Blanco inmaculado (Serie Lur y Maddi 1)

Noelia Lorenzo Pino

Fragmento

13 de octubre, domingo

13 de octubre, domingo

Sentía la sangre, suave, como lava entre sus piernas y en la rabadilla. Eva estaba tumbada bocarriba. Salió de la cama con sigilo y vio la mancha en la sábana. En la penumbra tan solo era una señal negruzca. Un círculo irregular. Retorció la enagua para mirar la culera y encontró un redondel aún más grande. Salió de la habitación en silencio, descalza, para que sus pisadas no se escucharan en medio de la noche. Su reloj de pulsera se había parado. Le dio cuerda mientras bajaba las escaleras de madera oscura. Toda la casa estaba tenuemente iluminada por la lamparilla que la familia dejaba encendida cada noche en el comedor.

Entró en el servicio de mujeres, se bajó las bragas y se sentó en el retrete. Tenía el paño empapado de sangre. Era un rectángulo escarlata, no se apreciaba ni un ápice del tejido blanco. Se lavó y se puso una muda y un paño limpios. Era la primera vez que sangraba tanto. Las otras veces había manchado unas gotas, nada más. Abrió el grifo, llenó un balde y metió las prendas, incluida la enagua. El paño enseguida ensució el agua y, con ella, la vestimenta blanca. Aquello era un desastre. Su madre, meses antes, la enseñó a hacerlo, pero nunca se había topado con semejante sangrado. Escurrió la ropa, tiró el líquido rojo por el retrete y lo llenó de nuevo. El agua no tardó en volver a teñirse de carmesí. Debía solucionar aquello. Tía Flora era muy estricta y, si por la mañana hallaba las prendas sucias, le caería una buena reprimenda. Repitió la misma operación varias veces. A la décima echó jabón y empezó a frotar, una y otra vez, pero los tejidos apenas variaban de color. Se secó las manos y se sentó en el retrete. Sintió el frío de la tapa. Solo llevaba puesto un blusón blanco y la ropa interior.

Un trueno rugió a lo lejos y la hizo estremecerse.

La lluvia que arreciaba fuera calaba las paredes y llenaba la casa de humedad. Eva estaba destemplada, pero sobre todo cansada. Le dolían los brazos de tanto restregar y tenía mucho sueño. Se levantó y escurrió las prendas. Las enrolló en una toalla, limpió y secó el baño y se fue de allí con el fardo de ropa mojada. Fue al taller de costura y sacó trozos de tela de un cubo. Depositó la ropa sucia en el fondo y la tapó con los retales. Al día siguiente se encargaría de enterrarla en algún lugar para que nadie se enterara. Caminó hasta las baldas donde almacenaban la ropa y buscó una enagua de su talla. En los próximos días confeccionaría una igual para que cuadrara el inventario.

«Está todo controlado», se dijo para ahuyentar ese sentimiento de pecadora que siempre la asaltaba.

Se metió la prenda por los pies, llevó la goma hasta la cintura y la ajustó por encima del blusón. Era un alivio sentirse vestida y limpia. Era un alivio saber que por fin regresaría a su cama. Recordó el redondel oscuro y húmedo de la sábana bajera.

«Mierda», pensó.

No le quedaba más remedio que mostrársela a su madre para que la ayudara a limpiarla sin que tía Flora se enterase. Pero eso ya sería por la mañana. Cogió un retal para ponerlo sobre la mancha y, antes de abandonar el taller, se asomó por una ventana. Fuera llovía a cántaros. Las gotas golpeaban las hojas de los árboles, pero la noche estaba tan cerrada que solo pudo distinguir un paisaje negro y desdibujado. Parpadeó. Había sombras ahí fuera, entre la lluvia, o eso le pareció ver. Se dio la vuelta y abrazó su cuerpo tembloroso. No sabía por qué, pero estaba muerta de miedo. Nunca se acostumbraría a andar sola por el enorme caserío. No era un hogar acogedor. Las habitaciones eran grandes y frías, y los techos, altos. De día, las cortinas gruesas apenas dejaban pasar la luz.

De pronto oyó un golpe.

Susurros y pasos desconocidos le erizaron la piel. Venían del comedor. Salió del taller tan asustada que apenas rozaba el suelo. Pegó la espalda a la pared. Cuando llegó a la estancia se asomó y descubrió cinco figuras a contraluz. Sus sombras se alargaban como serpientes. Iban encapuchadas y rodeaban a alguien que se desangraba en el piso. Pese a que la víctima estaba amordazada, la reconoció enseguida. Contuvo las ganas de gritar. Se deslizó como pudo por el pasillo. No paraba de temblar.

«No, por favor…», se dijo tapándose con las manos la boca.

Tuvo el presentimiento de que iban a matarlos a todos.

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