El último gudari

José María Nacarino

Fragmento

1. El esmalte rosa había visto días mejores

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El esmalte rosa había visto días mejores

La madrugada en que todo acabó, Lierni llevaba una hora en vela por culpa de los ladridos que llegaban de la calle. «No debí dejar las ventanas abiertas», pensó mientras daba la enésima vuelta en la cama, empapada de sudor.

Había sido uno de esos atardeceres perezosos y el calor de la vega granadina se había eternizado hasta bien entrada la noche. Y ahí estaba ella, desquiciada por las luces de los coches que trepaban por las paredes del dormitorio, consciente de que la paciencia no era una de sus virtudes y sintiendo que no aguantaba más. Quizá por eso alargó el brazo y echó mano de la semiautomática de acción simple con la que dormía bajo la almohada, se incorporó en silencio y se marchó a investigar.

El reverbero de la Alhambra aclaraba la oscuridad del salón, pero eso era todo. Lierni se asomó a la ventana y no vio un alma en la calle; sin embargo, los ladridos seguían rasgando la noche y algo tenso, como una respiración contenida, flotaba en el ambiente.

Dejó la pistola sobre el poyete, encendió un cigarrillo y se puso a contemplar el monumento andalusí entre las volutas de humo. La Alhambra estaba hermosa e iluminada, todo lo contrario que ella. Se fijó en la ventana abatida y en el reflejo que le devolvía: una cara mustia bajo un pelo rubio con evidentes raíces negras. Las uñas de sus manos no tenían mejor aspecto; de hecho, el esmalte rosa había visto días mejores. Quiso resistirse, pero los recuerdos la llevaron a los últimos momentos que disfrutó a escondidas con Valentín, antes de que todo se fuera al traste, y cuando quiso darse cuenta ya se había dejado atrapar.

«Chiqui, ten cuidado —se dijo—; «ten cuidado porque lo que hoy es melancolía, mañana puede convertirse en depresión». Se llevó el cigarrillo a la boca y el tintineo metálico de sus pulseras pareció ahuyentar los malos espíritus. «Eso es, lo sabes. Cada día que pasas en la lucha es una victoria, eso no te lo pueden arrebatar».

Y era cierto. El talde había protagonizado una campaña de ekintzas sin parangón. Se habían mantenido copando portadas y abriendo telediarios durante año y medio, y tan solo los malos recuerdos de la última etapa eran capaces de rebajarle el puntito de orgullo. «Porque cuando la piedra sale disparada de la mano, pertenece al diablo, y al final todo lo que puede salir mal, adivínalo, chiqui, acaba saliendo mal».

Tres años en la clandestinidad desgastaban como si fueran décadas, pero ella no estaba para esas cosas. La experiencia le había enseñado que no tenía sentido obsesionarse en buscar culpas si la vida no había salido como una soñaba. Le dio por pensar que sus divagaciones se asemejaban a un aforismo de Coelho, y tuvo que ahogar una risita.

Del cigarrillo solo quedaba la colilla. Lierni la estrujó contra el ladrillo del poyete y echó un vistazo en torno al salón.

Era grande, como el resto de la vivienda; un piso antiguo con techos altos. Su ama —la misma a la que ni siquiera dejó una carta de despedida, como hacían muchos otros— lo habría calificado de cuchitril, y no le faltaría razón. Sofás viejos, aparadores antiguos y cuadros de caza eran las únicas concesiones al mobiliario. El orden y la limpieza brillaban por su ausencia. En la sala de estar convivían la pila de ropa sucia del rincón con los restos de pan desperdigados sobre la mesita central. Y allá en la cocina, el fregadero estaba hasta arriba de platos sucios. En fin, ni los inquilinos ni el alquiler daban para más.

Apartó la mirada y sus ojos encontraron el cuerpo rotundo del Maguila. «Otro al que la clandestinidad ha hecho un flaco favor». Su compañero dormía sobre el sofá, con una camiseta demasiado estrecha y una panza que subía y bajaba al compás de los ronquidos. El Maguila nunca había sido un adonis, pero en los últimos tiempos se había echado a perder. «El estrés o lo que tú quieras, pero esa barriga no la tenía antes, y ese nombre de guerra no ayuda. Si hasta inspira ternura. Maguila, el gorila, con su bombín y pajarita, tan patoso como simpático».

El Maguila se había dejado ir, en todos los sentidos, y la propia Lierni se sentía cansada y veía cada vez más cerca la fecha de caducidad. Los descuidos y automatismos que podían conducirlos a la cárcel se repetían con una insistencia alarmante. A la hora de la verdad, a pesar de las obsesivas medidas de seguridad, acababan cometiendo errores básicos.

Sobre todo el Maguila, que se vanagloriaba de haber echado a fulano y a mengano del comando arguyendo que ponían en riesgo la seguridad de los demás. El mismo Maguila que tenía la feliz costumbre de trasnochar por los bares de la calle Elvira de Granada a pecho descubierto, sabiendo que su cara colgaba de carteles en estaciones y aeropuertos de toda España.

Y qué decir de Txester, durmiendo como un bendito allá en su dormitorio tras fumarse un par de porros. Seis meses atrás había alquilado una furgoneta en Málaga con su propio carnet de identidad, lo que los obligó a salir huyendo de la ciudad para evitar que los pringara.

En el fondo, la muerte les pisaba los talones como una mala detective y en cualquier momento les iba a llegar su hora. La desidia iba a hacer que cayeran, y ni siquiera se consolaba pensando que el enemigo estaba cansado, porque no lo estaba. Era una falacia que la lucha prolongada debilitara al Estado. Esa guerra que vivían hacía limpieza y erradicaba a los débiles, sí, pero también hacía al enemigo más fuerte.

Y en ese coqueteo paranoico andaba su mente cuando una intuición le golpeó las tripas. Fue algo repentino, como un calambre en el subconsciente. Da igual, el caso es que se apartó de la ventana y esperó. Luego chasqueó la lengua una, dos veces, hasta que el Maguila dejó de roncar. Eso le permitió afinar los sentidos. Oyó el roce de la tela de las cortinas, y cuando posó la mirada en la entrada del piso, vio que un par de sombras se movían en la franja de luz bajo la puerta.

Procuró no parpadear siquiera, pero lo hizo.

Transcurrieron unos segundos y el rellano quedó a oscuras.

Y en ese preciso instante se dio cuenta.

El perro llevaba un tiempo sin ladrar.

2. Asalto

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Asalto

—Por fin —

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