El caso Somoza
Los ojos. Lo que más le impresionaba eran esos ojos inexpresivos que parecían dos botones de plástico cosidos al rostro de un osito de peluche. Connor hizo caso omiso del historial que estaba en la carpeta que sostenía el residente de primer año. La mujer cerró los ojos. Parecía dormida, pero Connor sabía que estaba fingiendo. Desvió la mirada hacia las vendas de alrededor de las muñecas.
—Lía Somoza. Mujer. Cuarenta años...
La voz del residente sacó a Connor de su ensimismamiento.
—¿Lía Somoza?
—Sí.
—¿Esta mujer no era paciente del doctor Valiño? —Apenas había acabado la frase y Connor ya se estaba arrepintiendo de haber hablado delante de ella. Seguro que, bajo esos párpados, bajo esos ojos muertos, ella estaba pensando que no le interesaba quién era su médico. Que ni siquiera eso tenía. Alguien que se hiciera cargo de ella.
Connor elevó el dedo índice, para hacer callar al residente y le indicó con un gesto que saliese de la habitación. Lo siguió. Una vez fuera, le quitó la carpeta de las manos.
—¿Dónde está Valiño?
—Tenía una reunión con gente de la Consejería. Dijo algo de unos protocolos de nueva implantación. Me dijo también que hablase con usted para pedirle que se hiciera cargo de esta paciente. Está muy preocupado por el alboroto de este caso.
—¿Y te manda a ti para decírmelo? Mierda. Tú quédate aquí. Revisa su medicación. Súbele la dosis si ves que no duerme. En este momento es mejor que descanse. Toma el historial. Me lo dejas en mi despacho en cuanto acabes, por favor. Yo voy a hablar con Valiño.
Connor bajó las escaleras a toda velocidad. Estaba harto de estas cosas de Adrián. No le importaba ocuparse de los casos complicados, pero estaba cansado de que no lo avisase. De que dispusiese de su tiempo sin consultarle. De nuevo le vino a la cabeza el rostro de la mujer. Sus ojos. Precisamente este caso. No. No iba a consentir que lo cargasen con esto. Este caso tenía que llevarlo Adrián. Para algo era el jefe de servicio.
—¡Brennan!
Connor dio media vuelta y vio a Adrián corriendo tras él.
—Mira, Valiño, esto no va a quedar así. ¿Cómo se te ocurre? ¿Este caso? ¿Te has vuelto loco?
—Espera solo un minuto.
—No espero nada. Voy a hacer lo mismo que tú. Primero me pasas el caso sin decírmelo, dejando que me informe un residente de primer año, y después me lo pides. Así que voy a hacer lo mismo: te devuelvo el caso. Y ahora que ya lo sabes; si quieres, te explico los motivos.
—¡Tranquilízate! ¡Yo no puedo atenderla! De verdad que no. No sería ético. Soy íntimo de su cuñado. Y no estamos hablando de una paciente cualquiera. Ya ha venido la policía dos veces. Estoy frenando los interrogatorios. Y me da miedo que se malinterpreten mis intenciones.
En la escalera, dos mujeres que conversaban se les quedaron mirando. Adrián se calló de golpe.
—Mejor vamos a tu despacho —dijo Connor.
Adrián asintió y bajó deprisa las escaleras. Adrián era lo más parecido a un amigo que Connor tenía en Santiago. Se habían conocido en la facultad, pero no habían llegado a intimar; después, él había vuelto a Irlanda y habían perdido el contacto. Cuando regresó a Galicia, hacía tres años, se había encontrado bastante solo en Santiago, y Valiño era un buen compañero. Algo prepotente, incluso pesado a veces, pero, a fin de cuentas, siempre le echaba una mano cuando se lo pedía. Connor solía jugar al pádel con él los jueves y de vez en cuando quedaban para tomar una cerveza. Le gustaba estar con él. Fuera del trabajo. En el hospital tenía esa maldita costumbre de organizarlo todo según le convenía, sin pararse a pensar en los demás.
Entraron en el despacho y Adrián cerró la puerta.
—Tienes que ocuparte del caso. Ha intentado suicidarse tan solo unos días después del asesinato de su sobrina.
—Lo sé. Y ese asesinato es el acontecimiento más mediático de esta ciudad desde el caso de la niña Asunta. No me importa ayudar a esa mujer, pero tú sabes mejor que yo lo que eso supone: aguantar a la poli, preparar un informe pericial para el futuro juicio e incluso hacer declaraciones a la prensa.
—Yo me quedo con la prensa. Prometido. Leo los comunicados en tu nombre. Y pediré a la gerencia del hospital que se encargue de hablar con la policía. Alegaremos secreto profesional.
—No hay nada que alegar. El secreto profesional se sobreentiende. Sigo diciendo que deberías ocuparte tú del caso. Es una tentativa de suicidio. Tú eres el especialista.
—¿Es que no me escuchas? Soy amigo de Teo Alén. Estudiamos juntos hasta COU. Fui a su boda con Sara. Joder, hasta me habían invitado a la cena de San Juan en su casa la noche del asesinato. No fui porque estaba en el congreso de Mérida. ¿Sabes a quién llamó Teo cuando encontraron a la niña? A mí. No puedo ocuparme de este caso.
—Desde un punto de vista estricto, nada te impide tratar a la mujer.
—Esa mujer, al igual que las otras cinco personas que estaban en esa casa la noche de San Juan, es sospechosa de asesinato. De hecho, si lees la prensa, tras su tentativa de suicidio es la principal sospechosa. Soy amigo de la familia. ¿Aún no entiendes que tienes que atenderla tú?
—¿Crees que fue ella?
—¿Qué carallo de pregunta es esa? Conozco a las gemelas Somoza desde hace años. Lía es la artista de la familia. No te llega el sueldo del mes para comprarte un cuadro suyo. Como buena artista, es un poco excéntrica, siempre está un tanto ida y tiene antecedentes de depresión. Algo controlado. Por supuesto que no creo que matase a la niña. Pero en esa casa solo había seis personas. Y una de ellas tuvo que hacerlo.
—Si me ocupo del caso, ¿me aseguras que no tendré presiones ni interferencias en el tratamiento? Vengo de esa habitación. Hay mucho trabajo que hacer.
—No hay opción, Brennan. Te ocupas del caso sí o sí. No hay otro médico capaz de recuperar a Lía.
—Hay un montón de médicos en este hospital.
—Connor...
—Está bien. Pero te sientas conmigo y me cuentas todo lo que sabes de Lía Somoza, de sus antecedentes, de la relación con su hermana y su cuñado. Me cuentas todo sobre esas depresiones que dices que tenía tan controladas. Y no te callas nada. ¿Está claro?
—¿Nada?
—Nada.
—Entonces te diré la verdad.
—¿Qué verdad? ¿Me estás ocultando algo?
—No te oculto nada. Si supiese algo, ya se lo habría dicho a la policía. Pero no es cierto que crea en su inocencia. No puedo evitar pensar que algo no funciona bien dentro de ella. No sé. Es posible que algo hiciese crac en su mente. Desde que pasó esto no puedo parar de pensar que quizá fue ella la que cogió un cuchillo y le rebanó el cuello a su sobrina. No sé por qué. Pero lo pienso. Pienso que fue ella la que lo hizo, porque es la única explicación posible. Creo que fue ella, sí. Pero no conseguirás que repita esto delante de nadie.
Secreto profesional
—Hay un hombre fuera que pregunta por usted, doctor Brennan.
—¿Un visitador médico? Que venga sobre las dos.
—Dice que es policía.
Ya tardaban. Maldijo por lo bajo. Le entraron ganas de descolgar el teléfono y marcar la extensión de Adrián para que fuese; a fin de cuentas, le había dicho que él se encargaría de la prensa y de la policía.
—Dígale que pase, por favor.
Mientras esperaba al hombre reparó en la carpeta que había encima de su mesa y le dio la vuelta casi sin pensarlo, de manera que la etiqueta con el nombre del paciente quedó hacia abajo. La noche anterior se había llevado a casa la historia clínica de Lía Somoza. Le había decepcionado su contenido. Apenas había constancia de un par de consultas con Adrián: cuadro depresivo, resuelto con la medicación común en esos casos. Nada destacable, hasta lo de la tentativa de suicidio. Desde el ingreso, aún no habían conseguido que hablase.
—Buenos días, soy Santi Abad. Inspector de policía.
El hombre entró sin llamar a la puerta. Era más joven de lo que había imaginado. De hecho, no parecía policía. Vestía una cazadora y unos pantalones vaqueros y llevaba el pelo rapado.
—Buenos días, inspector. Pase. Sé por qué viene, pero me temo que no puedo complacerlo.
—Aún no le he pedido nada.
—Ya, pero creo que viene para interrogar a Lía Somoza. Imagino que le han informado que yo soy su médico. Y si es así, voy a tener que pedirle que espere hasta que mi paciente se encuentre en condiciones de hablar con ustedes.
—¿Y se puede saber cuándo será eso?
—Eso será cuando yo, y solo yo, lo considere conveniente. Y tenga claro que hasta que no esté seguro de que esa conversación con usted no alterará el equilibrio emocional de Lía Somoza, no tendrá lugar.
Mientras hablaba, Connor se dio cuenta de que el policía tenía un tatuaje en la cara interna de la muñeca. Una pequeña ancla.
—En esa casa había seis personas. Solo una de ellas pudo asesinar a Xiana Alén. —El policía sacó el móvil del bolsillo de la cazadora. Presionó la pantalla con el dedo índice y se lo tendió—. Por si acaso no se hace idea de lo que le hicieron a esa niña.
Lo dijo mientras iba deslizando el dedo sobre la pantalla, mostrando una fotografía tras otra. Connor contempló la imagen de una chica. Estaba tendida boca abajo en el suelo de una habitación. Parecía flotar sobre un gran charco de sangre. En la siguiente, la chica estaba girada y tenía los ojos abiertos y el rostro cubierto de sangre. El color rojo resaltaba aún más el azul petróleo de sus iris. Connor había visto unos ojos como esos no hacía mucho. Igual de azules. Igual de profundos. Igual de muertos. En la siguiente fotografía, la niña ya estaba limpia sobre una camilla. Connor apartó la mirada del móvil.
—No puede hacer esto. Creo que estas fotografías están bajo secreto de sumario. No puede plantarse aquí y pretender que ponga en riesgo la vida de mi paciente a fuerza de despertar un sentimiento de compasión por una chica por la que ya no puedo hacer nada. Lía Somoza está viva de milagro, porque su cuñado la encontró a tiempo. No voy a permitir que su vida vuelva a correr peligro.
—Se cortó las venas, ¿verdad? Parece que a su paciente le gustan mucho la sangre y las cuchillas.
—No voy a contarle nada de esto. Le recuerdo...
—Secreto profesional. Descuide. Teo Alén ya nos contó que la encontró en el baño de su casa.
—Pues si lo sabe, no me pregunte. —La voz de Connor adquirió un matiz agresivo.
—Esa mujer es sospechosa de asesinato. Voy a interrogarla. Y no puede impedirlo. Yo lo sé. Usted lo sabe. No perdamos más tiempo.
—No, no puedo impedirlo. Pero llegado el momento puedo hacer un informe que determine su incapacidad. Eso establecería su falta de capacidad procesal. Y supongo que no querrá que la sombra de una vulneración de derechos fundamentales de la investigada salpique su investigación.
—No habría tal vulneración. Ella puede llamar a un abogado y puede guardar silencio o no, según le apetezca.
—Es una enferma mental. Y hasta que tengamos un diagnóstico, no sabremos en qué medida su derecho a una defensa efectiva está salvaguardado.
—Yo tengo que encontrar a un asesino. No estoy aquí para velar por los derechos de los vivos.
—No lo dudo, pero en este momento yo debo velar por la integridad física de mi paciente. Hace apenas cuatro días que está ingresada, y creo que lo mejor para todos es que lleguemos a un entendimiento. Tengo la certeza absoluta de que mi paciente no está en condiciones de declarar ahora mismo, pero si le parece, inspector, me comprometo a llamarlo en cuanto lo esté. Deme unos días, solo para cerciorarme de que ella puede hablar con garantías de que lo que dice no la perjudica, pero sobre todo de que puede serles de utilidad a ustedes.
El policía lo miró, desconcertado. Sabía que lo que le estaba proponiendo era lo más conveniente para ambos, aunque no podía evitar sentirse estafado, como un turista delante de un trilero. No estaba acostumbrado a que le marcasen los tiempos, pero se dio cuenta de que el médico le había dejado sin margen de maniobra.
—Pues entonces haga su trabajo deprisa para que yo pueda comenzar a hacer el mío —aceptó finalmente—. Le dejo mi tarjeta. Manténgame informado.
—Ya sabe dónde estoy.
Se quedaron mirándose. El policía hizo un gesto a modo de despedida y salió.
Solo cuando la puerta se cerró completamente, se permitió Connor darle la vuelta a la carpeta, abrirla y meter dentro la tarjeta de visita.
Sangre
Cuando éramos niñas, la tía Amalia solía contarnos un cuento antes de dormir. Sara y yo nos acurrucábamos cada una en nuestras respectivas camas y escuchábamos sus historias.
No eran cuentos adecuados para niñas. Por aquel entonces no lo advertíamos. Nos parecía normal escuchar esos relatos sobre demonios de otro mundo, diablos de ojos de fuego y meigas que practicaban magia negra. También había hadas y otros seres fantásticos. Esas eran las historias de nuestra infancia.
No puedo dejar de pensar en ellas. Con los años les fuimos perdiendo el miedo a esos cuentos de vieja. Pero de muy pequeñas, cuando la tía Amalia dejaba nuestra habitación tras contarnos esos cuentos, yo le rogaba a Sara que viniese a mi cama. Amanecíamos muchas veces abrazadas. Me gustaba dormir arropada por su cuerpo, tan igual y tan distinto al mío. Despertar viendo sus ojos, su nariz, su boca. Su rostro, que era mi rostro, fuera de mí. Ver la cara de Sara era como estar muerta y flotar en las alturas para verme a mí misma desde otra perspectiva.
No puedo dejar de pensar en ellas. En las historias de conjuros, en los diablos, en los niños robados, en los sacrificios de sangre. No puedo dejar de pensar en Xiana. En Sara. En Teo. En la sangre. En la belleza de esa primera gota que asoma tímidamente en cuanto aprieto con fuerza la cuchilla sobre mi muñeca. En esa gota que resbala por un camino no definido previamente, guiando al resto de la sangre, hasta que todo es rojo.
Y después oscuro.
Y justo después de esa oscuridad, debería llegar la nada. Después de la sangre debería llegar el silencio. La paz.
Y sin embargo, sigo aquí. Con una aguja clavada en el brazo. Fingiendo dormir. Fingiendo no escuchar a ese médico que no quiere saber nada de mí. A ese otro médico novato que murmura mi nombre. Mi edad. Lía Somoza. Cuarenta años.
No puedo dejar de pensar en esos días en los que Sara estaba en la cama de al lado. Esos días en los que éramos una sola, dividida en dos cuerpos idénticos. Eso era antes.
Antes de todo.
Antes de Teo.
Antes de la sangre.
Antes de Xiana.
Antes.
Silencio
Había una furgoneta de una empresa de limpieza a las puertas del chalé. Teo aparcó detrás de ella y entró en la casa. Miró el reloj. Hora de la siesta de la tía Amalia. Oyó ruidos en el piso de arriba. Subió las escaleras. Se detuvo en el pasillo. La puerta de la habitación de Xiana, al fondo, estaba abierta. Cuando se marchó esa mañana al trabajo aún estaban las cintas del precinto policial. Doce días. Mañana trece. Uno nunca se pregunta cuánto tardan en desaparecer de una casa los vestigios de un asesinato. Cuánto tarda en practicarse una autopsia. Cuántos interrogatorios pueden llegar a hacerse. Uno nunca sabe lo que pasa el día después del fin del mundo.
—¡Hola! —Lo dijo sin mucho convencimiento. Durante un instante, fantaseó con el hecho de que Xi se asomase por esa puerta.
—Buenas tardes.
El que hablaba era un hombre con uniforme blanco. Sostenía un trapo en la mano. Teo fijó la vista en las gotas rojas del trapo. La sangre de su hija. Desvío la mirada.
—Buenas. ¿Sabe dónde está mi mujer?
—La señora de la casa nos abrió la puerta. Nos dijo que estaría en el jardín trasero. Que si necesitábamos algo, avisásemos a la enfermera de su tía.
—Gracias. —Volvió a fijar la mirada en el paño—. Efectivamente, si necesitan algo pueden pedírselo a Olga. Yo estaré fuera con mi mujer.
—Creo que no necesitaremos nada. Acabaremos enseguida.
Teo asintió y se dirigió al piso de abajo. Sara había decidido no trabajar hasta agosto. Él, en cambio, había regresado a la oficina a los pocos días. Necesitaba volver a la normalidad. La primera semana se había quedado en casa, recibiendo a la familia. A los amigos. Respondiéndole a la policía las mismas preguntas una y otra vez; Teo se preguntaba si la policía realmente creía que las cosas podían resultar distintas por la mera razón de ser contadas mil veces. Como si los hechos fuesen a cambiar de un día para otro. Las mismas preguntas. Las mismas respuestas. No pudo soportarlo. Todas las mañanas idénticas, sin más que hacer que pasar las horas delante de esa puerta, con la vista fija en las cintas del precinto policial.
Sara estaba sentada en el jardín. Tenía un libro en el regazo, boca abajo.
—Están limpiando el cuarto —le dijo Teo.
Era un comentario estúpido. Ella había contratado a la empresa por teléfono. Y ella les había abierto la puerta. Últimamente hacían eso a menudo. Decir cosas obvias. Para callar otras cosas también obvias. Más bien era él el que hablaba. Ella no lo hacía.
Sara se quitó las gafas de sol. Tenía el pelo recogido. Casi nunca lo llevaba así. Sin su melena negra enmarcando el rostro se acentuaba su parecido con Lía. No se inmutó.
—¿Quieres una cerveza? —preguntó él.
Sara asintió, sin emitir un sonido. Hacía días que se comunicaban por medio de silencios. De leves gestos. Asentimientos. Negativas. Inclinaciones de cabeza. Movimientos de manos. Estaban descubriendo un nuevo código de comunicación entre ellos.
Entró en la casa a por las cervezas. Mientras abría la puerta del frigorífico, oyó a la tía Amalia y a Olga indicándole que se agarrase bien al andador. Cogió dos cervezas y un par de vasos y salió deprisa para evitar encontrarse con la vieja. Estos días andaba trastornada. Confundida. Esa era la palabra exacta. Confundida. Mezclaba el pasado y el presente hasta el punto de afirmar el día anterior que Xiana había estado esa misma tarde en su cuarto para pedirle veinte euros.
Sara seguía con el libro en el regazo. Había vuelto a ponerse las gafas. Aun así, percibió sus ojos cerrados a través de los cristales oscuros. Parecía concentrada en absorber los últimos rayos de la tarde.
—Aquí tienes.
Otro gesto. Este era de asentimiento.
—Ha llamado mi hermano. Llegará el jueves de Italia.
Un movimiento de cabeza.
—Creo que deberías ir al hospital a ver a Lía. He hablado hoy con Adrián. Ha cogido el caso un colega suyo. Me dijo que él no podía, por eso de que somos amigos. Va mejor. Está despierta. Y hoy hasta ha comido un poco. ¿Quieres que vayamos mañana?
Negativa rápida y contundente.
—Seguro que le hace bien.
Mano extendida. Un stop de guardia de tráfico.
Teo hizo un último intento.
—Ha llamado el inspector Abad. Me ha pedido que fuésemos mañana a comisaría. Me han entrado ganas de mandarlo al carallo. No les queda ni una pregunta por hacer. Estoy preocupado, Sara. Mide mucho lo que dices. No hace más que insistir en que tuvo que ser uno de los seis que estábamos en casa. No sé si deberíamos llamar a un abogado. Pero si hacemos eso, pensarán que tenemos algo que ocultar. A veces creo que piensa que lo hicimos nosotros.
Sara apartó el libro del regazo y lo depositó en la mesa del jardín. Dio un último trago a la cerveza y se levantó de la silla. Lo miró y abrió la boca por primera vez en toda la tarde.
—Eso es lo que aún no has entendido, Teo. Que ese poli que tan mal te cae tiene toda la razón. Ese poli tiene muy claro lo que pasó aquí ese viernes. Xi está muerta porque uno de nosotros la mató. Eso fue lo que sucedió. Alguien subió a la habitación de nuestra hija y la mató casi delante de nosotros. Cogió un cuchillo, le cortó el cuello y dejó que se desangrara. Uno de nosotros la mató. Y yo no fui. Y tú, Teo, ¿tienes alguna puta idea de quién de nosotros mató a nuestra hija?
Fotografías
El aire acondicionado de la comisaría de Santiago de Compostela dejó de funcionar ese miércoles por la tarde. Santi abrió la ventana de su despacho, y volvió a cerrarla en cuanto se dio cuenta de que el aire era más caliente fuera que dentro.
Un montón de fotografías ocupaban la superficie de la mesa. Acababa de llamar a Teo Alén para citarlo el día siguiente. Los Alén mostraban la conducta normal de una pareja que ha perdido a su única hija de una forma tan traumática. Aun así, a Santi le parecía que ese hombre no era sincero. Claro que eso tampoco resultaba tan extraño. Todo el mundo ocultaba algo. Todo el mundo escondía secretos. Santi tan solo tenía que adivinar si esos secretos guardaban relación con la muerte de Xiana Alén o no.
Observó las fotografías que cubrían la mesa. El cuerpo boca abajo, colocado en paralelo a la cama, totalmente recto. Ni siquiera un leve escorzo. No parecía el escenario de un crimen, sino más bien la puesta en escena en un teatro. La fotografía habría podido colgarse en una exposición en un museo, una combinación cromática perfecta. Paredes blancas. Suelo rojo. Muebles blancos. Y el cuerpo fusionándose con el suelo. Él no estaba de guardia cuando descubrieron el cadáver de la niña, pero nada más ver las fotografías al día siguiente supo que era imposible que toda esa sangre fuera de ella.
—Santi.
Santi dio un respingo en la silla.
—¡Ana! No deberías entrar sin llamar.
—Perdona, como estabas solo y no hablabas por teléfono...
—Ya. ¿Qué quieres?
—He oído que mañana vas a interrogar a los Alén.
—Empezaré con ellos por la mañana y después llamaré al otro matrimonio.
—¿Y la tía de la niña?
—Sigue ingresada. Ya he estado con su médico, un tío muy listo. En serio. Es una pena que le importe una mierda que esa mujer sea la principal sospechosa del asesinato de su sobrina. No tengo esperanzas de hablar con ella en algún tiempo.
—¿De verdad crees que lo hizo ella?
—¡Y yo qué sé! Solo sé una cosa: esa casa es un fortín. Tienen cámaras de seguridad en la entrada de la urbanización, en la puerta del chalé, en el jardín, en el vestíbulo. Nadie salió de esa casa y nadie entró desde las ocho de la tarde. En las grabaciones de esas cámaras no hemos encontrado nada. Solo tenemos a cinco adultos cenando en el jardín la noche de San Juan, a una anciana casi ciega durmiendo en su cuarto y a una niña muerta.
—No tan niña. Quince años. ¿No es extraño que estuviese en casa? Era San Juan.
—Estaba castigada. Ese día había acabado el curso. Aún no le habían dado las notas, pero sus padres sabían que iba a suspender seis.
—¿Me enseñas las fotos?
—¿Y esa curiosidad?
—El caso me resulta fascinante. Me gustaría echar una mano.
—El jefe me dijo que si necesitaba ayuda de un oficial, llamase a Javi.
—El jefe no ha dicho que yo no pudiese ayudar. Sabes que Javi no va a invertir ni un minuto de más en este caso.
Ana Barroso era, sin duda, la oficial más espabilada de la comisaría. Santi no dudaba que muy pronto ascendería a subinspectora. Le gustaba su curiosidad y, sobre todo, su iniciativa.
—Está bien, pasa.
Ana entró y cerró la puerta. Se sentó enfrente de él y cogió el montón de fotografías de encima de la mesa.
—Yo conozco a las gemelas Somoza —dijo.
—¿Las conoces? ¿Cómo es eso? No puedo dejar que me ayudes si tienes algún tipo de interés personal. No quiero problemas.
—No, hombre, no... Las conozco de vista. Más a la madre de la niña. La tía no vive allí, aunque pasa largas temporadas con su hermana. Mi madre trabaja por horas en la urbanización donde viven ellos. Para un matrimonio que vive en Suiza y que viene solo durante los veranos. Es una urbanización pequeña. Se conocen todos. Ya ves que sé de lo que hablo. He ido alguna vez a ayudar a mi madre a poner la casa a punto para sus jefes, antes de que lleguen. Y tienes razón con lo de que ahí no entra cualquiera. Hay seguridad privada en el acceso a la urbanización y seguridad en todas las casas.
—Esa parte ya la tenemos clara. Y ellos también.
—Dame las demás fotos. Vamos a clasificarlas. Estas son las del cuarto de la niña, ¿no? ¿La encontró el padre?
—No, la tía. Subió al piso de arriba y descubrió el cadáver. Comenzó a gritar y fue Teo Alén el que entró en la habitación. Todas las salpicaduras que ves en las paredes las hizo el padre al entrar. Cuando llegó la policía, aún estaba abrazado a la niña.
—¿Y la madre?
—La madre subió y se quedó en el umbral.
—Resulta casi antinatural que no entrase, ¿no?
—Lo antinatural es encontrar a tu hija muerta sobre veinte litros de sangre.
—¿Veinte?
—Veinte, quince..., es una forma de hablar. Cuando Xiana Alén se desangró, el suelo ya estaba cubierto por una capa de sangre artificial.
—Eso no lo han contado los periódicos.
—Como tantas cosas. Los periódicos publican lo que nosotros decidimos. Lo único que tenemos claro es que solo había seis personas en esa casa: Teo Alén; Sara y Lía Somoza; una pareja de amigos, Fernando Ferreiro e Inés Lozano, y una anciana, la tía de las gemelas, que vive con Sara, Amalia Sieiro.
—¿Y no encontrasteis nada en el registro?
Santi le tendió dos fotografías. En la primera había ocho botellas vacías con restos de sangre. La segunda mostraba un cuchillo manchado de rojo.
—¿Sangre artificial?
Santi asintió.
—¿Dónde estaban las botellas?
—En el cuarto de la niña. Dentro del armario. Con el cuchillo.
—Supongo que sin huellas de ningún tipo.
—Supones bien. Emplearon guantes.
—Parece que a este asesino le gusta mucho la sangre.
—O no. Igual solo nos lo quiere hacer creer.
—¿Por qué?
—Eso intentaremos descubrirlo mañana. Me voy a casa. Con este calor no hay quien aguante en este despacho.
—¿Me das permiso para organizarte las fotos en el corcho? Ya sabes, para intentar tener otra visión. Ampliar nuestra perspectiva.
—No. Deja todo ahí. Echa un ojo si quieres. Estas son unas notas del caso. Y también tienes el resultado de la autopsia. Antes de salir cierra con llave. Y deja de ver películas, Ana. Un montón de fotografías pegadas a un tablero con chinchetas de colores no te llevará a resolver un caso.
—¿Podré estar en los interrogatorios?
—No.
—Calladita. Solo para escuchar. Cuatro oídos oyen más que dos.
Santi le quitó las fotografías de las manos y las dejó sobre la mesa.
—Me voy.
—Por favor...
Santi arrugó el ceño.
—¡Eres muy cabezota! Mañana a las diez y media. Como abras la boca te aparto del caso. Y otra condición.
—¿Cuál?
—Llama a los de mantenimiento. Con lo insistente que eres, no tengo ninguna duda de que conseguirás que arreglen el puto aire acondicionado.
Confesiones a un cuaderno de espiral
Lía permanecía con la vista clavada en el cuaderno de espiral naranja. En el margen superior, el médico anotó el nombre de ella y la fecha. «Lía. 5 de julio.» Después se quedó callado, mirándola fijamente a los ojos. Durante unos segundos permanecieron enganchados uno al otro. Haciendo equilibrios sobre un alambre de silencio.
—Irlandés.
—¿Cómo?
—Soy irlandés. Estás pensando de dónde soy. De Dún Laoghaire, cerca de Dublín. —Tenía un curioso acento, fruto de la mezcla del acento irlandés de su padre, con quien siempre hablaba en inglés, con el de su madre, que a pesar de haber vivido en Irlanda durante casi veinte años nunca había abandonado el acento cantarín de las Rías Baixas.
—No. No estaba pensando en eso.
—Yo creo que sí. Soy un poco brujo, ¿sabes? Acostumbro adivinar lo que están pensando mis pacientes.
—¿Y qué estaba pensando?
—Estás pensando que debo de ser extranjero porque llevo una tarjeta prendida de la bata en la que pone «Connor Brennan». También estás pensando que no vas a hablar hasta que yo te pregunte. Que qué carallo hace un irlandés trabajando en el Servicio Gallego de Salud. Que quieres que te suba la dosis de antidepresivos. O que te la baje. Esto no lo veo con claridad. Que por qué te miro fijamente a los ojos. Y que no quieres hablar de lo que le pasó a tu sobrina.
Lía abrió la boca para contestar. Para decirle que no. Que no le importaba si era irlandés o escocés. Que no quería pastillas. Que no quería nada. O más bien, que no sabía lo que quería.
—No.
—¿No he acertado? ¿En nada?
—No quiero hablar de Xiana.
—¿No quieres o no puedes?
—Querer, poder... Qué más da. No tengo nada que contar. Está todo en los periódicos.
—Los periodistas no estaban en esa habitación.
—¿Por qué trabajas en Galicia?
—Mi madre es gallega. De Cangas. Ahora me toca a mí.
—¿Esto va así? ¿Una pregunta cada uno?
—Esto va como tú quieras que vaya. De hecho, me parece un buen sistema. Empiezo yo.
Lía dirigió la vista de nuevo hacia el cuaderno de espiral. El psiquiatra había pintado cuadrículas alternas hasta dibujar una especie de damero. Lía comenzó a contarlas.
—¿Me puedes decir qué recuerdas del día del asesinato? —insistió Connor.
Diecisiete cuadrículas. Nueve negras. Ocho blancas. El médico comenzó a pintar la siguiente.
—Lía, hace cinco días que llegaste aquí. Casi mueres. Quiero ayudarte.
Dieciocho. Diecinueve. Veinte. Veintiuna. Veintidós cuadrículas. Once negras. Once blancas. El médico cerró el cuaderno.
—Escúchame bien, dentro de un par de días podré darte el alta por tus lesiones físicas. Puedo pedir que te ingresen en el psiquiátrico una pequeña temporada. Es más, creo que eso sería lo más conveniente, a no ser que tú o algún familiar decidáis que te vayas a alguna institución privada...
—Quiero irme a casa de Sara —le interrumpió Lía.
—No puedo autorizar eso, Lía, porque supondrá lo que ya sabes. Más interrogatorios. Más tensión nerviosa. Más ansiedad. Acabarás ingresada de nuevo en este hospital al cabo de unas semanas. Mi única duda es si estarás viva o muerta.
Lía se quedó callada unos instantes.
—Quiero volver a casa —repitió al fin.
—¿Sabes lo que eso supone?
Lía hizo un ademán de asentimiento. A Connor le llamaba la atención lo menuda que era en comparación con su gemela. Los rostros eran idénticos, pero Lía tenía un aspecto frágil, que rayaba en la androginia. Pelo muy corto, pechos pequeños y delgadez extrema. Parecía una figura de hielo a punto de desvanecerse gota a gota. Por el contrario, Sara Somoza era una mujer sensual. Más bien sexual. Connor solo había visto a la gemela de Lía en los periódicos y en la televisión, pero, más allá de sus rasgos faciales, eran tan distintas que uno casi podía olvidar que eran gemelas.
—Lía, si vuelves a casa ahora, no podrás evitar a la policía. Creo que no estás en condiciones de afrontar los interrogatorios.
—No me importa. Firma mi alta.
—Necesito estar seguro de que no vas a intentar hacer una locura.
—Estoy bien.
—Has intentado matarte.
Lía negó con la cabeza.
—No. De verdad que no. Es solo que estaba agotada.
—Cuando la gente está agotada, toma una pastilla para dormir. No se corta las venas.
—Necesito salir de aquí. —La voz de Lía adquirió un tono levemente agudo.
—Yo soy tu médico y yo decidiré lo que necesitas y lo que te conviene. Salir a la calle para convivir con el hecho de ser sospechosa de asesinato no es una buena idea.
—Puedo salir. Debo salir. Sara tiene que estar destrozada. Necesito ver a mi hermana.
—Lo que necesitas es descansar.
—Eso era lo que intentaba.
—Solo respóndeme a esto: ¿cuándo fue la última vez que lloraste?
La pregunta la cogió por sorpresa. Él abrió de nuevo el cuaderno y quitó el capuchón al bolígrafo. Lía contempló la punta, que esperaba su respuesta. Aún no había llorado. No podía decirlo. Quizá ese día. Quizá no. No se recordaba a sí misma llorando. Podía recordar a Teo apareciendo detrás de ella. Recordaba estar apoyada en la puerta. Gritando. Sin poder parar de gritar. Abrazarse a él. Esconder la cara contra su pecho para dejar de ver ese cuerpo. A él apartándola de golpe para entrar en la habitación. Podía verlo atravesando la estancia, caminando sobre un lago de sangre hasta caer junto a Xiana y darle la vuelta al cuerpo.
Recordaba a Teo abrazado a su hija, que no era más que un bulto encarnado y sanguinolento. Recordaba el tiempo detenido recreando una Piedad impura y cruel. Y podía oír sus sollozos. Él sí lloraba. Y a Sara. Recordaba a Sara a su lado. Aparecida casi al mismo tiempo que él. Quieta. Inmóvil. Como una imagen de atrezo. Callada. Sin emitir un sonido. Paralizada. En silencio hasta que comenzó a murmurar bajito el nombre de la niña. Xiana. Xiana. Xiana. Fue aumentando el volumen. Cada vez más fuerte. Hasta que el piso se llenó del llanto de Teo, de la voz de Sara llamando a su hija, y de los chillidos de ella, cada vez más agudos e histéricos. Una sinfonía atronadora que no cesaba. Aún ahora no había cesado. Podía oírla. Después habían subido Inés y Fer. Se habían quedado todos allí, apiñados a la puerta del cuarto de Xiana, en el que la línea de sangre dibujaba una frontera imaginaria. Y luego, más chillidos. Recordaba... Lo recordaba todo, excepto el llanto de ella. Pero eso no lo iba a recordar. No quería recordar. Ni contestar. No podía decir que no había llorado. No. No podía decirlo. Confesarlo. No quería ver ese dato escrito en un cuaderno de espiral naranja.
—¿Lía?
—Ayer. Creo que ayer.
Connor cerró el cuaderno de golpe.
—No llorar no es delito, Lía.
Autopsia
Lugar: Santiago de Compostela.
Fecha y hora de realización: sábado 24 de junio de 2017. 13.00 horas.
Médico legal: Salvador Terceño Raposo.
Certifica que, dando cumplimiento a: requerimiento judicial
realiza la siguiente autopsia:
• Nombre y apellidos: Xiana Alén Somoza.
• Ocupación: estudiante.
• Persona que identifica el cadáver: Teo Alén Lorenzo.
• Edad: 15 años.
• Sexo: mujer.
• Antecedentes: fallecimiento en el hogar familiar, sito en la Urbanización Las Amapolas, n.º 3, en la noche del 23 de junio de 2017, permaneciendo en el lugar de los hechos hasta el levantamiento del cadáver a las 00.15 horas del 24 de junio.
• Datos obtenidos durante el levantamiento del cadáver: cadáver encontrado sobre gran charco de sangre que cubría todo el suelo de la habitación. La sangre hallada es de origen artificial, mezclada con la de la víctima. Localizadas 8 botellas de sangre (Grimas Sangre de cine Filmblood, 1.000 ml. Tipo B: color oscuro). Posible arma homicida encontrada: cuchillo marca Yamawaki, modelo «Yasushi Steel White n. 2». Dimensiones: 1,8 x 2,7 x 41 cm. Material: acero blanco. Mango: cuerno de búfalo.
EXAMEN EXTERNO
Cadáver en posición decúbito supino, sobre mesa de autopsia del Instituto de Medicina Legal.
• Vestimenta: vestido blanco de lino (retirado para examen físico).
• Complexión física: leptosómica.
• Talla: 1,71 m.
• Peso: 57 kg.
• Color de piel: claro.
• Cabello: largo, rubio.
• Ojos: azul oscuro.
• Dentadura: estado de conservación perfecto. Oclusión perfecta.
• Señales particulares: sin tatuajes.
Otras particularidades: verruga filiforme bajo axila derecha.
EXAMEN CADAVÉRICO
Temperatura corporal: no registrada.
Fenómenos oculares: córnea con pupilas midriáticas.
Rigidez cadavérica generalizada de intensidad media.
Signos de putrefacción ausentes.
Livideces: dorsales, violáceas.
Fauna cadavérica: no evidenciada.
Tiempo aproximado de la muerte: 15-17 horas.
Cráneo: nada que destacar.
Tórax: nada que destacar.
Abdomen: nada que destacar.
Toma de muestras realizada:
• Tejidos periféricos de la herida de degüello.
• Sangre.
• Contenido gástrico.
EXAMEN TRAUMATOLÓGICO
Lesión única en la cara anterior y lateral izquierda del cuello de 14 cm de longitud y 3 cm de profundidad, con un trayecto rectilíneo y paralelo al plano de sustentación. Cola de entrada en el lateral izquierdo y cola de salida en lateral derecho.
EXAMEN INTERNO
La lesión desgarra de forma superficial el músculo esternocleidomastoideo izquierdo y gana profundidad cerca de la línea media hasta alcanzar una profundidad máxima de 3 cm, presentando sección de arteria carótida primitiva derecha a 1,5 cm de su bifurcación, sección de la vena yugular derecha y sección completa de la tráquea a nivel de membrana cricotiroidea. Se observa sección del asta inferior derecha de la tiroides.
CONCLUSIONES
Causa de la muerte:
Causa inicial: herida de arma blanca que secciona vasos carotídeos/yugulares.
Causa inmediata: shock hipovolémico.
Etiología médico legal de la muerte: muerte homicida.
La longitud de la herida, su profundidad y la ausencia de lesiones de tanteo hacen descartar la hipótesis de suicidio.
Resulta destacable la ausencia de heridas defensivas, propias de los ataques homicidas. El agresor es probablemente diestro, como revela la dirección de las colas de entrada y salida de la herida. Posible ataque posterior con cuello en hiperextensión. Herida compatible con posible arma homicida encontrada en lugar de autos.
Hora de la muerte: posterior a las 20.00 del día de autos.
La autopsia tiene carácter provisional, a la espera de los resultados de las pruebas encargadas, tras la toma de muestras descrita en la presente autopsia.
SALVADOR TERCEÑO RAPOSO
El informe acababa con una serie de fotografías que a muchos les podrían resultar repulsivas. A Ana no le impresionaban. Observó con atención la garganta seccionada, que dejaba totalmente expuestos la tráquea y los demás conductos. Se fijó en la limpieza del corte, que coincidía con el filo del cuchillo encontrado en la habitación de la niña. Asesino diestro. O ambidiestro. Sin signos de defensa. La víctima no se esperaba el ataque. La autopsia aclaraba pocas cosas. Todo eso ya lo sabían.
Las seis personas que estaban en la casa eran diestras, según las notas de Santi. Y todas eran del círculo de confianza de Xiana. Sus padres. ¿Podrían unos padres empuñar un cuchillo y rebanar el cuello de su propia hija? Sí. En los asesinatos la respuesta siempre era sí. Estudió el diámetro de la tráquea de Xiana y le recordó a esas cabezas de animales colgadas en las carnicerías de la plaza de Abastos. Ninguno de los sospechosos era médico ni estaba, en teoría, familiarizado con el empleo de un arma blanca. Pero el corte era firme y certero.
Cerró el informe de la autopsia y lo colocó junto a las fotog