El tributo de la rosa (Fray Cadfael 13)

Fragmento

1

Debido al intenso frío que se había prolongado hasta bien entrado el mes de abril y apenas se había suavizado cuando comenzó el mes de mayo, todo estaba un poco retrasado y adormilado aquella primavera de 1142. Los pájaros apenas se alejaban de los tejados, buscando lugares cálidos donde posarse. Las abejas que durmieron hasta muy tarde, vaciaron su despensa de provisiones y ahora necesitaban alimento, pero tampoco había tempranos capullos que pudieran aprovechar. En los huertos hubiera sido inútil plantar semillas, que se pudrirían o serían devoradas en un terreno demasiado gélido como para engendrar vida.

Los asuntos de los hombres, bajo los efectos del mismo frío paralizante, parecían sumidos en un estado de letargo. Los distintos bandos contenían la respiración. El rey Esteban, tras el inicial alborozo por su liberación de la prisión y el viaje que había emprendido al norte por Pascua, para tratar de remendar los hilos de su maltrecha influencia, había caído gravemente enfermo en el sur y los rumores de su muerte se habían extendido por toda Inglaterra. Su prima y rival, la emperatriz Matilde, había sentado cautelosamente sus reales en Oxford, esperando pacientemente, aunque en vano, que dichos rumores se confirmaran, cosa en la cual el rey se negó obstinadamente a colaborar. Aún tenía cuestiones pendientes con la dama y ni siquiera aquel violento ataque de fiebres pudo con la fortaleza de su constitución. A finales de mayo, recobró la salud y, a principios de junio, se inició finalmente el deshielo. El cortante viento se trocó en una suave brisa, el sol iluminó la tierra como una tibia mano que la acariciara, las semillas se agitaron en la tierra y produjeron verdes hojas, y una inmensa profusión de flores, incluso más exuberantes por el solo hecho de haber estado tanto tiempo refrenadas, estalló en toda una variada gama de dorados, púrpuras y blancos en los huertos y en los prados. La tardía siembra comenzó con jubilosa presteza. Y el rey Esteban, como un gigante que se hubiera librado de un encantamiento, salió de su convalecencia y emprendió una enérgica acción, marchando sobre el puerto de Wareham, el más oriental que todavía se hallaba en poder de sus enemigos, y tomó la ciudad y el castillo sin apenas haber sufrido un rasguño.

—Y ahora se dirige nuevamente al norte, hacia Cirencester, para tomar las avanzadas de la emperatriz una a una, siempre y cuando consiga conservar esta desbordante energía —dijo Hugo Berengario, alborozado ante aquella noticia. Uno de los defectos más desastrosos de la actuación militar del rey era el de no poder mantener una acción durante mucho tiempo, cuando no lograba resultados inmediatos, y abandonar un asedio al cabo de tres días para ir a otra parte a iniciar otro, desperdiciando la energía empleada en ambas empresas—. ¡Puede que aún consigamos cosechar considerables frutos!

Fray Cadfael, preocupado por cuestiones más vulgares, estaba examinando la franja situada al otro lado del muro de su huerto de plantas medicinales, tras haber introducido experimentalmente un dedo en la tierra algo más oscura y reblandecida después de un ligero aguacero matinal.

—Normalmente, las zanahorias ya hubieran tenido que brotar hace más de un mes y los primeros rábanos serán tan fibrosos y resecos como el cuero viejo, aunque quizá a partir de ahora obtengamos cosas un poco más jugosas. Menos mal que la floración de los árboles frutales se retrasó hasta que las abejas empezaron a despertarse, pero, aun así, la cosecha de este año será bastante floja. ¿Wareham habéis dicho? ¿Qué ocurre en Wareham?

—Pues que el rey ha tomado la ciudad, el castillo y el puerto. Por consiguiente, Roberto de Gloucester, que salió por aquella puerta apenas diez días antes, ahora se la encontrará cerrada. ¿No os lo había dicho? La noticia se recibió hace tres días. Al parecer, en abril se celebró una reunión en Divizes entre la emperatriz y su hermano, y ambos llegaron a la conclusión de que ya era hora de que el esposo de la dama prestara un poco más de atención a sus asuntos y viniera personalmente a ayudarla a apoderarse de la corona de Esteban. Mandaron emisarios a Normandía para entrevistarse con Godofredo, pero este encargó decir que estaba dispuesto a colaborar, si bien, como no conocía ni el nombre ni la fama de los hombres que le habían enviado, no se fiaba mucho de ellos y sólo accedería a tratar con el propio conde de Gloucester. Si Roberto no viene, dice Godofredo, será inútil que me mandéis a otro.

Cadfael se distrajo momentáneamente de sus adormiladas cosechas.

—¿Y Roberto se dejó convencer? —preguntó, sorprendido.

—Muy a regañadientes. Temía confiar su hermana a las lealtades de algunos que casi estuvieron dispuestos a abandonarla después del desastre de Westminster, y dudo que abrigue grandes esperanzas de conseguir algo del conde de Anjou. Zarpó de Wareham con menos dificultades de las que tendrá para regresar al mismo puerto ahora que el rey se lo ha apropiado. Fue una acción muy rápida y provechosa. ¡Ojalá la conserve!

—Celebramos una misa de acción de gracias por su restablecimiento —dijo Cadfael con aire ausente, arrancando unos larguiruchos tallos de cerraja que habían crecido entre su menta—. ¿Cómo es posible que estas malas hierbas crezcan tres veces más rápido que las plantas que tan amorosamente cuidamos? Hace tres días, eso ni siquiera había nacido. Si las coles brotaran así, mañana ya las estaría cosechando.

—No cabe duda que vuestras plegarias fortalecerán la determinación de Esteban —dijo Hugo sin excesiva convicción—. ¿Aún no os han asignado a un ayudante para el huerto? Ya sería hora, pues en la estación estival las tareas se multiplican.

—Lo he pedido en el capítulo de esta mañana. Cualquiera sabe lo que me ofrecerán. El prior Roberto tiene entre los más jóvenes a uno o dos que gustosamente me cedería. Por fortuna, los que él menos aprecia suelen ser los que más destacan por su ingenio y su brío. Esperemos que tenga suerte con mi aprendiz.

Cadfael enderezó la espalda y contempló los planteles recién removidos y los campos de guisantes que descendían hacia el arroyo Meole, echando mentalmente una indulgente mirada a sus más recientes ayudantes en el herbario. El alto, gallardo y apuesto fray Juan que había tomado el hábito por error y lo había abandonado, con la connivencia de unos amigos suyos de Gales, cambiando el papel de monje por el de esposo y padre; fray Marcos, que había ingresado en la abadía como un tímido y silencioso jovenzuelo de dieciséis años muy maltratado por la vida y había alcanzado la clara y serena madurez espiritual que inevitablemente lo condujo hacia el sacerdocio. Cadfael todavía echaba de menos a fray Marcos, adscrito ahora a la capilla doméstica del obispo de Lichfield tras haber sido ordenado diácono. Después de fray Marcos, el alegre y confiado fray Oswin se había ido a cumplir su año de servicio en el lazareto de San Gil, situado a las afueras de la ciudad. ¿Quién vendría a continuación?, se preguntó Cadfael. Por mucho que se vista a doce jóvenes con el

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