Ajuste de cuentas

John Grisham

Fragmento

Capítulo 1

1

Una fría mañana de principios de octubre de 1946, Pete Banning despertó antes del alba, pero no intentó volver a dormirse. Permaneció largo rato acostado en medio de la cama, contemplando el oscuro techo y preguntándose por enésima vez si poseía el valor necesario. Al fin, cuando los primeros rayos del amanecer se colaron por una ventana, aceptó la solemne realidad de que había llegado la hora del asesinato. La necesidad de llevarlo a cabo se había vuelto tan acuciante que no le permitía continuar con su rutina diaria. No podía seguir siendo el mismo de siempre hasta que hubiera cumplido con su propósito. El plan era sencillo, pero difícil de imaginar. Sus repercusiones se harían sentir durante décadas y cambiarían la vida a sus seres queridos, así como a muchas personas a las que no quería. De hecho, dada su naturaleza, habría preferido eludir la atención, pero eso no sería posible. No tenía elección. La verdad se había revelado poco a poco y, una vez que la hubo asimilado por completo, el asesinato se había vuelto tan inevitable como la salida del sol.

Se vistió despacio, como de costumbre, pues, debido a las heridas de guerra, había amanecido con las piernas rígidas y doloridas. A continuación, recorrió la casa a oscuras hasta la cocina, donde encendió una luz tenue y puso la cafetera. Mientras se hacía el café, permaneció de pie junto a la mesa del desayuno, recto como un palo, y, entrelazando las manos detrás de la cabeza, dobló las rodillas con suavidad. Torció el gesto por el dolor que se le extendía de las caderas a los tobillos, pero aguantó diez segundos en cuclillas. Se relajó y repitió el movimiento varias veces, descendiendo más y más con cada flexión. Llevaba varillas de metal en la pierna izquierda y metralla en la derecha.

Tras servirse el café y añadir leche y azúcar, salió al porche trasero, se detuvo en los escalones y tendió la vista hacia sus tierras. El sol asomaba por el este, tiñendo de amarillo aquel mar de blancor. Los campos estaban recubiertos de un algodón que semejaba nieve recién caída, y en otras circunstancias Pete habría esbozado una sonrisa ante lo que sin duda sería una cosecha generosa. Sin embargo, ese día no habría sonrisas; solo lágrimas, y a raudales. Por otro lado, rehuir el asesinato supondría un acto de cobardía. Bebió un sorbo de café mientras contemplaba su terreno, reconfortado por la sensación de seguridad que le confería. Bajo el manto blanco se extendía una capa de tierra que pertenecía a los Banning desde hacía cien años. Las autoridades lo apresarían y seguramente lo ejecutarían, pero sus tierras perdurarían y proporcionarían sustento a su familia.

Mack, su sabueso mapachero, salió de su sopor y se reunió con él en el porche. Pete le frotó la cabeza al tiempo que le hablaba.

Las cápsulas de algodón, a punto de reventar, pedían a gritos que las recogieran, y pronto una cuadrilla de peones del campo montaría en los remolques para que los transportaran a las hectáreas más alejadas. De pequeño, Pete viajaba en el carro con los negros y arrastraba un saco de algodón doce horas al día. Los Banning eran agricultores y terratenientes, pero también trabajadores, no hacendados aburguesados con vidas decadentes a costa del sudor ajeno.

Tomó otro trago mientras observaba cómo la nieve recién caída se tornaba aún más blanca conforme el cielo se iluminaba. A lo lejos, más allá del establo, oía las voces de los negros, que se congregaban en el cobertizo de los tractores, preparándose para otra larga jornada. Eran hombres y mujeres a los que conocía de toda la vida, peones pobres de solemnidad cuyos antepasados habían trabajado las mismas tierras a lo largo de un siglo. ¿Qué sería de ellos después del asesinato? Su existencia apenas se vería afectada, en realidad. Habían sobrevivido con poco y no sabían hacer otra cosa. Al día siguiente, se reunirían a la misma hora, en el mismo lugar, aturdidos y en silencio, y cuchichearían en torno al fuego antes de encaminarse hacia los campos, preocupados, sin duda, pero también ansiosos por llevar a cabo sus tareas y cobrar sus jornales. La cosecha seguiría adelante, ininterrumpida y abundante.

Pete apuró el café, depositó la taza sobre la barandilla del porche y encendió un cigarrillo. Pensó en sus hijos. Joel cursaba el último año en Vanderbilt, y Stella, segundo en Hollins. Se alegró de que ambos se encontraran lejos. Casi sentía el miedo y la vergüenza que se apoderaría de ellos cuando su padre estuviera preso, pero confiaba en que lo superarían, al igual que los jornaleros. Eran personas inteligentes y equilibradas, y las tierras siempre serían suyas. Terminarían sus estudios, se casarían con personas de buena familia y prosperarían.

Mientras fumaba, cogió la taza, regresó a la cocina y se acercó al teléfono para llamar a Florry, su hermana. Era miércoles, el día que desayunaban juntos, y Pete le confirmó que no tardaría en llegar. Tiró los posos, encendió otro cigarrillo y cogió la cazadora que colgaba de un gancho junto a la puerta. Atravesó el patio de atrás con Mack hasta un sendero que discurría al lado de la huerta donde Nineva y Amos cultivaban una gran cantidad de verduras y hortalizas para alimentar a los Banning y sus empleados. Al pasar por delante del establo, oyó que Amos hablaba a las vacas que estaba a punto de ordeñar. Pete le dio los buenos días, e intercambiaron impresiones sobre un cerdo gordo que habían elegido para la matanza del sábado siguiente.

Reanudó la marcha sin cojear, aunque le dolían las piernas. En el cobertizo de los tractores, los negros charlaban y bebían café en tazas de hojalata alrededor del fuego. Cuando repararon en su presencia, se quedaron callados. Varios lo saludaron con un «buenos días, señor Banning», y él les dirigió unas palabras. Los hombres llevaban pantalones de peto raídos y sucios; las mujeres, vestidos largos y sombreros de paja. Todos iban descalzos. Los niños y adolescentes estaban sentados cerca de un remolque, acurrucados bajo una manta, con los ojos soñolientos y expresión solemne, horrorizados ante la perspectiva de pasarse otro largo día recogiendo algodón.

En la finca de los Banning había una escuela para negros, hecha posible gracias a la generosidad de un judío rico de Chicago, y el padre de Pete había aportado suficientes fondos de contrapartida para su construcción. Los Banning insistían en que todos los niños de color de la hacienda estudiaran por lo menos hasta octavo curso. Sin embargo, en octubre, cuando lo único que importaba era la cosecha, la escuela cerraba sus puertas y los alumnos trabajaban en los campos.

Pete consultó en voz baja a Buford, su capataz blanco. Hablaron sobre el tiempo, el tonelaje recogido el día anterior y el precio del algodón en la lonja de Memphis. Durante la temporada de cosecha, nunca había recolectores suficientes, y Buford contaba con la llegada de una camioneta cargada de trabajadores blancos de Tupelo. Los esperaba el día anterior, pero no se habían presentado. Corría el rumor

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