Un destino de leyenda

Mary Higgins Clark

Fragmento

4 de marzo de 1797

11.45 de la mañana

Filadelfia, Pensilvania

Era una fría mañana de marzo azotada por el viento, y el aspecto de la ciudad era triste y lúgubre bajo el cielo encapotado, pero el hombre que se hallaba de pie ante la ventana de su estudio, en la enorme casa de Market Street, no oía el tableteo del viento contra los cristales, ni siquiera sentía la persistente corriente de aire que se filtraba entre el marco y el alféizar de la ventana. Miraba la calle sin verla.

En su mente se hallaba a cientos de kilómetros de distancia y estaba llegando a Mount Vernon. Imaginó con entusiasmo los últimos minutos del viaje. La velocidad del carruaje aumentaría cuando los caballos empezaran a galopar por la carretera sinuosa. Entonces, doblarían la curva y aparecería la mansión, reluciente y blanca bajo el sol de la tarde.

Había anhelado durante años aquel regreso. Varias veces, víctima de graves enfermedades, había pensado que no viviría para disfrutar Mount Vernon, pero ahora había llegado el momento. Ya podía volver a casa.

Era un hombre alto de porte todavía impresionante. Cuando tenía veintiséis años, un jefe indio había exclamado que caminaba más tieso que cualquier bravo de la tribu. A los sesenta y cinco años, había empezado a inclinarse un poco hacia delante, como un árbol gigantesco que ya no pudiera resistir la fuerza del viento.

Aún era ancho de hombros, pero estos ya no sugerían la energía ágil que en otros tiempos le había hecho parecer un semidiós a un ejército. Llevaba el largo cabello blanco sujeto con una redecilla en la nuca. El traje de terciopelo negro y el chaleco gris perla se habían convertido casi en un uniforme. Había dejado atrás los días de los colores azul y escarlata.

Estaba tan absorto en sus pensamientos que no oyó la tímida llamada en la puerta del estudio, ni reparó en que la puerta se abría. Durante un largo momento, Patsy le examinó con detenimiento. Se le antojó cansado y demacrado a sus ojos preocupados, pero aun así experimentó una inmensa alegría. ¡Sus temores habían sido infundados! Durante ocho años, una insistente intuición la había atormentado con la idea de que algo le ocurriría…, de que no viviría para volver a casa con ella…, pero se había equivocado. Gracias a Dios, se había equivocado.

Era una mujer menuda. La figura redondeada que le había conferido en otros tiempos un aspecto de muñeca había adquirido contornos de matrona. Sin embargo, se movía con paso ligero, y por debajo de su toca se escapaban unos rizos plateados que le prestaban un aire juvenil cautivador. Mucho tiempo antes había explicado al hombre que estaba mirando que, pese a llamarse Martha, su padre le había adjudicado el mote de Patsy, porque pensaba que Martha era demasiado serio y rotundo. Ahora, este hombre era casi el único que aún la llamaba Patsy.

Cruzó la habitación y se acercó a él.

—¿Estás preparado para la partida? —preguntó—. Se está haciendo tarde.

El hombre se volvió al punto, perplejo por un instante, y luego se obligó a volver al presente. Extendió la mano con expresión dócil hacia su sombrero negro militar y los guantes amarillos.

—La verdad, después de proclamar a los cuatro vientos cuánto anhelaba este día, sería injusto llegar tarde a mi liberación —comentó con ironía. Se calzó los guantes y suspiró—. Ha terminado, ¿verdad, Patsy?

Por un momento, una expresión de angustia cruzó el rostro de la mujer.

—No te importa renunciar, ¿verdad, querido? No te arrepientes de haber renunciado a otro mandato, ¿eh?

El hombre se puso el sombrero bajo el brazo y sus ojos centellearon.

—Querida, si John Adams está tan contento de entrar en este despacho como yo de abandonarlo, debe de ser el hombre más feliz del mundo.

Le dio un beso en la mejilla.

—No tardaré —dijo—, y después, si a lady Washington no le importa pasar la tarde con un ciudadano de a pie…

—Ojalá pudiera acompañarte —dijo ella.

El hombre negó con la cabeza.

—Como la señora Adams no puede estar presente para ver a John prestar juramento, tu presencia subrayaría su ausencia.

Se marchó. Su mayordomo Christopher le estaba esperando abajo para abrir la puerta. Por lo general, Christopher decía, «Adiós, señor presidente», pero ahora se limitó a hacer una reverencia. Las palabras habían temblado y muerto en sus labios cuando se dio cuenta de que nunca más volvería a pronunciarlas. Pero después de cerrar la puerta detrás del anciano caballero, susurró en voz baja:

—Adiós, señor presidente.

El viento agitó el sombrero negro de ala ancha. El hombre levantó la mano para sujetarlo, y al instante empezó a recorrer la manzana a grandes zancadas. Un pequeño grupo de gente estaba esperando en la calle, al otro lado de la mansión. Le dedicaron reverencias, y él saludó con un cabeceo. Oyó los pasos de los congregados a su espalda cuando se desvió en dirección al Congreso.

El viento de marzo le opuso resistencia, y se inclinó un poco hacia delante. Pensó por un momento que habría tenido que pedir un carruaje, pero se trataba de un paseo relativamente corto, y le atraía la idea de acudir a pie a esta ceremonia. Era más discreto, y prefería la discreción en estos momentos.

Tal vez necesitaba también un poco de soledad. Había que adaptarse al final del camino tal como uno se adaptaba al principio. El principio… En cierto modo, parecía que había sido ayer cuando su madre le había advertido de que siempre soñaba pero nunca lograba nada. Pero no era ayer. Habían transcurrido más de cincuenta años desde que era un crío de doce o trece y vivía en Ferry Farm.

El frío del aire de marzo dio paso al ambiente gélido de un lúgubre salón de recibo. El crujido de sus botas se convirtió en el eco de sus pasos sobre un suelo de tablas sin alfombrar. Las desnudas ramas de los árboles adoptaron la apariencia de los muebles deprimentes de la casa de su madre. Se absorbió en el recuerdo de aquella casa mientras daba su último paseo como presidente de Estados Unidos…

Marzo de 1745 3 de la tarde

Ferry Farm

Su pie repiqueteó contra el suelo cuando se repantigó en una de las incómodas butacas del salón de Ferry Farm. Como siempr

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos