El misterio de Salem's Lot

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Viejo amigo, ¿qué es lo que buscas?

Tras tantos años de ausencia vienes

con las imágenes que albergaste

bajo cielos extraños

muy lejanos de tu tierra.

GEORGE SEFERIS

1

Casi todo el mundo creía que el hombre y el chico eran padre e hijo.

Atravesaron la comarca dirigiéndose sin seguir una dirección muy precisa hacia el sudeste. Viajaban en un viejo Citroën de dos puertas y tomaban preferentemente las carreteras secundarias, que recorrían en tramos irregulares. Por el camino se detuvieron en tres lugares antes de llegar a su destino: primero en Rhode Island, donde el hombre alto de cabello negro se puso a trabajar en una fábrica textil; después en Youngstown, Ohio, donde trabajó durante tres meses en una línea de montaje de tractores y finalmente en un pueblecito californiano próximo a la frontera con México, donde trabajó como empleado de una gasolinera, además de realizar reparaciones en pequeños coches europeos, con un éxito que a él mismo le resultó tan sorprendente como reconfortante.

Cada vez que se detenían, el hombre compraba un periódico de Maine, el Press-Herald de Portland, y buscaba en él los artículos que hicieran alguna referencia a una pequeña ciudad del sur de Maine llamada Jerusalem’s Lot y a la región circundante. De vez en cuando encontraba alguna noticia sobre ellas.

Antes de llegar a Central Falls, Rhode Island, escribió en diferentes cuartuchos de motel el bosquejo de una novela que despachó por correo a su agente literario. Un millón de años atrás había sido un novelista de cierto éxito, cuando las sombras no habían invadido aún su vida. El agente llevó el borrador a su último editor, quien se mostró cortésmente interesado aunque no muy decidido a efectuar un adelanto de dinero. Pedir algo y dar las gracias por nada, explicó el hombre al muchacho mientras hacía pedazos la carta del agente, todavía era gratis. Lo dijo sin demasiada amargura y de todas maneras comenzó a escribir el libro.

El muchacho no solía hablar. Su rostro siempre estaba tenso y sus ojos eran sombríos, como si estuvieran escudriñando continuamente algún yermo horizonte interior. En los bares y en las estaciones de servicio donde se detenían por el camino se mostraba simplemente cortés. Parecía no querer separarse del hombre alto y se ponía nervioso cuando este le dejaba, aunque solo fuera para ir al cuarto de baño. Se negaba a hablar del pueblo de Salem’s Lot, aunque el hombre procuraba sacar el tema de vez en cuando, y nunca miraba los periódicos de Portland que su compañero dejaba deliberadamente a su alcance.

Cuando terminó el libro ambos vivían en una casita sobre la playa apartada de la carretera. Los dos solían nadar en el Pacífico, más cálido y amistoso que el Atlántico. En el Pacífico no había recuerdos. El chico empezó a ponerse muy moreno.

Aunque vivían bastante bien, ya que podían comer tres veces al día y tenían el refugio de un techo seguro, el hombre había empezado a sentirse deprimido y a abrigar dudas sobre la forma de vida que llevaban. Se había convertido en su maestro, y aunque al muchacho no parecía perjudicarle demasiado el hecho de no ir al colegio (era un chico despierto y con afición a los libros, como también lo había sido él), no creía que ayudarle a olvidar Salem’s Lot pudiera hacerle ningún bien. A veces, durante la noche, gritaba en sueños y arrojaba las mantas al suelo.

Recibieron una carta de Nueva York. El agente le comunicaba que la editorial Random House le ofrecía doce mil dólares de adelanto y que casi había cerrado un trato con un Club de Lectores.

Sin duda parecía interesante.

El hombre dejó su trabajo en la gasolinera y, junto con el muchacho, cruzaron la frontera.

2

Los Zapatos (un nombre que por absurdo resultaba secretamente atractivo al hombre) era una pequeña aldea situada no lejos del océano. Estaba bastante libre de turistas. No tenía una buena carretera, ni vista al mar (para ello había que seguir unos ocho kilómetros más hacia el oeste) ni lugares históricos de interés. Además, la taberna local estaba plagada de cucarachas y la única prostituta era una abuela de cincuenta años.

Al dejar atrás Estados Unidos su vida se llenó de una quietud casi extraterrena. Pocos aviones sobrevolaban sus cabezas, no había autopistas de peaje y nadie tenía una cortadora de césped eléctrica (ni se preocupaba por tenerla) en ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Tenían una radio que no emitía más que una sucesión de ruidos carentes de significado; todos los noticiarios se transmitían en español, que el chico empezaba a entender pero que para el hombre era y seguiría siendo incomprensible. Parecía no existir otra música que la ópera. Por las noches, a veces sintonizaban una emisora de música pop desde Monterrey, frenética con las inflexiones de Wolfman Jack, pero la onda aparecía y desaparecía. El único ruido de motor era el de un viejo Rototiller, propiedad de uno de los granjeros locales. Cuando el viento soplaba en esa dirección, el sonido entrecortado les llegaba débilmente a los oídos, como un espíritu inquieto. Sacaban a mano el agua del pozo.

Un par de veces al mes (no siempre juntos) oían misa en la pequeña iglesia de la aldea. Ninguno de los dos entendía el significado de la ceremonia, pero iban de todas formas. A veces, el hombre dormitaba en el calor sofocante al ritmo familiar de las plegarias y de las voces que las formulaban. Un domingo, el muchacho salió al destartalado porche del fondo, donde el hombre había empezado a escribir otra novela, y con voz vacilante le dijo que había hablado con el sacerdote para que le admitieran en la fe de su iglesia. El hombre hizo un gesto de asentimiento y le preguntó si sabía bastante español para aprender el catecismo. El chico contestó que no creía que eso fuera un problema.

Una vez a la semana, el hombre hacía un viaje de más de sesenta kilómetros en busca del periódico de Portland, Maine, que tenía siempre una semana de antigüedad por lo menos y a veces estaba manchado de orina de algún perro. Dos semanas después de que el muchacho le comunicara sus intenciones, encontró un artículo de fondo sobre Salem’s Lot y sobre una ciudad de Vermont llamada Momson. En el relato se mencionaba el nombre del hombre alto.

Este dejó el periódico por la habitación sin muchas esperanzas de que el muchacho lo leyera. El artículo le inquietaba por varias razones. Al parecer, no todo había terminado en Salem’s Lot.

Al día siguiente, el chico se le acercó con el periódico en la mano doblado de manera que se viera el encabezamiento: «¿Pueblo fantasma en Maine?»

—Tengo miedo —comentó.

—Yo también —respondió el hombre alto.

3

¿PUEBLO FANTASMA EN MAINE?

por John Lewis

Director articulista de Press-Herald

JERUSALEM’S LOT. — Jerusalem’s Lot es una pequeña ciudad situada al este de Cumberland y a treinta kilómetros al norte de Portland. No es, en la historia norteamericana, la primera ciudad que muere y desaparece y probablemente no será la última, pero es una de las más extrañas. Los pueblos fantasma son comunes en el sudoeste norteamericano, donde las comunidades crecieron poco menos que de la noche a la mañana en torno de ricos filones de oro y plata para desaparecer después casi con la misma rapidez a medida que las vetas se agotaban, dejando que las tiendas, los hoteles y los saloons se pudrieran, vacíos, en el silencio del desierto.

En Nueva Inglaterra, la misteriosa muerte de Jerusalem’s Lot, o Salem’s Lot, como suelen llamarlo los nativos, solo encuentra parangón en una pequeña ciudad de Vermont llamada Monson. Durante el verano de 1923, al parecer Monson dejó de ser habitable y desapareció, y con ella desaparecieron sus 312 habitantes. Las casas y los edificios de algunas pequeñas tiendas del centro de la ciudad están todavía en pie, pero desde ese verano de hace cincuenta y tres años siguen deshabitadas. En algunos casos, los muebles han sido retirados, pero la mayoría de las viviendas continúan amuebladas, como si en medio de la vida cotidiana un misterioso viento se hubiera llevado a la gente. En una casa la mesa estaba puesta para la comida, hasta con un centro de flores, marchitas desde hacía mucho tiempo. En otra, uno de los dormitorios estaba preparado para que alguien se acostara, con las camas prolijamente dispuestas. En una de las tiendas de la localidad se encontró sobre el mostrador una pieza de tela de algodón podrido y la caja registradora marcaba un dólar con veintidós. Los investigadores encontraron casi 50 dólares en el interior de la caja.

A la gente de aquella zona le gusta entretener a los turistas con la historia e insinuar que el pueblo está encantado; eso, dicen, explica el hecho de que desde entonces haya permanecido vacío. Una razón más plausible podría ser la circunstancia de que Monson se halla situada en un olvidado rincón del estado, lejos de todas las carreteras importantes. Allí no hay nada que no se pueda encontrar también en otras ciudades, a no ser, por supuesto, el misterioso hecho de quedarse súbitamente deshabitada, algo parecido a lo que ocurrió en Mary Celeste.

En el censo de 1970, Salem’s Lot figuraba con 1.319 habitantes, un aumento de 67 personas en los diez años transcurridos desde el censo anterior. Es un municipio extenso y placentero al que sus antiguos habitantes llamaban familiarmente Solar[1] y donde jamás sucedía nada demasiado notable. El único tema de conversación de los ancianos que se reunían regularmente en el parque y en el almacén agrícola era el incendio de 1951, cuando un fósforo arrojado por descuido inició uno de los incendios forestales más impresionantes en la historia reciente del estado.

Para cualquier hombre que quisiera terminar sus años de jubilado en un pequeño pueblo rural donde todo el mundo se ocupaba de sus propios asuntos y donde el gran acontecimiento de la semana solía ser el concurso de bizcochos que organizaba la Comisión de Señoras, Solar podía haber sido una buena elección. En el aspecto demográfico, el censo de 1970 mostraba unos hechos tan familiares a los sociólogos rurales como a cualquiera que residiera desde hacía años en alguna pequeña ciudad de Maine: un montón de ancianos, algunos pobres, y un grupo de jóvenes que se alejaban de la zona con su diploma bajo el brazo para nunca más volver.

Pero hace poco más de un año, algo fuera de lo común empezó a suceder en Jerusalem’s Lot. La gente comenzó a desaparecer. Por supuesto que la mayor parte de los desaparecidos no pueden considerarse como tales en el sentido estricto de la palabra. El antiguo agente de policía de Solar, Parkins Gillespie, vive con su hermano en Kittery. Charles James, propietario de una gasolinera situada frente a la farmacia, está ahora al frente de un taller de reparaciones en la vecina ciudad de Cumberland. Pauline Dickens se ha trasladado a Los Ángeles y Rhoda Curless trabaja en Portland con la Misión San Mateo. La lista de «no desaparecidos» podría prolongarse indefinidamente.

Lo que resulta enigmático en todas estas personas encontradas es su unánime renuencia —o incapacidad— para hablar de Jerusalem’s Lot y de lo que pueda (o no) haber sucedido allí. Parkins Gillespie se limitó a mirar al periodista, encender un cigarrillo y contestar: «Decidí marcharme, eso es todo.» Charles James asegura que se vio obligado a irse porque su negocio desapareció al mismo tiempo que la ciudad. Pauline Dickens, que trabajó durante varios años como camarera en el Café Excellent, no contestó jamás a las preguntas que el periodista le formuló por carta. Y la señorita Curless se niega a decir una sola palabra sobre Salem’s Lot.

Ciertas desapariciones pueden explicarse basándose en algunas conjeturas y haciendo algunas investigaciones. Lawrence Crockett, el agente de la propiedad inmobiliaria de la ciudad, que ha desaparecido con su mujer y su hija, deja tras de sí varias operaciones comerciales e inmobiliarias de dudosa naturaleza, entre ellas cierta especulación con unos terrenos de Portland donde se están construyendo ahora el paseo y el centro comercial. El matrimonio Royce McDougall, también entre los desaparecidos, había perdido a su hijo pequeño ese mismo año y no había nada importante que les retuviera en la ciudad. Podrían estar en cualquier parte, y hay otros en la misma situación. Según Peter McFee, el jefe de policía del estado: «Hemos seguido la pista a muchas de las personas que se fueron de Salem’s Lot, pero no es esta la única ciudad de Maine donde la gente se ha esfumado. Royce McDougall, por ejemplo, se marchó debiendo dinero a un banco y a dos compañías financieras… A mi juicio, no era más que un ave de paso que decidió mejorar su suerte. En cualquier momento, este año o el próximo, usará una de las tarjetas de crédito que tiene en la billetera y lo atraparán en un abrir y cerrar de ojos. En Estados Unidos, las personas desaparecidas son tan frecuentes como la tarta de manzana. Vivimos en una sociedad centrada en el automóvil. Cada dos o tres años, la gente recoge sus bártulos y se va a otro sitio. A veces olvidan dejar su nueva dirección. Especialmente los vagabundos.»

Sin embargo, y pese al contundente sentido práctico de las palabras del capitán McFee, quedan muchas preguntas sin respuesta en Salem’s Lot. Henry Petrie, su mujer y su hijo también se han ido, y sería difícil calificar de vagabundo al señor Petrie, ejecutivo de la Compañía de Seguros Prudencial. También el empresario local de pompas fúnebres, el librero y la esthéticienne están en el archivo de desaparecidos. La lista alcanza una longitud inquietante.

En los pueblos circundantes se ha iniciado la previsible campaña de rumores que es el comienzo de la leyenda. Se afirma que en Salem’s Lot hay fantasmas. Se dice que a veces hay luces de colores que se ciernen sobre los cables de alta tensión de la central eléctrica de Maine, que atraviesan el municipio, y si uno sugiere que a los habitantes de Solar se los llevaron los OVNIS, nadie se reirá. Se ha hablado incluso del «oscuro pacto» de un grupo de jóvenes que celebraban misas negras en el pueblo, lo que podría haber producido la ira de Dios sobre una ciudad que llevaba el mismo nombre que la ciudad más sagrada de Tierra Santa. Otros, menos inclinados hacia lo sobrenatural, recuerdan a los jóvenes que hace unos tres años «desaparecieron» en Houston, Texas, para ser descubiertos luego en espantosas tumbas colectivas.

Tras una visita a Salem’s Lot, todas esas conjeturas parecen menos disparatadas. No queda una sola tienda abierta. La última en desaparecer fue la farmacia de Spencer, que cerró sus puertas en enero. También han cerrado el almacén de productos agrícolas de Crossen, la ferretería, la tienda de muebles de Barlow y Straker, el Café Excellent, e incluso el edificio municipal, así como la nueva escuela secundaria, construida en Solar en 1967. El mobiliario y los libros de la escuela han sido trasladados a un establecimiento provisional en Cumberland, pero parece que al comienzo del nuevo año escolar no acudirá ningún niño de Salem’s Lot. Allí ya no hay niños; solo quedan tiendas y locales abandonados, casas desiertas, jardines y caminos descuidados.

Algunas de las personas a quienes la policía estatal quisiera localizar, o de quienes le gustaría por lo menos tener noticias, son John Croggins, pastor de la iglesia metodista de Salem’s Lot; el padre Donald Callahan, párroco de St. Andrew; Mabel Werts, una viuda de la localidad que se distinguía por su labor en la iglesia de Salem’s Lot y por sus funciones sociales; Lester y Harriet Durham, un matrimonio que trabajaba en Gates Mill y Weaving; Eva Miller, propietaria de una pensión en la localidad…

4

Dos meses después de la publicación de aquel artículo en el periódico, el muchacho fue bautizado en la fe católica. Hizo su primera confesión y lo confesó todo…

5

El sacerdote de la aldea era un anciano de cabello blanco y rostro atrapado en una red de arrugas. Desde la cara curtida por el sol, los ojos atisbaban con una vivacidad y una avidez sorprendentes; eran unos ojos azules, muy irlandeses. Cuando el hombre alto llegó a su casa, el cura estaba sentado en el porche tomando el té. Junto a él había un hombre bien trajeado, con el cabello peinado con raya en medio y tal cantidad de brillantina que al hombre alto le hizo pensar en viejas fotografías de 1890.

—Soy Jesús de la Rey Muñoz —se presentó el hombre—. El padre Gracon me pidió que hiciera de intérprete, porque él no sabe inglés. El padre ha hecho a mi familia un gran servicio que no me está permitido mencionar. Mis labios permanecerán igualmente sellados respecto al problema que él quiere plantear. ¿Está usted de acuerdo?

—Sí. —El hombre estrechó la mano de Muñoz y después la de Gracon. Este habló en español sonriendo. No le quedaban más que cinco dientes, pero su sonrisa era alegre y amplia.

—Pregunta si aceptaría usted una taza de té. Es té de menta, muy refrescante.

—Me encantaría.

—El muchacho no es su hijo —dijo el sacerdote una vez superadas las formalidades.

—No.

—Su confesión fue muy extraña. En realidad, en toda mi vida de sacerdote no había oído una confesión tan extraña.

—No me sorprende.

—Y lloró —continuó el padre Gracon mientras bebía su té—, con un llanto intenso y terrible que parecía proceder de lo más profundo de su alma. ¿Debo hacer la pregunta que esa confesión implica?

—No —respondió con calma el hombre alto—. No es necesario. Le dijo la verdad.

Ya antes de que Muñoz se lo tradujera, Gracon asentía con la cabeza y su rostro había cambiado de expresión. Se inclinó hacia delante, con las manos cruzadas entre las rodillas, y habló durante largo rato. Muñoz le escuchaba atentamente con el rostro inexpresivo. Cuando el sacerdote terminó, el intérprete empezó a hablar.

—Dice que en el mundo hay cosas extrañas. Hace cuarenta años, un campesino de El Graniones le trajo una lagartija que gritaba como si fuera una mujer. También ha visto un hombre que tenía estigmas, el sello de la pasión de Nuestro Señor, y que le sangraban las manos y los pies el Viernes Santo. Dice que esto es una cosa terrible y tenebrosa. Grave para usted y para el muchacho (sobre todo para el chico). Es algo que le está carcomiendo. Dice…

Gracon volvió a hablar brevemente.

—Pregunta si usted entiende qué es lo que ha hecho en esta Nueva Jerusalem.

—En Jerusalem’s Lot —repitió el hombre—. Sí, lo entiendo.

Gracon volvió a hablar.

—Quiere saber qué es lo que piensa hacer al respecto.

El hombre alto meneó muy lentamente la cabeza.

—No lo sé.

Gracon habló de nuevo.

—Dice que rezará por ustedes.

6

Una semana más tarde despertó sudando por una pesadilla y pronunció el nombre del muchacho.

—Tengo que volver —anunció.

El muchacho palideció bajo su bronceado.

—¿Puedes venir conmigo? —preguntó el hombre.

—¿Tú me quieres?

—Sí. Por Dios que sí.

El muchacho empezó a llorar y el hombre alto le abrazó.

7

Aún seguía sin poder dormir. Había rostros que acechaban en las sombras, elevándose sobre él en un torbellino como caras desdibujadas por la nieve, y cuando el viento sacudía una rama y la golpeaba contra el techo, el hombre daba un salto.

Salem’s Lot…

Cerró los ojos y cubrió su rostro con el brazo. Todo empezó de nuevo. Podía ver el pisapapeles de cristal, uno de esos que cuando se mueven provocan en su interior una tormenta de nieve en miniatura.

El solar de Salem…

Primera parte. La casa de los Marsten

PRIMERA PARTE

LA CASA DE LOS MARSTEN

Ningún organismo viviente puede seguir existiendo durante mucho tiempo en la realidad absoluta sin perder la razón; hay quien supone que incluso las alondras y las cigarras sueñan. Hill House, un lugar que nadie asociaría precisamente con la cordura, se erguía sola sobre sus colinas reteniendo dentro de sí la oscuridad: hacía ochenta años que se mantenía así y podía seguir haciéndolo durante otros ochenta más. En su interior, las paredes conservaban su perfecta verticalidad, los ladrillos se unían con pulcritud, el suelo se mantenía firme y las puertas cerradas. El silencio se afirmaba pesadamente contra la madera y la piedra de Hill House, y cualquier cosa que por allí apareciera, aparecía sola.

SHIRLEY JACKSON
The Haunting of Hill House

Uno. Ben (I)

UNO

BEN (I)

1

Tras sobrepasar Portland mientras se dirigía al Norte por la autopista de peaje, Ben Mears había empezado a sentir en el vientre un cosquilleo de agitación nada desagradable. Era el 5 de septiembre de 1975 y el verano se complacía en una última y magnífica exuberancia. El verde estallaba en los árboles, el cielo era de un azul lejano y suave y más allá de la línea ferroviaria de Falmouth Ben distinguía a dos muchachos que andaban por un camino paralelo a la autopista con las cañas de pescar al hombro como si fueran carabinas.

<

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos