Malas intenciones (Inspector Sejer 9)

Karin Fossum

Fragmento

cap

 

Dødvannet, la Laguna de los Muertos, así lo llamaban. Era como un pozo entre montañas escarpadas: si te metías, te hundías hasta las rodillas en el lodo inestable. Junto a la orilla, oculta en parte por unos abetos, había una cabaña de troncos de madera. En la ventana estaba Axel Frimann, mirando hacia fuera. Era la medianoche del 13 de septiembre, y la luna lanzaba un brillo blanco azulado sobre el agua, había algo mágico en todo aquello. En cualquier momento, el monstruo del lago podía emerger de las profundidades. Al pensarlo, le pareció notar que el agua se movía, una oscilación, como si algo ascendiera hacia la superficie. Pero no ocurrió nada más, una sonrisa que nadie vio se deslizó por su rostro. Les propuso a los demás dar una vuelta en la barca.

—¿Habéis visto qué luz? —preguntó—, es una pasada.

Philip Reilly estaba entretenido leyendo un libro. Se echó hacia atrás su larga melena.

—Tal vez —dijo—. Una vuelta por el agua. ¿Qué dices, Jon?

Jon Moreno estaba absorto en el fuego de la chimenea. Las llamas le daban calor, lo mareaban. Sostenía el blíster de un medicamento para la ansiedad; cada cuatro horas presionaba una pastilla para hacerla salir a través del aluminio y se la metía en la boca.

¿Si quería ir con ellos al agua?

Observó a Axel y a Reilly. Había algo en sus ojos, algo esquivo..., pensó, pero estoy un poco alterado, estoy enfermo y medicado; tranquilo, son mis amigos, solo desean lo mejor para mí. Sin embargo no quería salir al agua, no en mitad de la noche, a la fría luz de la luna. No se fiaba del todo de sí mismo. Aquí dentro, junto a la chimenea, se sentía seguro, aquí, entre las paredes de troncos, junto a buenos amigos, porque eran sus amigos, ¿verdad? Intentó captar la mirada de Reilly, pero este se había puesto de pie, toqueteaba algo en una estantería.

—Es importante que estés en movimiento —dijo Axel—, la angustia empeora si te estás quieto. Tienes que hacer circular la sangre y que el oxígeno llegue a todas las células, vamos.

Jon no quería decepcionarles, lo hacían por él, querían que viviera una experiencia, y en el hospital no tenía muchas. Solo largos días en los que no ocurría nada, un eterno deambular por los pasillos. Ahora le sonreían para darle ánimos, Axel con sus ojos oscuros, Reilly con los suyos grises. Por eso se obligó a levantarse de la silla mientras se metía el blíster de las pastillas en el bolsillo; no iba a ninguna parte sin ellas. Fue a coger el teléfono móvil que estaba sobre la mesa, pero lo dejó allí. La angustia vibraba por su cuerpo como una corriente eléctrica, pensó que en algún lugar había un demonio apretando un interruptor, encendía y apagaba, encendía y apagaba, hasta que le faltaba el aire.

—Ponte la chaqueta —dijo Axel—. Hace frío.

Jon miró a su alrededor buscando la chaqueta, no recordaba dónde la había dejado, pero Axel la encontró y se acercó con ella. Reilly sopló para apagar una lámpara de parafina que tenían encendida y una oscuridad repentina los envolvió. Jon se dejó caer de rodillas para atarse las botas. Primero un nudo y una lazada y luego un nudo. Axel y Reilly esperaban.

—¿Qué pasa con la chimenea? —preguntó Jon.

—No estaremos fuera mucho rato, no hay peligro —dijo Axel—. Venga, vamos.

—¿No ponemos un parachispas?

Axel se encogió de hombros.

—Vale.

Fue a la cocina, oyeron que trasteaba bastante, salió con el parachispas y lo colocó frente al fuego. Era de hierro forjado y estaba decorado con dos lobos que enseñaban los dientes.

Jon observó los lobos, luego a sus dos amigos.

—Entonces ¿estamos listos? —dijo Axel.

Reilly asintió. Jon se metió las manos en los bolsillos. Axel le dio unas palmadas en el hombro, la mano era cálida y segura, confía en nosotros, decía la mano, solo queremos tu bien, estás con los tuyos.

Era viernes 13 de septiembre. Salieron a la negra noche y buscaron los remos que estaban en el cobertizo.

Un estrecho sendero llevaba a la orilla de Dødvannet.

La barca volcada estaba entre los juncos, con el fondo hacia arriba, verde y abultado como una vaina de guisantes. Axel y Reilly la agarraron, le dieron la vuelta. Por dentro estaba sucia y resbaladiza; a la luz de la luna vieron un bicho correr por el borde y desaparecer.

—Una lagartija —dijo Axel.

Jon tenía las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. Observaba la barca con escepticismo, no tenía ganas de sentarse en las bancadas sucias. Axel leyó sus pensamientos y pasó la manga de la chaqueta por la bancada.

—Siéntate al fondo —ordenó.

Jon subió, obediente, a la barca. Observó el agua negra, tal vez ni siquiera tuviera fondo, solo un fango infinito. Sería bueno dejarse caer, pensó, detener para siempre la corriente de angustia que recorría su cuerpo. Una presión en la cabeza, un escozor ardiente en los pulmones, y todo habría terminado. Axel y Reilly empezaron a empujar, la barca se deslizó con facilidad entre los juncos y Jon sintió que oscilaba de un lado a otro. Estaba completamente quieto sobre la bancada, un chico delgado de manos pequeñas. Paseó la mirada por el paisaje, las montañas escarpadas que rodeaban el lago. Axel y Reilly agarraron un remo cada uno, les costó un poco dar con el ritmo. La barca cogió velocidad.

—Mira qué luz —dijo Axel.

La luz de luna era fría y blanca, todo lo que les rodeaba tenía un brillo metálico. Reilly se concentró en remar, la barca se deslizaba firme por la laguna, el agua corría lentamente como plata por las palas. Jon se aferraba a la bancada con las dos manos. Estaba cercado por la oscuridad y el agua negra, la angustia era como una espina.

Axel rompió el silencio.

—¿Y tu psicólogo, Jon?, ¿puedes hablar con él?

—Ella —corrigió Jon—. Se llama Hanna Wigert. Sí, con ella puedo hablar.

—¿Es mayor? —quiso saber Axel.

—Cuarenta, más o menos —dijo Jon—. Además, es psiquiatra.

—Es lo mismo —opinó Axel.

—No —dijo Jon—, no es lo mismo.

Los hombres daban largas y potentes remadas.

—¿Y habláis de todo? —preguntó Axel.

Jon miró hacia otro lado.

—Supongo que sí. Sobre todo de la infancia —dijo—. Pero no hubo ningún problema en mi infancia.

Se sentía mareado. A la luz de la luna el rostro de Axel era de un blanco azulado, y sus ojos, grietas negras.

—Pero tu padre se largó —señaló Axel—. Eso no sería fácil...

Jon se encogió sobre la bancada.

—Todo el mundo pierde a alguien en algún momento —dijo—, y sigue viviendo. Yo también lo hice. Fue bien, nos las arreglamos sin problemas.

El remo de Axel cortó el agua como un cuchillo.

—No —dijo—, es una tontería. Los tres sabemos de qué va todo esto. ¿O no, Jon?

La barca se quedó en absoluto silencio.

Jon bajó la cabeza, tenía problemas para respirar y Hanna le había explicado lo que tenía que hacer cuando ocurriera eso. Ponte de pie, le había dicho, para que los pulmones tengan espacio para expandirse. Pero no se atrevía a levantarse en la barca, por eso se quedó doblado hacia delante, boqueando.

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