Índice
La danza de la muerte
Agradecimientos
UNO
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
OCHO
NUEVE
DIEZ
ONCE
DOCE
TRECE
CATORCE
QUINCE
DIECISÉIS
DIECISIETE
DIECIOCHO
DIECINUEVE
VEINTE
VEINTIUNO
VEINTIDÓS
VEINTITRÉS
VEINTICUATRO
VEINTICINCO
VEINTISÉIS
VEINTISIETE
VEINTIOCHO
VEINTINUEVE
TREINTA
TREINTA Y UNO
TREINTA Y DOS
TREINTA Y TRES
TREINTA Y CUATRO
TREINTA Y CINCO
TREINTA Y SEIS
TREINTA Y SIETE
TREINTA Y OCHO
TREINTA Y NUEVE
CUARENTA
CUARENTA Y UNO
CUARENTA Y DOS
CUARENTA Y TRES
CUARENTA Y CUATRO
CUARENTA Y CINCO
CUARENTA Y SEIS
CUARENTA Y SIETE
CUARENTA Y OCHO
CUARENTA Y NUEVE
CINCUENTA
CINCUENTA Y UNO
CINCUENTA Y DOS
CINCUENTA Y TRES
CINCUENTA Y CUATRO
CINCUENTA Y CINCO
CINCUENTA Y SEIS
CINCUENTA Y SIETE
CINCUENTA Y OCHO
CINCUENTA Y NUEVE
SESENTA
SESENTA Y UNO
SESENTA Y DOS
SESENTA Y TRES
SESENTA Y CUATRO
SESENTA Y CINCO
SESENTA Y SEIS
SESENTA Y SIETE
SESENTA Y OCHO
SESENTA Y NUEVE
SETENTA
SETENTA Y UNO
SETENTA Y DOS
EPÍLOGO
Notas
Biografía
Créditos
Lincoln Child dedica este libro
a su hija Veronica
Douglas Preston dedica este libro
a su hija Aletheia
AGRADECIMIENTOS
Queremos dar las gracias a los siguientes integrantes de Warner Books: Jamie Raab, Larry Kirshbaum, Maureen Egen, Devi Pillai, Christine Barba y el equipo de ventas, Karen Torres y el de marketing, Martha Otis y el departamento de publicidad y promoción, Jennifer Romanello, Dan Rosen, Maja Thomas, Flag Tonuzi, Bob Castillo, Penina Sacks, Jim Spivey, Miriam Parker, Beth de Guzman y Les Pockell.
Un agradecimiento especial a nuestra editora, Jaime Levine, por su empecinada defensa de las novelas de Preston y Child. Debemos gran parte de nuestro éxito a su entusiasmo, al acierto de sus correcciones y a lo bien que nos defiende.
Gracias asimismo a nuestros agentes, Eric Simonoff, de Janklow & Nesbit, y Matthew Snyder, de Creative Artists Agency. Coronas de laurel para el agente especial Douglas Margini, Jon Couch, John Rogan y Jill Nowak, por sus muchas y diversas atenciones.
Expresar, como siempre, nuestro agradecimiento a nuestras esposas e hijos, por su amor y apoyo.
Huelga decir que todos los personajes, compañías, hechos, lugares, comisarías, publicaciones y organismos gubernamentales descritos en estas páginas son ficticios o se usan de modo ficticio.
UNO
DEWAYNE MICHAEL estaba sentado en la segunda fila del aula, mirando al profesor con lo que pretendía hacer pasar por interés. Le pesaban los párpados como si le hubieran cosido en ellos pesas de plomo de las de pescar. Le palpitaba la cabeza al ritmo de su corazón, y tenía un regusto como si se le hubiera muerto algo en la lengua. Al llegar tarde, se había encontrado el aula llena, con un solo asiento libre: segunda fila centro, justo delante del atril.
Genial.
Dewayne se estaba especializando en ingeniería eléctrica, y había elegido la optativa por lo mismo que tres décadas de futuros ingenieros: porque era una maría. «Literatura inglesa. Una perspectiva humanista» siempre había sido una asignatura de las que se aprobaban casi sin tocar ni un libro. El profesor de toda la vida, un carcamal muerto de asco que se llamaba Mayhew, hablaba como si quisiera hipnotizarte, con la vista pegada a unos apuntes que tenían cuarenta años y una entonación ideal para dormir. El muy memo no se molestaba ni en cambiar de exámenes. Los de los años anteriores corrían como el agua por la residencia de Dewayne. Vaya, que ya era mala pata que justo ese semestre se hubiera encargado de la asignatura una eminencia como el doctor Torrance Hamilton. A juzgar por la actitud de servilismo generalizado, era como si Eric Clapton hubiera aceptado un bolo en una facultad.
Dewayne cambió desconsoladamente de postura en el asiento de plástico frío. Ya se le había dormido el culo. Miró de reojo a ambos lados. Estaba rodeado de alumnos (casi todos de segundo ciclo) que tomaban apuntes o grababan la clase con microcasetes para no perderse nada de lo que saliera de la boca del profe. Era la primera vez que estaba el aula llena con esa asignatura. Y ni un estudiante de ingeniería a la vista.
¡Qué marrón!
Recordó que aún le quedaba una semana para borrarse de la asignatura. Por otro lado, necesitaba los créditos, y aún existía la posibilidad de que el profesor Hamilton fuera de los que aprobaban. Si no, ¿qué sentido tenía tanta gente un sábado por la mañana? ¿A qué venían? ¿A que los cateasen?
De momento, ya que estaba delante y en el centro, más valía poner cara de despierto.
Hamilton se paseaba por el estrado declamando c