El escándalo Modigliani

Ken Follett

Fragmento

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1

 

 

El panadero se rascó su negro bigote con un dedo enharinado, agrisando los pelos del mismo, con lo que se echó, sin ninguna intención por su parte, diez años encima. A su alrededor, los estantes y mostradores estaban llenos de largas hogazas de pan tierno, crujiente; el aroma familiar le llenaba la nariz y le henchía el pecho de orgullosa satisfacción. El pan era de una nueva hornada, la segunda de la mañana; el negocio andaba bien porque hacía buen tiempo. Él sabía con certeza que bastaba un poquito de sol para que las amas de casa parisinas salieran a la calle en busca de pan reciente.

Miró por la vidriera, entornando los ojos por el resplandor exterior. Una bonita muchacha se aproximaba cruzando la calle. El panadero prestó atención; desde atrás le llegó la voz de su mujer, que discutía a gritos con un empleado. La pelea duraría varios minutos, como siempre. Seguro de que no había peligro, el panadero se permitió mirar a la muchacha con lascivia.

La joven llevaba un vestido de verano, ligero y sin mangas, que al hombre le pareció bastante caro, aunque no era un experto en esas cosas. La falda acampanada, que giraba graciosamente a medio muslo, destacaba las esbeltas piernas desnudas y prometía, sin cumplir del todo, un delicioso vistazo a la ropa interior femenina.

Era demasiado delgada para su gusto, según decidió al verla más cerca. Los pechos eran demasiados pequeños; ni siquiera se estremecían con aquel paso largo y confiado. Veinte años de matrimonio con Jeanne-Marie no lo habían cansado de los pechos grandes y bamboleantes.

La chica entró en el local, y el panadero pudo observar entonces que no era ninguna belleza. Tenía el rostro largo y flaco, boca pequeña, nada generosa, y dientes superiores algo sobresalientes. Su cabello era castaño bajo, una primera capa rubia descolorida por el sol.

Eligió una hogaza del mostrador y, después de probar la corteza con manos largas, hizo un gesto de satisfacción. No sería una belleza, pero sí una personita muy deseable, se dijo el panadero.

Tenía cutis rojo y blanco, de piel aparentemente suave, mas era su porte lo que atraía las miradas: lleno de seguridad y confianza. Decía al mundo que esa muchacha hacía su voluntad y nada más. El panadero decidió que ya era hora de abandonar los juegos de palabras: la chica era sexy, nada más.

Flexionó los hombros para aflojar la camisa, que se le estaba pegando a la espalda sudada.

—Chaud, hein? —comentó.

La chica sacó unas monedas de su cartera y pagó el pan. Recibió el comentario con una sonrisa, y, de pronto, se la vio muy hermosa.

—Le soleil? Je l’aime —respondió. Cerró la cartera y abrió la puerta del local—. Merci! —le arrojó por encima del hombro al retirarse.

Había un leve acento en su francés; al panadero le pareció que sonaba a inglés. Pero tal vez se tratara de su imaginación, porque era lo que correspondía a ese cutis. Mientras ella cruzaba la calle, le miró el trasero, hipnotizado por el movimiento de los músculos bajo el algodón. Quizá volvía al apartamento de algún músico joven y peludo, que aún estaría en la cama tras una noche de jolgorio.

La aguda voz de Jeanne-Marie se aproximó, haciéndole añicos la fantasía. El panadero suspiró y arrojó las monedas de la muchacha a la caja registradora.

 

 

Dee Sleign sonrió para sí mientras caminaba por la acera, alejándose de la panadería. El mito se cumplía: los franceses eran más sensuales que los ingleses. La mirada del panadero había sido francamente lasciva, centrada en su pelvis sin vacilación. Un panadero inglés le habría mirado los pechos por detrás de sus anteojos con aire furtivo.

Inclinó la cabeza hacia atrás y se pasó el cabello por detrás de las orejas, para que el cálido sol le diera en la cara. Era maravilloso: esa vida, ese verano en París. Sin trabajo, sin exámenes, sin ensayos, sin conferencias. Dormir con Mike, levantarse tarde, desayunar con pan tierno y buen café; días enteros pasados con los libros que siempre había querido leer y con los cuadros que siempre había deseado ver; veladas con gente interesante y excéntrica.

Pronto acabaría todo. Antes de que pasara mucho tiempo, debería decidir qué hacer con el resto de su vida. Por ahora, se hallaba en un limbo particular, limitándose a disfrutar de las cosas que le gustaban, sin metas rígidas que dictaminaran su modo de emplear cada minuto.

Giró en una esquina y entró en un edificio de apartamentos, pequeño y sin pretensiones. Al pasar junto a la cabina de diminuta ventana, oyó un agudo grito de la concierge.

—Mademoiselle!

La mujer canosa pronunció el vocablo sílaba por sílaba y logró darle una inflexión acusadora, enfatizando el escandaloso hecho de que Dee no estuviera casada con el inquilino del apartamento. Dee volvió a sonreír; ningún amorío en París habría estado completo sin una concierge desaprobadora.

—Télégramme —dijo la mujer. Puso el sobre sobre el antepecho y se retiró a la penumbra de la cabina, que olía a gato, como para desentenderse por completo de la poca moral de las muchachas y sus telegramas.

Dee lo recogió y corrió escaleras arriba. Iba dirigido a ella. Sabía bien de qué se trataba.

Entró en el apartamento y dejó el pan, junto con el telegrama, en la mesa de la cocinita. Luego, puso algunos granos de café en el molinillo y oprimió el botón. La máquina gruñó con aspereza, mientras pulverizaba los pardos granos.

La afeitadora eléctrica de Mike relinchó a modo de respuesta. A veces, solo la promesa del café lo sacaba de la cama. Dee preparó una cafetera llena y cortó el pan en rebanadas.

El pequeño apartamento de Mike estaba amueblado con piezas viejas, de gusto indefinido. Él hubiera querido algo más grandioso; por cierto, podía pagar un alojamiento mejor. Pero Dee había insistido en que no se acercaran a los hoteles ni a distritos elegantes. Quería pasar el verano con los franceses, no con la jet set internacional. Y se había salido con la suya.

El zumbido de la afeitadora se detuvo. Dee sirvió dos tazas de café.

Él entró en el momento en que ella ponía las tazas en la mesa redonda. Lucía sus Levi’s descoloridos y remendados, una camisa de algodón azul abierta en el cuello, por donde asomaban un mechón de vello negro y un medallón que colgaba de su breve cadena de plata.

—Buenos días, cariño —dijo.

Dio la vuelta a la mesa para darle un beso. Ella lo enlazó por la cintura y lo estrechó contra sí, besándolo con apasionamiento.

—¡V

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