1
En el siglo XXI descubrir que eres la heredera de un título nobiliario es como ganar una fortuna en la lotería, el Mega Millions o el premio gordo del Powerball, y enterarte después de que te pagarán el premio en francos o en liras: de repente eres rica, pero rica en una moneda que carece de valor en el mundo actual.
O eso me pareció a mí cuando supe que era la última descendiente viva de la antigua Casa de Montebianco, una familia cuyo poder, desde la Edad Media hasta la unificación de Italia en el siglo XIX, era inmenso; cuyos hijos varones, porque solo los hijos varones importaban en esas épocas tan poco ilustradas, habían librado guerras religiosas, se habían casado con princesas de poca importancia y habían engendrado hijos nobles, pero cuya fortuna (y fertilidad) había ido disminuyendo a medida que surgía el mundo moderno, lo cual me convertía a mí, Bert Monte, una mujer estadounidense de veintiocho años con escaso don de gentes y ningún conocimiento de la historia europea, en la única heredera sanguínea de unos dominios ancestrales en las montañas del norte de Italia.
Todo empezó temprano la mañana de un sábado justo antes de Navidad. Yo vivía sola, aunque las cosas de Luca seguían estando en casa. Se había ido llevando ropa a su nuevo piso poco a poco, semana a semana, unos vaqueros aquí, una camiseta allá, para intentar mantener entrecruzadas nuestras vidas. Su plan estaba funcionando: nos veíamos a menudo, y hasta habíamos ido a cenar y a ver una película el mes anterior. Aunque llevábamos seis meses separados, y había sido idea mía que él se marchara de casa, me resultaba reconfortante tener a mi marido cerca. Habíamos estado juntos casi diez años y, a pesar de los problemas, que eran en su mayoría problemas míos, como ambos coincidíamos en admitir, me resultaba difícil imaginarme la vida sin él. Mis padres habían fallecido, y no tenía ningún hermano, ni tíos ni primos. Luca era mi única familia.
Hasta, claro está, que llegó la carta de Italia. Llamaron a la puerta y dejé de decorar el árbol de Navidad, un abeto de noventa centímetros adornado con espumillón y luces intermitentes, para ir a abrir. Era una fría y soleada mañana de diciembre, con el cielo tan brillante que el sobre centelleó en mis manos como un espejo. Firmé en un dispositivo móvil, le deseé felices fiestas al cartero y volví a entrar antes de ver que el sobre no iba dirigido a mí, Bert Monte, sino a alguien llamado Alberta Isabelle Eleanor Vittoria Montebianco.
Me senté a la mesa de la cocina y aparté el espumillón y las bolas navideñas para poder mirarlo mejor. El remite provenía de Turín, Italia. Una formación de coloridos sellos italianos flotaba en el margen superior derecho del sobre satinado. Las palabras «Alberta Isabelle Eleanor Vittoria Montebianco» figuraban escritas en el centro. Aunque todo el mundo me llamaba Bert, mi nombre de pila era Alberta, de modo que esa parte tenía sentido. Los demás nombres, sin embargo, eran un misterio.
Dudaba de si debía abrir algo que podía no pertenecerme, pero, después de todo, Alberta era mi nombre, y la dirección era la mía, así que sin darle más vueltas rasgué el sobre. Un grueso fajo de hojas tamaño A4 me cayó en la mano. La primera página estaba cubierta de caligrafía, y en su margen inferior derecho, brillando como una medalla por el primer puesto, relucía el sello dorado de un castillo suspendido sobre dos montañas. Tan solo el papel ya era algo digno de verse: papel de lino de muy buena calidad, cremoso y denso, con la tinta impregnada en la fibra con la plumilla de una estilográfica. El texto era espeso y completamente ininteligible. Pasé las páginas tratando de encontrar algo que pudiera entender, pero aparte del nombre Montebianco, que aparecía casi cada dos líneas, me resultó del todo incomprensible. Sostuve el sobre en alto y recité el nombre en voz alta, Alberta Isabelle Eleanor Vittoria Montebianco, pronunciando con dificultad las sílabas, como un niño que aprende a leer.
Lo primero que pensé fue llamar a Luca. Él siempre sabía qué hacer. Lógico, responsable, sensato; esas era las cualidades que me gustaban de él, y las cualidades que todavía nos unían, incluso después de los momentos difíciles que habíamos pasado. Conocía a Luca de casi toda la vida: habíamos ido a los mismos colegios; habíamos crecido prácticamente juntos, y él me conocía mejor que nadie. Había sufrido conmigo tras el último aborto espontáneo, y fue él quien me sugirió que fuera a terapia, se ofreció a acompañarme, incluso cuando era evidente que yo lo necesitaba más que él. Luca siempre había creído que con un poco de trabajo y de preparación, podríamos sobrevivir a cualquier cosa. Pero había algo seguro: ninguno de los dos podría haberse preparado para una carta como la de los administradores del patrimonio de la familia Montebianco.
Recuerdo estar sentada allí, en mi cocina, haciendo girar el sobre en mis manos. Entonces me invadió una sensación extraña, clara como una voz susurrándome al oído. Era una advertencia, una premonición de peligro. Ahora me pregunto, después de todo lo que he averiguado sobre la familia Montebianco y de todo lo que ha pasado desde aquel día nevoso de diciembre, cómo habría sido mi vida si hubiera tirado el sobre al cubo de reciclaje junto con la propaganda y los periódicos viejos. Pero no tiré la carta, y no presté atención a la creciente sensación de peligro que me recorría la espalda. Simplemente volví a introducir las hojas en el sobre, me puse la chaqueta y salí a buscar a Luca aquella mañana fría y radiante.
Mi marido era propietario de un bar llamado Miltonian, un local habitual en Main Street, en Milton, un pueblo fluvial de unos dos mil habitantes del estado de Nueva York situado a dos horas al norte de Manhattan. Había ido en coche al bar de Luca mil veces por lo menos, pasando por las colinas ondulantes y los manzanares, los cultivos de calabazas y los campos de maíz, los salones de manicura y los puestos de fruta junto a la carretera. Milton no se había visto afectada por la gran migración de Brooklyn que había revitalizado Hudson, Kingston o Beacon los últimos años. Era pequeña, con una población estática, lo cual nos iba bien a quienes crecimos allí, pero resultaba difícil para los propietarios de negocios como Luca, que necesitaban la actividad de una ciudad.
Aparqué en Main Street, delante del Miltonian. El bar de mi marido era un local pequeño y achaparrado de ladrillo con un letrero de cerveza de neón en el escaparate. Dentro se extendía una larga barra pulida del siglo XIX, una antigua mesa de billar con unas garras de grifo aferradas a la madera noble, una máquina de discos llena de viejos clásicos de jazz y una serie de lámparas bajas de cristal de la época de la depresión cuya luz difuminada lo cubría todo.
Entré y me senté en mi taburete favorito. Bob, mi futuro exsuegro, acababa de almorzar. Se puso el abrigo y me dirigió una rápida sonrisa.
—Está en la trastienda.
—Gracias, Bob —dije, y le di un beso en la mejilla cuando se marchaba. La madre de Luca había muerto cuando él estaba en quinto de primaria, y su padre y él habían tenido que apañárselas solos. A Bob le sabía tan mal la situación de nuestro matrimonio como a Luca, y yo lo quería por ello.
—Hola —dijo Luca, que volvía de la trastienda con un montón de botellas: Hudson Baby Bourbon, Curious Gin de Catskill, y otras que no alcancé a identificar. Le sorprendió verme ahí; no había estado en el bar desde nuestra separación.
—¿Quieres comer algo? —Llevaba días sin afeitarse, y la sombra de una incipiente barba rubia le cubría el mentón y las mejillas, confiriéndole un aspecto desaliñado que siempre me había parecido sexy.
—Una copa —respondí, dejando el sobre en la barra—. Un gin-tonic con extra de lima.
En el pasado no habría tenido que decírselo. Luca sabía lo que me gustaba beber y solía tenerlo preparado antes de que pudiera pedírselo. Pero últimamente, aquel hombre al que conocía de casi toda la vida me miraba como si me hubiera convertido en otra persona y como si todas las cosas que me solían gustar, como el café solo, los largos paseos junto al río, las novelas de suspense y los gin-tonics fuertes con extra de lima, pudieran cambiar igual que mi estado de ánimo.
Mientras preparaba mi copa, coloqué las páginas en la barra, alisé los bordes e intenté entender (sin lograrlo) una o dos palabras de italiano. Me parecían documentos oficiales, por lo menos la primera hoja, con su gran sello dorado y su colorida caligrafía.
—¿Has vuelto a estudiar? —preguntó Luca, depositando el gin-tonic y un bol de cacahuetes en la barra.
Hubiera querido titularme en Educación de la Primera Infancia, e incluso llegué a finalizar dos semestres de un programa en el Marist, pero todo eso quedó en nada cuando perdí otro bebé, esta vez a los cinco meses, en una fase más avanzada que los demás, lo bastante desarrollado como para que supiéramos que hubiera sido niño. No soportaba leer sobre los hitos físicos durante el primer año de la vida de un bebé o el desarrollo del lenguaje de los niños pequeños, cuando estaba cada vez más claro que yo nunca podría tener hijos. Hasta entonces, nadie, ni siquiera Luca, había sabido cómo ayudarme a superar eso.
—No tiene nada que ver con los estudios —dije, mirándolo a los ojos. Se sirvió una pinta de IPA, algo que no era habitual: Luca no bebía en el trabajo. Pero esta vez se había dado cuenta de que necesitaba compañía, de modo que rompió la costumbre y me acompañó. Incliné mi copa hacia él a modo de brindis y tomé un trago de gin-tonic. El lento e inapelable subidón de alcohol, el inevitable flujo de sangre hacia mi cerebro me hizo sentir bien.
—¿De qué se trata entonces? —preguntó Luca, al tiempo que miraba los documentos expuestos en la barra.
—No estoy muy segura —contesté antes de dar otro largo sorbo a mi copa—. Me llegó hoy a casa.
—Parece italiano —comentó Luca, inclinándose hacia las páginas. Levantó el sobre y leyó en voz alta los floridos nombres italianos, cada uno de ellos como flores en una rama: «Alberta Isabelle Eleanor Vittoria Montebianco». ¿Quién coño es esa?
—Sé tanto como tú —respondí encogiéndome de hombros.
—¿Turín? —exclamó tras mirar el remitente.
Algo me vino a la cabeza, un recuerdo que surgía de un lugar recóndito:
—¿No eran de Turín nuestros abuelos?
—Eran de más al norte —precisó Luca—. Donde están los Alpes.
Nuestros abuelos habían nacido en el mismo pueblecito del norte de Italia. Habían inmigrado a la ciudad de Nueva York antes de la Segunda Guerra Mundial, habían vivido en una comunidad muy unida en Little Italy, y después, en los años cincuenta, se habían trasladado a Milton, atraídos por los jardines traseros y las buenas escuelas públicas. Luca y yo habíamos crecido a la sombra de esta migración: los elaborados almuerzos de los domingos que duraban toda la tarde, la educación en un colegio católico, el sentimiento de formar parte del mismo clan. Nuestra herencia era del norte de Italia, nuestra piel blanca como la nieve, nuestro pelo era rubio y nuestros ojos, de un palidísimo tono azul. Nuestra ascendencia se aferraba a nuestros genes como una faltriquera a una cadena, incluso cuando nuestros abuelos y, después, nuestros padres, perdieron su lengua y cultura maternas y se convirtieron en estadounidenses.
A pesar de la herencia que compartía con Luca, nuestras familias no habían sido íntimas. De hecho, siempre tuve la sensación de que no se caían bien, sobre todo la generación de los mayores, aunque no contaba con nada en concreto que respaldara esta idea. La abuela paterna de Luca, la nonna Sophia, nunca fue especialmente cariñosa conmigo, ni siquiera en nuestra boda. Cuando Luca y yo la llevábamos a la iglesia los domingos, como solíamos hacer antes de la separación, nunca se sentaba cerca de mí en el banco, sino entre su hijo y su nieto, como si pudiera pegársele algo de mí.
—¿Cómo está la nonna? —pregunté, toqueteando los documentos de la barra. La nonna había nacido en Italia, y se me ocurrió que era probable que pudiera ayudarme a descifrar la carta.
—A sus ochenta y seis años tiene una salud de hierro —respondió mientras cogía un puñado de cacahuetes.
—Nos enterrará a todos —concluí, con admiración y pavor a la vez.
—De hecho, no está demasiado bien desde la mudanza —comentó—. Mi padre dice que está de peor humor que nunca.
Aquel año Bob y Luca habían llevado a la nonna a un piso de Monastery, un complejo habitacional para jubilados situado junto al río. Fue todo un show. La nonna no quería dejar su casa, pero Bob había insistido.
—¿No le gusta estar ahí?
—Pues no. Es difícil acostumbrarse a un nuevo entorno. —Algo en su voz me indicó que se estaba refiriendo más a él mismo que a su abuela—. Echa de menos su antigua vida, pero estará bien. Es fuerte.
Me miró a los ojos, y supe que estaba esperando que hablara de su vuelta a casa. Quería olvidarse de todo lo malo que había pasado entre nosotros. Quería empezar de cero.
—Estoy intentando superarlo —dije con un tono que no había querido imprimir a mi voz—. Ya lo sabes.
—Sí, sí —respondió con una dulce sonrisa—. Pero podría ser más fácil con algo de ayuda, ¿no crees?
Deslicé los documentos hacia Luca para que fijara su atención en el problema en cuestión.
—¿Crees que la nonna podría echarles un vistazo? Tal vez podría decirme de qué va todo esto.
—Podría —aseguró Luca, mirando de nuevo los documentos. Parecía tan intrigado como yo al respecto—. ¿Por qué no te pasas por Monastery a ver qué dice?
Me mordí el labio inferior, preguntándome si lamentaría haber metido a la nonna en aquel asunto. Las cosas entre Luca y yo ya estaban lo bastante complicadas como para involucrar a toda la familia. Quizá fuera hora de que solucionara mis problemas por mí misma, y más ahora que vivíamos separados.
—¿Crees que entenderá lo que dicen? —pregunté, aunque sabía perfectamente que lo entendería todo. Los mayores hablaban italiano todo el tiempo. Mis abuelos llevaban años muertos, pero aún recordaba la melodía de sus voces cuando hablaban su lengua materna.
—La llamaré —concluyó—. La avisaré de que vas.
2
El complejo residencial para jubilados de Monastery, situado a la orilla de un río, consistía en una inmensa estructura de ladrillo con bajantes de cobre, ventanas oscuras y un tejado de pizarra cubierto de musgo. Construido a mediados del siglo XIX, había alojado a sacerdotes católicos hasta los años ochenta, cuando un promotor inmobiliario lo dividió en veintidós pisos independientes, unos con vistas al río y otros que daban al bosque.
Aparqué cerca de la entrada y me quedé sentada en el coche mientras una oleada de ansiedad me recorría el cuerpo. La nonna era una mujer formidable, y yo le tenía algo de miedo, especialmente porque no la había visto desde que le pedí a Luca que se fuera de casa. Antes ya no es que estuviera loca por mí, y siempre había parecido despreciar a mi familia, pero ahora tendría un verdadero motivo para detestarme.
Me tranquilicé, me puse el sobre bajo el brazo y me dirigí hacia el mostrador de la recepción, donde un auxiliar de enfermería con barba anotó mi nombre y me condujo al piso de la nonna.
—Ha venido alguien a verte, Sophia —dijo. Me hizo pasar a la habitación antes de volver al pasillo y dejarme sola con la menuda y temible abuela de Luca.
Cuando comenzó la batalla por el traslado de la nonna, Bob había argumentado que la nonna estaría más cómoda en Monastery, que no era tan antiséptico ni estaba tan medicalizado como las demás residencias para jubilados, y era verdad: el piso de la nonna era acogedor y cómodo, con obras de arte en las paredes y libros amontonados por todas partes. Disponía de una pequeña cocina, un cuarto de baño privado y unas vistas impresionantes del río, con sus orillas nevadas cubiertas de una densa neblina gris. Un árbol de Navidad parpadeaba en el rincón con unos cuantos regalos debajo, y recordé, de repente, que faltaba poco para Nochebuena. Tendría que haber llevado un regalo. Habría arrojado una mejor luz a todo el asunto.
—Nonna —dije. No pareció oírme o verme, así que me acerqué un paso más—. ¿He venido en buen momento?
La nonna, bajita y frágil, con una peluca de cabello negro azabache colocada en la cabeza como un nido, estaba sentada en un sofá modular cerca de la ventana, con una lupa en una mano y una novela en rústica en la otra.
Giró la lupa en mi dirección, y la gruesa lente amplió un solo ojo azul, duro y brillante como una canica de cristal.
—Pasa, siéntate —dijo. Hablaba inglés con mucho acento y con una voz clara y directa y enérgica, en absoluto la voz que una esperaría en una persona de ochenta y seis años.
Me senté frente a la nonna en un asiento reclinable. De cerca, su piel estaba salpicada de lunares y pecas. En la barbilla y las orejas le crecían unos cuantos pelos, y tenía las manos moteadas de manchas de la edad. Me miró con escepticismo, y me pregunté si se había olvidado de mí.
—Soy Bert —dije, y noté que me sonrojaba—. La mujer de Luca.
—Sé quién eres, niña —me espetó, con los ojos puestos en la puerta, en busca de su nieto—. ¿Ha venido Luca también?
—Está trabajando —respondí—. Me pidió que te dijera que vendrá el domingo, con Bob, para llevarte a la iglesia.
—Oh —exclamó. Me miró con una extraña intensidad, como si intentara comprender por qué había ido sin Luca—. Recuérdame algo: ¿de quién eres?
La generación de los mayores siempre te preguntaba quiénes eran tus padres y tus abuelos, como si tú no fueras más que un débil reflejo de un original ancestral.
—Mis padres eran Giuliano y Barb. Soy la única nieta de Giovanni y Marta Monte.
—La nieta de Giovanni —comentó enigmáticamente, frunciendo el ceño—. Pues claro. Puedo ver el parecido. Eres igual que tu abuelo de joven. Alrededor de los ojos. Era atractivo tu abuelo. Nessun dubbio a riguardo.
Apenas recordaba a mi abuelo. Murió cuando yo tenía cinco años, y solo conservaba fragmentos de él: el olor de sus cigarrillos, el brillo en sus ojos azules cuando reía, los relucientes zapatos de piel con borla que calzaba. Cuando iba a preguntar qué otras similitudes veía entre nosotros, la nonna se levantó del sofá y se dirigió hacia la cocina.
—¿Café? —preguntó—. ¿Con leche o azúcar?
—Solo —contesté mientras observaba la novela que estaba leyendo: Amore proibito. En la cubierta, un hombretón descamisado llevaba en brazos a una jovencita pelirroja.
La nonna regresó con el café. Le costaba un poco manejarse, así que le tomé las tazas, las dejé en la mesa de centro y la ayudé a sentarse. Cuando estuvo instalada, saqué el sobre de Turín.
—Esperaba que pudieras ayudarme con algo, nonna —dije, sacando los documentos del sobre y dándoselos—. Me llegó esto por correo pero no sé qué dice.
La nonna extendió los papeles en la mesa y cogió la lupa. Fue recorriendo las líneas con la lente, de modo que las palabras iban quedando a la vista. Se detuvo en el sello dorado y un centelleo ocupó el centro de la lente.
—Dios mío, nunca pensé que volvería a ver esto —exclamó.
Me acerqué a la mesa de centro para observarlo mejor. La nonna inclinó la lupa sobre el sello y volví a verlo: el castillo sobre dos picos montañosos.
—Estaba por todas partes en Nevenero —dijo—. Por todo el pueblo. En la estafeta de correos, en las placas de la calle, en la puerta del café. Por todas partes.
—¿Qué es? —pregunté.
—El escudo de armas de los Montebianco. —Dejó la lupa. Había palidecido. Me miró—. ¿De dónde sacaste esta carta?
—Me llegó esta mañana —respondí antes de tomar un sorbo de café—. Por correo certificado.
—No debería sorprenderme, supongo —suspiró profundamente, resignada—. Solo era cuestión de tiempo que te encontraran.
Pensé en ello un momento. «Que te encontraran.» El modo en que lo dijo, su voz acusadora, los ojos llenos de un repentino recelo hacían que pareciera que era culpa mía y que yo había esperado que me encontraran.
—¿De quién hablas?
—De la Casa de Montebianco.
El nombre de la carta me vino de golpe a la cabeza: Alberta Isabelle Eleanor Vittoria Montebianco.
—Según esta carta, el conde de Montebianco murió hace seis meses. —Dio golpecitos con la lupa en el borde de la mesa de centro, como si el ritmo la ayudara a pensar—. Los abogados que administran el patrimonio de la familia buscaron a su heredero. —Tic, tic—. Han llegado a la conclusión de que no queda ningún Montebianco en el mundo. —Tic, tic, tic—. Aparte de ti.
Debí de parecer desconcertada, porque la nonna lo repitió, esta vez más despacio.
—Esta carta es del equipo legal que representa a la Casa de Montebianco. Alega que tú, Alberta, eres la última de la dinastía Montebianco. Quieren que vayas a Turín para una reunión relativa a tu herencia, que aparece explicada... —La nonna repasó los documentos y extrajo la vistosa hoja con el sello dorado—. Aquí, en el testamento del conde de Montebianco.
—¿Qué más dice? —pregunté con una mezcla de cautela y asombro borboteando en mi interior, la misma esperanza contenida que sentía cuando un test de embarazo daba positivo: una nueva posibilidad tomaba forma en mi vida.
La nonna se inclinó sobre las páginas con su lupa.
—Apenas puedo leerlo —comentó—, porque contiene mucha jerga legal, pero esta página resume lo que podrías heredar si se demuestra que eres la heredera. Están el título y la propiedad. —Se mordió el labio inferior y su expresión se volvió sombría—. El castillo de Montebianco —dijo casi en un susurro—. Una trampa mortal, sin duda.
—Pero tiene que haber alguna clase de error —aventuré—. Yo me llamo Alberta Monte, no Montebianco.
Me miró fijamente y respondió:
—Tú eres la nieta de Giovanni, ¿verdad?
—Sí —dije—, lo soy.
—Pues perteneces a la Casa de Montebianco, igual que ese sello.
Aunque había oído todas sus palabras, fui incapaz de procesar lo que estaba pasando. Me llegaba la información, pero no tenía sentido. Estaba el apellido Montebianco, una herencia, mi abuelo, un sello dorado. Los hechos se acumulaban en mi cabeza, pero no podía interpretarlos.
—¿Tú ya lo sabías? —Mi voz sonó inquisitiva.
—Pues claro, todos lo sabíamos —respondió encogiéndose de hombros para desechar mi pregunta—. Tu abuelo Giovanni era un Montebianco de nacimiento. Acortó su apellido cuando se nacionalizó. Muchos de nosotros lo hicimos para encajar, ¿sabes? Judíos. Europeos del este. Italianos. Pero él tenía una razón más concreta, por supuesto. Oh, era un hombre orgulloso, tu abuelo, de los que no hablan mal de su familia, pero sabíamos que había huido de ellos. ¿Quiénes éramos nosotros para culparlo por intentar enterrar el pasado? Todos estábamos haciendo lo mismo.
Mientras hablaba, me sentí cada vez más confundida. ¿De quién había huido? ¿Y por qué tendría que hablar mal de su familia? ¿Pero qué había que enterrar?
El rostro de la nonna se ensombreció.
—Hace setenta años que yo me fui —prosiguió al fin con voz temblorosa—. Casi el mismo tiempo que no hablo de ello.
—¿De qué, nonna?
—Nevenero —contestó, recalcando cada sílaba—. El pueblo que dejamos atrás. ¿Sabes qué significa?
Sacudí la cabeza. No tenía ni idea.
—Nieve negra. —Me dirigió una mirada sombría, como si las palabras le dolieran—. Neve, nieve; nero, negra. Un lugar de lo más cruel, Nevenero. Es un pueblo gélido, tan frío, tan brutal que mueres congelado si te alejas demasiado de tu casa. Comíamos lo que matábamos: íbice y conejo. Vestíamos pantalones de piel de cabra y pieles de marmota. Nuestras casas estaban construidas con materiales simples: madera y losas de granito, con tejados altos en forma de cuña para evitar la nieve. Simples pero fuertes. Y siempre, con independencia de la posición del sol, el pueblo estaba atrapado en la sombra de las montañas. Día y noche reinaba la oscuridad. Pero el castillo, construido a más altura que el pueblo, en la piedra misma de la montaña, era más oscuro todavía.
La nonna se inclinó hacia delante con los ojos llenos de emoción.
—El pueblo estaba tan dominado por las montañas que las carreteras eran casi impracticables, tan estrechas que los camiones atestaban las escarpadas rutas glaciales. Fue un milagro que pudiéramos irnos. Pero nos fuimos: hermanos, tíos, primos y parientes políticos, amigos y rivales, todos huimos. Todos vinimos aquí para empezar de cero. Y por eso todos perdonamos a Giovanni. A pesar de su apellido, lo perdonamos. Pero perdonar no es lo mismo que confiar.
Me recosté en el asiento reclinable intentando comprender por qué tantas personas huyeron de Nevenero, y qué había hecho mi abuelo para tener que perdonárselo.
—¿Sabe esto Luca? —pregunté por fin—. ¿O Bob?
—Vinimos aquí para empezar de cero —respondió—. No queríamos que los niños lo supieran.
La nonna se subió las gafas con el dedo, se las ajustó sobre la nariz y se colocó bien la peluca.
—Debo de tener fotos por alguna parte —comentó. Señaló un armario cerca de su cama—. Mira ahí.
Me acerqué al armario, encontré un álbum en un cajón y se lo llevé. Cuando la nonna lo hojeó vi una serie de imágenes en blanco y negro de casas de piedra, de niños con aspecto abatido y de cabras hundidas en la nieve hasta las rodillas. Había un retrato de una familia cuyos rasgos eran similares a los de Luca. Supuse que serían los hermanos de la nonna. Sus padres. Sus abuelos. La nonna sacó una foto de un valle angosto entre dos montañas coronadas por la nieve. En el centro del valle, elevándose como una tarta de boda siniestra, había un castillo. Se alzaba, oscuro y solitario, entre unos picos puntiagudos como dientes que rasgaban el cielo. Todo lo demás era hielo y penumbra.
—Es el castillo de Montebianco —dijo con un atisbo de miedo en la voz—. Nunca lo vi de cerca. No se nos permitía acercarnos lo más mínimo.
Tomé el álbum y observé la fotografía.
—¿Mi abuelo vivía ahí? —pregunté, estupefacta.
—No se mezclaban con los aldeanos —me explicó—. Yo no conocí a tu abuelo hasta que cruzamos el charco.
Giró las páginas hasta que llegó a un recorte amarillento de periódico.
—Aquí está —dijo, mientras sacaba una página con una foto y me la pasaba. Había un joven delante de un vapor con las palabras «S. S. Saturnia» pintadas en el costado. La calidad de la foto era ínfima, estaba tan granulada que Giovanni era poco más que una mancha de color sepia esparcida en la página, pero alcancé a ver que había hecho el equipaje para emprender un viaje. Llevaba una maleta en la mano y a su lado había un baúl de piel marrón con las iniciales LV grabadas en oro. Una expresión de asombro se reflejaba en su rostro, una disposición temeraria, la clase de expresión que acompaña un acto de fe. Vi que Sophia tenía razón sobre nuestro parecido: mi abuelo era alto y ancho de espaldas, con una frente amplia, las manos grandes y un hoyuelo en el mentón. Como yo.
—Este era el barco que nos llevó de Génova a Nueva York —dijo mientras pasaba una uña amarilla por la fotografía—. Yo no tenía un camarote de la misma clase que tu abuelo, yo estaba más abajo, pero jugábamos a las cartas arriba, en cubierta. Mira esto. —Deslizó la lupa por la imagen y la detuvo sobre el baúl. Allí, unas pequeñas letras doradas grabadas en la piel componían el nombre: MONTEBIANCO—. Era julio de 1949 —añadió con la voz repentinamente triste—. No queríamos irnos, pero no teníamos otra opción. Después de que se llevaran a mi hermano pequeño, Gregor, todos nos fuimos.
—Espera —exclamé, pensando que la había oído mal—. ¿Quién se llevó a tu hermano?
—Se lo llevó la bestia —respondió la nonna al tiempo que cerraba el álbum—. Observaba desde las montañas y se llevaba a los más vulnerables —explicó con voz temblorosa—. Los niños más pequeños. Los que se quedaban solos jugando en el pueblo. Gregor estaba jugando entre los árboles, cerca de las montañas, cuando ocurrió. Solía esconderse allí, donde los árboles se espesaban. Mataba nuestras cabras todo el tiempo, se las comía allí mismo y solo dejaba los huesos. Pero nunca encontramos los huesos de nuestros niños. Los niños simplemente desaparecían.
—¿Qué era? —pregunté intentando imaginar qué clase de animal atacaría a cabras y a niños—. ¿Un lobo?
—Yo solo la vi una vez, pero me bastó para saber que no se parecía a nada que hubiera visto antes —dijo la nonna—. Tenía catorce años cuando la vi. —Se frotó los ojos como si se masajeara para aliviar un dolor de cabeza—. La bestia se llevó a Gregor unos años más tarde. Después de eso, nos fuimos. Dejamos nuestras casas, nuestras pertenencias, las tumbas de nuestros antepasados, todo. Nunca volvimos la vista atrás. Hasta tu abuelo Giovanni, que tenía mucho más que perder, lo dejó todo. Sabía lo que pasaba en aquellas montañas. ¡Lo sabía!
La nonna puso los ojos en blanco, presa de la desesperación. De repente, me sentí fatal por haberla alterado de aquel modo. Recogí la carta y la guardé de nuevo en el sobre.
—No tienes por qué ponerte así, nonna —dije—. Eso pasó hace mucho tiempo.
—Sí, mucho tiempo —asintió, y se recostó en el sofá, exhausta—. Muchísimo tiempo. Pero dime, niña, ¿acaso llegamos a escapar de los males del pasado?
Un escalofrío me recorrió el cuerpo, y aunque no tenía una idea clara de los males a los que la nonna se refería, me asaltó la misma premonición que había tenido antes ese mismo día, una premonición del pasado que se proyectaba hacia el futuro, sombría y mortífera, una advertencia para que dejara correr todo aquello y siguiera adelante como si nunca hubiera oído el apellido Montebianco.
—No te reúnas con ellos —me dijo, mirándome directamente a los ojos—. Tu familia ha tenido muchos problemas. Ha habido mucha tragedia y mucho dolor en su seno. Deja atrás el pasado. Mira hacia delante, hacia el futuro, aquí, con Luca.
Me la quedé mirando, mientras me preguntaba de qué diablos estaría hablando. ¿Acaso estaba al corriente de los problemas que Luca y yo habíamos tenido a lo largo de los años? No le habíamos contado a nadie nuestros esfuerzos por tener un hijo. Los embarazos, los abortos, mis tratamientos contra la infertilidad, los especialistas; habíamos procurado evitarles la decepción.
—No pasa nada, nonna —dije—. No te preocupes. Todo irá bien.
—Es culpa nuestra —comentó con voz angustiada; los ojos se le veían enormes tras las gafas—. No les contamos a nuestros hijos lo que pasó en Nevenero. No se lo contamos a nuestros nietos. Queríamos olvidar. Queríamos que fuerais inocentes. Creíamos haber escapado.
La nonna temblaba al hablar. No tenía buen aspecto. Busqué el móvil. Llamaría a Luca y le pediría que viniera a echarme una mano.
—No hay razón para ponerse nerviosa, nonna —le dije, tratando de tranquilizarla—. Por favor. No te preocupes. Solo es una carta.
—¿Solo una carta? —exclamó con los ojos muy abiertos—. ¿No lo entiendes? Quieren que vuelvas. La familia Montebianco ha venido a por ti. Necesitan que vuelvas. Estoy segura de que no es la primera vez que lo intentan. Seguro que Giovanni sabía que vendrían. No soportaba esa idea. Por eso se quitó la vida.
—¿Mi abuelo se quitó la vida? —pregunté, atónita. Me recosté en el asiento reclinable, buscando dónde apoyarme—. ¿Se suicidó? ¿Estás segura?
—No te dejes engañar —advirtió con los ojos entrecerrados—. Sea lo que sea lo que tu familia te dé, no es nada en comparación con lo que perderás.
No podía ser cierto que mi abuelo se hubiera suicidado. Yo lo habría sabido. Mis padres me lo habrían dicho. Pero de repente me di cuenta de lo poco que sabía de mis abuelos. Mis padres no tenían ninguna foto de ellos, ninguna reliquia familiar, nada en absoluto de nuestra herencia italiana. Nunca me hablaron del pasado. ¿Me habrían estado ocultando algo?
La nonna intentó levantarse, pero volvió a dejarse caer en el sofá, respirando con dificultad. Temí que fuera a darle un ataque y se muriese allí mismo, en el suelo de su salón.
—Nonna —dije, aproximándome a ella—. Por favor, cálmate, nonna. Voy a llamar a Luca. No te preocupes.
La nonna me sujetó de la manga y tiró de mí. Tomó mi mano entre sus dedos fríos y se la llevó al corazón. Me miró a los ojos y dijo con la voz temblando de emoción:
—Escúchame, niña. Yo la vi. La bestia vino a por mí en el paso de montaña como un fantasma, con su pelo blanco y sus malvados ojos azules. Tenía los dientes afilados como navajas. Pero lo peor de todo es que era como nosotros. Monstruosa y, aun así, muy humana. Las leyendas no mentían.
