Dinamita

Liza Marklund

Fragmento

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Sábado 18 de diciembre

 

 

 

 

El sonido la alcanzó durante un extravagante sueño sexual. Ella yacía en una camilla de cristal en un transbordador espacial, Thomas estaba sobre ella y la penetraba. Tres presentadores del programa de radio Studio Sex estaban a su lado y miraban con rostros inexpresivos. Ella tenía muchas ganas de orinar.

–Ahora no puedes ir al baño, estamos saliendo en antena –dijo Thomas y ella vio a través de la ventana panorámica que tenía razón.

La segunda señal sonora desgarró el cosmos y la dejó sudada y sedienta en la oscuridad. Sobre ella flotaba, en la oscuridad, el techo de la habitación.

–¡Mierda, responde antes de que se despierte toda la casa! –dijo Thomas, enfadado, entre las almohadas.

Ella giró la cabeza y dejó caer la mirada sobre el reloj: las tres y veintidós minutos. La excitación se desvaneció en un suspiro. El brazo, pesado como el plomo, alcanzó el teléfono en el suelo. Era Jansson, el jefe de noche.

–El estadio Victoria ha volado por los aires. Arde como la yesca. El reportero de noche está ahí, pero te necesitamos para la primera edición. ¿Cuánto tardarás en llegar?

Ella respiró un momento, dejó que la información le calara y sintió cómo la adrenalina le subía por todo el cuerpo como una ola hasta alcanzar el cerebro. «¡El estadio olímpico! –pensó–. Fuego, caos, ¡joder! Al sur de la ciudad. El cinturón Sur o el puente de Skanstull.»

–¿Cómo está la ciudad, las calles están bien?

La voz sonó más escabrosa de lo que hubiera deseado.

–El cinturón Sur está bloqueado. La salida junto al estadio se ha derrumbado, es lo único que sabemos. El túnel Sur puede estar cortado, así que tendrás que ir por las calles.

–¿Quién fotografía?

–Henriksson va para allá y los freelance ya han llegado.

Jansson colgó sin esperar respuesta. Annika escuchó durante algunos segundos el murmullo muerto de la línea antes de dejar que el aparato cayera al suelo.

–¿Qué pasa ahora?

Suspiró silenciosamente antes de responder.

–Algún tipo de explosión en el estadio olímpico. Tengo que ir allí. Seguramente me tomará todo el día –dudó antes de añadir–: Y parte de la noche.

Él susurró algo inaudible.

Annika se apartó cuidadosamente del pringoso pijama húmedo de Ellen. Aspiró el aroma de la niña, dulce en la piel, agrio en la boca donde siempre tenía el dedo gordo, besó su suave cabeza. La niña se movió voluptuosamente, se estiró y se arrebujó, tres años y completamente consciente de sí misma, hasta durmiendo. Con pesadez, movió el brazo y marcó el número directo de la centralita de taxis, abandonó el calor anestesiante de la cama y se sentó en el suelo.

–Necesito un taxi para Hantverkargatan treinta y dos, por favor. Bengtzon. Es urgente. Al estadio olímpico. Sí, sé que está ardiendo.

Se moría de ganas de orinar.

 

 

Afuera hacía un frío glacial, por lo menos diez grados bajo cero. Levantó el cuello del abrigo y se cubrió las orejas con el gorro; el fuerte aliento de pasta de dientes la rodeó en un hálito. El taxi apareció en el mismo momento en que la puerta se cerró tras ella.

–Hammarbyhamnen, estadio olímpico –dijo Annika cuando aterrizó con su gran bolso en el asiento trasero.

El taxista le lanzó una mirada a través del espejo retrovisor.

–Bengtzon, Kvällspressen, ¿verdad? –dijo y sonrió inseguro–. Suelo leer sus artículos. Me gustaron sus opiniones sobre Corea, he traído a mis hijos de allí. También estuve en Panmunjom, ¡estaba magníficamente descrito! Cómo están enfrentados los soldados, sin poder hablar nunca unos con otros. Era una buena crónica.

Como de costumbre escuchó el elogio pero no lo admitió, no podía admitirlo. Si lo hiciera podría desaparecer la magia, eso que hace que el texto fluya.

–Gracias, me alegro de que le gustara, ¿cree que se puede ir por el túnel Sur? ¿O es mejor atravesar las calles?

Tenía, como la mayoría de sus colegas, control de la situación. Si ocurría algo en el país a las cuatro de la mañana tenía que hacer dos llamadas: policía y taxi. Así tenía garantizado un artículo para la primera edición, la policía podía confirmar lo que había ocurrido y los taxistas casi siempre eran capaces de ofrecer un relato como si hubieran sido testigos.

–Yo estaba en Götgatan cuando explotó –dijo e hizo un giro en U sobre la línea continua–. ¡Diablos! Las farolas se bambolearon. ¡La leche, ahora han lanzado la bomba! Los rusos están aquí. Llamé por la radio, pensé joder… Dijeron que el estadio Victoria se había ido a tomar por culo. Uno de los nuestros estaba justo al lado cuando explotó, tenía una carrera al club ilegal que hay en las casas nuevas ¿sabe?…

El coche iba veloz hacia el Ayuntamiento al mismo tiempo que Annika pescaba un bloc y un lápiz del bolso.

–¿Qué le pasó?

–Nada grave, creo. Recibió un trozo de metal que entró por la ventanilla lateral, no le dio por unos centímetros. Un corte en la cara, dijo la radio.

Pasaron el metro de Gamla Stan y se acercaron a Slussen.

–¿Dónde lo llevaron?

–¿A quién?

–A su compañero, el del trozo de metal.

–Ah, él; se llama Brattström. Al hospital Sur creo, es el que está más cerca.

–¿Nombre?

–No lo sé, puedo preguntarlo en la radio…

Se llamaba Arne. Annika cogió el teléfono móvil, se puso el audífono en la oreja y pulsó la tecla 1, programada para Jansson, sentado en la mesa del jefe de redacción. Antes de que el hombre respondiese sabía que era Annika quien llamaba, reconoció su número de móvil en la pantalla del teléfono.

–Un taxista está herido, Arne Brattström, y ha sido conducido al hospital Sur –dijo–. Quizá pudiéramos ir a visitarlo, tenemos tiempo antes de la primera edición…

–Okey –respondió Jansson–. Vamos a investigarlo en el ordenador.

Bajó el auricular y gritó al reportero de noche:

–Mírame a un tal Arne Brattström, controla con la policía si sus parientes han sido informados, luego llama a su mujer, si la tiene.

De vuelta al auricular dijo:

–Hemos conseguido una fotografía aérea.

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