PRELUDIO
Puede resultar sorprendente, pero no recuerdo el momento exacto en el que decidí sentarme a escribir. Mucho menos del día concreto en el que lo hice, allá por el mes de octubre del año 2011. Sí me acuerdo bien, sin embargo, del propósito que me empujó a hacerlo: atrapar en el papel una historia que crecía día a día —o, mejor dicho, noche tras noche— en mi cabeza. Hago este inciso porque en aquel momento de mi vida me costaba mucho conciliar el sueño y solía utilizar un método que me funcionaba, al menos, para no molestar a la persona que dormía a mi lado. Consistía en inventarme una trama con la que me entretenía hasta que me quedaba dormido y que retomaba la noche siguiente en el punto donde recordaba haberme quedado la anterior. Una de estas historias nació a raíz de un artículo que despertó mi curiosidad y en el cual se mencionaba que la OMS establece que en torno a un 2,5 % de la población mundial sufre algún tipo de trastorno antisocial de la personalidad. Me pareció una cifra muy muy alta y empecé a investigar sobre ello. En internet encontré mucha información sobre la psicopatía y la sociopatía, lo cual me derivó hacia el maravilloso mundo de los asesinos en serie, la investigación criminal y un largo etcétera que bien podrían convertirse en los ingredientes básicos de una novela que, en realidad, nunca me había planteado escribir.
Pero lo hice.
Por aquel entonces trabajaba como director comercial y de marketing en Canal Ocio Europa, una empresa de distribución de películas y videojuegos a nivel nacional, y lo cierto es que no tenía ningún motivo para cambiar de trabajo. Todo lo contrario. Me gustaba lo que hacía, tenía un buen salario y mi relación tanto con mis jefes como con mi equipo era excelente. El detonante fue el hecho de contar, por circunstancias personales, con más tiempo del que estaba acostumbrado a malgastar, y no me pareció mala idea intentarlo. Lo primero que hice fue acudir a un psicólogo con el propósito de comprender cómo funcionaba la mente de un sociópata narcisista, y lo siguiente consistió en buscar a otro experto que me ha acompañado desde entonces en este viaje de más de una década: un inspector de homicidios en activo al que llamaremos Urtzi, un tipo al que me fui ganando poco a poco y que me ayudó a conocer los procesos de investigación policial con la idea de plasmarlos en la ficción de la forma más realista posible. Sin su colaboración, nada de lo mucho o poco que he logrado habría sido posible. Llevaba seis capítulos escritos cuando se me ocurrió enseñárselos a Diego Zarzosa, mi socio en IRC —una empresa de representación de jugadores de rugby—, quien tenía relación directa con Michael Robinson. Este, entusiasmado tras su lectura, me dijo que, si era capaz de terminar la novela a la altura de lo que había leído, se encargaría de abrirme las puertas del mundo editorial. El problema, y no era uno menor, era que me resultaba muy complicado compatibilizar mis obligaciones profesionales con esto de aporrear el teclado, por lo que, tras valorarlo mucho, resolví dejar mi trabajo y dedicarme a tiempo completo a la escritura. Este cambio sustancial no habría sido posible sin la comprensión del que era el máximo responsable de mi empresa, Matías Fraile, al que estaré eternamente agradecido por ello.
Con todo a favor —o eso quería creer yo—, me dispuse a enfrentarme a un reto que para mí era nuevo: tejer una trama que fuera distinta a lo que venía leyendo en el ámbito de la novela negra española. Pero no porque no me gustara, sino por el mero hecho de diferenciarme. Ahí estaba la clave. Yo no contaba con ninguna formación en el arte de la escritura, por lo que no me quedó otro remedio que replicar el método que utilizaba en mis noches de insomnio: visualizar una y mil veces una escena antes de trasladarla al papel. Siempre hacia delante, sin mirar atrás. A lo loco, sí, pero dando especial importancia a la interpretación de los personajes. Cedí un espacio de mi cabeza para que entraran Augusto Ledesma, Ramiro Sancho, Carapocha y Erika Lopategui, entre otros. La narrativa audiovisual, por tanto, se transformó de un modo casual en lo que mejor definía mi estilo de escritura.
Aquella primera novela publicada por Suma de Letras —que es la que hoy sostienes en tus manos— terminó convirtiéndose en el éxito editorial de un escritor novel con muchas ganas de contar historias. Historias que, tengo que reconocer, siempre quise que algún día fueran adaptadas para vivir una segunda vida en la pantalla. Han transcurrido algo más de ocho años desde que firmé mi primer contrato de cesión de derechos audiovisuales. Ocho años de avances y retrocesos, idas y venidas, momentos ilusionantes o de profunda decepción al ver que el proyecto no terminaba de cuajar, un proyecto liderado por Jose y Sara Velasco, de Zebra Producciones, y del cual he sido siempre partícipe en la parte que me tocaba, es decir, de lo relacionado con el guion. Y para ello me preparé durante algo más de dos años en los que dediqué tiempo y esfuerzo a conocer un arte que muy poco o nada tiene que ver con escribir novelas. Porque lo narrativo y lo audiovisual son lenguajes diferentes y, por tanto, requieren técnicas distintas a la hora de construir un argumento, pero, más allá de eso, sobre todo estudié esta disciplina para poder entenderme con los guionistas. Desde el principio asumí que mi participación en el argumento solo sería productiva si lograba ser permeable a la hora de adaptar una historia que germinó en mi cabeza, sí, pero que ahora estaba en manos de terceros porque yo así lo había querido, personas desconocidas cuya obligación es hacer que la adaptación funcione de forma independiente. Por este motivo, hay partes de esta novela que no se han incluido en la serie, al igual que se han rodado secuencias que yo no escribí en la novela. Escenas fabulosas que, no me cuesta reconocerlo, me habría gustado parir a mí, pero que son hijas de Luis Arranz y su equipo de guionistas. Bravo, amigos. Algo más tarde se subió al barco Marco Castillo, un tipo con el que empaticé el mismo día que lo conocí en Valladolid. Un director con experiencia y mucho talento, pero sobre todo un valiente a la hora de plantear y defender sus ideas como realizador de una serie con la que quería huir de cualquier convencionalismo. Si algo aprendí durante las trece semanas que duró el rodaje de la serie es la importancia que tienen todos y cada uno de los intervinientes, que se dejan la piel en jornadas maratonianas marcadas por un cronómetro que se alza cual espada de Damocles sobre sus cabezas. Mi reconocimiento absoluto para la gente de dirección, fotografía, iluminación, sonido, maquillaje, vestuario, arte, producción, FX, montaje y edición.
Unos fieras.
Y qué decir del reparto. Yon González, Francisco Ortiz, Juan Echanove, Olivia Baglivi y el resto de las actrices y los actores que han dado vida a los personajes de Memento mori. Profesionales que han intoxicado mi mente hasta tal punto que ya no sería capaz de escribir sobre ellos sin ver sus caras, sin escuchar sus voces. Ojalá los veamos y escuchemos durante unas cuantas temporadas más.
Por último, aunque quizá debería encabezar este listado de reconocimientos, no me quiero olvidar de Ricardo Cabornero, jefe de contenidos de Amazon Prime, valedor de un proyecto en el que creyó desde el principio y que lo ha hecho merecedor de un espacio relevante dentro de una plataforma en continua expansión.
Todos ellos lo han hecho posible. Y yo estoy encantado de la vida con el resultado. Porque me siento en parte culpable. No sé en qué medida, la verdad, pero sí sé que, al margen de haber aportado todo lo que estaba dentro de mis atribuciones en el guion, me he ocupado de no coartar la creatividad de quienes han sido los auténticos responsables de pilotar esta nave para llevarla a buen puerto. Y porque siempre he defendido que toda buena historia mejora con imagen y sonido.
Y así ha sido.
¿Y ahora qué? La respuesta es bien sencilla: depende de ti. Depende de que, si no lo has hecho ya, veas la serie y, si te gusta, hables de ella. Y si no te gusta también, pero hazlo. Porque, cada vez que alguien apriete el icono de reproducir, nuestros amigos de Amazon Prime estarán más cerca de decidir si continuarán con esta aventura que empezó, como te decía al principio, no recuerdo muy bien cuándo.
Ni falta que hace.
Lo que importa es que no olvide el porqué.
Disfruta.
CÉSAR PÉREZ GELLIDA
PRÓLOGO
Fue un día casi cualquiera, de esos en los que todo parece indicar que la rutina impondrá de nuevo su dictatorial régimen durante la jornada laboral.
No fue así.
En la oficina me estaba aguardando mi querido compañero Diego, con un ramo de tareas pendientes y una flor: los primeros seis capítulos de una novela negra cuyo autor no quiso desvelarme.
Me considero un lector habitual y se trataba de mi género preferido. Además, la lectura es mi principal opción de entretenimiento durante mis frecuentes viajes en avión, por lo que el hecho de contar con más munición para recargar mi iPad me resultaba de por sí sugerente. Sin embargo, fue el halo de misterio con el que Diego envolvió a Memento Mori —y que me perseguiría hasta la finalización del mismo— lo que me empujó a leerlo en mi siguiente vuelo con destino a Tenerife. Iberia presume de formar parte de una alianza de empresas llamada One World: un «mundo» en el que a un servidor le resulta francamente complicado leer, sobre todo si alguien se empeña en compartir sus vivencias en torno al fútbol. He de reconocerlo, estaba algo ansioso y frustrado, así que decidí deshacerme de aquel pegajoso marcaje con el mejor de mis quiebros; me hubiera gustado tener esta virtud con el balón en los pies.
El arranque de Memento mori es portentoso, sobrecogedor, pero temía que fuera languideciendo como lo hacen algunas de las últimas novelas negras que he leído —si bien es cierto que no me acuerdo de la última vez que leí un libro cuyo escenario comenzara en Valladolid—. Devoré aquellas páginas con rotunda avidez y cuando terminé, ya sabía que estaba ante una novela especial en la que destacaban unos personajes bien construidos, un argumento sólido, prosa viva y un ritmo ligero con aroma denso.
Necesitaba consumir más, y al acudir de nuevo a Diego me confesó que el padre de la criatura no era otro que nuestro buen y común amigo César Pérez Gellida, un ejecutivo de marketing que había colaborado con nosotros como asesor en el lanzamiento de nuestra página web. Lo que no sabía es que acababa de dejar su trabajo para entregarse en cuerpo y alma a su pasión literaria; una decisión tan preciosa como arriesgada —que roza lo irresponsable en estos días que nos toca vivir—.
Ahora bien, César contaba y cuenta con una gran ventaja: el apoyo incondicional de Olga, su chica, como a él le gusta llamarla; o la razón, como reza en la dedicatoria de este libro. Queda sobradamente entendido el porqué. Ella quiso que César diera alcance a unos sueños que bien podrían convertirse en pesadillas, así que permítanme que piense que Olga debe de ser una santa o bien amarle mucho, y como de temas religiosos no entiendo, me inclino por lo segundo.
Olga, gracias de corazón por compartir un trocito de César.
Sé que no ha sido un camino fácil.
Porque eso de escribir suena estupendamente y tiene glamour, porque desde que somos niños pensamos que la historia que llevamos dentro podría dar lugar a una gran novela, y porque a todos nos encanta soñar —yo me obligo a ello todos los días—. Sin embargo, escribir bien es harto complicado; inalcanzable, me atrevería a decir, para la mayoría de los mortales. Realmente, no sé qué es lo que se necesita para poder escribir bien; talento, supongo, pero entiendo que requiere mucho más.
Si de algo estoy convencido en estos momentos es de que de eso que se requiera, César Pérez Gellida tiene. Y mucho.
No querría terminar este prólogo sin advertir amistosamente al lector que antes de empezar a leer busque una buena butaca, porque Memento mori es una novela escrita en full HD y tiene sonido Dolby Surround de última generación. En la medida en que se vaya sumergiendo en el argumento verá que la nitidez en las descripciones es insuperable y que la banda sonora le envuelve sin remisión. En este punto, me permito recomendar al lector que escuche las canciones de este nuevo género que César ha creado y al que yo he tenido el descaro de bautizar como «música para matar». Tampoco pierdan de vista los versos con los que el siniestro protagonista va construyendo su obra poética.
Memento mori pide a gritos reencarnarse en un producto audiovisual, con la enorme dificultad de superar las imágenes que César ya ha imprimido en mi mente. A mí me atraen los retos ambiciosos y este lo es.
Sostengo que entretener es un privilegio al alcance de muy pocos y, por lo tanto, una gran responsabilidad. César, me alegro de que hayas tomado la determinación de seguir este camino. Gracias por haberme hecho tan feliz leyendo la primera de las muchas novelas que están por venir.
Michael Robinson




PERSONAJES
Cuerpo Nacional de Policía
Ramiro Sancho. Inspector de policía del Grupo de Homicidios de Valladolid.
Francisco Travieso. Comisario provincial de Valladolid.
Antonio Mejía. Comisario de la comisaría de distrito de las Delicias.
Patricio Matesanz. Subinspector del Grupo de Homicidios de Valladolid.
Álvaro Peteira. Subinspector del Grupo de Homicidios de Valladolid.
Carlos Gómez. Agente del Grupo de Homicidios de Valladolid.
Jacinto Garrido. Agente del Grupo de Homicidios de Valladolid.
Ángel Arnau. Agente del Grupo de Homicidios de Valladolid.
Carmen Montes. Agente del Grupo de Homicidios de Valladolid.
Áxel Botello. Agente del Grupo de Homicidios de Valladolid.
Santiago Salcedo. Jefe de la Brigada de la Policía Científica.
Mateo Marín. Agente de la Policía Científica.
Patricia Labrador. Agente de la Policía Científica.
Daniel Navarro. Agente de la Unidad Motorizada.
Carlos Aranzana. Jefe de la Brigada de Investigación Tecnológica.
Sonia Blasco. Agente del la Brigada de Investigación Tecnológica.
Civiles
Augusto Ledesma. Diseñador gráfico y experto en documentoscopia. Asesino en serie.
Armando Lopategui, «Carapocha». Psicólogo criminalista. Exagente del KGB y la Stasi.
Martina Corvo. Doctora en Psicolingüística.
Aurora Miralles. Titular del Juzgado de Instrucción N.º 1 de Valladolid.
Jesús Bragado. Exinspector de policía del Grupo de Homicidios de Valladolid.
Pablo Pemán. Subdelegado del Gobierno de Castilla y León.
Manuel Villamil. Médico forense.
Violeta. Estudiante de Arte Dramático.
Mercedes Mateo. Madre biológica de Gabriel García.
María Fernanda Sánchez. Cajera de hipermercado.
Luis. Encargado del Zero Café.
Paco «Devotion». Pincha del Zero Café.
Octavio Ledesma. Padre adoptivo de Augusto Ledesma.
Ángela Alonso. Madre adoptiva de Augusto Ledesma.
Mario Almeida, el «Buñuelo». Cantautor argentino fracasado y politoxicómano.
Charo Torres. Propietaria de un estanco en la calle Mota.
Orestes. Integrante de Das Zweite Untergeschoss.
Hansel. Integrante de Das Zweite Untergeschoss.
Skuld. Integrante de Das Zweite Untergeschoss.
Erdzwerge. Integrante de Das Zweite Untergeschoss.
Pílades.

EMPEZAR PORQUE SÍ
(Y ACABAR NO SÉ CUÁNDO)
Barrio de Arturo Eyries (Valladolid)
31 de octubre de 2010, a las 20:50
El vaho no le permite ver con nitidez a través de la bolsa a pesar de ser transparente. El calor y la humedad se manifiestan en forma de sudor que nace en la frente y discurre por la cara en varios afluentes para terminar desembocando en el calcetín que tiene metido en la boca, hasta la campanilla. Hace ya tiempo que a Mercedes no le queda fuerza física ni psíquica como para pensar en que va a poder liberarse de la silla de madera en la que está sentada.
El parte de daños que le devuelve el cerebro no presenta cambios con respecto al último: dolor agudo en la frente, tumefacción en las muñecas, molestia en aumento en los hombros, agarrotamiento de la espalda, pinchazos en las cervicales, fatiga en el cuello y piernas totalmente dormidas.
Calor y humedad.
Agotada la vía terrenal, ha recurrido a la ayuda divina apelando a la Virgen de los Desamparados y rogando la intervención de san Judas Tadeo, pero siempre obtiene el mismo resultado: ninguno. A estas alturas, y tras dos desmayos, ya se ha encomendado al Altísimo y ha encontrado alivio en la analogía entre esa silla y la cruz.
Necesita un descanso y cierra los ojos.
Suda.
Todavía consigue respirar gracias al aire que se cuela por la parte inferior de la bolsa. Baja la cabeza en busca de oxígeno, y se encuentra con el olor de su propia orina que sube en dirección opuesta. No soporta los olores corporales, ni siquiera los suyos. El impacto la obliga a reclinarse hacia atrás para favorecer la apertura de sus vías respiratorias. Aprovechando la postura, comete el error de tratar de inhalar aire. La condensación ha hecho que la bolsa se le adhiera a la cara y, al inspirar, el plástico se le introduce por las fosas nasales. Para apartarlo, sopla con fuerza por la nariz y busca una alternativa para no volverse a desmayar. Inclina la cabeza, y nota cómo los pulmones se llenan poco a poco de aire, de vida; lo retiene unos instantes antes de soltarlo despacio. El dióxido de carbono sale caliente, y hace subir la temperatura. Cree que, si por lo menos pudiera quitarse ese maldito calcetín que le roza la faringe, lograría concentrar las escasas fuerzas que le quedan en un único grito que alertara a Teresa, su vecina de arriba. Siempre tuvo buena voz, ¡cuántas veces se lo había demostrado a su hijo!
«¡Qué paradoja!», piensa.
El hecho es que, con sus repetidos intentos de hacer ruido, se ha desgastado tanto las cuerdas vocales que ya ni siquiera trata de emitir sonidos guturales. Ruega para poder librarse del maldito calcetín, pero la cinta adhesiva que lo sujeta no atiende a sus súplicas. Vuelve a ponerse en manos del cielo. Inspira de nuevo y espira lentamente.
Cuando vuelve a abrir los ojos, no distingue nada más que el contorno de la figura que le habla con voz sosegada.
—Voy a cambiarte la bolsa y a limpiarte un poco la cara, quiero enseñarte algo.
El hecho de poder respirar unos segundos sin la bolsa le otorga unos instantes de alivio.
Sus ojos imploran misericordia, pero ya ha asumido que él no se la va a conceder. Está siendo un largo calvario; no obstante, ha conseguido mantenerse firme, no ha cedido al martirio, como en su día también lo lograran santa Filomena y santa Bárbara. Tiene el convencimiento de que el torturador no va a salirse con la suya, y eso es lo único que la empuja a seguir luchando.
—¿Puedes ver esto? ¿La reconoces? —pregunta la voz.
Enfoca para centrarse en el objeto que tiene a escasos centímetros de la cara. Lo reconoce al instante. Emite un gemido que nace de su estómago, tan prolongado como le permite la escasa energía que le queda. Sus ojos, anegados de lágrimas, se sincronizan con la nariz para liberar todo lo que ha sido capaz de retener durante el suplicio físico.
—Ahora es mía y solo mía —le susurra al oído la voz—. Tengo que confesártelo, la encontré antes de que llegaras. Sabía muy bien dónde buscarla. Se dice que uno encuentra las cosas en el último sitio donde las busca, pero en este caso yo la encontré en el primero. Solo quería saber hasta dónde eras capaz de aguantar. Enhorabuena, has superado todas mis expectativas; estoy orgulloso de ti.
Mercedes quiere revolverse en señal de protesta, pero su aparato locomotor ya no le responde. Solo puede concentrarse en esos dientes que asoman detrás de una sonrisa perfecta, tan blancos y tan bien cuidados… como los suyos.
Cierra voluntariamente los ojos y nota las lágrimas recorriendo sus mejillas para terminar siendo absorbidas por el calcetín; junto a la mucosidad, la saliva y el sudor, han empapado el tejido transmitiendo a sus papilas gustativas un gusto tan singular como repulsivo. Un nuevo sabor, el de la bilis, le advierte de la proximidad del vómito. Se concentra en contenerlo para no morir ahogada.
Lo consigue.
Trata de revertir todo el odio que siente en compasión. No lo logra, y asume que es consecuencia de su debilidad cristiana.
—Memento mori[1]. Ya no tenemos más tiempo. Bueno, puntualizo: es a ti a quien se le ha acabado el tiempo.
Mercedes percibe ese olor a tabaco avainillado antes de sentir el plástico recubriendo de nuevo su cabeza. Reconoce el sonido de unos nudillos que precede de nuevo a la voz.
—Estos días he pensado mucho en la despedida. Tengo un poema que escribí para ti hace ya muchos años, creo que tenía diecisiete. Lo he retocado un poco y había pensado en leértelo, pero finalmente he decidido que no te lo mereces. Incluso me había planteado darte una noticia que no esperas, pero tampoco te lo has ganado. Te irás con otras palabras que no son mías, son de Till Lindemann; supongo que no le conoces. Eso sí, te lo voy a traducir para que puedas entender lo que digo, aunque dudo mucho que seas capaz de comprenderlo. Lo mismo da.
El inconfundible ruido que hace la cinta adhesiva al desprenderse del rollo rompe el silencio. Al pasar la segunda vuelta justo por encima de la nuez, Mercedes pide al cielo que sea la última vez que tenga que padecer la agonía de volver de la muerte. Ya ha visto dos veces las luces del túnel, aunque no sabe que es debido a la reacción de su cerebro ante una inminente isquemia retinal por la falta de oxígeno. Por suerte para ella, el cielo sí la escuchará esta vez.
Unas palabras recitadas con forzada solemnidad centran la atención de sus oídos:
Un hombrecillo aparentó morir,
pues quería estar a solas.
El corazoncito se le detuvo durante horas;
entonces, se le dio por muerto.
Se le enterró en arena mojada
con una caja de música en la mano.
Ya no entra aire, pero aún puede respirar. La bolsa sigue el ritmo de su respiración; se pega a su cara cuando inspira, y se separa cuando espira. Trata de coger aire por la nariz y la boca al mismo tiempo. Ya no escucha la voz, solo el sonido del plástico. Su corazón late a ritmo de réquiem, como queriendo dejarle un buen sabor de boca en la despedida. Mueve la cabeza bruscamente hacia los lados y sus músculos se contraen. Trata de concentrarse en el rostro de Jesucristo para entrar de su mano en el Reino de los Cielos, pero la repentina falta de oxígeno le obliga a abrir los ojos por última vez. Se encuentra con la mirada atenta de quien no quiere perder detalle. Ojos pequeños, negros y afilados… como los suyos.
La bolsa es ya su segunda piel; prácticamente, no se despega de su cara y le tapa los orificios nasales y la boca. No quiere resistirse más, pero su sistema nervioso le niega la alternativa de rendirse. Inconscientemente, exhala con fuerza para tratar de dar la última bocanada de aire. Ya no queda oxígeno. Lo vuelve a intentar justo antes de perder el control de su esfínter. Las convulsiones no le impiden procesar las últimas palabras que oirá:
—¡Que empiece el viaje ya! Adiós, madre.
Se hace el silencio en la estancia. Ni siquiera el aroma del tabaco es capaz de esconder el hedor que ha traído la muerte.
Suena … Y al final, de Enrique Bunbury, pero Mercedes ya no tiene activo ninguno de sus sentidos.
Permite que te invite a la despedida,
no importa que no merezca más tu atención,
así se hacen las cosas en mi familia,
así me enseñaron a que las hiciera yo.

HOY PÁRPADOS HINCHADOS TE CIEGAN
Residencia de Ramiro Sancho (barrio de Parquesol)
12 de septiembre de 2010, a las 9:47
Como un domingo cualquiera antes de las diez de la mañana, la presencia de vehículos en las calles de Valladolid era tan reducida como las ganas de recibir una llamada de trabajo durante el fin de semana. Habían transcurrido apenas treinta minutos desde que despertaron al inspector Sancho hasta que aparcó en la calle Real de Burgos, justo en la puerta del Instituto Anatómico Forense. El día había amanecido casi despejado, y el sol de principios de otoño invitaba a cualquier otra cosa que no fuese asistir a una autopsia dominical, pero el subinspector Matesanz, que estaba de guardia, le había alertado llamándole a su teléfono personal. Con voz apagada, le había dicho:
—Buenos días, Sancho. Lamento tener que molestarte estando todavía convaleciente, pero tendrías que venir de inmediato al Anatómico.
El inspector llevaba desde el viernes amarrado a la taza del váter, esclavizado por una gastroenteritis aguda que le había vaciado el cuerpo. El otro cuerpo, el de Policía, le pedía que estuviera presente en la autopsia de un cadáver encontrado solo unas horas antes.
—¡Hay que joderse, Matesanz! ¿Qué tenemos? —quiso saber incorporándose de la cama con cierta lentitud.
—El cadáver de una joven de unos veinticinco años, mutilada, encontrada en el parque Ribera de Castilla.
—En media hora estoy allí.
Colgó.
Ramiro Sancho cumplía su tercer año al frente del Grupo de Homicidios de Valladolid. A sus treinta y nueve, todos le conocían como Sancho, ya nadie le llamaba por su nombre de pila. En realidad, ya nadie le llamaba. Desde que se separó y consiguió el traslado a casa, había decidido encerrarse en sí mismo y en su trabajo. A los pocos meses de sacar la oposición de inspector de policía, fue destinado a la Unidad Territorial de Información de San Sebastián. Allí había hecho su vida hasta que la ruptura con Nagore le hizo replantearse el futuro. Tras dos años de espera, surgió repentinamente la vacante en Valladolid en forma de jubilación anticipada y no se lo pensó.
La barba pelirroja le hacía aparentar más edad. Sancho lo sabía, pero le encantaba; había sido su acto de rebeldía más importante de los últimos años. Tirarse de los pelos de la barba y pasarse la mano por la mandíbula se había convertido ya en una manía, pero era su manía. Cuando terminó de instalarse en su nueva casa del barrio de Parquesol, se hizo con una maquinilla para afeitarse la cabeza, y hacía unos meses que había empezado a raparse al uno. Su frente, cada vez más despejada, hacía que sus pobladas cejas y su barba destacaran aún más entre sus rasgos faciales. Ser pelirrojo y tener los ojos claros no le ayudaba precisamente a pasar desapercibido en España; sus ciento ochenta y siete centímetros de altura, tampoco. De gesto reservado, voz grave y sonrisa tan poco frecuente como natural, era un tipo de campo encerrado en la ciudad. Sancho seguía practicando deporte siempre que podía, aunque últimamente las sesiones se habían visto reducidas a correr por el barrio los fines de semana. Ahora bien, fumar no fumaba. Había jugado al rugby en su juventud, hasta que lo tuvo que dejar a los veinticuatro por una lesión de rodilla y para terminar sus estudios de Derecho en la Universidad de Valladolid. Los domingos solía subir a Pepe Rojo para ver jugar a su equipo, pero las circunstancias de ese día le habían llevado, todavía escaso de fuerzas, hasta la puerta del viejo y deteriorado edificio del Instituto Anatómico Forense.
Esa no era, ni mucho menos, la primera vez que tenía que pasar por el trago de ver un cuerpo sin vida. De hecho, había visto unos cuantos durante su etapa en San Sebastián, pero los escasos datos que le había proporcionado Matesanz sobre los hechos retumbaban en su cabeza como un estribillo de Georgie Dann.
Frente a la sala de autopsias número uno, la saliva le supo a formol antes de llamar a la puerta.
—Sancho, buenos días; tan puntual como de costumbre —observó el subinspector Matesanz abriéndole la puerta—. Siento haberte molestado, en breve entenderás el motivo.
—Tranquilo, ellos no saben de fines de semana —contestó intentando quitar hierro al asunto al ver el semblante extrañamente abatido de Matesanz.
—Ahí tienes todo lo necesario, te aconsejo que te pongas la mascarilla. Los de la científica se han ido hace unos minutos; dentro está solo Villamil y no hace falta que te diga lo rápido que trabaja. La autopsia no está concluida del todo, pero habla con él y te pondrá al corriente. Yo necesito algo de aire.
—Está bien, Matesanz, tómate un respiro. Cuando termine aquí, te llamo.
—Muy bien, luego hablamos —dijo despidiéndose apresuradamente.
Conocía a Patricio Matesanz desde hacía solo tres años. Le faltaban apenas unos cuantos más para pasar a segunda actividad, pero él era de esos policías para los que desprenderse de la placa era como arrancarse la piel. El subinspector era el más experimentado del grupo; un soriano parco en palabras y de expresión tan apagada como solemne, un castellano recio. Todo un referente para el grupo. Desde el primer día en que Sancho se hizo cargo del puesto, Matesanz le había brindado todo su apoyo. A su manera, le facilitó el acercamiento al resto de compañeros y, en pocas semanas, le enseñó cómo funcionaban las cosas en Valladolid. En aquel momento, el Grupo de Homicidios de Valladolid trabajaba como un reloj suizo, y eso se debía a Matesanz en gran parte. Al margen del afecto personal que le profesaba, respetaba y admiraba su trayectoria profesional. Él nunca trabajaba sobre hipótesis, solo sobre indicios y pruebas. Muchos eran los casos que se habían resuelto gracias al buen enfoque de la investigación aportado por el subinspector. Ver la cara desencajada de un policía tan experimentado y notar su voz agrietada hizo que agudizara todos sus sentidos.
Inspiró lenta y profundamente, notando cómo se hinchaban sus pulmones antes de soltar el aire por la boca, muy despacio. Al hacerlo, el olor intenso a alcohol y a cloro de los desinfectantes, antisépticos y demás bactericidas le penetró hasta la base del cráneo para abofetearle la pituitaria. A duras penas, superó las ganas de teletransportarse al baño más cercano y, mientras terminaba de atarse la mascarilla y de ajustarse los guantes, reflexionó sobre lo paradójico que resultaba tanta desinfección en aquel lugar gobernado dictatorialmente por la muerte. Levantó la mirada hacia la camilla donde podía distinguirse el cuerpo inerte de la víctima tapado por completo. De espaldas, reconoció las canas de Manuel Villamil, uno de los once médicos forenses de la ciudad, con el que Sancho guardaba una relación más que cordial. Villamil estaba apoyado sobre sus brazos y miraba inmóvil lo que debía de ser el informe preliminar de la autopsia.
—Buenos días, Manolo. El buen cirujano opera temprano.
No hubo respuesta.
—Manolo, ¿qué tenemos? —insistió.
—Querrás decir qué no tenemos —respondió Villamil con voz queda—. ¿Sabes, Sancho? Es en días como estos cuando maldigo el momento en el que dejé de fumar. Necesito un Ducados para fumármelo en dos caladas.
—Manolo —interrumpió Sancho impaciente—, solamente cuento con la información que me ha dado Matesanz hace unos minutos: un cadáver de una joven de unos veinticinco años encontrado en el parque Ribera de Castilla. Sé también que ha sido mutilada, pero no tengo más detalles.
—Mutilada, sí, pero esto no se ajusta a nada que yo haya visto antes, y no soy precisamente un yogurín. ¡Coño, Sancho, que mi hija Patricia tiene su misma edad!
—¿Por qué no empiezas por enseñarme el cuerpo? —propuso posando la mano sobre el hombro del médico de forma afectuosa.
—Claro, disculpa.
Villamil se acercó a la manta térmica que cubría el cuerpo y la retiró.
—¡Hay que joderse, Manolo! —exclamó llevándose la mano instintivamente a la boca—. Pero ¡¿qué mierda…?!
El impacto inesperado de ver un cadáver con la mirada fija y extinta le hizo morderse el dorso de la mano a través de la mascarilla antes de volver a preguntar:
—¡¿Qué le han hecho a esta chica?!
—Se los ha cortado —reveló el galeno—. No diría que es el trabajo de un cirujano, pero son cortes limpios, y eso me lleva a pensar que, para nuestra tranquilidad y la de su familia, fueron post mórtem, y que no le tembló el pulso al desalmado que lo hizo. Presenta dos incisiones verticales en cada uno de los cuatro párpados, y otra horizontal que, curiosamente, hace la forma del globo ocular; lo cual nos lleva a pensar que la hoja debía ser necesariamente curva.
—¡Hay que joderse! —repitió Sancho mientras se recuperaba del shock y se tiraba inquieto de los pelos de la barba que le asomaban por debajo de la mascarilla—. ¿Cuál fue la causa de la muerte? Supongo que esas marcas del cuello tienen mucho que ver —anticipó el inspector.
—Efectivamente, murió por estrangulamiento; tiene la tráquea aplastada. Todo indica que el mecanismo de la muerte fue anoxia anóxica. La leve cianosis facial y la equimosis puntiforme que se aprecia en el rostro no dejan lugar a dudas. Hay restos de orina de la propia víctima en el vello púbico y cara interior de los muslos a causa de la incontinencia urinaria que se originó en los instantes previos a la parada cardiorrespiratoria —explicó con asepsia el forense.
—¿Sabemos cómo la asfixió?
—Algo que tenemos claro es que no se ayudó de objeto alguno. La falta de marcas de los pulgares indica que, muy probablemente, fuera una estrangulación antebraquial aplicada sobre la laringe.
—Entendido. ¿Ningún signo más de violencia?
—Ninguno. No se aprecian señales de ataduras ni mordazas; tampoco encontramos otros hematomas ni presenta indicios de haber sido violada. Se observan algunos arañazos, también post mórtem, en cara, cuello y extremidades como consecuencia de haber sido arrojado el cuerpo ya sin vida a los matorrales en los que fue encontrado. Todo está debidamente recogido en el informe.
Sancho, ya sosegado, siguió preguntando:
—¿Restos visibles bajo las uñas?
—Nada que yo haya podido apreciar a simple vista —certificó de inmediato Villamil, como esperando la pregunta—. Voy a proceder a la amputación de las falanges distales para enviarlas a Madrid.
—Necesitamos darle prioridad en el laboratorio. No podemos esperar un mes a los resultados.
—Bueno, de eso ya os encargáis vosotros.
—Correcto. ¿Y lo de los párpados? ¿Qué sentido tiene? —cuestionó al tiempo que volvía a clavar la mirada en los ojos mate de la joven.
—Sancho, no creo que buscar el sentido de las cosas sea tarea vuestra; lo que tenéis que hacer es atrapar al desalmado que hizo esto.
—Lo sé, lo sé, solo pensaba en voz alta —aclaró el inspector mirando a Villamil—. Por cierto, ¿se han encontrado los párpados?
—No. Según parece, se los llevó de recuerdo.
—Mierda puta —concluyó antes de hacer una pausa—. Dime todo lo que sepamos hasta ahora, necesito información.
Manuel Villamil cogió la primera hoja del informe y empezó a leer.
—La víctima está debidamente identificada. Se le enco
