La memoria de la nieve

Danielle Trussoni

Fragmento

Capítulo 1

1

En el siglo XXI descubrir que eres la heredera de un título nobiliario es como ganar una fortuna en la lotería, el Mega Millions o el premio gordo del Powerball, y enterarte después de que te pagarán el premio en francos o en liras: de repente eres rica, pero rica en una moneda que carece de valor en el mundo actual.

O eso me pareció a mí cuando supe que era la última descendiente viva de la antigua Casa de Montebianco, una familia cuyo poder, desde la Edad Media hasta la unificación de Italia en el siglo XIX, era inmenso; cuyos hijos varones, porque solo los hijos varones importaban en esas épocas tan poco ilustradas, habían librado guerras religiosas, se habían casado con princesas de poca importancia y habían engendrado hijos nobles, pero cuya fortuna (y fertilidad) había ido disminuyendo a medida que surgía el mundo moderno, lo cual me convertía a mí, Bert Monte, una mujer estadounidense de veintiocho años con escaso don de gentes y ningún conocimiento de la historia europea, en la única heredera sanguínea de unos dominios ancestrales en las montañas del norte de Italia.

Todo empezó temprano la mañana de un sábado justo antes de Navidad. Yo vivía sola, aunque las cosas de Luca seguían estando en casa. Se había ido llevando ropa a su nuevo piso poco a poco, semana a semana, unos vaqueros aquí, una camiseta allá, para intentar mantener entrecruzadas nuestras vidas. Su plan estaba funcionando: nos veíamos a menudo, y hasta habíamos ido a cenar y a ver una película el mes anterior. Aunque llevábamos seis meses separados, y había sido idea mía que él se marchara de casa, me resultaba reconfortante tener a mi marido cerca. Habíamos estado juntos casi diez años y, a pesar de los problemas, que eran en su mayoría problemas míos, como ambos coincidíamos en admitir, me resultaba difícil imaginarme la vida sin él. Mis padres habían fallecido, y no tenía ningún hermano, ni tíos ni primos. Luca era mi única familia.

Hasta, claro está, que llegó la carta de Italia. Llamaron a la puerta y dejé de decorar el árbol de Navidad, un abeto de noventa centímetros adornado con espumillón y luces intermitentes, para ir a abrir. Era una fría y soleada mañana de diciembre, con el cielo tan brillante que el sobre centelleó en mis manos como un espejo. Firmé en un dispositivo móvil, le deseé felices fiestas al cartero y volví a entrar antes de ver que el sobre no iba dirigido a mí, Bert Monte, sino a alguien llamado Alberta Isabelle Eleanor Vittoria Montebianco.

Me senté a la mesa de la cocina y aparté el espumillón y las bolas navideñas para poder mirarlo mejor. El remite provenía de Turín, Italia. Una formación de coloridos sellos italianos flotaba en el margen superior derecho del sobre satinado. Las palabras «Alberta Isabelle Eleanor Vittoria Montebianco» figuraban escritas en el centro. Aunque todo el mundo me llamaba Bert, mi nombre de pila era Alberta, de modo que esa parte tenía sentido. Los demás nombres, sin embargo, eran un misterio.

Dudaba de si debía abrir algo que podía no pertenecerme, pero, después de todo, Alberta era mi nombre, y la dirección era la mía, así que sin darle más vueltas rasgué el sobre. Un grueso fajo de hojas tamaño A4 me cayó en la mano. La primera página estaba cubierta de caligrafía, y en su margen inferior derecho, brillando como una medalla por el primer puesto, relucía el sello dorado de un castillo suspendido sobre dos montañas. Tan solo el papel ya era algo digno de verse: papel de lino de muy buena calidad, cremoso y denso, con la tinta impregnada en la fibra con la plumilla de una estilográfica. El texto era espeso y completamente ininteligible. Pasé las páginas tratando de encontrar algo que pudiera entender, pero aparte del nombre Montebianco, que aparecía casi cada dos líneas, me resultó del todo incomprensible. Sostuve el sobre en alto y recité el nombre en voz alta, Alberta Isabelle Eleanor Vittoria Montebianco, pronunciando con dificultad las sílabas, como un niño que aprende a leer.

Lo primero que pensé fue llamar a Luca. Él siempre sabía qué hacer. Lógico, responsable, sensato; esas era las cualidades que me gustaban de él, y las cualidades que todavía nos unían, incluso después de los momentos difíciles que habíamos pasado. Conocía a Luca de casi toda la vida: habíamos ido a los mismos colegios; habíamos crecido prácticamente juntos, y él me conocía mejor que nadie. Había sufrido conmigo tras el último aborto espontáneo, y fue él quien me sugirió que fuera a terapia, se ofreció a acompañarme, incluso cuando era evidente que yo lo necesitaba más que él. Luca siempre había creído que con un poco de trabajo y de preparación, podríamos sobrevivir a cualquier cosa. Pero había algo seguro: ninguno de los dos podría haberse preparado para una carta como la de los administradores del patrimonio de la familia Montebianco.

Recuerdo estar sentada allí, en mi cocina, haciendo girar el sobre en mis manos. Entonces me invadió una sensación extraña, clara como una voz susurrándome al oído. Era una advertencia, una premonición de peligro. Ahora me pregunto, después de todo lo que he averiguado sobre la familia Montebianco y de todo lo que ha pasado desde aquel día nevoso de diciembre, cómo habría sido mi vida si hubiera tirado el sobre al cubo de reciclaje junto con la propaganda y los periódicos viejos. Pero no tiré la carta, y no presté atención a la creciente sensación de peligro que me recorría la espalda. Simplemente volví a introducir las hojas en el sobre, me puse la chaqueta y salí a buscar a Luca aquella mañana fría y radiante.

Mi marido era propietario de un bar llamado Miltonian, un local habitual en Main Street, en Milton, un pueblo fluvial de unos dos mil habitantes del estado de Nueva York situado a dos horas al norte de Manhattan. Había ido en coche al bar de Luca mil veces por lo menos, pasando por las colinas ondulantes y los manzanares, los cultivos de calabazas y los campos de maíz, los salones de manicura y los puestos de fruta junto a la carretera. Milton no se había visto afectada por la gran migración de Brooklyn que había revitalizado Hudson, Kingston o Beacon los últimos años. Era pequeña, con una población estática, lo cual nos iba bien a quienes crecimos allí, pero resultaba difícil para los propietarios de negocios como Luca, que necesitaban la actividad de una ciudad.

Aparqué en Main Street, delante del Miltonian. El bar de mi marido era un local pequeño y achaparrado de ladrillo con un letrero de cerveza de neón en el escaparate. Dentro se extendía una larga barra pulida del siglo XIX, una antigua mesa de billar con unas garras de grifo aferradas a la madera noble, una máquina de discos llena de viejos clásicos de jazz y una serie de lámparas bajas de cristal de la época de la depresión cuya luz difuminada lo cubría todo.

Entré y me senté en mi taburete favorito. Bob, mi futuro exsuegro, acababa de almorzar. Se puso el abrigo y me dirigió una rápida sonrisa.

—Está en la trastienda.

—Gracias, Bo

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