MÚSICA RECOMENDADA
Composiciones y canciones sugeridas por el autor para acompañar y ambientar la lectura:
Prólogo Arnold Schönberg, Noche transfigurada
I Agalloch, Fire above, ice below
II Francis Poulenc, Concierto para piano
Diario 1 My Dying Bride, My wine in silence
III Edward Elgar, Concierto para violoncello y orquesta en mi menor. Opus 85
IV The Morningside, The shadows of the past
Diario 2 Erik Satie, Trois gymnopédies
V Agalloch, A poem by Yeats
VI October Falls, Shores of fire
VII Empyrium, The Franconian woods in Winter’s silence
VIII Gallowbride, Autumn I – II
Diario 3 Hector Berlioz, Le spectre de la rose
IX Frédéric Chopin, Impromptu Fantasia
X Agalloch, The misshapen steed
Diario 4 Vàli, Naar vinden graater
XI Franz Schubert, Winterreise
XII Camille Saint-Saëns, Suite para violonchelo y piano Opus 16. Prelude
XIII Pietro Mascagni, Caballería Rusticana: Preludio
Diario 5 Opeth, Burden
XIV Franz Schubert, Der Tod und das Mädchen
XV Alcest, Écailles de lune
Diario 6 Coldworld, Tortured by solitude
XVI Alda, Shadow of the mountain
XVII Estatic Fear, Chapter I
Diario 7 Agalloch, They escaped the weight of darkness
XVIII Vincenzo Bellini, Norma: Casta Diva
XIX Erik Satie, Six Gnossiennes
XX Dornenreich, Der Wind geboren
XXI Sergei Prokófiev, Sinfonía – Concierto Opus 125 para violonchelo y orquesta
XXII Franz Schubert, Ave María
XXIII The Morningside, He tried to remember
Noticias The third and the mortal, Sorrow
Epílogo Gustav Mahler, Sinfonía n.º 2 Resurrección
Prólogo
Poza de la Sal, 26 de septiembre de 1921
—¡Muerte en la calle Bajera! ¡Muerte en la calle Bajera!
Aquella voz destacó por encima del murmullo emitido por el gentío que abarrotaba la plaza Nueva de Poza de la Sal. Era un lunes, día de San Cosme y San Damián, la fiesta mayor, y, desde luego, no iba a resultar una jornada que pasase fácilmente al olvido.
Todo el pueblo, que estaba esperando con ansiedad la salida de la banda de música, quedó enmudecido, petrificado, tras los gritos, procedentes de la entrada de la plaza, dados por un hombre que repentinamente había hecho su aparición. Los niños dejaron de jugar, los hombres y las mujeres interrumpieron sus encendidas conversaciones. Un silencio denso y brumoso cubrió el lugar. Únicamente las palabras encendidas de aquel hombre de rostro rojizo y desencajado sobresalían de la niebla. El hombre se detuvo, jadeante, y tras tomar aire, lanzó una mirada fugaz a la gente, que, atónita, le observaba abrumada por el desconcierto y la sorpresa.
—¡Muerte en la calle Bajera! ¡Muerte en la calle Bajera! —repetía.
—¡Es Marcelino! —exclamó alguien situado en las primeras filas.
—¡Sí, sí, es él! —respondieron otras voces.
El alcalde, que estaba departiendo con un grupo de hombres en el otro extremo de la plaza, consciente de su papel, se acercó corriendo.
—Marcelino, por Dios, ¿qué estás diciendo?
—¡Es horroroso, horroroso! —repuso, y un torrente de lágrimas inundó su rostro.
Marcelino pasaba de los cincuenta años, sin embargo no pudo evitar ponerse a llorar como un crío. Era una escena inusual que podría haberse calificado como enternecedora o, incluso, tierna, de no haber sido por su clara y evidente naturaleza dramática. Era un hombre curtido por el trabajo en las salinas y, sin lugar a dudas, no era de los que se asustaban con facilidad. El conocimiento común de esta circunstancia incrementó, si cabe, la estupefacción de los presentes.
Don Severiano, el cura, hizo también su aparición, y tomando a Marcelino por los hombros, exclamó:
—¡Marcelino, qué ha ocurrido, dime!
—¡Dinos qué sucede, por lo que más quieras! —demandó el alcalde.
El círculo se iba estrechando en torno a éstos a medida que la curiosidad derrotaba a la sorpresa y al susto inicial. La gente se acercaba, ya con escasa cautela, cada vez más. Aun temiendo que algo terrible hubiese pasado, era difícil evitar el ansia irrefrenable que en estos casos surge por enterarse de lo que sucede.
Marcelino cayó de rodillas al suelo y, tapándose la cara con las manos, quizá en un intento de ocultar sus lágrimas, quizá en un intento de tranquilizarse, alcanzó a balbucear:
—¡Dios mío, Irene, Irene!
—¿Irene? ¿Qué pasa con Irene? —preguntaba el cura.
—¿Qué Irene? ¿La de Alberto? ¿Irene la de los Altos? —insistía, nervioso, el alcalde.
Poza de la Sal era un pueblo pequeño, donde todo el mundo se conocía, y no eran muchas las Irenes que por aquel entonces poblaban la localidad. De hecho la mención a la calle Bajera reducía las opciones a una sola persona, Irene Sanz Martín, hija de Alberto Sanz, conocida como Irene la de los Altos, dado que había pasado su niñez, junto con su familia, en una casa en la parte alta del pueblo.
—Sí, Irene, Irene… —no dejaba de repetir el pobre hombre.
Marcelino había entrado en una especie de estado de trance y no parecía posible que nada pudiese hacerle reaccionar hasta que, inesperadamente, una muje