La novia perfecta

Karen Hamilton

Fragmento

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Prólogo

Julio de 2000

Bajo la vista y veo dos pares de pies colgando. Mis zapatos son unas sandalias blancas y amarillas adornadas con margaritas. Los suyos están sucios de barro, se cierran con tiras de velcro y llevan un dibujito de un camión del ejército en cada lado. Sus calcetines son disparejos; soy incapaz de encontrar dos iguales. Uno granate y el otro negro. Y le aprietan demasiado. En las pantorrillas, justo por encima del elástico, se aprecia ya sobre la piel un círculo de pequeñas marcas. Da patadas contra la pared. «Pum, pum, pum». El sonido rebota en las cuatro paredes. Abajo, esos insectos llamados «patinadores» se deslizan por un agua sucia y estancada que sé que esconde la imagen de un delfín de tonos plateados y azules, el gemelo del que sí es visible en las losetas del suelo de la zona menos profunda. El lodo acaricia la pendiente, que se inicia justo al lado de la superficie del agua.

El sol quema; el rojo le tiñe las mejillas y le emborrona la punta de la nariz. Tendría que llevar una gorra. Todo el mundo sabe que los niños tienen que llevar gorra o embadurnarse con una buena crema de protección solar, pero esta mañana he sido incapaz de encontrar ni una cosa ni la otra cuando ha llegado el momento de «¡Salir!» a toda prisa. Tenemos comida suficiente para el pícnic, eso sí; lo he preparado todo a primera hora de la mañana. La barra de pan que he cortado a rebanadas desiguales estaba un poco seca y, para compensar, las he untado con una cantidad generosa de queso. Tenemos también patatas fritas, así que, cuando aliso la bolsa de plástico para colocarla a modo de mantel sobre el suelo de hormigón, separo los triángulos de pan y pongo algunas patatas fritas dentro para luego volver a juntarlos.

Pero me equivoco.

Rompe a llorar.

—¡No quiero patatas fritas en el bocadillo!

—Tendrías que habérmelo dicho.

Los gritos vibran en mis oídos. Se me revuelve el estómago. Tiro de él por los brazos para apartarlo del borde. Recojo rápidamente las patatas fritas y las guardo de nuevo en el paquete. Pero me equivoco de nuevo, porque han quedado adheridos fragmentos apenas visibles de queso. Me siento delante de él con las piernas cruzadas.

—¡Ten, come uvas!

Deja de llorar y me mira. Tiene los ojos hinchados y en los extremos brillan lágrimas aún por derramar.

A nuestra madre no le gusta que coma uvas si no están como mínimo partidas por la mitad, por si acaso se ahoga, pero no he pensado en coger un cuchillo. Podría partirlas de un mordisco, aunque no me gusta el sabor dulce antes del bocadillo. Además, nuestra madre no sabe ni la mitad de sus travesuras y, de todas formas, comer unas cuantas uvas se sitúa en un lugar muy pero que muy bajo en la lista de peligros potenciales de los que lo he salvado.

—Ten, come —repito con una voz más serena de lo que en realidad me siento—. Son de las negras. De las que más te gustan.

Voy cogiéndolas entre el índice y el pulgar y tiro de ellas para soltarlas de la ramita y dárselas.

Las toma con ambas manos y empieza a comerlas de una en una. Mastica con fuerza y el zumo le resbala por la barbilla.

Sensación de alivio. Cuanto mayor se hace, más complicado es sosegarlo. Se pone enseguida tozudo y exigente.

Le doy un mordisco al bocadillo y las patatas fritas se hunden en la miga. Una brisa, delicada —casi como si supiera que no es bienvenida en un día tan fantástico—, me acaricia brazos y piernas y luego se desvanece. Calma.

—¡Más!

—Por favor.

Me mira malhumorado.

Mientras separo más uvas, me pregunto qué estará haciendo mi vecina. Tiene once años, casi uno más que yo. ¿Estará comiendo helado? ¿Enterrando los pies en la arena? Hoy me había invitado a ir con su familia a la playa, pero tengo una responsabilidad en forma de niño de cuatro años, así que la respuesta ha sido no.

Aspiro el potente aroma a lavanda. Las abejas zumban por las cercanías. No muy lejos, se pone en marcha un cortacésped. Me giro por si acaso es el jardinero jefe, el que siempre me sonríe y me dice que soy muy guapa. Me protejo los ojos con la mano y fuerzo la vista. Solo alcanzo a ver la figura de un hombre con mono de trabajo, pero la cara queda oculta por un sombrero de pescador de tela vaquera.

—¡Tengo sed!

—No hay agua, tendrás que beber esto.

Abro una lata de refresco de limón. No le dejan beber cosas con gas ni con mucho azúcar. Le imponen tantas reglas que a veces no sé si reír o llorar, si alegrarme de que nuestra madre se tome tantas molestias o enfadarme. Eso me pasa a menudo, lo de no saber cómo sentirme en determinadas situaciones.

Esboza una mueca cuando las burbujas de limonada le estallan en la boca. Debe de tener sed de verdad, puesto que no ha protestado. Está gracioso cuando se le arruga la carita y, durante unos segundos, siento cariño por él. Pero entonces suelta la lata. Cae de lado y empieza a rodar hacia el borde soltando todo el líquido. El impacto contra el agua es tan leve que apenas lo oigo. Nos inclinamos los dos a mirar.

—Las ranas o los peces se beberán lo que quede —digo despreocupadamente.

Extiendo los brazos para acercarlo hacia mí.

Pero sus brazos son fuertes y el empujón que recibo es violento.

—¡No! ¡Quiero la lata!

No soporto ni imaginármelo. No aguanto ni pensar en los gritos; me perforan los oídos y solo quiero dejar de oírlos o ponerme también a gritar.

—Pues ve a buscar un palo largo —digo.

Se levanta y echa a correr hacia donde está la lavanda, en dirección a los robles.

Lo último que grito es:

—¡Necesitarás uno extralargo!

Vuelvo a dejar los pies colgando por el borde, me tumbo de espaldas, cierro los ojos y disfruto de unos segundos de paz. Noto el calor del suelo de hormigón en los muslos, atravesando la falda de algodón, mientras la parte superior de mi cuerpo permanece en contacto con la hierba. Percibo un cosquilleo en la nuca. Oigo que el cortacésped se aleja. La pereza se apodera de mí, aspiro hondo el aire del verano y me imagino que lo que noto debajo de mí es la arena, no el hormigón y la hierba.

La realidad va y viene. Me parece oír algo que salpica en el agua, como una gaviota que se abalanza tras haber visto un pez.

Luego, nada.

Me incorporo de golpe, mareada y desorientada. Miro a mi alrededor, miro hacia abajo.

Corro, trepo, agarro, tiro.

Pero es inútil, porque Will no está. No está porque está terriblemente inmóvil. En algún lugar, en lo más profundo, un pedazo de mí se separa antes de desconectar por completo.

Desde entonces, mi mente se supera a sí misma transportándome a lugares seguros cuando más lo necesito.

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