Hermanos de sangre (Trilogía Signo del Siete 1)

Nora Roberts

Fragmento

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Prólogo

 

 

 

Hawkins Hollow

Provincia de Maryland

1652

 

Reptó por el aire que colgaba pesadamente como lana mojada sobre el claro del bosque. A través de las serpientes de niebla que se deslizaban silenciosamente sobre la tierra se arrastró su odio. Vino a por él en medio del calor sofocante de la noche.

Quería que el hombre muriera.

Así que él esperó mientras se abría paso por el bosque, con la antorcha en alto hacia el cielo vacío, avanzando sobre las aguas del río y rodeando los matorrales, donde los animales se habían acurrucado de miedo al percibir el aroma que despedía.

Azufre del infierno.

El hombre había enviado lejos a Ann y a las vidas que llevaba en el vientre, a un lugar donde estuvieran seguras. La mujer no había llorado, pensó él mientras echaba en agua las hierbas que había recogido. No su Ann. Pero sí había adivinado el dolor en la expresión de su rostro, en lo profundo de sus ojos oscuros que él había amado tanto en esta vida y en todas las anteriores.

Los tres nacerían de ella y ella los criaría y les enseñaría. Y de ellos, cuando llegara el tiempo señalado, nacerían otros tres.

El poder que el hombre tuviera entonces sería de ellos, de esos hijos que darían su primer grito mucho, mucho después de que se hubiera hecho el trabajo de esta noche. Y para dejarles las herramientas que habrían de necesitar, las armas que habrían de empuñar, el hombre arriesgó todo lo que tenía, todo lo que era.

Su legado para ellos era de sangre, de corazón y de percepción.

En esta última hora el hombre haría todo lo que estuviera a su alcance para proveerlos de lo que necesitarían para llevar la pesada carga, para que se mantuvieran fieles a la verdad, para que pudieran ver su destino.

Su voz sonó fuerte y clara cuando llamó al viento y al agua, a la tierra y al fuego. Las llamas crepitaron en la hoguera y el agua tembló en el cuenco.

Puso la sanguinaria sobre el trapo. El verde profundo de la piedra estaba generosamente moteado de rojo. La había atesorado, al igual que otros antes que él. La había honrado. Y ahora la estaba llenando de poder como quien llena un tazón con agua.

Y su cuerpo se estremeció y sudó y se debilitó mientras un halo de luz empezaba a resplandecer alrededor de la piedra.

—Para vosotros ahora —murmuró—, hijos de mis hijos, tres partes de un mismo todo. En la fe, en la esperanza, en la verdad. Una sola luz reunida para contraatacar la oscuridad. Y aquí, mi voto: no voy a descansar hasta que el destino se cumpla.

Se abrió la palma de la mano con la daga athame y dejó que su sangre se derramara sobre la piedra, sobre el agua y sobre las llamas.

—Sangre de mi sangre. Aquí esperaré hasta que vengas por mí, hasta que liberes lo que deba ser liberado de nuevo sobre el mundo. Que los dioses te guarden.

Por un momento hubo dolor. A pesar de su propósito, sintió dolor. No por su vida, puesto que tenía los minutos contados. No le temía a la muerte. Ni a lo que pronto se entregaría, que no era la muerte. Pero le dolió saber que nunca más en su vida volvería a posar sus labios sobre los de Ann, ni vería nacer a sus hijos, ni a los hijos de sus hijos. Le dolió saber que no podría hacer nada para evitar el sufrimiento que estaba por comenzar, así como tampoco había podido evitar el sufrimiento que había ocurrido antes, en tantas otras vidas.

Entendió que no era el instrumento, sino solamente el recipiente dispuesto para llenarse y vaciarse según las necesidades de los dioses.

Así, cansado como estaba debido al trabajo y atribulado por la pérdida, se quedó de pie afuera de la pequeña cabaña, junto a la gran piedra, esperando enfrentarse a su destino.

Llegó con la forma de un hombre, pero ésa era sólo un caparazón, así como su propio cuerpo era sólo un caparazón. Le dijo que se llamaba Lazarus Twisse, era miembro del consejo de «los devotos». Él y los hombres que lo seguían se habían establecido en la zona boscosa de la provincia cuando se apartaron de los puritanos de Nueva Inglaterra.

El hombre los observó con detenimiento a la luz de sus antorchas, a los hombres y al que no era un hombre. «Estos», pensó, «que vinieron al Nuevo Mundo en busca de libertad de credo, ahora persiguen y aniquilan a todo aquel que no siga su único y estrecho camino».

—Eres Giles Dent.

—Lo soy —respondió él—. En este tiempo y en este lugar.

Lazarus Twisse dio un paso adelante. Vestía el atuendo formal completamente negro de los miembros del consejo. El alto sombrero de ala ancha le hacía sombra en el rostro, pero Giles pudo verle los ojos, y en sus ojos vio al demonio.

—Giles Dent, usted y la mujer conocida como Ann Hawkins han sido acusados de brujería y prácticas demoniacas, y se les ha encontrado culpables.

—¿Quién nos acusa?

—¡Traigan aquí a la chica! —ordenó Lazarus.

Dos hombres la arrastraron al frente, llevándola cada uno de un brazo. Era una chica escuálida y pequeña, apenas un metro cincuenta, según calculó Giles. Tenía la cara blanca como la cera y el miedo se le dibujaba inequívocamente en la expresión y le colmaba los ojos. Le habían cortado el pelo al rape.

—Hester Deale, ¿es éste el brujo que te sedujo?

—Él y la mujer a la que llama su esposa me pusieron las manos encima —habló como si estuviera en trance—. Realizaron actos paganos sobre mi cuerpo, vinieron a mi ventana en forma de cuervos y volaron dentro de mi habitación en la mitad de la noche. Y luego me silenciaron la garganta para que no pudiera hablar o pedir ayuda.

—Muchacha —le dijo Giles suavemente—, ¿qué te han hecho?

Los ojos aterrorizados de la chica lo miraron sin verlo.

—Llamaron al demonio su dios y le cortaron el cuello a un gallo como sacrificio. Y bebieron su sangre. Me obligaron a beber la sangre también. No pude negarme.

—Hester Deale, ¿abjuras de Satán?

—Abjuro de él.

—Hester Deale, ¿abniegas de Giles Dent y Ann Hawkins, brujos y herejes?

—Sí. —Le caían lágrimas por las mejillas—. Abniego de ellos y le ruego a Dios que me salve. Le ruego a Dios que me perdone.

—Te perdonará —murmuró Giles—. No tienes culpa de nada.

—¿Dónde está la mujer llamada Ann Hawkins? —preguntó Lazarus en tono exigente, entonces Giles se giró para m

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