En la boca del dragón

Ken Follett

Fragmento

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Cuando se acuesta, el paisaje aparece siempre en su cabeza:

Un bosque de pinos cubre las colinas, tan tupido como el pelaje de la espalda de un oso. El cielo es tan azul, en el límpido aire de la montaña, que le hace daño en los ojos cuando levanta la mirada. A unos kilómetros de la carretera hay un valle recóndito con empinadas laderas y un río de frescas aguas que se desliza por su seno. Allí, oculta a los ojos extraños, han despejado la soleada falda de un monte, de cara al mediodía, y en ella crecen vides dispuestas en ordenadas hileras.

Al recordar la belleza de aquel lugar, se le parte el corazón.

Hombres, mujeres y niños se desplazan lentamente por el viñedo, con los cinco sentidos puestos en el cuidado de las cepas. Son sus amigos, sus amantes, su familia. Una de las mujeres se echa a reír. Es una matrona impresionante, de larga cabellera morena, y a él le inspira una cordialidad especial. La mujer echa la cabeza hacia atrás, abre ampliamente la boca y su voz clara y alta surca el valle como el canto de un pájaro.

Mientras se afanan, algunos hombres entonan en voz baja un mantra, rezando a los dioses del valle para que las vides les proporcionen una buena cosecha. A sus pies permanecen unos cuantos tocones macizos como recuerdo de la tarea demoledora gracias a la cual se creó veinticinco años atrás aquel campo de cultivo. Es un suelo pedregoso, pero fértil, porque las piedras retienen los ardores del sol y caldean las raíces de las cepas, a las que protegen de las heladas mortíferas.

Más allá de la viña se alza un conjunto de edificios de madera, sencillos pero bien construidos y resistentes a la intemperie. El humo se eleva desde la cocina de una casa. En un claro, una mujer enseña a un chico a hacer toneles.

Es un lugar sagrado.

Protegido por el incógnito y por las oraciones, se ha mantenido puro y libres sus habitantes, mientras el mundo que se extiende al otro lado del valle ha degenerado hasta caer en la corrupción y la hipocresía, en la avaricia y la obscenidad.

Pero ahora cambia la imagen.

Algo le ha sucedido a la rápida y fresca corriente que zigzagueaba a través del valle. Se ha acallado su parloteo líquido, su rápido discurrir se ha interrumpido bruscamente. Las orillas del remanso parecen estáticas, pero si él aparta la vista durante unos segundos, el estanque natural se ensancha. El hombre no tarda en verse obligado a una retirada ladera arriba.

No consigue entender por qué los demás no se percatan de que la marea está subiendo. Cuando la negra laguna chapotea sobre la primera fila de cepas, ellos siguen trabajando con los pies sumergidos. Las aguas rodean los edificios, luego los inundan. Se extingue el fuego de la cocina y los toneles vacíos flotan y se desplazan sobre la superficie de lo que ya es un pequeño mar. ¿Por qué no huyen corriendo?, se pregunta él, y un pánico asfixiante asciende por su garganta.

Nubarrones de color de hierro oscurecen el cielo y un viento frío azota las ropas de las personas, pero estas siguen moviéndose a lo largo de las vides, agachándose e irguiéndose, sonriéndose unas a otras y hablando con voz tranquila y normal. Él es el único capaz de ver el peligro y comprende que ha de coger a uno, a dos o incluso a tres de los niños para evitar que se ahoguen. Intenta echar a correr hacia su hija, pero descubre que tiene los pies atascados en el barro y no puede moverse. Y el miedo le anega.

En el viñedo, el agua les llega a los trabajadores a la rodilla, luego a la cintura, después al cuello. Él intenta avisar a gritos a las personas que aprecia, decirles que deben hacer algo ya, rápido, en cuestión de segundos, si no quieren morir, pero aunque abre la boca y fuerza la garganta, no produce ningún sonido. El terror puro y duro se apodera de él.

El agua le entra en la boca y empieza a ahogarle.

Y entonces se despierta.

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