Prólogo
«¿Qué clase de hombre soy?».
Era una pregunta que últimamente se había planteado muchas veces.
«Soy un ministro de Dios. Soy su siervo. Hago su voluntad».
Pero ¿era suficiente?
Se quedó mirando la casita encalada. El tejado de tejas rojas, las clemátides de llamativo color púrpura trepando por las paredes, bañadas por el atenuado resplandor del sol del final del verano. Los pájaros piaban en los árboles. Las abejas emitían su perezoso zumbido entre los arbustos.
«Aquí habita el mal. Aquí, en el más inocuo de los escenarios».
Subió despacio por el corto sendero. El miedo le atenazó el vientre. Era como un dolor físico, un calambre en las tripas. Levantó la mano hacia la puerta, pero se abrió antes de llamar.
—Ay, gracias a Dios. Gracias al cielo que ha venido.
La madre se dejó caer en la puerta. El pelo castaño y lacio se le pegaba al cráneo. Tenía los ojos inyectados en sangre y la piel, gris y arrugada.
«Esto es lo que pasa cuando Satán se introduce en tu casa».
Entró. La casa apestaba. A rancio, a suciedad. ¿Cómo había podido terminar así? Miró hacia lo alto de las escaleras. La oscuridad de arriba parecía cargada de malevolencia. Apoyó la mano en la barandilla. Sus piernas se negaban a moverse. Cerró los ojos con fuerza y respiró hondo.
—¿Padre?
«Soy un ministro de Dios».
—Dígame dónde está.
Empezó a subir. Arriba había solo tres puertas. Un niño con rostro inexpresivo y vestido con una camiseta y unos pantalones cortos llenos de manchas se asomaba desde una de ellas. Cuando la figura vestida de negro se fue acercando, el niño cerró la puerta.
Él abrió la que estaba al lado. Sintió el calor y el olor como una entidad física. Se puso una mano en la boca y aguantó una arcada.
La cama estaba manchada de sangre y fluidos corporales. Había cuerdas atadas a cada poste de la cama, pero colgaban sueltas. En medio del colchón, había un estuche grande de piel abierto. Unas fuertes tiras sujetaban su contenido: un pesado crucifijo, una Biblia, agua bendita y gasas.
Faltaban dos cosas. Estaban en el suelo. Un bisturí y un cuchillo largo de sierra. Los dos llenos de sangre. Como un manto oscuro de rubí, aún más sangre formaba un charco alrededor del cuerpo.
Tragó saliva, su boca seca como los campos en verano.
—Santo Dios, ¿qué ha pasado aquí?
—Se lo he dicho. Ya le he dicho que el diablo...
—¡Silencio!
Vio algo sobre la mesita de noche. Se acercó a ella. Una pequeña caja negra. Se quedó observándola un momento y, a continuación, se giró hacia la madre, que no había traspasado el umbral. La mujer retorcía las manos y le contemplaba con expresión de súplica.
—¿Qué vamos a hacer?
«Vamos». Porque esto también le concernía a él.
Volvió a mirar el cuerpo ensangrentado y mutilado en el suelo.
«¿Qué clase de hombre soy?».
—Traiga trapos y lejía. Ya.
WELDON HERALD, JUEVES,
24 DE MAYO DE 1990
NIÑAS DESAPARECIDAS
La policía ha solicitado ayuda en la búsqueda de dos adolescentes de Sussex que han desaparecido: Merry Lane y Joy Harris. Ambas, de quince años, pueden haberse fugado juntas. Joy fue vista por última vez en una parada de autobús de Henfield la noche del 12 de mayo. Merry desapareció de su casa de Chapel Croft una semana después, el 19 de mayo, tras dejar una nota.
La policía no considera sospechosa su desaparición, pero sí ha mostrado su preocupación por el bienestar de las niñas y ha hecho un llamamiento para que se pongan en contacto con sus familias.
«No os va a pasar nada. Están preocupados. Solo quieren saber que os encontráis bien y comunicaros que siempre podéis volver a casa».
Joy responde a la siguiente descripción: delgada, alrededor de un metro sesenta y cinco de altura, pelo largo y rubio claro y rasgos delicados. La última vez que fue vista llevaba una camiseta rosa, unos vaqueros lavados a la piedra y unas zapatillas de deporte Dunlop Green Flash.
Merry responde a la siguiente descripción: delgada, un metro setenta de altura, pelo corto y moreno. La última vez que la vieron vestía un jersey gris holgado, vaqueros y deportivas negras.
Se ruega a cualquiera que las haya visto que informe a la Policía de Weldon en el 01323 456723 o a la organización independiente sin ánimo de lucro Crimestoppers en el 0800 555 111.
1
—Es una desgracia.
El obispo John Durkin sonríe con benevolencia.
Tengo bastante claro que el obispo John Durkin lo hace todo con benevolencia, incluso cagar.
El obispo más joven que ha presidido la diócesis de North Notts es un orador experto, autor de varios documentos teológicos muy reconocidos y me sorprendería que no hubiese ya intentado, al menos, caminar sobre las aguas.
También es un gilipollas.
Lo sé yo. Lo saben sus compañeros. Lo saben sus colaboradores. En el fondo, creo que hasta él lo sabe.
Por desgracia, nadie va a decírselo. Desde luego, yo no. Hoy no. No mientras de sus manos suaves y bien arregladas dependan mi trabajo, mi casa y mi futuro.
—Algo como esto puede alterar la fe de la comunidad —continúa.
—No están alterados. Están furiosos y tristes. Pero no voy a permitir que esto eche a perder todo lo que hemos conseguido. No voy a desentenderme de ellos ahora, cuando más me necesitan.
—Pero ¿te necesitan? La asistencia ha disminuido. Han cancelado las clases. Me han dicho que es posible que se lleven a los grupos infantiles a otra iglesia.
—Es por la cinta de la escena del crimen y la presencia de los agentes. En esta comunidad no se le tiene ningún cariño a la policía.
—Eso sí lo entiendo.
No, no lo entiende. Lo más cerca que Durkin ha estado de los barrios marginales ha sido cuando su chófer se ha equivocado de ruta de camino a su gimnasio privado.
—Confío en que va a ser algo temporal. Podré recuperar su confianza.
No añado que necesito que sea así. Cometí un error y tengo que enmendarlo.
—¿Es que ahora puedes hacer milagros? —Antes de que me dé tiempo a responder o defenderme, Durkin continúa con tono suave—: Oye, Jack, sé que has hecho lo que considerabas que era lo mejor, pero te has implicado demasiado.
Me echo hacia atrás en el asiento con la espalda rígida, conteniendo las ganas de cruzarme de brazos como cualquier adolescente de mal humor.
—Creía que ese era nuestro deber. Establecer vínculos estrechos con la comunidad.
—Nuestro deber es mantener la reputación de la Iglesia. Atravesamos momentos difíciles. Las iglesias están fracasando en todas partes. Cada vez contamos con menos feligreses. Estamos librando una ardua batalla aun sin esta publicidad negativa.
Y eso es lo que de verdad le importa a Durkin. Los medios de comunicación. Las relaciones públicas. La Iglesia no tiene buena prensa en el mejor de los casos, y lo cierto es que yo la he cagado. Al tratar de salvar a una niña, en cambio, la he condenado.
—Entonces ¿qué? ¿Quieres que dimita?
—En absoluto. Sería una pena que alguien de tu calibre se fuera. —Forma un triángulo con las manos. En serio que lo hace—. Y daría mala imagen. Sería como admitir la culpa. Tenemos que pensar muy bien cómo vamos a actuar ahora.
No me cabe duda. Sobre todo, teniendo en cuenta que mi nombramiento fue idea suya. Soy su preciado perro de competición. Y lo he estado haciendo bien, volviendo a convertir lo que era una iglesia en ruinas de un barrio desfavorecido en un eje central de la comunidad.
Hasta que pasó lo de Ruby.
—¿Y qué propones?
—Un traslado. A algún lugar más discreto durante un tiempo. Una pequeña iglesia de Sussex se ha quedado sin su sacerdote de forma repentina. Chapel Croft. Mientras nombran a un sustituto, necesitan a alguien que se encargue de la parroquia de manera provisional.
Me quedo mirándole y siento que la tierra se mueve bajo mis pies.
—Lo lamento, pero eso no va a ser posible. Mi hija termina el año que viene la secundaria. No puedo llevármela al otro extremo del país.
—Ya he acordado el traslado con el obispo Gordon de la diócesis de Weldon.
—¿Que has hecho qué? ¿Cómo? ¿Se ha anunciado la vacante? Seguro que hay algún candidato de la zona que es más adecuado...
Mueve una mano en el aire con gesto desdeñoso.
—Estábamos hablando. Tu nombre salió a la luz. Él mencionó la vacante. Serendipia.
Y Durkin puede mover más hilos que el condenado Geppetto.
—Intenta verlo por el lado bueno —prosigue—. Es una zona preciosa del país. Aire fresco, campo. Una comunidad pequeña y segura. Podría ser provechoso para ti y para Flo.
—Creo que sé qué es lo mejor para mí y para mi hija. La respuesta es no.
—Te lo voy a decir abiertamente, Jack. —Me mira a los ojos—. No te lo estoy pidiendo, joder.
Existe una razón por la que Durkin es el obispo más joven que ha presidido la diócesis, y no tiene nada que ver con la benevolencia.
Aprieto los puños en mi regazo.
—Entendido.
—Estupendo. Empiezas la semana que viene. Llévate unas botas de agua.
2
—¡Dios!
—Estás blasfemando otra vez.
—Lo sé, pero... —Flo niega con la cabeza—. Menudo antro.
No se equivoca. Paro el coche y miro hacia nuestra nueva casa. Bueno, nuestro hogar espiritual. Nuestra casa de verdad está justo al lado: una pequeña casa de campo que resultaría bastante bonita si no fuera por sus muros torcidos; a simple vista, da la impresión de que tratara de inclinarse, poco a poco, ladrillo a ladrillo.
La capilla en sí es pequeña, cuadrada y de un color blanquecino sucio. No tiene mucha pinta de ser un lugar de culto. Carece de un tejado alto, cruz o vidrieras. Cuatro ventanas sencillas conforman la fachada: dos arriba y dos abajo. Entre las dos ventanas de arriba hay un reloj. Lo enmarca un florido letrero que reza:
«Aprovecha el momento pues son tiempos malos».
Muy bonito. Por desgracia, el «to» al final de «momento» se ha borrado, así que, en realidad, dice: «Aprovecha el momen», lo que quiera que eso signifique.
Salgo del coche. El aire húmedo hace que la ropa se me pegue a la piel. A nuestro alrededor no hay nada más que campo. El pueblo lo forman unas dos docenas de casas, un pub, una tienda y un centro municipal. Los únicos sonidos son el canto de los pájaros y el zumbido de alguna abeja. Me pone los nervios de punta.
—Vale —digo intentando emplear un tono positivo y desprovisto de pavor, que es lo que siento—. Entremos a echar un vistazo.
—¿No vemos antes el lugar donde vamos a vivir? —pregunta Flo.
—Primero, la casa de Dios. Después, la de sus hijos.
Pone los ojos en blanco, dando a entender que soy una persona increíblemente estúpida y agotadora. Los adolescentes pueden comunicar muchas cosas poniendo los ojos en blanco. Lo cual es bueno, teniendo en cuenta que la comunicación verbal se convierte en un muro de ladrillo una vez que cumplen quince años.
—Además, nuestros muebles siguen atascados en la M25 —añado—. Al menos, en la capilla hay bancos.
Cierra de golpe la puerta del coche y echa a andar detrás de mí con el cuerpo encorvado. La miro: pelo oscuro con un corte bob desigual, un pendiente en la nariz (fuente de muchas peleas y que tiene que quitarse para ir a clase) y una pesada cámara Nikon colgada del cuello casi de forma permanente. A menudo, pienso que mi hija podría ser una firme candidata para el papel de Winona Ryder en una nueva versión de Bitelchús.
Un largo camino conduce hasta la capilla desde la carretera. Hay un maltrecho buzón metálico justo delante de la verja. Me advirtieron que, si no había nadie cuando llegáramos, es aquí donde encontraría las llaves. Levanto la tapa, meto la mano y... bingo. Saco dos desgastadas llaves plateadas, que deben de ser de la casa, y una cosa pesada de hierro que parece como si sirviera para abrir algo de una historia de Tolkien. Supongo que se trata de la llave de la capilla.
—Bueno, al menos podemos entrar —digo.
—Yupi —contesta Flo sin entusiasmo.
No le hago caso y abro la verja. El camino es empinado e irregular. A cada lado, se levantan lápidas mortuorias inclinadas entre la maleza. A la izquierda, destaca un monumento más alto. Un lúgubre obelisco gris. En su base han dejado lo que parecen ramos de flores marchitas. Tras mirar con más atención, veo que no se trata de flores marchitas. Son diminutas muñecas hechas con ramitas.
—¿Qué son esas cosas? —pregunta Flo, asomándose a mirarlas a la vez que coge su cámara.
—Muñecas para quemar en la hoguera —contesto de forma automática.
Ella se agacha para tomar algunas fotografías con su Nikon.
—Son una especie de tradición del pueblo —le explico—. Lo he leído en internet. La gente las hace para homenajear a los mártires de Sussex.
—¿A quiénes?
—Unos aldeanos que murieron en la hoguera durante la purga de protestantes de la reina María. Mataron a dos niñas en la puerta de esta capilla.
Se pone de pie y me mira con una mueca.
—¿Y la gente hace unas espeluznantes muñecas con ramitas para recordarlas?
—Y en el aniversario de la purga, las queman.
—Eso es muy de La bruja de Blair.
—Así es el campo. —Lanzo a las muñecas de ramas una última mirada desdeñosa al pasar junto a ellas—. Está lleno de tradiciones «pintorescas».
Flo saca su teléfono y hace un par de fotografías más, seguramente para compartirlas con sus amigos de Nottingham —«Mirad lo que hacen estos paletos pirados»—, y después me sigue.
Llegamos a la puerta de la capilla y meto la llave de hierro en la cerradura. Está un poco dura y tengo que apretar con fuerza para que gire. La puerta se abre con un chirrido. Con un buen chirrido, como si fuese un efecto sonoro de una película de terror. Empujo para abrirla más.
En contraste con el sol de agosto, dentro de la capilla está oscuro. Mis ojos tardan unos segundos en adaptarse. La luz del sol se filtra a través de las ventanas mugrientas, iluminando una densa nube de motas de polvo que flotan en el aire.
Tiene un trazado poco habitual: una pequeña nave, apenas con espacio suficiente para media docena de filas de bancos que miran hacia el altar. A cada lado, unas estrechas escaleras de madera conducen hasta una galería donde otros bancos miran también hacia abajo, como un teatro diminuto o un foso de gladiadores. Me pregunto cómo demonios ha conseguido superar una inspección de prevención de incendios.
Todo el lugar huele a rancio y a cerrado, lo cual es extraño teniendo en cuenta que se ha estado utilizando con regularidad hasta hace unas semanas. Y al igual que todas las capillas e iglesias, también consigue dar una sensación de aire cargado y frío al mismo tiempo.
Al fondo de la nave, veo que han acordonado una pequeña zona con un par de vallas amarillas de seguridad. De una de ellas cuelga un letrero provisional:
«Peligro. Suelo inestable. Baldosas sueltas».
—Lo dicho —comenta Flo—. Un verdadero antro.
—Podría ser peor.
—¿Cómo?
—¿Carcoma, humedades, plaga de cucarachas?
—Te espero fuera. —Se gira y sale del edificio.
No la sigo. Mejor dejarla tranquila. Hay poco que yo pueda decir para consolarla. La he arrancado de la ciudad que ama, del colegio donde se sentía adaptada, para traerla a un lugar que no tiene nada que ofrecer aparte de campo y el aroma a boñigas de vaca. Me va a costar un poco volver a ganármela.
Levanto los ojos hacia el altar.
—¿Qué hago aquí, Señor?
—¿Necesita ayuda?
Me doy la vuelta.
Hay un hombre detrás de mí. Delgado y muy pálido, su tez calcárea acentuada por su pelo negro y grasiento, echado hacia atrás desde un pronunciado pico de viuda. A pesar del calor, lleva un traje oscuro sobre una camisa gris sin cuello. Parece un vampiro que se dirigiera a un club de jazz.
—Lo siento, nunca antes había tenido una respuesta tan directa. —Sonrío y extiendo una mano—. Soy Jack.
Él sigue mirándome con recelo.
—Yo soy el coadjutor de esta iglesia. ¿Cómo ha entrado?
Y entonces caigo en la cuenta. No llevo el alzacuello y es probable que solo le hayan dicho que hoy llega «Jack Brooks». Por supuesto, podría haberme buscado en internet, pero, por otra parte, tiene aspecto de que aún sigue usando pluma y tintero.
—Perdón. Jack Brooks. La reverenda Brooks.
Sus ojos se vuelven ligeramente más grandes. Un ínfimo atisbo de color aparece en sus mejillas. Admito que mi nombre provoca confusión. Admito que eso me divierte.
—Dios mío, lo siento muchísimo. Es que...
—No soy como te esperabas.
—No.
—¿Más alta, más esbelta, más atractiva?
En ese momento escucho un grito:
—¡MAMÁ!
Me giro. Flo está en la puerta, pálida y mirando con los ojos abiertos de par en par. Mi alarma maternal se dispara.
—¿Qué pasa?
—Hay una chica aquí fuera. Es... Creo que está herida. Tienes que venir. Ya.
3
La niña no puede tener más de diez años. Lleva un vestido que quizá fue blanco con anterioridad, va descalza... y está cubierta de sangre.
Le ha teñido el pelo rubio de un sucio rojizo, le ha llenado la cara de manchas carmesíes y le ha dejado el vestido de un granate oscuro. Mientras camina tambaleándose hacia nosotros, sus pies van dejando pequeñas huellas sanguinolentas.
Me quedo mirándola a la vez que trato de adivinar con desesperación qué le ha podido pasar. ¿La ha atropellado un coche? No veo ninguno en la carretera. Y tiene mucha sangre. ¿Cómo es que sigue manteniéndose en pie?
Me acerco a ella con cuidado y me agacho.
—Hola, guapa. ¿Te has hecho daño?
Levanta los ojos hacia los míos. Son de un llamativo color azul y brillan llenos de conmoción. Niega con la cabeza. No está herida. Entonces ¿de dónde ha salido toda esa sangre?
—Vale. ¿Me puedes contar qué ha sucedido?
—Él la ha matado.
A pesar del intenso calor del día, un escalofrío me recorre la espalda.
—¿A quién?
—A Pippa.
—Flo —digo con cuidado—. Llama a la policía.
Flo saca su teléfono y se queda mirándolo con incredulidad.
—No tengo cobertura.
Mierda. Me invade un déjà vu con tanta fuerza que siento que me mareo. Sangre. Una niña pequeña. Otra vez no.
Miro al vampiro del jazz, que se ha quedado junto a la puerta.
—No me has dicho tu nombre.
—Aaron.
—¿Hay dentro un teléfono fijo, Aaron?
—Sí. En el despacho.
—¿Puedes ir a llamar?
Vacila.
—Esa niña... Yo la conozco. Es de la granja de los Harper.
—¿Cómo se llama?
—Poppy.
—De acuerdo. —Miro a la niña con una sonrisa tranquilizadora—. Poppy, vamos a pedir ayuda.
Aaron sigue sin moverse. Quizá por el impacto, quizá por simple indecisión. En cualquier caso, no sirve de ayuda.
—¡Llama! —le grito.
Se escabulle dentro de la iglesia. Puedo oír el sonido del motor de un coche que acelera. Levanto la vista justo cuando un Range Rover gira por la esquina y se detiene con un chirrido delante de la verja de la capilla, con las ruedas rechinando en la gravilla. La puerta se abre de pronto.
—¡Poppy!
Un hombre corpulento de pelo rubio sale del vehículo y avanza con paso firme por el camino de entrada hacia nosotras.
—¡Dios mío, Poppy! Te he estado buscando por todas partes. ¿Por qué has salido corriendo de esa manera?
Me incorporo.
—¿Es esta su hija?
—Sí. Es mi hija. Soy Simon Harper. —Lo dice como si eso debiera significar algo—. ¿Quién narices es usted?
Me muerdo la lengua con fuerza.
—Soy la reverenda Brooks, la nueva vicaria. ¿Le importa explicarme qué está pasando aquí? Su hija está cubierta de sangre.
Frunce el ceño. Diría que es unos años mayor que yo. Ancho, pero no gordo. Con expresión de seguridad. Me da la impresión de que no está acostumbrado a que nadie le lleve la contraria, sobre todo si es una mujer.
—No es lo que parece.
—¿En serio? Porque a mí me parece La matanza de Texas. —Esto lo dice Flo.
Simon Harper le lanza una mirada de irritación y, a continuación, vuelve a concentrarse en mí.
—Le puedo asegurar, reverenda, que no es más que un malentendido. Poppy, por favor, ven aquí. —Extiende la mano.
Poppy se esconde detrás de mí.
—Su hija ha dicho que han matado a alguien.
—¿Qué?
—A Pippa.
—Por el amor de Dios. —Pone los ojos en blanco—. Esto es absurdo.
—Bueno, siempre podemos dejar que sea la policía quien decida lo que es absurdo...
—Es Peppa, no Pippa... Y Peppa es un cerdo.
—¿Perdón?
—Esa sangre es sangre de cerdo.
Me quedo mirándole. Siento un hormigueo de sudor en la espalda. Un tractor avanza despacio por la calle. Simon Harper suelta un fuerte suspiro.
—¿Podemos entrar... para limpiarla? No puedo volver con ella en el coche así.
Yo miro hacia la destartalada casa.
—Venga por aquí.
Mi primera vez dentro de nuestra nueva casa. Nada que ver con el recibimiento que me esperaba. Flo mete un par de sillas de plástico del jardín y sentamos a Poppy. Encuentro lo que parece un trapo para la limpieza y medio bote de jabón líquido bajo el fregadero. También veo una linterna y una araña del tamaño de mi puño.
—Voy a mirar en el coche —propone Flo—. Creo que hay toallitas húmedas y una sudadera mía que podemos ponerle a Poppy.
—Buena idea.
Vuelve a salir rápidamente. Es una buena chica, pienso, a pesar de su actitud.
Paso el trapo por debajo del grifo y me agacho junto a Poppy. Le limpio la sangre de la cara.
«Sangre de cerdo. ¿Cómo ha terminado una niña tan pequeña cubierta de sangre de cerdo?».
—Sé que esto pinta mal —dice Simon Harper en un intento de emplear un tono conciliatorio.
—Yo no juzgo. Regla número uno de mi trabajo.
También es una mentira. Limpio la sangre de la frente y las orejas de Poppy. Empieza a tener más el aspecto de una niña y no tanto de una refugiada sacada de una novela de Stephen King.
—Ha dicho que iba a explicármelo todo.
—Tengo una granja. La Granja Harper. Pertenece a nuestra familia desde hace años. Contamos con nuestro propio matadero. Sé que hay gente a la que no le parece bien...
No me levanto.
—La verdad es que es importante saber de dónde viene lo que comemos. En mi última parroquia, la mayoría de los niños creían que la carne crecía en los panes del McDonald’s.
—Sí..., bueno, así es. Hemos intentado educar a nuestras dos hijas para que conozcan el trabajo de la granja. A que no le tomen mucho cariño a los animales. Rosie, nuestra hija mayor, no ha tenido ningún problema al respecto, pero Poppy es más... sensible.
Me da la sensación de que «sensible» es un eufemismo de algo más. Le aparto a Poppy el pelo de la cara. Ella me mira sin expresión con sus llamativos ojos azules.
—Le dije a Emma..., a mi mujer..., que no permitiera que les pusiera nombres.
—¿A quiénes?
—A los cerdos. Eso hizo feliz a Poppy..., pero luego, claro está, se encariñó, especialmente con uno.
—¿Con Peppa?
—Sí. Esta mañana hemos llevado a los cerdos al matadero.
—Ah.
—Se suponía que Poppy no estaría en casa. Rosie se la iba a llevar al parque infantil..., pero ha debido de pasar algo. Han vuelto pronto y lo siguiente que sé es que Poppy estaba allí...
Se interrumpe, con expresión de perplejidad. Imagino cómo debe de ser que un niño se encuentre con una escena tan terrorífica.
—Sigo sin entender cómo ha terminado cubierta de sangre.
—Creo... que se ha resbalado y se ha caído al suelo. En fin, luego ha salido corriendo y el resto ya lo conoce... —Me mira—. No tiene ni idea de lo mal que me siento, pero es una granja. Nos dedicamos a eso.
No puedo evitar sentir una pizca de simpatía. Enjuago el trapo y lo uso para limpiar de la cara de Poppy lo que queda de sangre. Después, meto la mano en el bolsillo de mis vaqueros para sacar una goma del pelo y recojo el cabello pegajoso de Poppy en una coleta.
Le sonrío.
—Sabía que ahí debajo había una niña.
Aún nada. Es un poco desconcertante. Pero puede ser por el trauma. Ya lo he visto antes. Ser la encargada de la parroquia de un barrio marginal no consiste solamente en hacer pasteles y organizar mercadillos de ropa usada. Se conoce a mucha gente con problemas, viejos y jóvenes. Pero los malos tratos no se limitan solo a las ciudades. Eso también lo sé.
Miro a Simon.
—¿Tiene Poppy alguna mascota más?
—Tenemos perros de trabajo, pero están en sus casetas.
—Quizá fuese buena idea que Poppy tuviera una mascota propia. Algo pequeño, como un hámster al que poder cuidar.
Por un momento, me aventuro a esperar que acepte mi sugerencia. Pero su expresión vuelve a enfriarse.
—Gracias, reverenda, pero creo que sé cómo cuidar de mi propia hija.
Estoy a punto de decir que las pruebas parecen indicar lo contrario cuando Flo vuelve a aparecer en la cocina con unas toallitas de bebé y una sudadera con un dibujo de Jack Skellington.
—¿Servirá esto?
Asiento con una repentina sensación de agotamiento.
—Es perfecto.
Nos quedamos en la puerta mientras vemos cómo padre e hija, con la sudadera de Flo ondeando alrededor de las rodillas de Poppy, suben a su cuatro por cuatro y se marchan.
Paso un brazo por encima de los hombros de Flo.
—Se acabó la paz del campo.
—Sí. Al final, puede que esto resulte divertido.
Me río y de pronto veo una figura fantasmal vestida de negro que camina hacia la casa con una caja grande y rectangular. Aaron. Me había olvidado por completo de él. ¿Qué narices habrá estado haciendo todo este rato?
—Supongo que la policía viene de camino —le digo.
—Ah, no. He visto que llegaba Simon Harper y he pensado que ya no era necesario.
«No me digas». Es evidente que Simon Harper ejerce bastante influencia por aquí. En muchas comunidades pequeñas hay siempre una familia a la que los demás se someten. Por tradición. O por miedo. O por las dos cosas.
—Y luego me he acordado de esto —continúa Aaron—. Tenía que dárselo cuando llegara.
Me acerca la caja. Mi nombre está escrito con letras grandes y claras en la tapa.
—¿Qué es?
—No lo sé. Lo dejaron ayer para usted en la capilla.
—¿Quién?
—No lo vi. Supongo que se trata de un regalo de bienvenida.
—Quizá lo haya dejado el vicario anterior —sugiere Flo.
—Lo dudo —contesto—. Está muerto. —Miro a Aaron, consciente de que ha podido parecer una falta de tacto—. Lo sentí mucho cuando me enteré de lo del reverendo Fletcher. Debió de ser un duro golpe.
—Lo fue.
—¿Estaba enfermo?
—¿Enfermo? —Me mira con expresión de extrañeza—. ¿No se lo han contado?
—Me dijeron que había sido una muerte repentina.
—Así es. Se suicidó.
4
—Deberías habérmelo dicho.
La voz de Durkin apenas se oye al otro lado.
—Delicado... -ación... mejor no... detalles.
—No me importa. Yo debía saberlo.
—Yo no... personal... lo siento.
—¿Quién lo sabe?
—Pocas personas... coadjutor de la iglesia... encontró... el concejo parroquial.
Lo cual probablemente quiere decir que casi todo el pueblo. Durkin sigue hablando. Yo estoy casi colgando de la ventana del dormitorio de arriba, el único lugar donde mi teléfono consigue algo de cobertura, y logro tener una tercera barra maravillosa.
—El reverendo Fletcher... problemas de salud mental. Por suerte, ya había aceptado dimitir antes de que ocurriera, así que oficialmente ya no era el vicario...
Dicho de otro modo, no es problema de la Iglesia. La falta de empatía de Durkin roza lo patológico. A menudo, creo que sus aptitudes serían de más utilidad en la política que en la Iglesia, pero, claro, quizá no haya tanta diferencia. En los dos ámbitos predican a los que ya están convencidos.
—Debería haberlo sabido. Afecta a cómo he de realizar mi trabajo aquí. Afecta a la percepción que la gente pueda tener de la capilla y de su vicaria.
—Por supuesto. Lo siento. Ha sido un descuido.
Y una mierda. Simplemente no quería que yo tuviera otro motivo para no venir.
—¿Eso es todo, Jack?
—Lo cierto es que hay otra cosa más...
No debería importar. Si la muerte no es más que una liberación hacia un plano superior, las circunstancias no deberían ser un problema. Pero lo son.
—¿Cómo lo hizo?
Una pausa, lo suficientemente larga como para que yo sepa, pues conozco a Durkin desde hace mucho tiempo, que está dudando si contestarme con una mentira. Después, suspira.
—Se ahorcó, en la capilla.
Flo está de rodillas en el suelo de la sala de estar, sacando cosas de las cajas. Por suerte, no hay muchas. Cuando por fin llegó la furgoneta de la mudanza, los dos jóvenes llenos de tatuajes tardaron veinte minutos en descargar nuestras posesiones terrenales. No es mucho tras media vida de trabajo.
Me dejo caer en el desvencijado sofá que apenas cabe en esta apretada sala de estar. Todo en la casa es diminuto, bajo y torcido. Ninguna de las ventanas abre bien, por lo que hace un calor insoportable, y debo acordarme en todo momento de que tengo que agacharme al cruzar la puerta entre la cocina y la sala de estar (y no soy precisamente del tipo amazona).
El baño es de color verde oliva y tiene manchas de moho. No hay ducha. La calefacción se compone de una caldera de gasoil y una estufa de leña de aspecto antiguo que probablemente necesite una revisión de seguridad antes de que acabemos intoxicadas cuando llegue el invierno.
Por mencionar alguna ventaja, el alquiler es gratis. Podemos esforzarnos por hacerla nuestra. Pero ahora mismo no. Ahora lo que quiero es comer, ver un poco la televisión y dormir.
Flo levanta los ojos.
—Espero que lo que ha pasado hoy no te impida ver que esto es un antro.
—No, pero esta noche estoy demasiado cansada y tengo demasiada hambre como para deprimirme pensando en eso. Supongo que no habrá por aquí ningún restaurante con servicio a domicilio.
—Lo cierto es que hay un Domino’s en el pueblo de al lado. Lo he buscado en internet cuando veníamos de camino.
—Aleluya. La civilización. ¿Quieres que veamos qué hay en Netflix?
—Creía que British Telecom no había conectado todavía la banda ancha.
Mierda.
—Entonces tenemos que aguantarnos con la televisión.
—Eso con suerte.
—¿Qué? ¿Por qué?
Se levanta y se sienta a mi lado en el sofá antes de pasarme el brazo por encima de los hombros.
—¿Qué tiene de malo esta película, Michael?
Sonrío ante la referencia a Jóvenes ocultos. Al menos, se le han pegado algunas de mis influencias culturales.
—No hay antena de televisión. ¿Sabes qué ocurre cuando no hay antena de televisión?
—Ay, Dios. —Echo la cabeza hacia atrás—. ¿En serio?
—Sí...
—¿En dónde nos hemos metido?
—Esperemos que no sea la capital mundial de los asesinatos.
—Con los vampiros me puedo apañar. Si con algo cuento es con crucifijos.
—Y con una caja misteriosa.
La caja. Estaba tan furiosa con Durkin por no haberme contado las circunstancias de la muerte del reverendo Fletcher que casi me he olvidado de cómo empezó todo. Miro a mi alrededor.
—No sé dónde la he puesto.
—En la cocina.
Flo se levanta y vuelve con la caja, que deja caer de golpe a mi lado. La observo con recelo.
«Para Jack Brooks».
—¿Y bien? —Flo levanta en el aire unas tijeras.
Las cojo y rompo la cinta adhesiva de la caja. En su interior, hay algo envuelto con papel. Veo una pequeña tarjeta encima. La saco.
Pues no hay nada encubierto que no se llegue a revelar ni nada escondido que no llegue a conocerse. Por tanto, todo lo que hayáis dicho en las tinieblas, en la luz se oirá, y lo que hayáis susurrado en las alcobas, se proclamará sobre las azoteas.
Lucas 12, 2-3
Miro a Flo y ella pone expresión de sorpresa.
—Un poco melodramático.
Dejo la tarjeta y quito el papel que esconde un estropeado estuche de piel marrón.
Me quedo mirándolo. El vello de los brazos se me eriza.
—Bueno, ¿lo vas a abrir? —pregunta Flo.
Por desgracia, no encuentro una excusa razonable para no hacerlo. Saco el estuche y lo dejo sobre el sofá. Algo suena en su interior. Abro los cierres.
«Pues no hay nada encubierto que no se llegue a revelar».
El interior está forrado de seda roja y su contenido está sujeto por unas correas: una Biblia con tapas de cuero, una pesada cruz con un Cristo postrado, agua bendita, gasas, un bisturí y un cuchillo grande de sierra.
—¿Qué es? —quiere saber Flo.
Trago saliva y siento unas leves náuseas.
—Un kit para exorcismos.
—¡Hala! —A continuación, frunce el ceño—. No sabía que en los exorcismos se usaran cuchillos.
—Normalmente no.
Acerco la mano y cojo el desgastado mango de marfil del cuchillo. Noto su frío y su suavidad. Lo saco del estuche. Es pesado y su borde dentado está afilado y cubierto de manchas de óxido marrón.
Flo se inclina sobre él.
—Mamá, ¿eso es...?
—Sí.
Parece que es la temática del día.
Sangre.
5
La luz de la luna. Nunca pensarías que podría ser diferente, pero lo es.
Extiende los dedos, deja que juegue entre sus manos, que se filtre hasta la hierba. La hierba. Eso también es nuevo. Dentro no había hierba. Nada que fuera suave. Ni siquiera las sábanas tiesas y ásperas. La luz de la luna siempre se filtraba a través de ventanas estrechas, bloqueadas en parte por los edificios que se cernían alrededor. Y cuando caía, lo hacía con fuerza. Sobre cemento y acero.
Aquí, la luz se extiende libremente, sin obstáculos. Inunda —sí, inunda— el parque que le rodea con un baño de plata. Se posa suavemente a su lado, sobre la hierba. ¿Y qué más da si la hierba es escasa y desigual, si está llena de basura, botellas de sidra y colillas de cigarros? Para él, es el paraíso. El puto jardín del Edén. Su lecho esta noche es un banco, y su lujosa ropa de cama, cartones y un saco de dormir que le ha robado a un borracho. No hay honra entre ladrones y mendigos. Pero para él es una cama con dosel con sábanas de seda y almohadas de plumón de pato.
«Es libre». Tras catorce años. Y esta vez no va a volver. Por fin está limpio, ha terminado su programa de rehabilitación. Ha dejado las drogas y se ha comportado como un chico bueno.
«No es demasiado tarde». Eso es lo que le han dicho los orientadores. «Todavía puedes empezar una nueva vida. Puedes dejar esto atrás».
Todo mentiras, claro. Nunca se puede dejar atrás el pasado. El pasado forma parte de ti. Se aferra a tus talones como un perro viejo y leal que se niega a marcharse de tu lado. Y a veces te muerde el culo.
Se ríe en silencio. A ella le habría gustado eso. Solía decirle que se le daban bien las palabras. Puede ser, pero también se le daban bien los puños y las botas. No podía controlar la rabia. Lo empañaba todo. Le arrebataba las palabras y las sustituía con una bruma densa de color rojo sangre que le zumbaba en los oídos y le llenaba la garganta.
«Tienes que controlar tu rabia», le decía ella. «O la muy zorra te vencerá».
Por la noche, en su celda, se la imaginaba a su lado, acariciándole el pelo con la mano, susurrándole, tranquilizándole. Ayudándole a soportar el confinamiento y el síndrome de abstinencia. Lanza una mirada a su alrededor entre la oscuridad, la busca. No. Está solo. Pero no por mucho tiempo.
Se sube el saco de dormir hasta la barbilla, apoya la cabeza en el banco. Es una noche templada. Es feliz durmiendo en la calle. Puede mirar la luna y las estrellas mientras espera la mañana.
¿Qué decía aquella canción sobre el mañana? No puedo esperarte más, o algo así.
A veces la cantaban.
«Ojalá fuéramos huérfanos, como Annie», decía ella. «Así, podríamos escaparnos de este lugar».
Y se acurrucaba junto a él. Con sus piernas y sus brazos huesudos y su pelo enmarañado que olía a galletas.
Sonríe. «Mañana, mañana, voy a ir a buscarte».
6
La misa del domingo por la mañana es la actuación principal dentro de la agenda semanal de un pastor. Si vas a atraer a una multitud —y por multitud me refiero a un número de dos cifras— será el domingo.
En mi antigua iglesia de Nottingham, que tenía una feligresía principalmente negra, los domingos eran sinónimo de vestimenta formal: sombreros, trajes, niñas con rizos compactos y grandes lazos. «Como Ruby».
Hacía que el día pareciera especial. Me hacía sentir especial. Sobre todo porque yo sabía, si miraba con atención, que esas ropas a menudo estaban un poco deshilachadas o les apretaban demasiado la cintura. Mis feligreses procedían de las zonas más pobres de la ciudad y, aun así, hacían el esfuerzo. Era una cuestión de orgullo presentarse bien vestidos el domingo por la mañana.
Incluso en alguna de mis otras iglesias, el domingo por la mañana siempre podías ver traseros sobre los bancos, casi en el sentido literal en algunos casos. Pero en este negocio hay que contentarse con lo que se consigue.
Por supuesto, puede resultar desalentador, pero yo siempre trato de recordarme que si una persona encuentra algo de consuelo en mis palabras, es un triunfo. La Iglesia no es solo para quienes creen en Dios. Es para quienes no