El fuego

Katherine Neville

Fragmento

Fin de la partida

FIN DE LA PARTIDA

En el ajedrez, el único objetivo es demostrar tu superioridad sobre el rival, y la superioridad más importante, la suprema, es la superioridad de la mente. Es decir, el oponente ha de ser aniquilado. Por completo.

Gran maestro GARI KASPÁROV,

campeón mundial de ajedrez

Monasterio de Zagorsk, Rusia, otoño de 1993

Solarin sujetaba con firmeza la diminuta mano enguantada de su hija. Oía el crujir de la nieve bajo sus botas y veía su aliento alzándose en vaharadas plateadas mientras ambos cruzaban el amurallado e inexpugnable parque de Zagorsk: Troitse-Serguéi Lavra, el sublime monasterio de la Santa Trinidad y San Sergio de Radonezh, el patrono de Rusia. Ambos iban abrigados hasta las orejas, envueltos en las ropas que habían conseguido encontrar —bufandas de lana gruesa, gorros de cosaco de piel, gabanes— para resguardarse de aquella arremetida inesperada del invierno en medio de lo que debería haber sido el babié leto, literalmente, el «verano de las abuelas» o veranillo de San Martín. Sin embargo, el viento cortante penetraba hasta los huesos.

¿Por qué la había llevado a Rusia, una tierra de la que aún conservaba tantos recuerdos amargos de su pasado? ¿Acaso no había sido testigo de la destrucción de su propia familia durante el régimen de Stalin, en plena noche, siendo él apenas un niño? Había sobrevivido a la disciplina cruel del orfanato de la República Socialista Soviética de Georgia, donde lo habían dejado, y a aquellos años largos y sombríos en el Palacio de los Jóvenes Pioneros gracias, únicamente, a que otros habían descubierto las notables aptitudes del jovencito Alexander Solarin para el ajedrez.

Cat le había suplicado que no se arriesgara a volver, que no se arriesgara a llevar hasta allí a la hija de ambos. Había insistido en que Rusia era un peligro y, además, hacía veinte años que el propio Solarin no pisaba su patria. No obstante, Rusia no era ni por asomo lo que más temía su mujer, sino el juego, ese juego que les había costado tan caro a ambos. El juego que había estado a punto de acabar con su vida en común en más de una ocasión.

Solarin estaba allí por una partida de ajedrez, una partida crucial, la última partida de una larga semana de competición, y sabía que no presagiaba nada bueno que la hubieran trasladado en el último momento precisamente a aquel lugar, tan lejos de la ciudad.

Zagorsk, al que seguía haciéndose referencia por su nombre soviético, era el más antiguo de los lavras, o monasterios sublimes, integrantes del conjunto de monasterios-fortalezas que, desde la Edad Media, habían defendido Moscú durante seiscientos años, cuando, con la protección de san Sergio, habían hecho retroceder a las hordas mongolas. Con todo, en esos momentos era más rico y poderoso que nunca: sus museos e iglesias estaban repletas de iconos únicos y relicarios recubiertos de joyas y sus arcas rebosaban oro. A pesar de los tesoros que acumulaban, o tal vez a causa de ellos, la Iglesia de Moscú parecía tener enemigos en todas partes.

Solo hacía dos años que el sombrío y gris imperio soviético se había venido abajo, dos años de glásnost, perestroika y agitación. Sin embargo, la Iglesia ortodoxa de Moscú se había alzado de entre las cenizas, cual ave Fénix, como si hubiera renacido. El bogoiskatelstvo, «la búsqueda de Dios», de reminiscencias medievales, estaba en boca de todos. Las catedrales, iglesias y basílicas de Moscú habían revivido, cubiertas de dinero y una nueva capa de pintura.

Incluso a sesenta kilómetros, en la zona rural de Serguéi Posad, el inmenso parque de Zagorsk era un mar de edificios recién remodelados, con sus torretas y cúpulas bulbiformes esmaltadas con colores vivos y refulgentes: azules, añiles, verdes y salpicados de estrellas doradas. Solarin pensó que era como si ya no pudieran seguir refrenando aquellos setenta y cinco años de represión y de repente hubieran estallado en una lluvia de confeti de colores febriles. No obstante, sabía que tras los muros de aquellos bastiones seguía reinando la oscuridad.

Una oscuridad con la que estaba muy familiarizado, aunque sus tonalidades se hubieran atenuado. Como queriendo confirmar aquella convicción, había guardias apostados cada pocos metros a lo largo de los altos parapetos y el perímetro interior del muro, uniformados con una chaqueta de cuero negro de cuello alto y gafas de espejo, y pertrechados con una voluminosa arma bajo el brazo y un walkie-talkie en la mano. Tanto daba en qué año estuvieran, aquellos hombres siempre eran los mismos, igual que la omnipresente KGB que escoltaba a Solarin allí donde fuera en la época en que había sido uno de los grandes maestros soviéticos.

Solarin sabía que aquellos hombres eran integrantes del infame servicio secreto a las órdenes de la «mafia de los monjes de Moscú», como se los llamaba en Rusia. Se decía que la Iglesia rusa había formado una alianza con miembros desafectos del KGB, el Ejército Rojo y otros movimientos «nacionalistas», que poco o nada tenía de sagrada. De hecho, ese era el verdadero temor de Solarin, pues habían sido los monjes de Zagorsk quienes habían dispuesto la partida de ese día.

Al pasar junto a la iglesia del Espíritu Santo y encaminarse hacia el patio descubierto que debían cruzar hasta la sacristía, donde pronto habría de jugarse la partida, Solarin miró a su hija Alexandra, la pequeña Xie, quien seguía agarrándolo con fuerza de la mano. Ella le sonrió y le devolvió una mirada de ojos verdes llena de confianza. Solarin creyó que se le partía el corazón ante tanta belleza. ¿Cómo podían haber creado aquella criatura entre Cat y él?

Solarin no había sabido lo que era el miedo, el verdadero miedo, hasta que había tenido a su hija, por lo que en esos momentos estaba intentando no pensar en los guardias de aspecto fornido y armados que no les sacaban el ojo de encima desde lo alto de los muros. Era consciente de que se encaminaba de la mano de su hija hacia la guarida del león y se ponía enfermo solo de pensarlo, pero sabía que era inevitable.

El ajedrez lo era todo para ella. Sin él, Alexandra se sentía como un pez fuera del agua. Tal vez él tuviera parte de culpa, tal vez Xie lo llevara en los genes. Además, aunque todo el mundo se había opuesto, sobre todo la madre de la niña, Solarin estaba convencido de que probablemente aquel sería el torneo más importante de la corta vida de su hija.

A pesar de una semana de frío glacial, nieve, aguanieve y de la espantosa comida del torneo —pan negro, té negro y gachas—, Alexandra no había perdido el ánimo en ningún momento. Parecía que todo lo ajeno a los dominios del tablero de ajedrez le fuera indiferente. Había jugado como una estajanovista todos los días, cosechando un punto tras otro en cada partida, como un peón de albañil apilando ladrillos. Había perdido una sola vez en lo que llevaba de semana y ambos sabían que no podía permitirse

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