1
Esta isla, que aún habito, fue mi casa, mi paraíso, mi inspiración y mi condena. En ella, desde niño, crecí de espaldas al mar; no sé nadar, nunca aprendí. Es hermoso el mar, pero su belleza y poder me agobian y no soy capaz de enfrentarme a su fuerza. Aquí me convertí en el hombre que soy y, al arrullo del viento del Atlántico, fue donde las musas me susurraron historias cargadas de belleza, amor y pasión. No lo he dicho todavía, pero soy escritor.
Desde que era pequeño podía ver a nuestro alrededor a las musas que nos acompañan, ignoradas por la mayoría, y que, deseosas de mostrarse, se acercaban a mí musitando sublimes historias que contar. Solo tenía que saber escuchar.
Un don. Un maravilloso don.
Gracias a esa habilidad, a la edad de veinte años, en 1925, me convertí en un escritor de éxito. Mi primera novela, tras varias antologías de relatos y algunas fábulas, me arrastró a un ascenso meteórico cargado de alabanzas, elogios y dinero. Este me llegó en abundancia, no puedo decir que no, si bien el capital a mí me daba igual, pues mi familia siempre tuvo mucho. Demasiado, dirían algunos. Mi padre, don Andrés Pedreira Mosquera, fue un gran naviero y, a su prematura muerte —falleció cuando yo todavía era muy joven—, mi madre, doña Aurora Ulloa Varela, supo hacer buenos negocios; siempre fue muy lista.
En apenas un par de años, me convertí en uno de los escritores más notables del panorama literario español, pero después el universo se confabuló para que la fortuna me esquivara y solo la desventura se desposara conmigo. Mi pluma se apagó, incapaz de escribir, y la memoria empezó a fallarme.
El éxito me arrastró a una vida licenciosa, enloquecedora, llena de fiestas, alcohol, mujeres y excesos. Una vida que me apartó de la literatura como se aleja uno de un apestado por miedo a una infección perentoria, y que me hizo arrinconar mi don y mi magia; mi persona. Aunque, para ser honestos, hacia el vicio y las fiestas que me hicieron olvidar no solo me empujó el éxito, la culpa también tuvo mucho que ver. Juegos del albur, que tan propicio es a enredar y a juguetear con uno sin enseñarle las reglas ni hablarle de los peligros y consecuencias que tiene hacer trampas.
Podía haber optado por quedarme en mi Galicia natal, en mi isla o en la casa familiar de Baiona, junto a mi madre, e intentar recobrar la memoria perdida, llena de lagunas y vacíos, y quién sabe si también la inspiración, mas preferí la intemperie como patria y, en 1930, prácticamente desaparecí. Juzgué más cómodo huir adonde nadie me conocía. Ser sordo y ciego entre quienes no sabían nada sobre el triunfo y andar por las calles sin nombre de grandes ciudades, como una parca en busca de almas, visitando sus burdeles y probando los placeres que el dinero podía proporcionarme. Así, junto a vagabundos, prostitutas y caballeros viciosos e indolentes, paseé por vetustas calles negando lo que un día había sido. De ese modo, también logré reprimir las pesadillas que, acompañando mi desmemoria, habían invadido mi mente y evocaban lo que era mejor que estuviera enterrado. Malos sueños que, como telarañas, se colaban en mi pensamiento sin que pudiera evitarlo y me obligaban a morder la pena y acallar mi corazón.
Alguna vez, en momentos de lucidez, intenté recordar, recuperar mi yo perdido, pero a mi alrededor el pasado permanecía escondido y cerrado. Apenas pequeñas luces entre las sombras. Apenas un poco de claridad. Demasiado esfuerzo para alguien que había preferido una vida libertina a una con penas y reproches.
Mi memoria desapareció casi por completo hasta que a comienzos de 1936 volví a mi casa en Baiona y, ese mismo verano, justo antes de que España se partiera en dos y la guerra la devorara, deshecho por los abusos y pasada la treintena, regresé a la isla que me lo había dado todo para sanar un cuerpo colmado de excesos, consumido, y empezar de nuevo.
Debo aclarar que, de la guerra, poco supimos o sentimos. Desajustes en el abastecimiento y miedo en el servicio, pero poco más. Estaba demasiado alejada como para que nadie, ni un bando ni el otro, se preocupara por ella.
Mi primera intención al regresar no era volver a escribir. Y tampoco recordar. Pero una vez allí, rodeado de los paisajes que alumbraron mi don, decidí recuperar al escritor que llevaba dentro, demostrar a los que me criticaban y decían de mí que solo fui flor de un día que se equivocaban. Es terrible advertir que el genio se ha ido y que lo que te rodea amenaza con sepultar tu ser en la más absoluta pequeñez.
No fue sencillo. No lo fue. Las musas, todas, para mi desgracia, se habían ido. Me habían dado de lado. No las podía ver. Mi don no regresaba y mi querida inspiración ya no me amaba. Frente a la página en blanco, desesperado y abrumado por la no creación, debía encontrar cómo volver a escribir, y la isla, mi isla, tenía que ayudarme.
Así transité por aquel verano del 36, y de tal forma habría seguido, sumido en el pesimismo y el vacío, si ella, ELLA, no hubiera aparecido a finales de septiembre. Porque cuando llegó, cuando la encontré, las letras volvieron a mi cabeza. Desordenadas y maltrechas, cierto, pero con ganas de formar algo nuevo y admirable que contar. Y no solo tornaron las letras, también parte de mi yo olvidado.
La primera vez que la vi salía yo apresurado de la casa familiar, del pazo de San Jorge, escapando de las palabras atropelladas y malhumoradas de mi mayordomo, el señor Vilar, por haber estado revolviendo el desván de la vivienda para matar el ansia que me devoraba por mi incapacidad para escribir. Ya había inspeccionado antes otras partes de la isla buscando entre sus miserias algo que diera luz a mi apagada pluma, y solo había conseguido obtener tierra empobrecida.
Como un trovador errante, buscaba entre los recuerdos de mi islote un estímulo, un motivo, algo, aun sabiendo que poco encontraría. Y es que, en la buhardilla, por ejemplo, entre las telarañas y el polvo, en la seguridad de una oscuridad perpetua, cubierta de tamo y antiguas sábanas, dormía solo una parte muy pequeña de la vida pasada. No sé si la mejor o la peor, pero solo una parte. El resto ya no estaba.
El éxito, que adulteró y falseó mi memoria, y me trajo al delirio como amante, también me había arrebatado mi historia con la preciosa ayuda de mi querida madre. Tan preocupada siempre por mí, en exceso, con la autoridad que la caracterizaba, cuando todo se torció y mi vida se llenó de tinieblas, mandó sacar del pazo la mayor parte de los objetos de mi niñez y juventud. E, incluso, ordenó quitar todos los cuadros, retratos familiares y fotografías. Hasta mi antigua ropa desapareció.
—Hijo mío, es mejor que el pasado viva en el pasado —me explicó—. Ahora es tiempo de empezar de nuevo y no de que las heridas sigan sangrando. Es mejor así, hijo. Créeme. Es mejor.
Yo no alcanzaba a concebir qué daño podían hacer los viejos juguetes o la ropa de mi juventud. Tampoco los cuadros de mi niñez o de la familia, pero mi madre no cambió de opinión y sus órdenes se cumplieron a rajatabla. Todo, o casi todo, desapareció.
—No dudes de las decisiones de tu madre, que son puro bien para los dos —insistió cuando alguna vez protesté—. La vida, hijo, es cruel y mezquina. Tu éxito, querido mío, fue algo hermoso, pero también una terrible puerta que te llevó al infierno. Que nos llevó a todos al infierno. —En eso tenía razón—. Enterremos ese abismo y dejemos que solo la luz viva a nuestro lado. Olvidar no siempre es malo, hijo. Los recuerdos, a veces, solo sirven para sufrir.
Y ahí acabaron todas las explicaciones que me quiso dar. Nunca más volvió a mencionar el tema, y yo tampoco. No debía saber más. ¿Para qué? Siempre fui un cobarde frente a la autoridad de mi progenitora. Una sola palabra suya solía ser suficiente para que mi alma se achicara y mi valentía, si alguna vez existió, desapareciera. Y si la palabra no era suficiente, el bastón que siempre la acompañaba —no la recuerdo sin él— solía ser, también, buen disuasorio de la desobediencia.
Pues ese día en el que me empeñé en buscar el genio perdido entre lo poco que quedaba en el pazo de mi pasado, al salir de la residencia huyendo de la perorata sulfurada de mi mayordomo —que ya amenazaba con delatar mi actitud a mi madre si insistía en registrar la casa en busca de una nostalgia que nunca trae ensueño bueno, sobre todo si uno rebusca y coge lo que no debe; así lo veía él —, en el jardín de robles, estaba ella. Cruzaba con delicadeza un pequeño puente de madera que, altanero, sorteaba uno de los múltiples riachuelos del terreno. Llevaba un hermoso vestido de seda y gasa blanca, estampado con grandes rosas rojas. Verla fue como sentir que un rayo de luna se posaba sobre mi existencia. Un rayo de luna que uno persigue desde niño, entre ensueños y anhelos.
A lo lejos, se me antojó una hermosa muchacha despreocupada de no más de veinte años, pero al acercarme, al ir a su encuentro, en sus grandes ojos verdes vi confusión y caos. Parecía perdida.
Tenía el pelo largo y lustroso, color azabache. La melena le cubría parte del rostro, como un velo que impidiera ver la turbación que escondía su mirada. Sus blancas manos, cubiertas por unos guantes de encaje nacarado, se aferraban temblorosas a la barandilla del puente y la hacían parecer, a mis ojos, una flor con miedo a que el viento de aquella tarde, que anunciaba otoño, la rompiera y se la llevara. Junto a las ya marchitas y decadentes hojas de los robles, que aleteaban a su alrededor como mariposas, su imagen me resultó nostálgica y sentí la necesidad de acercarme a ella lo máximo posible.
Al llegar a su lado, a centímetros de su cuerpo, cuando aguardaba una sonrisa o un saludo, ella no respondió como yo esperaba, pero ¿quién iba a imaginar algo así?
—¿Sabes quién soy? —me preguntó medrosa, sin soltar la barandilla.
Callé. ¿Cómo responder semejante cuestión? No la conocía. Lo que hice fue presentarme.
—Me llamo Ricardo Pedreira Ulloa. Soy escritor y está usted en mi isla.
Miró a su alrededor, confusa, y clavó su mirada en el imponente océano que nos rodeaba, mientras las miles de gaviotas que moraban mi isla revoloteaban a nuestro alrededor graznando sin parar. Luego se volvió, sin soltar la baranda, y me repitió aquella extraña pregunta.
—¿Sabes quién soy?
Incluso yo, que nadaba de continuo entre las lagunas de mi memoria, sabía cómo me llamaba y quién era. Podía haber olvidado parte de mi pasado, de mis lances como escritor mujeriego, de mis noches borracho en compañía de mis amadas musas o de las que, también borracho, pasé en soledad intentando recobrar cierta dignidad, pero no quién era. Al menos, eso pensaba en aquel tiempo.
La observé sin disimulo y contemplé fascinado su cuerpo, su rostro y sus manos. Me fijé entonces en que llevaba al cuello una pequeña cadena dorada con un medallón. Extendí la mano hacia la joya. Ella dio un paso atrás y soltó el pasamanos, asustada, pero ante mi cara de tonto encelado por su belleza y su inesperada visita, se dejó hacer. Cogí el colgante, con la imagen de un pequeño ángel grabado en el frontal, y le di la vuelta. Allí había un nombre inscrito que leí: Julia.
2
Julia apareció en mi isla sin saber quién era o por qué estaba allí y yo aún no podía responder a esas preguntas. Pero sí podía hacer que se sintiera bien, cómoda. Además, presintiendo que la sangre de unos y otros ya corría sin cuartel por las calles y campos de España, no la podía enviar a un futuro incierto, y menos sin memoria. Por eso, la invité gustoso a quedarse en la casa, en una de las habitaciones de invitados, y ella accedió.
Cuando les hablé a mis criados de Julia, de su aparición y de que se quedaría unos días con nosotros, noté en el señor Vilar y en el resto del servicio una actitud desabrida y un tanto esquiva. En la casa había cinco empleados en total, incluido mi querido intendente. A comienzos del verano fueron diez, pero, tras los rumores y habladurías sobre un posible alzamiento militar contra el gobierno de la República, algunos partieron de regreso a sus hogares. No intenté impedírselo. No tenía derecho a hacerlo. Además, era tal su preocupación que su presencia en la casa había pasado a ser simplemente eso: una presencia sin más.
En fin, de diez quedaron cinco pares de ojos atentos a mis peticiones y también, cómo no, a las de mi madre. No es que estuvieran todo el día acechando mis movimientos, pero yo sabía, imposible no saberlo conociendo a mi progenitora, que tenían orden de vigilar mis pasos y dar parte de todo aquello que pudiera hacer que su hijo volviera a salirse del camino de la honra y la virtud. Lo que entonces no sabíamos, ni ella ni yo, era que nunca había abandonado ni olvidado del todo aquel otro sendero que ella tanto temía.
Lo primero que el señor Vilar me dijo cuando anuncié la llegada de Julia fue lo que habría dicho mi propia madre. Eran tal para cual. Si no llega a ser por la condición de uno y la vanidad de la otra, hubieran sido un perfecto matrimonio. El señor Vilar no se había casado; cosa extraña, ya que era bien parecido: un hombre fuerte y fornido con un trabajo honrado que le permitía vivir con cierta holgura. Pero el amor le había sido esquivo, como a mí la buena fortuna. No es que nunca lo hubiera conocido, pero cuando se enamoró, su deseo no fue correspondido. Amores imposibles de los que más tarde él mismo me habló. Imposibles y desagradecidos.
—Señor, no puede invitar a una desconocida a quedarse en la casa. No sabemos nada de ella —me señaló con cierta irritación—. Además, su madre no estaría de acuerdo. A ella no le gustaría que una mujer se quedara en el pazo, con usted. —Esto último fue solo un susurro, pero lo oí.
—¿Y qué quiere que haga, Vilar? ¿La dejo abandonada en la isla hasta que llegue el barco de provisiones en unos días? Si viene —rumié, pues con el inicio de la contienda ya no sabíamos nada de sus horarios—. ¡Es ridículo!
Advertí que se le torcía el gesto. No le gustaba que le contradijeran y, además, pensaba que mentando a mi madre yo no protestaría.
—Pero, don Ricardo, no sabemos nada de ella —me repitió—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? —Se masajeó las sienes mirando la puerta de la casa. Al otro lado estaba Julia. Todavía no la había hecho pasar.
El asunto le preocupaba, y debo reconocer que a mí también, porque desde la semana anterior, cuando llegó el barco con el correo y el abastecimiento, no habíamos tenido ninguna visita en la isla, pero no le iba a dar la satisfacción de confesárselo.
—No sabemos quién es, cómo ha llegado o qué hace aquí —continuó—. No sabemos ni cómo se llama.
—Sí que lo sabemos. —«Un nombre precioso», pensé—. Se llama Julia, y con eso debería bastar. El resto ya lo iremos averiguando.
Miré yo también hacia la puerta, donde Julia esperaba. Estaba algo avergonzado, no era normal que se tuviera que discutir tanto con el servicio, pero el señor Vilar siempre se había creído con más derechos de los que tenía. La falta, en el fondo, no era de él, sino de mi madre, que le había dado más poder del que le correspondía.
—No la pienso dejar ahí fuera —sentencié—. ¡No lo haré! Y, le guste o no, se queda en la casa.
—Su madre no estaría de acuerdo. Este no es un buen lugar para mujeres.
Claro que mi madre no estaría de acuerdo. Ella, tan suya, cuando abandonó el pazo para irse a la casa familiar que tenemos en Baiona, poco antes de que yo me marchara de Galicia y me perdiera en mi propio olvido, ordenó a todas las sirvientas ir a la villa con ella, porque se empeñó en que la isla no era un buen sitio para mujeres. Nadie le rebatió esa idea tan especial. De hecho, Vilar la apoyó. Pero las cosas habían cambiado. En el pazo estaba yo, y no mi madre. Era yo quien tenía que tomar las decisiones.
—¡Ella no está aquí! —zanjé—. Y soy yo el que da las órdenes. ¡Yo!
Así terminé la discusión, fui a la puerta y le pedí a Julia que pasara. En voz alta expliqué que la habitación de invitados que tenía baño, la que todos llamaban el cuarto de bambú, ya que, en sus paredes, el papel pintado lo simulaba, sería, desde ese día, la habitación de Julia, y que se abstuvieran de molestarla, pues yo me ocuparía personalmente de atenderla. Ese cuarto era más grande y luminoso que otros de la casa y uno de los más bonitos. En el pasado había sido la alcoba de alguien, ¿un familiar, tal vez? No lo recordaba. También ordené que dispusieran un cubierto más en la mesa para nuestra invitada. La joven, por primera vez desde nuestro encuentro, me miró agradecida. Yo me sonrojé un poco, he de admitir. Era tan bonita, tan hermosa. Una belleza cautivadora que envolvía mi espíritu de una paz serena y templada. Julia, mi rayo de luna. Agradecí su gesto y su presencia.
Hacía mucho tiempo que no me sentía de ese modo. Cosas de la mala vida, las fiestas y el alcohol, que cada tarde y cada noche desde hacía años me convertían en un fantoche que vagaba de un lado a otro sin rumbo ni puerto donde arribar. Ya no bebía tanto ni consumía con tanta frecuencia esas sustancias con las que durante mucho tiempo me había casado, sobre todo desde mi regreso a la isla. Intentaba no probar el alcohol hasta que la tarde caía, pero la absenta, mi querida absenta, mal que me pese, me lo ponía muy difícil. Se había convertido en una fiel amante, celosa y suspicaz, que no dejaba espacio para otras en mi corazón.
Acepté de buen grado el gesto de Julia, su mirada, que vi más relajada y tranquila que cuando la encontré en el puente. La cogí de la mano, un poco torpe, lo reconozco, pues ya no tenía práctica en esas lides, y se la estreché con fuerza a pesar de que la tenía fría como el hielo, intentando que el momento no se esfumara tan rápido como lo hacen los suspiros. El señor Vilar, que no se había movido del recibidor, contemplaba la escena un tanto desconcertado y con cara de sorpresa. Se asombraba, pensé, de verme de la mano de una mujer hermosa y delicada como una pequeña flor, y no de una encontrada en las muchas noches en las que mi debilidad rijosa me había llevado de cama en cama en busca de un amor que la botella no me daba y que no conseguía encontrar.
De la mano de Julia, me dirigí a la biblioteca, el primer lugar que le quería mostrar a mi invitada mientras esperábamos a que sirvieran la cena, pues poseía una colección de libros de la que estaba muy orgulloso, entre ellos algunos que pocos años más tarde serían prohibidos y que se salvaron de las mentes estrechas y cortas de miras de mediocres regentes gracias a la soledad de mi isla. Hoy todavía la moran, como yo, y aún de vez en cuando los visito porque son sus páginas la mejor medicina para los pensamientos que hacen sufrir.
Cuando el señor Vilar me vio abandonar la antesala camino de la biblioteca, salió corriendo santiguándose a escribir una carta a mi madre. Era un santurrón y un soplón. Siempre lo fue. Fiel perrillo faldero de mi progenitora a la que informaba de todo lo que pasaba en la isla. De todo. Y no solo en aquel tiempo. En el pasado también lo hizo. Sirva como ejemplo la primera vez en que, siendo tan solo un chaval, me animé a investigar el otro lado de la isla, un lugar deshabitado llamado el Paraje del Ocaso.
La isla, mi isla, es así. Su geografía está llena de lugares cuyos encantadores y llamativos nombres son, cuando menos, evocadores; y está dividida en dos. Por un lado, al sur, está la parte que ocupa el pazo de San Jorge, mi hogar, llamado así por el señor que lo mandó construir en el siglo XIX, don Ramón Rouco Buxán, un terrateniente que quiso emular a los antiguos señores gallegos construyendo una gran casa solariega que más bien simulaba un palacio. El edificio principal, de noble piedra gris, cubierto de hiedra y bejuco en algunas de sus partes, estaba rodeado de un hermoso y bello jardín de robles, el árbol que más abundaba en la zona, lugar en el que había encontrado a Julia. Cerca había y hay un invernadero, pero ese no lo construyó el señor Rouco Buxán. Ese lo mandó levantar mi madre al poco de trasladarse al pazo, en 1903, cuando mi padre compró la isla y se la entregó como regalo de bodas. Siempre fue una enamorada de las flores y, aunque allí pocas crecieran, durante su estancia en el islote se empeñó en hacer prosperar un jardín que había ideado detrás de la casa, cerca de la capilla y el cementerio familiar. Algunas veces consiguió que luciera hermoso, pero apenas si duraba un par de días. Se estropeaba enseguida con el salitre y los constantes arrebatos del mar, que no dejaba que las flores prosperaran más allá de la protección acristalada del invernadero. Junto al invernáculo se levantan una pequeña casa blanca que había sido en su día la vivienda de los sirvientes, ya casi derruida, y los almacenes. Un poco más allá, está el embarcadero. Y todo ello recibe el mismo nombre que la casa: San Jorge.
Luego está el otro sector, al norte, deshabitado y yermo: el Paraje del Ocaso. Como única construcción tiene un viejo faro en ruinas, que fue antaño el Faro del Amor, así lo llamaron durante años, aunque después pasó a ser algo muy distinto y casi aterrador. Al faro le acompaña una casa de gran porte que aún hoy existe. Nadie la moraba ni la visitaba entonces; sin embargo, hoy sí. Hoy la habito yo.
Aquel lejano día de primavera en que decidí aventurarme a visitar el Paraje del Ocaso, según puse el primer pie fuera de la propiedad vallada, Vilar no tardó ni un segundo en irle con el cuento a mi madre. Tenía yo catorce años y, aburrido de andar por el pazo y de hacer siempre lo mismo bajo la atenta mirada del servicio, me libré de ellos para ir a curiosear a un sitio que se me antojó más divertido e interesante. Había oído siempre que el otro lado era oscuro y peligroso, un sitio no apto para templados paseos al atardecer o inocentes juegos de niños. En aquel lugar uno no podía vivir ni tampoco distraerse. Leyendas y supersticiones.
Haciendo caso omiso a las advertencias, que incluso llegaban a afirmar que si la noche te atrapaba en aquel paraje y la luna no salía a tu encuentro acudiría en pleno la Santa Compaña, me adentré decidido en aquel sombrío y prohibido andurrial. No hay nada más atrayente que lo indebido o lo proscrito. Además, siempre he pensado que todas esas leyendas y cuentos son patrañas. Nunca he visto ninguna comitiva de almas en pena que, cubiertas por oscuras túnicas, vaguen descalzas durante la noche. Jamás he escuchado ni su campana ni sus lamentos, mas a la gente le gusta inventar monstruos, aunque después tenga miedo de sus propias invenciones. Siempre ha sido así. Como si los reales, los de carne y hueso, no fueran suficientes.
Mi incursión por allí apenas duró un par de horas y todavía no os puedo contar lo que pasó o lo que vi. No a la Santa Compaña, de eso estoy seguro, ni en aquella ocasión ni nunca. Pero sí os adelanto que fue algo que me hizo correr como alma que lleva el diablo sin mirar atrás, casi galopando, hasta acabar entre las rocas escarpadas de uno de los acantilados de la isla, el acantilado de Las Ánimas, un nombre tan hermoso y evocador como siniestro.
De ese algo que me obligó a huir, os diré que sonaba a canto hermoso. Un susurro aleteado y suave que se clavó en mi cabeza y me llamó sin descanso, atrayéndome de forma inexorable hacia un pequeño manantial que nace en ese lado del islote. Un rumor calmado que me ofrecía el cielo y el universo, si lo quería, con tan solo asomarme a sus aguas. Me asomé, por supuesto. No sé si deseaba el cielo y el universo, pero ya entonces percibía que mi sino era hacer algo grande, que perdurara, que transcendiera. Un canto de sirena que me arrulló y meció al compás de las tranquilas aguas del arroyo escoltado por palabras de amor. Sangre, metal, besos y una voz dúctil y melodiosa que me acunaba entre sus manos. El resto, lo que vino después y que me hizo escapar, durante largo tiempo lo olvidé, como después olvidé muchas otras cosas, y no fue hasta que Julia apareció en mi isla, en mi vida, que empecé a recordarlo. Esa evocación regresó, pero otras nunca lo hicieron, si bien no tengo claro que eso sea bueno o malo, la verdad. Todos tenemos recuerdos que es mejor que permanezcan callados.
Huyendo, corriendo, casi sin aliento, llegué al barranco donde los reclamos incesantes de las gaviotas, el aire frío y gélido del Atlántico y la oscuridad total de una noche cerrada, sin luna, acompañaron mi descenso torpe por las rocas hasta hacerme tropezar y caer. Me despeñé sobre un mar embravecido, un océano furioso que me sacudía y jugaba conmigo como si yo fuera la espuma de sus olas. Fue el señor Vilar, acompañado de mi padre, todavía vivo aunque ya muy enfermo —apenas un año después murió—, quien me sacó del agua y me resucitó. Sí, me resucitó, porque durante unos segundos, eternos para mi espíritu, en mis pulmones solo hubo agua y sal. Fue tan solo un instante fugaz, pero detrás de mi conciencia transcurrieron siglos. Un viaje a donde no había luz ni tampoco mano alguna que me ayudara a encontrar el camino de vuelta. Sin más: oscuridad. Un eterno laberinto umbroso e impreciso por el que mis vacilantes pasos resonaban y el eco de mi voz se perdía. Cuando el aire volvió a inflar mis pulmones, la vida me pareció más fea y también más efímera. Y descubrí, a mi corta edad, lo cerca que la muerte está de nosotros. Lo vecina que camina a nuestro lado, esperando, al acecho, vigilando.
Tras esa experiencia, nunca más volví a ver el mar con los mismos ojos. ¿Cómo hacerlo si había intentado matarme? Es cierto que su belleza no tiene comparación, su fuerza y su poder, pero también sus ansias de llevarse consigo todo lo que toca. Es más celoso que la soledad o la muerte.
Ese día decidí que viviría siempre la vida que quería vivir; sin embargo, no lo hice. Y me prometí que no haría más excursiones por el lado deshabitado, por el Paraje del Ocaso. Palabra que tampoco cumplí. Más veces estuve allí, cerca del manantial, en el faro y cerca de la casona.
Desde que había vuelto a la isla, pocas veces me había aventurado a ir por el lugar. No por miedo a que mis criados me descubrieran y se lo contaran a mi madre, que lo harían, sino porque no se me había perdido nada allí, que yo supiera. Con la aparición de Julia eso cambió y las visitas a ese lado, el prohibido, regresaron.
3
La noche que Julia se quedó en casa por primera vez no probó bocado, incómoda por la actitud de Vilar y del resto del servicio, que la ignoraron de forma constante y no la atendieron como debían. Después de que retiraran su plato intacto a la cocina, los dos nos sentamos en el salón principal, al resguardo de la chimenea, a charlar. Prometía ser una velada encantadora.
Poco me podía contar ella de sí misma, dada su desmemoria, que hacía que la mía pareciera una simple confusión, pero yo sí que estaba deseoso de hablarle de mi obra, mi gran novela y mis letras. Atenta, escoltados por el centelleo del fuego que hacía que sus ojos me resultaran más esmeralda, me escuchó y me preguntó por mi libro, por las historias que contenía, por la inspiración. Gustoso respondí a todas sus preguntas, incluso cuando me pareció que se repetía e insistía demasiado en que le hablara de cómo conseguía que me llegaran las ideas. No es que no quisiera charlar de ese tema, pero teniendo en cuenta que hacía años que mi musa me había abandonado, no era agradable.
El señor Vilar, mientras Julia y yo conversábamos, entró varias veces en el salón con una actitud cuando menos infantil. Con muy mala educación, suspirando en demasía, me ofreció, solo a mí, bebidas, aperitivos y cigarrillos, sin tener en cuenta a Julia. Nunca le gustó no llevar razón o que le replicaran, sobre todo si se apelaba para ello a la condición de cada uno. No obstante, esas no eran formas de proceder. En un momento en el que Julia se ausentó para ir al cuarto de baño, mientras me llenaba la pitillera, se lo reproché. Pero, como casi siempre, solo sirvió para volver a discutir con él.
—Mire, don Ricardo, yo estoy aquí para atenderle a usted —se defendió ante mi reprimenda—. Y encantado, además.
—Y a mis invitados —repliqué.
—Sí, así es. También a sus invitados, cuando estos lo sean.
—Julia lo es.
—Claro, don Ricardo, pero lo de ella es un caso singular. No ha llegado aquí de forma normal. ¿Cómo ha…?
—Como nada —le interrumpí. Me estaba poniendo de muy mal humor. No quería que me estropeara la velada—. Ella es mi invitada y con eso basta. ¡Compórtese! ¡Por Dios! ¿Qué va a pensar de nosotros?
El señor Vilar no dijo más. Asintió, agachó la cabeza, y me dejó solo con mis pensamientos.
Esa noche, Julia ya no volvió al salón. Se fue a dormir y yo, ante su ausencia, me encerré en mi despacho preso de una especie de ilusión y esperanza, obtenidas de su compañía, que me decían que algo nuevo iba a empezar. Una corazonada que me avisaba de que tal vez ese era el momento adecuado para intentarlo de nuevo, para volver a escribir. ¿Podía hacerlo? El recuerdo de los ojos de Julia me decía que sí. Solo debía armarme de valor y ponerme delante del papel en blanco que reposaba en mi escritorio con cierto aire arrogante.
Me senté, pero la forma en la que las hojas parecían reírse de mí me hizo levantarme de golpe y buscar un poco de ayuda para mi vendido valor. Fui a uno de los armarios y saqué del estante a mi querida absenta. Cogí la copa, la cuchara y el azucarillo, y lo preparé todo, deseando que ese primer vaso me animara a enfrentar mis miedos. Dejé que el magnífico líquido se filtrara pausado entre el azúcar, empapándose de su dulzor, hasta que llenó la copa. Después me lo acerqué a la nariz y a la boca, lo olí y lo bebí, saboreando su amargor de regaliz mientras le pedía, casi suplicaba, que hiciera funcionar mi cabeza; pero no resultó. La pluma siguió muda y el papel impoluto.
Volví a llenarme la copa, encendí un cigarro y miré por la ventana. La noche ya se cernía con eleg