Tengo dos exmaridos que mentían mejor que tú, Evans. Ahora vete a casa y descansa. Mañana tienes cita con El Paciente —dijo remarcando mucho las mayúsculas.
—Tranquila, jefa. Puedo con todo.
—¿Qué edad tienes, Evans? ¿Treinta y seis?
—Treinta y ocho.
—A este ritmo no cumplirás los cuarenta, muchacho.
Corté la llamada y giré las llaves en el contacto. El familiar rugido del Lexus resonó bajo el capó, y yo sonreí por primera vez en todo el día. Por primera vez en muchos días, en realidad. Antes de que acabase la semana las cosas iban a empezar a sonreírnos por fin, como no lo habían hecho desde la muerte de Rachel. Tendría un trabajo mejor, una vida mejor. Tiempo para estar con Julia.
Intocable. Me gusta cómo suena.
En menos de una hora iba a saber lo equivocado de mis palabras.
Al abrir la puerta me recibió un silencio inquietante.
Era casi medianoche, pero no era la clase de silencio que esperas encontrar en un barrio residencial. Vivimos en Dale Drive, en Silver Spring; dentro del Beltway por muy poco, pero dentro al fin y al cabo. La nuestra es una casa de los años treinta, revestida de piedra gris. Tal vez la haya visto fotografiada por fuera en el National Enquirer o en uno de esos repugnantes blogs sensacionalistas. Uno de ellos incluso consiguió imágenes de la página web de la agencia a la que se la habíamos comprado Rachel y yo. Entonces ella estaba embarazada de Julia. Pintaba un enorme oso sonriente en la pared del dormitorio de la niña cuando rompió aguas. Corrimos al hospital con tanta alegría como miedo.
A pesar del precio, con los sueldos de ambos no hubo problemas para comprar la casa justo antes de que estallase la burbuja inmobiliaria. Pero después de que ella se fuese, mantenerla empezó a ser cada vez más complicado. Rachel tenía un seguro de vida cuya beneficiaria era Julia, pero huelga decir que no soltaron ni un centavo de aquel dinero. Sólo recibimos una carta exquisitamente formal que hacía hincapié en la «voluntariedad» de la decisión de Rachel y se copiaba entera la cláusula 13.7 del contrato del seguro. Aún recuerdo las náuseas que sentí cuando hice una bola con el maldito papel y lo arrojé a la basura. Un abogado que había leído el caso en el periódico se presentó un día en casa y me dijo que podíamos demandarlos, pero lo envié a paseo. Aquello hubiera sido obsceno, por mucha falta que nos hiciese el dinero.
No era sólo la hipoteca, también estaba Julia. El horario de un neurocirujano que tiene que hacer guardias extra para cubrir las facturas no es precisamente estable. Tuve que contratar empleadas de hogar internas. La primera que tuvimos fue una mujer brasileña que hacía un mes se había esfumado en el aire, sin más. Los días siguientes fueron una pesadilla de agenda, y la pobre Julia tuvo que pasar varias tardes en el puesto de enfermeras, coloreando diagramas en blanco y negro de los viejos libros de anatomía que encontraba en mi consulta. Los riñones le salían muy bien, eran una suerte de Mr. Potato chepudos y simpáticos.
Con todo el desempleo que hay, mis anuncios en Craigslist y en DC Nanny no recibieron ni un solo correo electrónico de contestación. Hasta que un par de semanas atrás llegó el currículum de Svetlana, y fue como si nos hubiese tocado la lotería. No sólo cuidaba genial de Julia, sino que cocinaba como los ángeles. Ponía enormes cantidades de grasa de oca en todo, al estilo de su Belgrado natal, y yo ya había engordado un par de kilos. Siempre que llegaba, por tarde que fuese, había un plato de comida caliente en la encimera.
Excepto aquella noche.
Aquella noche sólo había silencio.
Dejé mi maletín en una de las sillas de la cocina y tomé una manzana de la cesta de frutas para calmar el hambre. Mientras la mordisqueaba, me fijé en que sobre la mesa había un libro para colorear de Dora la Exploradora, con un dibujo de Botas a medio terminar. Me extrañó que Julia se hubiese ido a la cama sin completarlo. Siempre insistía en acabar los dibujos antes de acostarse, en parte para retrasar la hora del sueño y en parte porque no iba con su carácter dejar las cosas a medias. Tal vez estuviese aún enfadada porque yo no hubiese llegado a tiempo para la cena.
Cerré el libro y un crayón rojo rodó sobre la tapa y cayó al suelo. Me agaché para cogerlo y noté un súbito dolor en la yema de los dedos. Retiré la mano corriendo y vi que me había cortado con algo: un par de gotas de sangre me resbalaban por el índice.
Maldiciendo en voz baja me levanté, fui hasta el fregadero y puse el dedo bajo el grifo durante un par de minutos. Es difícil hacer comprender a alguien que no ha pasado la mitad de su vida dedicado a la medicina lo que siente un neurocirujano por sus manos, pero la palabra más cercana es reverencia.
Las cuido con una obsesión rayana en lo enfermizo, y cuando ocurre algún pequeño accidente doméstico, siento un pánico atroz hasta que evalúo los daños. ¿Sabes ese miniataque al corazón que te sobreviene cuando tu jefe o tu mujer te dicen «Tenemos que hablar»? Pues es algo parecido.
Por eso guardo Hibiclens, gasas y tiritas en el armario de la cocina. Bueno, y en los cuartos de baño. Y en el garaje, y en la guantera del coche. Más vale prevenir.
Cuando me hube puesto antiséptico suficiente como para esterilizar un contenedor de basura, me agaché de nuevo bajo la mesa. Esta vez aparté la silla y miré antes de meter la mano. Encajado entre la pata de la mesa y la pared había un trozo de cerámica. Lo saqué con cuidado y vi que era parte de una taza de Dora. A la joven aventurera le faltaba la cabeza, y el malvado zorro Swiper la acechaba con una sonrisa siniestra desde detrás de un arbusto.
Rachel le había comprado aquella taza a Julia. Era su favorita.
Espero que no haya visto cómo se rompía, o habrá llorado hasta hartarse, la pobre, pensé.
Tiré el trozo de cerámica a la basura y subí las escaleras enseguida. Quería darle un beso cuanto antes, incluso despertándola si hacía falta. Aquella simple pieza de vajilla la habíamos encontrado por casualidad en un Home Depot, y yo no pensaba a menudo en ella. Pero de pronto verla hecha pedazos, a menos de dos semanas del primer aniversario de la muerte de Rachel, despertó dentro de mí una oleada de recuerdos de aquel día.
Era sábado y ambos teníamos el día libre en el hospital. Fuimos los tres en busca de un sofá, pero el trato era que nuestra hija sería la encargada de elegirlo. Saltó sobre todos los muebles de la tienda antes de decidir que ninguno era lo bastante suave o tenía suficientes elefantes en la tapicería. Salimos de allí sin nada más que aquella taza y un enorme bigote marrón que a Julia le quedó después de beberse un chocolate. Se negó a quitárselo y vino todo el camino hasta casa haciéndonos muecas bigotudas por el retrovisor.
Me invadió una terrible sensación de pérdida.
En aquel momento yo necesitaba un abrazo tanto como debió de necesitarlo Julia cuando se rompió la taza. Abrí la puerta de su habitación, que estaba extrañamente a oscuras. Julia siempre dormía con una lamparita de noche encendida. Busqué a tientas el interruptor y la reconfortante y tenue luz rosada desterró la oscuridad a los rincones.
La cama estaba vacía.
Aquello era muy raro. Tal vez Julia estaba teniendo una mala noche y le había pedido a Svetlana dormir con ella, pero si era así lo mínimo que la niñera podía haber hecho era dejar una nota.
¿Y por qué diablos está la cama hecha? ¿Es que ni siquiera ha probado a acostarla?
Lamentando lo que me parecía una anormal falta de disciplina por parte de Svetlana, volví a la planta baja. Ella tenía allí su dormitorio, al otro lado de la cocina, en una habitación espaciosa y con una pequeña zona de estar que daba al patio trasero.
Llamé a la puerta suavemente, pero no hubo respuesta. Abrí la puerta con cuidado y encontré la habitación vacía.
No es que no hubiera nadie, es que había desaparecido todo rastro de que el dormitorio hubiese sido habitado recientemente. Habían desaparecido las sábanas y la funda de la almohada, las alfombras y las toallas del baño. No había productos cosméticos, ni ropa en los armarios. Y de cada una de las superficies emanaba un fuerte olor a lejía.
La sensación de vacío en la boca del estómago que había sentido al entrar en casa se acrecentó, como cuando llegas a lo más alto de la montaña rusa y sabes que estás a punto de caer.
—¡Julia! —grité—. ¡Julia, cariño!
Fui por toda la casa encendiendo todas las luces y llamando a mi hija. Tenía los dientes apretados, tanto que me dolieron las encías al cabo de un par de minutos. La sangre me repiqueteaba en las sienes al ritmo de un tenedor en un cuenco de claras de huevo, y era consciente de cada respiración.
Para —pensé, aunque la voz que resonaba en mi cabeza era la del doctor Colbert, el hombre que me había enseñado cómo sostener un bisturí por primera vez—. Mantén la cabeza fría. Concéntrate en los problemas uno por uno. Define una línea de actuación.
Hay que localizar a Svetlana.
Llámala al móvil.
Tenía su número guardado en favoritos. Lo marqué, pero saltó el buzón de voz.
¿Dónde pueden estar a estas horas?
Paseando frenéticamente de un lado a otro del salón, hice una lista mental de los sitios a los que podían haber ido. Svetlana usaba para los recados el Prius que había pertenecido a Rachel, pero este seguía en el garaje, y el motor estaba frío. Eso reducía mucho las posibilidades. Tal vez podían haber ido a casa de un vecino, pero entonces, ¿por qué no habían dejado una nota? Y lo más importante: ¿por qué faltaban las pertenencias de la niñera de su habitación?
No quedaba otro remedio que avisar a la policía. Al FBI, a la Guardia Nacional, a los putos Vengadores. Quería a mi hija de vuelta, y la quería ya.
Marqué el 911.
Comunicaba.
¿Está comunicando? ¿Cómo diablos puede comunicar el 911?
Me detuve un momento intentando serenarme. Ni siquiera sabía lo que podía decirles. ¿Qué es lo que recomendaban en aquellos folletos que repartían en los centros comerciales y en las reuniones de la Asociación de Padres? Que recordásemos cómo iba vestida. ¿Qué podía llevar Julia?
En la habitación de la niña no parecía faltar nada, ni siquiera unos zapatos. Todo aparecía pulcro y ordenado. Demasiado incluso. El pijama que había usado Julia ayer, uno amarillo con la cara de Bob Esponja, no estaba bajo la almohada ni en el cesto de la ropa sucia. Normalmente los usaba durante dos o tres días antes de echarlos a lavar. Siempre se ponía el pijama antes de cenar.
¿Y luego qué? ¿Svetlana había recogido sus cosas, fregado con lejía y salido por la puerta caminando con una niña en pijama? Sus objetos personales debían de abultar un par de cajas. No podía habérselo llevado todo.
Alguien tenía que haber venido a buscarlas. Alguien que había aprovechado las horas extra que yo había pasado en el quirófano sacando la bala de la columna de Jamaal Carter.
Es culpa mía. Maldita sea, tenía que haber estado aquí, en mi casa, protegiendo a mi hija.
Volví a marcar el 911.
Comunicaba otra vez.
Me aparté el teléfono de la oreja y lo miré con extrañeza. Aquello era imposible, pero no me paré demasiado a pensar porque de pronto se me ocurrió algo.
Pero si alguien se las ha llevado a la fuerza, ¿por qué no hay signos de lucha, aparte de la taza rota?
Aquel pensamiento hizo que se me resecase la garganta. Svetlana tenía que haber preparado todo esto. Tal vez había secuestrado a Julia por dinero. ¡Por Dios santo, yo había confiado en aquella joven! ¡La había acogido bajo mi techo!
Concéntrate. Recuerda todo lo que sabes de ella.
Era de Belgrado. Tenía veinticuatro años. Estudiaba Filología Inglesa y quería obtener un doctorado en los Estados Unidos. Tenía una carta de recomendación de sus profesores en la Universidad de Novi Beograd. Se había trasladado para el nuevo curso y necesitaba dinero para sobrevivir en la carísima D. C.
Era baja y delgada, de apariencia frágil. Parecía despierta, aunque tenía un aire un poco triste. Se había hecho amiga de Julia enseguida, y la niña la había admitido rápidamente. Parecían entenderse a la perfección. Al fin y al cabo, Svetlana también había perdido a su madre a una edad parecida a la que tenía Julia cuando Rachel se fue. Fue durante la guerra de Bosnia, pero de eso no le dijo nada a la niña. Me lo confesó a mí durante la entrevista inicial.
Me dio el número de teléfono de su director de tesis en Georgetown. Un hombre de voz afable, que aseguró que Svetlana era una estudiante de confianza.
Todo parecía legítimo y yo la necesitaba desesperadamente, así que le di el trabajo. Ella ni siquiera tenía móvil, tuvo que comprarse uno para que estuviésemos en contacto. No llamaba a su país, ni tenía amigos en Washington. Incluso pasaba los días libres estudiando, encerrada en su habitación. Jamás la había visto hablando con nadie, excepto...
Excepto la semana anterior.
Una idea loca empezó a formarse en mi cabeza, y de pronto empecé a cabrearme muchísimo. Tomé las llaves del coche.
Tenía que comprobar aquello antes de volver a llamar a la policía.
El padre de Rachel y yo nunca nos habíamos llevado bien.
Mientras éramos novios se esforzó muy poco por ser amable. Sonreía al saludarme, me estrechaba la mano y se la volvía a meter en el bolsillo más rápido de lo que un político se guardaría tu último dólar. Pero las miradas que me dedicaba de refilón, cuando creía que yo no me daba cuenta, hubieran derretido mis fórceps de aleación de cromovanadio.
—Son imaginaciones tuyas, cariño —me susurraba Rachel cuando se escapaba de su habitación para meterse en la mía—. Tan sólo es un gruñón que quiere lo mejor para sus hijas.
—Voy a ser un jodido neurocirujano, Rachel. ¿Qué más quiere?
—Ha vivido toda su vida protegiendo a sus pequeñas. Ya verás cuando seas padre y tengas a algún jovenzuelo paseando por casa un arma de este calibre —decía ella, metiendo la mano bajo las sábanas y palpando el arma en cuestión.
Lo cierto es que la familia Robson era una piña. Rachel era la mayor y la más responsable de las dos hermanas. Una mente ordenada y racional, estudiando para ser anestesista, siempre reconviniendo a la pequeña Kate acerca de todas las locuras que se le ocurrían a esta. Aura, la madre, era un espíritu alegre y parlanchín, una centella de un lado a otro de su cocina, preparando pan de maíz y cotilleando acerca de sus vecinos. Y luego estaba Jim, el patriarca, un virginiano de pura cepa, de los que aún sentían mareos por el viaje en el Mayflower. Sorbía su cerveza en el porche, irritado ante la presencia de aquel joven residente alto y moreno que decía ser el novio de su hija.
—¿Y qué noticias hay del Norte? —decía él siempre.
—Bueno, ya sabes, Jim, ahora la bandera ya lleva cincuenta estrellas.
Nunca se reía de mis patéticos intentos de bromear, y la cosa no fue a mejor después de la boda. Pero los dos nos esforzábamos, y las reuniones con los Robson eran casi agradables, aunque me hacían sentir incómodo. No sólo por la actitud de Jim, ojo. Sentía que no terminaba de encajar. La verdad es que esto de la familia no se me había dado nunca demasiado bien.
Yo soy huérfano y nunca conocí a mis padres biológicos. Hasta los nueve años mi hogar fueron varias casas de acogida, donde el resto de los niños no eran hermanos, sino rivales con los que peleabas por la comida y los recursos. Después me adoptó una pareja de Pottstown, Filadelfia. Él era médico rural, y ella su enfermera y ayudante. Murieron en un accidente de coche en mi segundo año de universidad, antes de que conociese a Rachel, dejándome huérfano por segunda vez. El choque me hizo perder todo aquel curso. Desde niño la pena había habitado en mi casa, pero durante años parecía haberse quedado escondida en un armario. El día de la muerte de mis padres volvió a salir, raspándolo todo con sus negras zarpas afiladas, y sólo Rachel había conseguido mantenerla a raya.
Ahora ya no está, y Julia y su familia son todo lo que tengo.
Así que desde hace quince años recorro una hora y media de camino cada tres domingos —además de los cumpleaños, Acción de Gracias, Navidad y Cuatro de Julio— hasta Fredericksburg. Aunque a la velocidad a la que había puesto el Lexus aquella madrugada, iba a llegar en la mitad de ese tiempo.
No recuerdo lo que marcaba el salpicadero, sólo que tenía el cuerpo rebosante de adrenalina y que casi me mato en el desvío de Falmouth. Habré tomado esa salida centenares de veces, pero aquella noche iba tan rápido que me la pasé. Pegué un frenazo en seco que dejó la mitad de mis neumáticos en el asfalto, y puse el coche marcha atrás en plena, I-95. No sé en qué diablos estaba pensando. Por suerte, era más de la una y la autopista tiene cuatro carriles, porque aquella imprudencia pudo haberme costado cara. Detrás de mí aparecieron un enorme tráiler, los faros en el retrovisor y una estridente bocina cada vez más cerca.
Justo antes de que chocásemos el conductor logró aminorar la marcha lo suficiente como para cambiar de carril. Su parachoques delantero pasó rozando el mío, y el rebufo de las veinte toneladas del camión agitó mi pequeño deportivo como un estornudo la llama de una vela.
Me detuve en el arcén entre la I-95 y la salida 133, luchando por recobrar la calma. Aquella manera de actuar era absurda y no le haría ningún bien a Julia. Había estado a punto de matarme.
Y todo por una estúpida corazonada.
Hacía un par de semanas mis suegros habían pasado por casa a ver a la niña. Jim es el dueño de una pequeña cadena de ferreterías bastante conocida, Robson Hardware Repair. Seguro que han oído alguna vez el eslogan: «Hágalo usted mismo y tendrá al mejor empleado». Tanto la ferretería como el eslogan le van al pelo al bueno de Jim, que es duro como una piedra. La cadena tiene cinco o seis sucursales, aunque ninguna al norte de Arlington. Era difícil ver a Jim cruzar el Potomac, salvo en días como aquel, en que tenía una reunión en el D. C.
Aura anunció su entrada como de costumbre, con una discreción digna de una campana de bronce cayendo por unas escaleras. Dos veces.
—¡Juliaaaaa! ¿Dónde está mi tarrito de miel?
La niña llegó a toda velocidad, usando el final de su carrera para deslizarse sobre el parqué con los calcetines. Le echó los brazos al cuello y la cubrió de besos.
—¡Abuela! ¡Ven a mi habitación, quiero enseñarte algo! —dijo tomándola de la mano y arrastrándola.
Yo saludé a Jim y le ofrecí algo de beber, sabiendo de sobra que diría que no. Nunca probaba el alcohol cuando conducía. Se sentó en mi sofá mirando la decoración con desagrado. A Rachel le gustaban los muebles de líneas limpias y sencillas, algo que no iba con el carácter tradicional de su padre.
—Julia ha crecido mucho. Llevamos más de un mes sin verla.
—Últimamente he tenido mucho trabajo —me defendí, molesto.
Reconozco que desde que Rachel murió habíamos espaciado un tanto las visitas, pero también me fastidiaba bastante ser yo quien tuviese que bajar siempre a la niña. Había la misma distancia desde Silver Spring a Fredericksburg que de Fredericksburg a Silver Spring. Pero no lo dije, por cortesía. Y también porque mi suegro me sigue intimidando bastante, qué diablos.
—Ese es precisamente el problema, David. Trabajas demasiado.
Curiosa frase viniendo de alguien que se había tirado media vida viajando de una de sus tiendas a otra, y que sabía de memoria hasta el último de los tornillos que tenía en stock.
—No comprendo a dónde quieres ir a parar, Jim.
—No es bueno para Julia que trabajes tanto.
A aquello no pensaba responder. Me encogí de hombros y le miré fijamente. No apartó la vista.
—Acabo de vender la cadena, David.
La noticia me pilló completamente por sorpresa. Jim se había ufanado siempre de que el día que la muerte viniese a buscarle le encontraría detrás del mostrador. Yo siempre me lo imaginé mirando con desaprobación el filo de la guadaña de la parca y ofreciéndole una piedra de afilar de marca Bester.
—Pero, Jim..., esas tiendas... son tu vida.
Se revolvió incómodo en el asiento y se cruzó de brazos.
—Desde lo de Rachel apenas podía concentrarme en el trabajo. Llevo meses pensando en que la vida es demasiado corta, y en ella hay más cosas de las que ocuparse aparte de llaves Allen.
Esas eran exactamente las palabras que Rachel le decía siempre cuando estábamos sentados a la mesa, entre el puré de patatas y el pavo.
—Los de Ace Hardware han intentado comprarme el negocio muchas veces, ya lo sabes —continuó—. Hoy me he reunido con ellos y les he dicho que sí. No me han pagado tanto como me hubiesen dado hace cinco o seis años; las cosas están mal. Pero aun así me han dado más que suficiente para el resto de mi vida. Tengo sesenta y tres años, he trabajado como un animal durante medio siglo. Me he ganado el derecho a disfrutar de la jubilación y a cuidar de lo que más me importa.
—Eso es cierto, Jim. Has tomado una buena decisión. Enhorabuena.
El viejo meneó la cabeza, reuniendo tal vez el valor para lo que de verdad quería decir. Finalmente lo escupió a su estilo, duro y a la cabeza.
—No me has entendido, David. Quiero que Julia se venga a vivir con nosotros.
Le miré boquiabierto e hice un sonido ridículo, a medio camino entre la risa y la incredulidad.
—Debes de estar bromeando.
Pero no había ni rastro de humor en los ojos de Jim Robson.
—Será un alivio para ti. Te estoy haciendo un favor. Y es lo mejor para mi nieta.
—¿Estás insinuando que me alegraría de librarme de mi hija, Jim? —dije yo, intentando asimilar todo aquello, cada vez más enfadado.
—Washington no es lugar para una niña. La convertirán en uno de esos robots con uniforme. Una buena escuela pública en una ciudad pequeña le iría mejor.
Aquello me dolió especialmente. Rachel y yo habíamos buscado la mejor escuela para Julia desde el mismo momento en que supimos que estaba embarazada. Habíamos optado por una que primase el arte y la alegría por encima de la competitividad. Por cada plaza en ese colegio había doce solicitudes. Habíamos hecho colas interminables y pedido un favor tras otro a todos nuestros conocidos hasta que conseguimos que la admitiesen. Y ahora venía aquel metomentodo a cuestionarnos.
—Julia va a la Maret School, una de las mejores escuelas privadas del país, donde, por cierto, no llevan uniforme. Y desde luego no creo que seas tú quién para decirme cómo debo educar a mi hija.
—Piénsalo. Así tendría a alguien en casa al volver de la escuela, alguien que le prestase atención. Y comida de verdad, buena comida casera. Tiene las piernas demasiado huesudas.
Me puse en pie y rodeé la mesa del sofá para acercarme a él. Se levantó inmediatamente.
—Escucha, Jim. Por el respeto que te tengo, y por honrar la memoria de Rachel, voy a hacer como si esta conversación nunca hubiera tenido lugar —dije haciendo un gesto con la mano, como quien ahuyenta una mosca—. Eres el abuelo de la niña, y nada más que eso. Serás bienvenido a esta casa siempre que quieras. Pero te ruego, si no quieres que eso cambie, que nunca vuelvas a mencionar una barbaridad semejante.
Me aparté y él se volvió a sentar.
—Te arrepentirás de esto, David —masculló entre dientes, humillado. Yo ignoré aquella frase, deseando que aquella insensatez terminase cuanto antes.
—Será mejor que vaya a ver qué está haciendo Julia —dije desapareciendo escaleras arriba.
Al bajar, un rato más tarde, me extrañó no ver a Jim en el salón. Fui hacia la cocina y lo encontré allí, hablándole a Svetlana al oído. Ella asentía, muy seria. Cuando se percataron de mi presencia ambos se separaron algo azorados.
En el rostro de mi suegro había una expresión culpable.
En aquel momento no le concedí importancia a lo sucedido. La velada amenaza de Jim me pareció el fruto de la rabieta de un hombre acostumbrado a estar siempre en posesión de la verdad y a salirse siempre con la suya. Y el hecho de que estuviese hablando con Svetlana lo interpreté entonces como una mera demostración de autoridad tras haber sido herido en su orgullo. Me imaginé que estaría sermoneándola sobre qué clase de comida darle a su nieta, o sobre la calidad de los tomates de Virginia, que, dicho sea de paso, es magnífica.
Pero al llegar a mi casa una hora antes y no ver a Julia, al haber deducido que Svetlana no podía haberse marchado por sus propios medios, la amenaza me parecía muy real y el susurro al oído de la nanny alcanzaba proporciones de conspiración.
Mientras tomaba el último desvío antes de llegar a la casa de los Robson, la mente me bullía con las mismas preguntas que me había venido haciendo todo el camino.
¿Se habría atrevido Jim a llevarse a su nieta? ¿Cómo había conseguido la colaboración de Svetlana? ¿Le habría ofrecido dinero? No sabía cuánto le habían dado los de Ace Hardware por la venta de la empresa, pero creo recordar que Rachel mencionó hace años una oferta de varios millones de dólares. Aunque la venta se hubiese cerrado a la baja, Jim estaba en condiciones de pagarle a una joven extranjera sus estudios de doctorado. Cierto que era un cabezota inflexible y testarudo, pero ¿podía llegar hasta ese punto para salirse con la suya?
No puede ser tan estúpido —pensé—. Tiene que darse cuenta de que un plan así no puede salir bien. ¿Cree que voy a limitarme a mirar para otro lado mientras se queda con mi hija, como si fuera un cortacésped que nunca le reclamas al vecino al que se lo prestaste?
Llegué finalmente junto a la casa de mis suegros y aparqué el coche en la cuesta empedrada que llevaba al garaje, que quedaba a un lado de la propiedad, una finca rústica que la familia Robson poseía desde hacía cuatro generaciones. Habían sido pobres buena parte de ese tiempo —Rachel fue la primera Robson que logró ir a la universidad—, pero en orgullo no les ganaba nadie.
Caía una lluvia suave que no sirvió para atemperar mis nervios. Mientras me acercaba, me extrañó que el farol sobre la puerta principal estuviese apagado. Solían dejarlo encendido toda la noche, igual que un par de luces en la planta baja. Mis suegros creen que eso del cambio climático es un invento de Al Gore para vender libros.
Subí los escalones en dos zancadas, y ya tenía la mano en el aldabón para llamar cuando la puerta se abrió de golpe. Jim estaba allí, vestido sólo con una bata de cuadros. Me miró de arriba abajo y luego se hizo a un lado. No parecía sorprendido de verme.
—Pasa y no hagas ruido. Las dos están durmiendo arriba.
El alivio al escuchar aquellas palabras fue inmenso. De pronto el peso que traía en el pecho se aligeró, y pude respirar hondo por primera vez en horas. Me fijé en que tan sólo llevaba una zapatilla, y sus pies hacían un ruido extraño al caminar. Yo seguía estando enfadado, pero la imagen de las pantorrillas flacas y desnudas de mi suegro era lo bastante lamentable como para ahuyentar mis ganas de pelear.
Seguí aquellos talones agrietados y resecos hasta s