Trilogía de Estocolmo (edición estuche con los títulos: 1793 | 1794 | 1795)

Niklas Natt och Dag

Fragmento

cap-2

1

Mickel Cardell flota en el agua fría. Con la mano libre —la derecha— intenta agarrar por el cuello de la guerrera a Johan Hjelm, que está a su lado, inmóvil y con espuma roja en los labios, pero la sangre y el agua salobre hacen que la tela se le resbale de los dedos. Cuando una ola se lo arrebata finalmente, Cardell siente ganas de gritar, pero de sus labios sólo brota un gemido. Hjelm se hunde sin remedio. Cardell hunde la cabeza en el agua y por unos instantes sigue el viaje del cuerpo hacia las profundidades. Temblando de frío y conmoción, cree divisar algo más allá abajo, en los límites de su percepción: los cadáveres mutilados de miles de marineros caen lentamente hacia las puertas del infierno. El Ángel de la Muerte, con una calavera a modo de corona, repliega las alas para acogerlos. En medio del remolino que forma la corriente, sus mandíbulas se abren y cierran en una carcajada burlona.

—¡Guardia! ¡Guardia Mickel! ¡Por favor, despierte!

Cuando unas sacudidas ansiosas lo arrancan del sueño, Cardell nota una punzada de dolor en el ausente brazo izquierdo. Una prótesis de madera sujeta al codo con unas correas de cuero que se le encajan en la carne (a esas alturas ya tendría que saber que debe aflojarlas antes de dormirse) ocupa el lugar del miembro perdido del que sólo queda un muñón embutido en un hueco tallado a propósito en la pieza de haya.

De mala gana, abre los ojos sobre la vasta mesa de madera. Está pringosa: cuando intenta alzar la cabeza, su mejilla se adhiere a la superficie y, al levantarse, se arranca la peluca sin querer. Después de maldecir, la utiliza para enjugarse la frente, después se la guarda en la chaqueta. El sombrero se le cae al suelo y la copa se abolla. La alisa de un puñetazo y se lo pone. Empieza a recobrar la memoria: está en la taberna Hamburg, debe de haber bebido hasta quedar inconsciente. Echa un vistazo por encima del hombro y descubre a otros en condiciones similares: los pocos borrachos que la propietaria ha considerado lo bastante pudientes como para no arrojarlos a la cuneta. Están espatarrados en los bancos o tumbados de cualquier modo sobre las mesas, y así seguirán hasta el amanecer, cuando se alejen tambaleantes para encajar los reproches de los que esperan en casa. No es el caso de Cardell: herido de guerra, vive solo y su tiempo no le pertenece a nadie más que a él.

—¡Mickel, tiene que venir: hay un muerto en el lago Fatburen!

Lo han despertado dos golfillos, un niño y una niña. Sus caras le resultan familiares, pero no consigue recordar sus nombres. Tras ellos se ha plantado el encargado, al que llaman el Carnero, un tipo grueso que trabaja para la viuda Norström, la propietaria. Adormilado y enrojecido, se interpone entre los niños y una colección de cristal grabado, el orgullo de la bodega, que se guarda bajo llave en una vitrina azul.

Los condenados a muerte se detienen allí, en la taberna Hamburg, de camino al patíbulo de Skanstull. Allí se les sirve su último trago; después se recoge cuidadosamente el vaso, se graba en él el nombre y la fecha y se añade a la colección. Los parroquianos pueden beber en esos cálices, aunque siempre bajo supervisión y tras haber pagado una suma que se calcula según el grado de infamia del condenado. Dicen que hacerlo trae buena suerte, aunque Cardell nunca ha entendido por qué.

Se frota los ojos y comprende que aún está ebrio. Cuando prueba a hablar, su voz suena ronca.

—¿Qué diantre pasa aquí?

Le contesta la niña, que a todas luces es la mayor. El otro (su hermano, a juzgar por sus facciones) tiene labio leporino. El aliento de Cardell lo hace arrugar la nariz; busca refugio detrás de su hermana.

—Hay un muerto en el agua, cerca de la orilla.

Su tono es una mezcla de miedo y excitación. Cardell se nota las venas de la frente a punto de reventar. Su corazón late con fuerza y amenaza con desmoronar sus frágiles pensamientos.

—¿Y yo qué tengo que ver?

—Por favor, guardia, no teníamos nadie más a quien acudir y sabíamos que usted estaba aquí.

Él se masajea las sienes con la esperanza vana de aliviar el dolor palpitante.

El día apenas despunta sobre Södermalm. Aún flotan en el aire las tinieblas de la noche y el sol asoma tímido tras la isla de Sickla, más allá de la bahía de Danviken. Cardell sale de la taberna Hamburg y baja tambaleándose la escalera. Sigue a los niños por la calle desierta mientras escucha sin mucho entusiasmo su historia sobre una vaca que se ha acercado a la orilla a beber y ha huido despavorida en dirección a Danto.

—Ha tocado el cuerpo con el hocico y lo ha hecho dar vueltas.

A medida que se acercan al lago, las piedras dan paso al lodo bajo sus pies. Hace tiempo que ningún asunto conduce a Cardell a la orilla del Fatburen, pero rápidamente advierte que nada ha cambiado por allí: los planes trazados años atrás para despejar las márgenes y construir un muelle con embarcaderos no se han materializado. No es de sorprender, cuando la ciudad y el Estado están al borde de la ruina. Hace mucho que las casas en torno al lago se reconvirtieron en manufacturas; aparecieron talleres que arrojan los desechos directamente al agua; la zona vallada destinada a los residuos humanos está desbordada y muchos optan por ignorarla. Cardell suelta un juramento cuando el talón de su bota se hunde en el lodo y tiene que hacer aspavientos con el brazo sano para mantener el equilibrio.

—Vuestra vaca se habrá encontrado con algún pariente y se habrá asustado al verlo tan desmejorado: los carniceros echan sus sobras al lago. Me habéis despertado sólo por una ijada de ternera podrida o algún costillar de cerdo.

—Hemos visto un rostro en medio del agua: el rostro de una persona.

Las olas lamen la orilla y dejan una espuma de un amarillo pálido. Los niños tienen razón en un punto: hay algo en el lago, un bulto oscuro, probablemente putrefacto; flota unos metros lago adentro. Lo primero que se le pasa por la cabeza es que no puede tratarse de un ser humano: es demasiado pequeño.

—Lo que os decía: son despojos del carnicero. El cadáver de un animal.

La niña insiste en su historia, su hermano la apoya asintiendo con la cabeza. Cardell suelta un bufido de resignación.

—Estoy borracho, ¿me oís? Borracho como una cuba. No lo olvidéis cuando alguien os pregunte por el día en que engañasteis al guardia para que se metiera en el lago y él os dio la zurra más grande de vuestra vida tras salir empapado y furioso del agua.

Se quita el abrigo con las dificultades propias de un manco. La peluca de lana que había olvidado tras la solapa cae al barro. Qué más da: es un objeto patético y pasado de moda, y además le ha costado una miseria. Si la lleva es tan sólo porque ir más arreglado aumenta las posibilidades de que alguien lo invite a un par de tragos. Cardell echa un vistazo al cielo: una franja de estrellas distantes reluce sobre la bahía de Årstaviken. Cierra los ojos para conservar dentro de sí la belleza de aquella imagen, adelanta la pierna derecha y se adentra en el lago.

La margen cenagosa no soporta su peso. Se hunde hasta la rodilla y nota cómo el agua del Fatburen entra en tromba por el borde de su bota, que queda atascada en el lodo cuando él cae hacia delante. Descalzo de un pie, continúa internándose en el agua con movimientos a medio camino entre gatear y nadar como un perrito. Nota el agua espesa entre los dedos, llena de cosas que ni siquiera los habitantes de Sodermalm consideran dignas de conservar.

La borrachera ha nublado su juicio; siente una punzada de pánico cuando deja de percibir el lecho del lago bajo los pies: es más hondo de lo que esperaba. De pronto vuelve a estar en Svensksund, tres años atrás, aterrorizado y zarandeado por las olas mientras la costa sueca se aleja ante sus ojos.

Patalea para acercarse al bulto. Al principio cree que estaba en lo cierto: no puede tratarse de un ser humano, deben de ser los despojos de un animal que habrán arrojado allí los mozos del carnicero y que, al expandirse sus tripas con los gases de la descomposición, ha terminado convertido en una especie de boya. Pero entonces el bulto gira y le muestra la cara.

No es un cadáver totalmente descompuesto, pero no tiene ojos: son unas cuencas vacías las que lo miran. No hay dientes tras los labios destrozados. Tan sólo el cabello conserva su lustre: la noche y el lago han hecho cuanto han podido por debilitar su color, pero es sin duda una melena rubia. Cardell intenta tomar aire, pero el agua le entra en la boca y lo hace atragantarse.

Cuando al fin remite el ataque de tos, se queda flotando inmóvil junto al cuerpo, estudiando sus facciones deformadas. Los niños, en la orilla, no hacen el menor ruido; aguardan su regreso en silencio. Cardell agarra el cadáver, se da la vuelta en el agua y empieza a patalear en dirección a tierra firme.

El rescate se torna más laborioso al llegar al ribazo cenagoso, cuando el agua deja de colaborar en el transporte del cuerpo. Cardell se vuelve boca arriba y sale como puede, hincando un pie tras otro y arrastrando la presa por la ropa hecha jirones. Los niños no le ofrecen su ayuda, sino que retroceden acobardados y tapándose la nariz. Cardell se aclara la garganta y escupe agua sucia en el lodo.

—Corred a la Esclusa y llamad a los guardias.

Ellos no hacen el menor ademán de obedecer: parecen dudar entre mantener la distancia o echar un vistazo a la presa que se ha cobrado Cardell. Sólo reaccionan cuando él les arroja un puñado de barro.

—¡Seréis merluzos! ¡Corred al puesto de noche y traedme a un maldito casaca azul!

Cuando sus pisaditas dejan de oírse, Cardell se inclina hacia un lado y vomita. Se hace el silencio y en ese momento, allí, solo, siente un abrazo gélido que extrae todo el aire de sus pulmones y le impide tomar aliento. Su corazón late cada vez más deprisa y se apodera de él un miedo que lo paraliza. Sabe bien lo que viene después: siente cómo el brazo que le falta vuelve a cobrar solidez en la oscuridad, cómo vuelve a estar en su sitio, y entonces lo atenaza un dolor terrible, un dolor capaz de borrar el mundo entero, como si unas fauces de hierro le perforaran la carne, el cartílago y el hueso.

Presa del pánico, se arranca las correas de cuero y deja caer en el barro el brazo de madera. Se agarra el muñón con la mano derecha y masajea la carne lacerada para obligar a sus sentidos a aceptar que el brazo que perciben ya no existe y que la herida cicatrizó hace mucho tiempo.

El ataque no dura más de un minuto. Recobra el aliento, primero con cortos jadeos y luego con respiraciones más largas y tranquilas. El terror remite y el mundo recupera sus contornos familiares. Esas crisis de pánico lo atormentan desde hace tres años, desde que volvió de la guerra con un brazo y un amigo menos. Pero ya hace mucho de aquello. Creía haber encontrado un método para mantenerlas a raya: borracheras, peleas en los bares... Mira a su alrededor como si buscara algo con lo que tranquilizarse, pero sólo están él y el cadáver. Se mece agarrándose el muñón.

cap-3

2

En el escritorio hay una hoja de papel en la que se ha trazado una pulcra cuadrícula. Cecil Winge desengancha de la leontina su reloj de bolsillo, lo dispone ante sí y acerca un poco la chisporroteante vela de sebo. Tiene varios destornilladores ordenados en hilera junto con pinzas y alicates. Sostiene las manos ante la llama: no nota que tiemblen.

Comienza a trabajar con meticulosidad. Abre el reloj, afloja el tornillo que sujeta las manecillas en su sitio, las quita y coloca cada una en su propia casilla del papel. Retira la esfera y deja al descubierto el mecanismo, que ahora puede desmontar sin resistencia. Despacio, va extrayendo pieza a pieza y poniéndolas en su recinto de tinta hasta liberar de su confinamiento la larga espiral del muelle, que enseguida se afloja. Debajo está el volante, más abajo aún la rueda de escape. Con herramientas que apenas superan el tamaño de una aguja de coser, extrae tornillos diminutos de sus guaridas.

Privado de su propio reloj, Winge sólo puede seguir el paso del tiempo por el tañido de las campanas de las iglesias: oye repicar sonoramente las de Eduviges Leonor, al otro extremo de la dehesa de Ladugårdslandet; percibe, desde el Báltico, el débil eco de las de Santa Catalina, encaramada en lo alto de un cerro. Las horas transcurren deprisa.

Una vez desmontado por completo el mecanismo, repite cada paso en orden inverso. Poco a poco, el reloj cobra forma de nuevo, a medida que cada pieza va ocupando su lugar. Los finos dedos de Winge comienzan a crisparse: debe detenerse repetidas veces para que músculos y tendones se recuperen. Abre y cierra las manos, las frota una con otra, las extiende contra las rodillas. La postura de trabajo es tan incómoda que empieza a pasarle factura. El dolor en la cadera, que siente cada vez más a menudo, se expande hacia la zona lumbar y lo obliga a revolverse constantemente en la silla.

Con las manecillas de nuevo en su sitio, encaja la corona y la hace girar sintiendo la resistencia del muelle. En cuanto la suelta, oye el familiar tictac y, por enésima vez desde que acabó el verano, abriga el mismo pensamiento: así debería funcionar el mundo, de forma racional y comprensible, con cada pieza en su sitio y produciendo, en su rotación, un efecto del todo previsible.

La sensación de bienestar es pasajera: lo abandona rápidamente en cuanto termina la distracción; el mundo, que parecía haberse detenido durante unos instantes, vuelve a cobrar forma a su alrededor. Sus pensamientos se suceden sin ton ni son. Se lleva un dedo a la muñeca y cuenta los latidos de su corazón mirando la manecilla más pequeña marcar los segundos en la esfera, que lleva el nombre de su creador: Beurling, Estocolmo. Calcula ciento cuarenta latidos por minuto. Ordena sus herramientas dispuesto a repetir el proceso, pero entonces percibe un olor a comida y oye a la criada golpear con suavidad la puerta y llamarlo a la mesa.

La criada deposita una sopera azul delante de Winge y de su casero, el cordelero Olof Roselius, que inclina la cabeza y reza brevemente antes de llevar la mano al pomo de la tapa y quemarse los dedos. Roselius se traga una maldición y sacude la mano para aliviar el ardor mientras la criada corre en su ayuda con un paño de cocina.

Desde su asiento, a la derecha de su anfitrión, Cecil Winge simula mirar fijamente las vetas de la mesa de madera, surcada por las sombras que arrojan las velas de sebo. El aroma a nabos y a carne hervida relaja el ceño del cordelero. Tiene setenta años, y su larga vida ha terminado por encanecer sus cabellos y su barba. Pese a sentarse encorvado en la silla, tiene reputación de hombre recto. Ha dedicado muchos años a la gestión del hospicio de Eduviges Leonor y compartido generosamente una fortuna que antaño fue lo bastante cuantiosa como para adquirir la casa de verano del conde Spens en los alrededores de la dehesa de Ladugårdslandet. Por desgracia, unas inversiones desafortunadas realizadas en una fábrica del norte junto con su vecino Ekman, un tesorero del Tribunal de Cuentas, han ensombrecido su vejez. Winge tiene la impresión de que su casero siente que, tras décadas de labor caritativa, la vida le ha pagado mal, y esa amargura se cierne sobre la casa solariega como una campana de cristal. Winge, en tanto inquilino, no puede evitar la impresión de que su mera presencia da fe de los tiempos aciagos que corren.

Esa noche, Roselius parece aún más lúgubre que de costumbre; un suspiro precede a cada bocado. Cuando al fin se aclara la garganta y rompe el silencio, sólo quedan unas pocas cucharadas en el fondo de su cuenco.

—No es fácil dar consejos a los jóvenes: a menudo se reciben groserías por respuesta. Pero hablo de buena fe, Cecil, así que ten la amabilidad de escucharme.

Roselius respira hondo antes de atreverse a decir lo que alguien tenía que decirle a Winge.

—Lo que haces no es natural: un marido debe estar con su mujer. ¿No jurasteis estar juntos en las buenas y en las malas? Pues vuelve con ella.

A Winge se le enciende súbitamente el rostro. La velocidad de esa reacción lo sorprende: no es propio de un hombre razonable permitir que su juicio se nuble y prevalezca la ira. Respira hondo —nota el latido de su corazón en los oídos— y se concentra en controlar sus emociones. Entretanto, ninguno pronuncia palabra. Winge sabe que los años no han disminuido la sagacidad que hizo a Roselius destacar entre sus semejantes. Casi puede oír cómo discurren los pensamientos tras la frente de su casero. La tensión entre ambos crece y luego remite bajo un silencio que ninguno de los dos se decide a romper. Finalmente, Roselius lanza un suspiro, se reclina contra el respaldo y extiende las manos en un gesto de reconciliación.

—Tú y yo hemos compartido el pan muchas veces. Eres un hombre culto e ingenioso, ni un villano ni un canalla, sino todo lo contrario; pero te ciegan las nuevas ideas: crees que todo puede resolverse con fortaleza de carácter, en particular la tuya. Te equivocas; las emociones no permiten que se las constriña de ese modo. Vuelve con tu mujer, por el bien de ambos, y si te has portado mal con ella, ruégale que te perdone.

—Lo que hice fue por su bien, lo pensé detenidamente.

—Cecil, fuera lo que fuese lo que quisieras lograr, el resultado ha sido otro.

Winge no consigue que dejen de temblarle las manos; suelta la cuchara para disimular la agitación. Se frustra al oír su propia voz brotar convertida en un mero susurro ronco.

—Debería haber funcionado.

Incluso a sus oídos, esa respuesta parece la excusa de un crío obstinado. Cuando Roselius le contesta, su tono es más dulce que antes.

—Hoy he visto a tu mujer, Cecil. En el mercado de pescado de Katthavet. Está embarazada, ya no puede ocultar su barriga.

Winge da un respingo en la silla y por primera vez mira a Roselius cara a cara.

—¿Estaba sola?

Roselius asiente con la cabeza y pone una mano sobre el brazo de Winge, pero éste lo aparta con rapidez. Esa reacción instintiva vuelve a sorprenderlo.

Cierra los ojos para recobrar el control. Por un instante se transporta a la biblioteca que lleva dentro: observa las hileras de libros dispuestos de forma ordenada y sometidos a un reinado de silencio absoluto. Elige un volumen de Ovidio y lee unas palabras al azar: «Omnia mutantur, nihil inherit»: «Todo cambia, nada desaparece», ahí encuentra el consuelo que estaba buscando.

Cuando vuelve a abrir los ojos, éstos no revelan la menor emoción. Con algún esfuerzo consigue recuperar el control sobre sus manos temblorosas y devuelve con cautela la cuchara a su sitio. Empuja la silla hacia atrás y se levanta de la mesa.

—Te agradezco la sopa y la preocupación, pero creo que a partir de ahora cenaré en mi cuarto.

La voz de Roselius lo sigue mientras sale.

—Si tu mente dice una cosa y la realidad otra, sin duda es tu mente la que comete un error. ¿Cómo es posible que algo así no sea evidente para ti, con todas las ventajas que te ha supuesto recibir una educación clásica?

Winge no conoce la respuesta, pero la distancia entre ambos le permite aparentar que no ha oído.

Cecil Winge sale al pasillo tambaleándose y se encamina con piernas vacilantes escaleras arriba, hacia la habitación que alquila desde el verano al cordelero. No tarda en quedarse sin aliento; se ve obligado a detenerse y recobrar el equilibrio apoyado en la jamba de la puerta.

Al otro lado de la ventana, en el jardín, reina la quietud. El sol se ha puesto ya. En la pendiente que baja hasta la orilla del mar se extiende un huerto. Más allá de las copas de los árboles ve las luces de la isla de Skeppsholmen, donde los marineros se apresuran a acabar la jornada con la esperanza de poner unas paredes y un techo entre ellos y la noche. Más allá se alza el campanario de la iglesia de Santa Catalina. Sopla la brisa nocturna.

Cada día, la ciudad parece respirar: por la mañana inspira el viento del mar que exhala luego, al atardecer, con tal fuerza que todas las veletas giran de nuevo hacia la costa. Muy cerca, el viejo molino de viento gime en protesta por las cuerdas que sujetan sus aspas. Tierra adentro, uno de sus hermanos le responde en la misma lengua.

Winge ve su propio reflejo en el cristal de la ventana. Aún no ha cumplido los treinta. Lleva recogido con un lazo el oscuro cabello, que contrasta con su tez pálida. Las orlas de su camisa blanca le cubren el cuello. Ya no alcanza a ver dónde acaba el horizonte y empieza el firmamento. Sólo en lo más alto las estrellas que van apareciendo delatan al cielo. Así es el mundo: mucha oscuridad, poca luz. Con el rabillo del ojo, capta una estrella fugaz cruzando el ángulo superior de la ventana, una línea de luz que recorre la bóveda celeste en un abrir y cerrar de ojos.

Abajo, entre los tilos del jardín, distingue un farol, aunque no esperan visitas. Oye pronunciar su nombre. Se envuelve en el abrigo y, al acercarse, comprueba que lo aguardan dos personas. La criada de Roselius sostiene la lámpara; junto a ella hay un personaje de baja estatura; está agachado, con las manos en las rodillas; jadea, tiene un hilo de saliva en los labios. Cuando Winge llega hasta allí, la criada le pasa el farol.

—Viene a verlo a usted. No voy a permitir que cruce mi umbral en ese estado.

Se vuelve en redondo y regresa con decisión hacia la casa principal, negando con la cabeza ante la insensatez que reina en el mundo. El visitante es un joven. Aún tiene una voz clara y, bajo la mugre, las mejillas tersas.

—¿Y bien?

—¿Es usted Winge, el del Inbeto?

—Para ser exactos, la jefatura de policía está en la Casa Indebetouska. Pero sí, soy Cecil Winge.

El chico lo mira entrecerrando los ojos bajo un mechón de pelo rubio y sucio, reacio a creerlo sin pruebas.

—En Slottsbacken han dicho que el que llegara aquí más deprisa recibiría una recompensa.

—¿Ah, sí?

El chico mordisquea el mechón que se le ha escapado de debajo del sombrero.

—He corrido más rápido que los demás. Ahora tengo flato y la boca me sabe a sangre. Además, tendré que dormir fuera con la ropa mojada. Quiero un cuarto de penique por las molestias.

El chico contiene la respiración como si su propio descaro se le hubiese atragantado. Winge le lanza una mirada severa.

—Tú mismo has dicho que hay otros en camino con el mismo recado: sólo tengo que esperar para ver quién es el mejor postor.

Puede oír cómo el chico rechina los dientes y se maldice por su error. Winge abre la bolsa y saca la moneda solicitada. La sostiene entre el pulgar y el índice.

—Esta noche estás de suerte: la paciencia no está entre mis virtudes.

El chico esboza una sonrisa. Le faltan los incisivos, que han dejado un hueco por el que asoma la lengua para lamer los mocos que le caen de la nariz.

—Quien lo busca es el jefe de la policía, señor. Y lo quiere allí de inmediato, en el callejón Yxsmedsgränden.

Winge asiente y le tiende la mano con la moneda. El chico avanza unos pasos y agarra su recompensa. Se da la vuelta, echa a correr y salva el murete con un salto que casi lo hace perder el equilibrio. Winge le grita:

—¡Gástatela en pan, no en bebida!

El chico se detiene y por toda respuesta se baja los pantalones, le enseña su culo pálido y se da una palmada sonora en cada nalga mientras le grita por encima del hombro:

—¡Unos cuantos recados como éstos y seré tan rico que no tendré que elegir entre comer y beber!

Suelta una risotada triunfal y se interna en la dehesa hasta desaparecer engullido por las sombras.

•  •  •

Al jefe de la policía Johan Gustaf Norlin hace meses que le prometen una vivienda oficial, pero nada sucede: aún vive con su familia en el mismo bloque de pisos, a tres calles de la Bolsa. Para cuando Winge consigue subir penosamente hasta la tercera planta y recuperar el aliento, ya es tarde: puede oír que un visitante anterior ha logrado despertar no sólo al jefe, sino también a su familia (en algún lugar del piso, una mujer tranquiliza a un crío desconsolado). Norlin lo está esperando en el gabinete, sin peluca y con una falda del camisón asomando entre la casaca y los calzones del uniforme.

—Cecil, gracias por venir tan deprisa.

Winge asiente con la cabeza y acepta sentarse en una silla que Norlin ha colocado para él junto a la chimenea alicatada.

—Katarina está preparando café, no tardará mucho en estar listo.

Visiblemente incómodo, el jefe de la policía se sienta frente a él y se aclara la garganta como para facilitar la revelación del motivo por el que lo ha hecho acudir.

—Cecil, esta noche han encontrado un cadáver en el lago Fatburen, en Södermalm. Un par de niños se las han apañado para convencer a un guardia borracho de que lo sacara del agua. Estaba... digamos que el hombre que me lo ha contado es guardia municipal desde hace diez años; seguro que en ese tiempo habrá tenido ocasión de observar todo el mal que un hombre puede llegar a hacerle a otro. Y, aun así, mientras me describía el estado del cuerpo ha tenido que esforzarse para contener las arcadas y no vomitar la cena delante de mí.

—Conociendo a los guardias municipales, eso puede haber sido cosa de la bebida.

Ninguno de los dos sonríe. Winge se frota los ojos fatigados.

—Johan Gustaf, después del último caso acordamos que me retiraría. He ayudado a la jefatura de policía durante muchos años, ya es hora de que atienda mis propios asuntos.

—Nadie podría estarte más agradecido que yo por todo lo que has hecho, Cecil. No se me ocurre una sola vez en la que no hayas superado mis expectativas. En vista de lo mucho que has mejorado los resultados de este cuerpo desde el último invierno, está claro que me has prestado un servicio enorme. Pero ¿no te he ayudado yo también? Corrígeme si me equivoco.

Norlin busca en vano la mirada de Winge. Suspira y acepta el café que le ofrecen.

—Cecil, ¿te acuerdas de cuando éramos unos jóvenes recién graduados en Derecho y ansiosos de que nuestros nombres se conocieran en los tribunales? De los dos, tú eras el idealista, el que defendía con más firmeza sus convicciones. Fuera cual fuese el precio, estabas dispuesto a pagarlo. Poco ha cambiado en tu caso, mientras que yo he permitido que el mundo redujera mis horizontes: mis ansias de comprometerme me han hecho jefe de la policía. La cuestión es que ahora, por una vez, parece que hemos intercambiado los papeles. Esta vez soy yo quien te plantea: ¿cuántas veces nos hemos visto ante un mal de esta magnitud; un mal que, además, está en nuestra mano combatir? Pocos asuntos a los que te has dedicado eran realmente dignos de tu atención. Esta vez no se trata de un estafador analfabeto, ni de un hombre que asesina a su mujer y después no se molesta siquiera en limpiar la sangre del martillo; a todas luces no se trata de un rufián que se ha puesto violento ni de un borrachín con un ataque de ira. Esto es claramente otra cosa: lo supera todo. Ni tú ni yo hemos visto antes algo así. Si pudiera confiarle este asunto a otra persona, no dudaría en hacerlo, pero no hay nadie más capaz que tú, y ahí fuera, en algún lugar, acecha un monstruo disfrazado de ser humano. Han llevado el cuerpo al cementerio de Santa María Magdalena; hazme este favor y jamás volveré a pedirte otro.

Winge levanta la vista y esta vez es el jefe de la policía quien no puede mirarlo a los ojos.

cap-4

3

Cardell baja por la cuesta de Kvarnberget y suelta en la alcantarilla un escupitajo marrón de tabaco. Se ha lavado como ha podido en el pozo de un amigo y se ha puesto una camisa prestada. Más allá de los edificios encalados colgados de las laderas que desembocan en la bahía de Gullfjärden, distingue apenas la ciudad en su islote, flanqueado por el de Riddarholmen. Ambos forman un coloso que emerge de las aguas del lago Mälaren; un coloso oscuro, iluminado tan sólo por unas cuantas luces aisladas.

Apenas ha salido del barrio cuando ve a un hombre que se dirige a la Esclusa de Polhem. Tiene cicatrices de viruela en la cara y lleva al cuello, colgando de una cadena, la placa plateada de policía.

—Disculpe, ¿por casualidad sabe usted qué ha sido del cadáver del lago Fatburen? Me llamo Cardell: soy quien lo ha sacado de ahí hará una hora más o menos.

—Sí, me he enterado. Es usted guardia, ¿verdad? Por el momento, el cuerpo está en el osario de la iglesia de Santa María Magdalena. ¡Jamás había visto algo peor! Teniendo en cuenta el estado en que lo ha encontrado, habría jurado que no querría saber nada más de él, pero en fin. Por mi parte, tengo que volver a la Casa Indebetouska para presentar mi informe antes del alba.

Se separan y Cardell se encamina ladera abajo por el barro húmedo de rocío del callejón Maria Kvarngränd. Al pie de la colina, no tarda en encontrar la iglesia de Santa María Magdalena. Está tan mutilada como Cardell: en el mismo año en que él nació, una chispa saltó de la cabaña de un panadero provocando un incendio que dejó veinte manzanas convertidas en cenizas. La torre, proyectada por Nicodemus Tessin el Viejo, se desplomó sobre la bóveda enlucida y tres décadas después todavía no la han reconstruido.

Al otro lado de una verja se halla el cementerio del templo. Las tumbas parecen observarlo en silencio, pero la paz del lugar se ve perturbada por un sonido desagradable. Cardell, en la penumbra, tarda unos instantes en comprender que proviene de un ser humano. Primero le parece el ladrido de un perro encerrado bajo tierra, pero entonces ve una sombra en el patio de gravilla que está frente a la hilera de edificios que albergan el establo y la casa del sepulturero y enseguida reconoce a una persona que tose en un pañuelo.

Se queda allí parado sin saber qué hacer hasta que al desconocido se le pasa el ataque de tos, escupe en el suelo y se da la vuelta. La luz que se filtra por las ventanas de los edificios que están a su espalda le impide verle la cara, al tiempo que ilumina a la perfección su propio rostro. El desconocido rompe el silencio con una voz que es poco más que un susurro ronco, pero que se torna más audible con cada palabra.

—Usted es Cardell, ¿no es cierto? El que ha encontrado al muerto.

El guardia asiente con la cabeza.

—El policía no me ha sabido decir, pero Cardell no es su nombre completo, ¿verdad?

Cardell se quita el sombrero empapado y hace una reverencia francamente rígida.

—Ojalá lo fuera: soy Jean Michael Cardell. Fui el primogénito, así que mi padre depositó en mí todas sus expectativas; sin embargo, como puede comprobar, lo decepcioné por completo. Todo el mundo me llama Mickel.

—La modestia también es una virtud. Si su padre no supo verlo, allá él.

La figura en penumbra da unos pasos para salir a la luz.

—Me llamo Cecil Winge.

Cardell observa a aquel hombre y repara en que es más joven de lo que sugería su voz ronca. Su atuendo es muy formal, si bien algo anticuado: un abrigo negro de cuello alto, ceñido en la zona de la cintura y con el faldón orlado con crines de caballo; un chaleco con un bordado discreto; calzones de terciopelo negro ajustados a la altura de las corvas; pañuelo blanco arrollado en torno al cuello. Lleva el largo cabello negro azabache sujeto en la nuca con una cinta roja. Su piel es tan blanca que casi parece incandescente.

Es enormemente esbelto; flaco, en realidad, hasta un punto que parece anormal. No podría ser más distinto de Cardell, un hombre como tantos otros que pueden verse por las calles de Estocolmo, madurados prematuramente por las privaciones y la guerra. Sus hombros deben de ser el doble de anchos que los de Winge; su ancha espalda de soldado tensa el tejido del abrigo de un modo nada favorecedor; sus piernas son como troncos; su único puño, grande como un jamón; sus orejas de soplillo han parado tantos golpes que tiene las hélices llenas de cicatrices callosas.

Cardell se aclara la garganta, algo cohibido por la mirada del otro, que da la impresión de estar inspeccionando las marcas de viruela de su rostro. Instintivamente, se vuelve hacia la izquierda para ocultar su condición de mutilado. El silencio incómodo, que no parece molestar a Winge en lo más mínimo, lo fuerza a hablar.

—Me he encontrado con un sargento en lo alto de la colina. ¿También usted es de la Casa Indebetouska, de la jefatura de policía?

—Sí y no. Quizá lo sea a título extraordinario. Ha sido el jefe de la policía quien me ha pedido que venga aquí. ¿Y a usted, Jean Michael, qué lo trae al osario de la iglesia de Santa María Magdalena en plena noche? Cabría pensar que ya ha hecho lo suficiente por el muerto.

Cardell escupe en el suelo un pedazo de tabaco inexistente para ganar un poco de tiempo, pues comprende que no tiene una respuesta razonable para esa pregunta.

—He perdido la bolsa. Es probable que se me haya caído encima del cuerpo cuando lo he llevado hasta la orilla. No es que hubiera gran cosa en ella, ya se imaginará, pero sí lo suficiente como para que valga la pena caminar de noche hasta aquí.

Winge hace una pausa antes de hablar.

—Por lo que a mí respecta, he venido a examinar el cuerpo. A estas alturas ya deben de haberlo lavado. Me dirigía a hablar con el sepulturero. Venga conmigo, Jean Michael, y veremos si conseguimos encontrar su bolsa.

Llaman en la casa construida a un lado del muro y les abre el sepulturero, un hombre viejo, bajo y patizambo, con la espalda encorvada y una joroba sobre un omoplato. Su voz tiene un dejo alemán.

—¿El señor Winge?

—Sí.

—Me llamo Dieter Schwalbe. ¿Ha venido a ver el cadáver? Puede examinarlo a lo largo de la noche, pero el pastor tiene intenciones de bendecirlo antes del oficio de la mañana.

—Haga el favor de mostrarnos el camino.

—Sí, un momento.

Schwalbe enciende dos faroles con una larga cerilla que luego apaga agitándola en el aire. Allí cerca, sobre una mesa, un gato gordo se frota la cara con la pata recién lamida. Schwalbe le tiende un farol a Cardell, cierra la puerta y los guía con paso vacilante. En el otro extremo del patio hay una casa de piedra de aspecto primitivo.

Antes de abrir la puerta, Schwalbe se pone una mano en la boca a manera de altavoz y suelta un grito.

—Es por las ratas —explica—. Prefiero ser yo quien las asuste y no al revés.

En todos los rincones hay objetos amontonados: picos y palas, ataúdes viejos y nuevos, fragmentos de lápidas quebradas por las heladas en invierno. El cuerpo está sobre un banco bajo, envuelto en una tela. En la habitación hace fresco, pero el olor a muerte resulta inconfundible.

El sepulturero señala un gancho con un gesto y Cardell cuelga en él su farol. Schwalbe inclina la cabeza, junta las manos como si rezara y se mece alternando su peso entre un pie y otro, claramente incómodo. Winge se vuelve hacia él.

—¿Hay algo más que quiera decirme? Tenemos mucho que hacer y el tiempo es de vital importancia.

Schwalbe mantiene la vista clavada en el suelo.

—Alguien que se pasa tanto tiempo cavando tumbas como yo aprende a percibir cosas que se les escapan a los demás. Puede que los muertos no tengan voz, pero se comunican de otras formas. Este de aquí está profundamente enfadado ahora mismo. Nunca he sentido nada igual: es como si su ira estuviera a punto de hacer que se desmorone el enlucido de las paredes de piedra que nos rodean.

Cardell no puede evitar inquietarse ante aquella cháchara supersticiosa. Empieza a santiguarse, pero se detiene al ver la mirada escéptica que Winge le dirige a Schwalbe.

—No sólo la ausencia de vida define la muerte, también la deserción de la consciencia. No sé dónde se encuentra este hombre; ojalá que en un lugar mejor; pero sé muy bien que no puede sentir la lluvia ni el sol, y que nada que hagamos podría perturbarlo.

El ceño fruncido de Schwalbe deja bien claro que no está de acuerdo. No parece tener la menor intención de marcharse.

—No deberían enterrarlo en una tumba sin nombre: quien entierra un cuerpo anónimo está sembrando un fantasma. Lo suyo sería ponerle un nombre cualquiera hasta que averigüen su nombre verdadero.

Winge considera el asunto unos instantes. Cardell se imagina que responderá cualquier cosa que le permita deshacerse lo más pronto posible del sepulturero.

—Supongo que nos será útil poder llamarlo de algún modo. ¿Alguna sugerencia, Jean Michael?

La pregunta deja descolocado a Cardell, que titubea en vez de responder. Schwalbe se aclara la garganta discretamente y murmura:

—A los que no están bautizados se les suele poner el nombre del rey.

Cardell entorna los ojos y dice como si escupiera:

—¿Piensan llamarlo Gustavo? ¿No ha sufrido ya bastante el pobre tipo?

Schwalbe vuelve a fruncir el ceño.

—¿Y qué tal Carlos? Tienen ustedes doce para elegir. Si no me equivoco, en la lengua de este país Karl significa «hombre»: parece muy adecuado en este caso.

Winge se vuelve hacia Cardell.

—¿Entonces Karl?

En presencia de la muerte, los viejos recuerdos se agitan.

—Sí: Karl. Karl Johan.

Schwalbe les sonríe a ambos y revela una hilera de diminutos muñones de color marrón.

—¡Estupendo! Y ahora, pese a que el sentido común me dicta lo contrario, les desearé buenas noches, señor Winge y señor...

—Cardell.

Cuando está a punto de cruzar el umbral, Schwalbe se detiene y añade por encima del hombro:

—Señor Karl Johan.

Winge y Cardell se quedan solos bajo la luz del farol. Winge aparta una esquina de la tela que hace de mortaja y aparece una de las piernas: un muñón serrado a menos de un palmo muslo abajo. Al cabo de un momento, se vuelve hacia Cardell.

—Acérquese y dígame qué ve.

Para Cardell, la visión de esa pierna, de ese muñón anónimo que no evoca de inmediato forma humana, es peor que el recuerdo de haber visto el cadáver entero.

—¿Una pierna cercenada? No creo que haya nada más que decir.

Winge asiente con gesto pensativo. Su silencio hace que Cardell se sienta un tonto y luego le produce irritación. La noche se le está haciendo eterna. Sin apartar la mirada del rostro de Cardell, Winge señala su muñón.

—No he podido evitar fijarme en que a usted mismo le falta un brazo.

Cardell sabe que se le da bien ocultar su discapacidad. Ha ensayado muchas horas cómo hacerlo, ha aprendido a mantener el brazo medio oculto detrás de la cadera. Por suerte, desde cierta distancia la madera clara de la haya se confunde con piel: si se abstiene de gestos vehementes es poco probable que quienes no lo conocen bien reparen en su desgracia, sobre todo por la noche. Ahora, sin embargo, no le queda otra que asentir.

—Lo siento mucho.

Cardell suelta un bufido.

—He venido en busca de las monedas que he perdido, no de compasión.

—Visto su desagrado al oír el nombre de nuestro difunto rey Gustavo, me atrevo a suponer que resultó herido en la guerra, ¿no? —Cardell asiente y Winge continúa—: Sólo lo menciono porque sus conocimientos sobre amputación sin duda superan los míos. ¿Me haría el favor de inspeccionar el muñón una vez más?

Esta vez, Cardell se permite estudiar la zona. Pese al agua y el jabón aún tiene una capa de mugre. Cuando da con la respuesta, resulta muy evidente que comprende que debería haberlo visto de inmediato.

—No es una herida reciente: está completamente cicatrizada.

Winge asiente para mostrar que está de acuerdo.

—Sí. Cuando encontramos un cuerpo en semejantes condiciones, solemos considerar que las heridas son la causa de la muerte, o bien obra del asesino al intentar deshacerse de las pruebas. En este caso no se trata de ninguna de las dos cosas. No me sorprendería que descubriéramos que los cuatro muñones están en un estado similar.

Siguiendo las indicaciones de Winge, se plantan uno a cada lado del camastro, retiran la tela que cubre el cadáver y la doblan. El cuerpo despide un hedor agridulce y terroso que obliga a Winge a llevarse el pañuelo a la nariz. Cardell se limita a recurrir a la manga.

A Karl Johan le faltan ambos brazos y ambas piernas. Todos los miembros se han cercenado lo más cerca posible del cuerpo, tanto como ha permitido el uso sin trabas del cuchillo y la sierra. Al rostro le faltan también los ojos: fueron removidos de sus órbitas. Lo que queda del cuerpo se ve malnutrido, las costillas sobresalen. Aunque el vientre está distendido por los gases, que han vuelto hacia fuera el ombligo, los huesos de la cadera resultan claramente visibles bajo la piel. El pecho es delgado y estrecho, como el de un joven: aún no tiene la amplitud del de un hombre adulto. Las mejillas se ven hundidas. Del joven que una vez fue, lo que queda en mejor estado es el cabello. Los humildes feligreses han lavado la melena rubia y la han peinado sobre los tablones del camastro.

Winge coge el farol del gancho y describe lentamente un círculo en torno al cadáver para inspeccionarlo más de cerca.

—En la guerra tiene que haber visto a muchísimos ahogados, ¿no?

Cardell asiente con la cabeza. Sin embargo, no está acostumbrado a escenas como aquélla, al examen analítico y desapasionado de un muerto, y el nerviosismo lo hace hablar por los codos.

—Muchos de los que se ahogaron en el Golfo de Finlandia volvieron a Suecia meses después, en otoño: los encontramos al pie de las murallas de la fortaleza de Sveaborg, bajo las piezas de artillería. Los que habíamos sobrevivido al tifus fuimos los encargados de sacarlos del agua. Aunque bacalaos y cangrejos los habían mordisqueado por todas partes, los cadáveres seguían moviéndose y hacían toda clase de sonidos: eructaban, gemían. Para colmo, estaban llenos de anguilas, que se habían puesto bien gordas allí dentro, y cuando interrumpíamos su banquete se alejaban culebreando a regañadientes.

—Y en comparación ¿qué le parece nuestro Karl Johan?

—Justamente, no veo la menor similitud. Más bien me recuerda los cuerpos que recuperábamos inmediatamente después de una refriega, el mismo día que habían caído por la borda: ésos estaban pálidos, bastante arrugados y llenos de agua, y eso es lo que veo aquí. A mi entender, Karl Johan no ha pasado mucho tiempo en el lago. Yo diría que sólo han sido unas horas. Deben de haberlo echado al agua al anochecer.

—¿Cuánto tardó su brazo en curarse? —pregunta Winge con expresión pensativa.

Cardell lo mira fijamente y luego toma una decisión.

—Hagamos esto como es debido, así estaremos los dos más o menos en igualdad de condiciones.

Cardell extiende el brazo izquierdo y Winge lo ayuda a arremangarse hasta que la tela queda por encima de las correas que sujetan el miembro de madera al codo. Cardell las desata con la facilidad de un experto y saca el brazo, luego sostiene el muñón a la luz.

—¿Ha visto alguna vez cómo le amputaban un miembro a una persona?

—Nunca a una persona viva. En cierta ocasión acudí a un anfiteatro anatómico para ver a unos cirujanos diseccionar el cadáver de una mujer.

—Mi propia operación no fue precisamente un ejemplo de manual: la llevaron a cabo las manos torpes de un marinero que me cortó con su cuchillo por debajo del codo. Cuando me llevaron ante el cirujano, éste tuvo que cercenar aún más para impedir el avance de la gangrena. Pero habitualmente se sujeta al paciente con cadenas forradas de cuero para que no estropee la operación con sus arremetidas o convulsiones. Luego se corta con un cuchillo la carne blanda y el hueso con una sierra. A los afortunados les dan alcohol hasta dejarlos inconscientes; aunque, en mi caso, las prisas determinaron que yo viviera aquella experiencia perfectamente sobrio. Después hay que cerrar con rapidez las venas grandes: yo mismo he sido testigo de lo lejos que pueden llegar los chorros de sangre cuando no se hace así. Los hombres pierden las fuerzas y se quedan blancos en cuestión de segundos. Cuando las cosas se hacen bien, se conserva un colgajo de piel lo bastante grande como para doblarlo sobre el muñón y se cosen los bordes con aguja e hilo. Mire, en mi caso es posible seguir la cicatriz, en forma de media luna, y aún se ven los puntos de la aguja. Si la cicatriz no se infecta, sólo queda esperar a que el miembro crezca de nuevo.

Cardell ofrece una sonrisa forzada a Winge, que lo mira atentamente.

—Ha visto cada etapa de la cicatrización más de cerca de lo que nadie podría desear; ¿cree que podría determinar la fecha de la amputación de los miembros de Karl Johan?

—A ver, deme el farol.

Ahora le toca a Cardell rodear al hombre muerto. Se inclina sobre cada esquina del torso para estudiar los muñones uno a uno. Con el brazo sano ocupado en sujetar el farol, no le quedan dedos con que taparse la nariz. Respira por la boca y exhala el aire acre en pequeñas bocanadas.

—Por lo que yo veo, perdió primero el brazo derecho, luego la pierna izquierda, el brazo izquierdo y la pierna derecha. Diría que el brazo derecho se amputó hace tres meses, siempre y cuando Karl Johan haya cicatrizado al mismo ritmo que lo hice yo. En cuanto a la pierna derecha, hará un mes, quizá.

—De manera que a este hombre le han ido cercenando los miembros uno a uno. Cada herida se ha vendado y dejado cicatrizar y después le han amputado el miembro siguiente. Además, todo indica que lo han dejado ciego a propósito. Y no le queda un solo diente, y tampoco la lengua. A juzgar por el estado de las heridas, el proceso de convertirlo en lo que vemos hoy empezó el verano pasado y se completó hace apenas unas semanas. La muerte le sobrevino ayer o anteayer.

Cardell nota cómo se le eriza el vello de la nuca ante las implicaciones de lo que Winge está diciendo. Éste se da golpecitos en los dientes con la uña del pulgar, pensativo, antes de añadir:

—E imagino que fue bienvenida.

Se detiene a medio proceso de volver a taparlo y se frota con cautela el paño entre los dedos.

—Le agradezco su ayuda, Jean Michael. Por desgracia, ha sobreestimado usted la destreza de Karl Johan como carterista: su bolsa sigue en su sitio, bajo su chaqueta. El bulto es claramente visible y, si con eso no bastara, la bolsa en cuestión ha asomado cuando usted se ha inclinado con el farol. Pero eso usted ya lo sabía: la curda de la noche anterior no podría haberle durado tanto como ha querido hacerme creer.

Cardell suspira, maldiciéndose por haber mentido irreflexivamente. Ahora que la borrachera ha dejado lugar a la resaca, se siente enfadado. Lo perturba la sangre fría de Winge con el muerto, y eso que él mismo ha visto más muertos de lo que desearía a su peor enemigo. Escupe por encima del hombro, como para conjurar el mal.

—Qué persona impasible es usted, Cecil Winge: no me sorprendería enterarme de que se siente más cómodo con los muertos que con los vivos. Ya que me ha demostrado cuán aguda puede ser su vista, déjeme hacer gala de la mía: no come lo suficiente. En su lugar, yo trataría de pasar más tiempo en la mesa y menos en la letrina.

Winge no reacciona al insulto.

—Algo más lo ha traído aquí esta noche. De qué se trata exactamente no es de mi incumbencia, pero ¿querría continuar con lo que ha empezado? ¿Le gustaría ver a este hombre vengado y sepultado en terreno sagrado? Las autoridades policiales me permiten disponer de ciertos recursos: no sólo le agradecería mucho su ayuda, sino que además podría darle alguna remuneración.

Winge clava en Cardell sus grandes ojos, que ahora muestran un inesperado fulgor. El guardia se siente asustado y confundido, pero a esas alturas la fatiga ha invadido su cuerpo y simplemente se queda plantado donde está mientras el otro prosigue:

—No tiene que darme una respuesta de inmediato. Tengo que ir a la Casa Indebetouska para asistir a la reunión matutina, aunque ya sé lo que voy a oír: el sargento presentará su informe y la responsabilidad recaerá en el fiscal, ocupado con asuntos más sencillos y que prometen mayor gloria. En el mejor de los casos pedirá a los inspectores del barrio de la parroquia de Santa María Magdalena que pregunten a los policías de la zona si han escuchado rumores que puedan arrojar luz sobre el asunto. Espero muy poco de ese procedimiento: este cuerpo cercenado seguirá privado de su verdadero nombre y será enterrado a expensas de la ciudad en una fosa en el extremo norte del camposanto donde ahora nos encontramos. No habrá nadie allí para llorar su muerte. El jefe de la policía me ha pedido que haga lo que pueda, pero temo no dar abasto si lo hago yo solo.

Es difícil calmar a Cardell una vez que ha perdido los estribos. Ya se ha dado la vuelta para marcharse, debatiéndose consigo mismo. La voz ronca de Winge lo persigue hasta la puerta.

—Si desea ayudarme, venga a verme, señor Cardell. Le alquilo una habitación a Roselius en la casa de verano de Spens.

cap-5

4

Como siempre al despuntar el alba, el caos y el alboroto se apoderan de la Casa Indebetouska, encaramada a la cuesta de Slottsbacken. Winge parpadea varias veces para sacarse el polvo que le ha entrado en los ojos. Procura olvidarse de que no ha dormido y se pregunta si en algún lugar habrá un recipiente con un poco de café que pueda beberse.

Las escaleras están llenas de gente que entra o sale, o que simplemente espera allí a falta de un sitio mejor. El personal de la jefatura todavía se está adaptando a la nueva sede y al nuevo jefe. Nadie ha conseguido aún dilucidar cuál sería la mejor estancia para cada cosa.

Llevan menos de un año en la Casa Indebetouska. Los maledicentes aseguran que la única razón para dejar Trädsgårdsgatan y embarcarse en una mudanza complicadísima fue salvar la cara de la ciudad, después de que el antiguo dueño del palacio se las arreglara para obtener una audiencia con el moribundo rey Gustavo y salir de allí con una firma apenas reconocible de su majestad en un contrato de compraventa que le prometía veinticinco mil riksdalers a cambio de un edificio decrépito y abandonado durante largo tiempo, demasiado caluroso en verano y demasiado frío en invierno.

El palacio, extrañamente asimétrico y reclinado contra la colina, se yergue entre la iglesia de San Nicolás y un solar vacío en el que todavía pueden verse los escombros del teatro Bollhuset, el primero de Suecia, demolido recientemente.

Bajo la tenue luz matutina se mezclan los rostros familiares y los desconocidos. Con desagrado, Winge identifica a Teuchler y Nystedt, dos matones a sueldo del cuerpo que llevan a rastras a un hombre con la camisa hecha jirones, los ojos amoratados y un labio partido, lo que permite adivinar que acaba de confesar algo de lo que se le acusaba. El secretario Blom se abre paso entre los mirones y, cuando descubre que Winge lo está observando, alza los ojos al cielo: han pasado más de dos décadas desde que se ilegalizaron estos métodos, pero Teuchler y Nystedt son hijos de otra época.

Los que saben quién es Winge, pero sólo lo conocen de vista, bajan la cabeza cuando se les aproxima. Él nota cómo vuelven a fijar los ojos en él cuando ya ha pasado. En su trayecto escaleras arriba, repara en que todavía no se ha quitado de la pared el escudo de armas del antiguo jefe de la policía: una muestra más del desorden que padece el cuerpo desde que el rey Gustavo se reunió con sus antepasados.

Han transcurrido casi dos años desde que el disparo de Jacob Johan Anckarström retumbó en el baile de disfraces, pero en el cuerpo de policía aún reverbera el eco de la noticia. Con un príncipe heredero de apenas trece años de edad, la lucha por el poder estalló incluso antes de que el monarca perdiera su larga lucha con la muerte. El antiguo jefe de la policía, Nils Henric Aschan Liljensparre, un confidente del rey Gustavo que había levantado el cuerpo desde los cimientos y lo había dirigido durante al menos tres décadas, fue uno de los hombres poderosos que vio su oportunidad y manifestó abiertamente su ambición de convertir a su marioneta, el ingenuo duque Carlos, hermano menor del rey, en regente y tutor del príncipe.

Pero esas ansias de poder supusieron la perdición del antiguo jefe de la policía: el barón Reuterholm ocupó el lugar que Liljensparre quería para sí y controla el país a través del duque Carlos, mientras que a Liljensparre lo han despachado a la Pomerania Sueca. A principios de año, Reuterholm nombró jefe de la policía al fiscal Johan Gustaf Norlin y, según dicen, está arrepentido de haberlo hecho. Como otras personas sensatas, Winge conoce el motivo: Norlin es un hombre honrado.

En la tercera planta hay sillas colocadas en el pasillo. Winge sacude los brazos para que la sangre le circule hasta las yemas de sus dedos helados. El aire húmedo y frío le irrita la garganta; procura respirar profundamente para evitar toser. Tiene que esperar un cuarto de hora más entre la corriente de aire que se cuela por las viejas ventanas antes de que la puerta del despacho de Norlin se abra, los visitantes anteriores salgan y él pueda entrar finalmente.

Al igual que el resto del palacio, el despacho de Norlin es un desbarajuste. El bello escritorio prácticamente ha desaparecido bajo los montones de papeles que lo cubren de punta a punta. Norlin espera de pie junto a la ventana acariciándole el pescuezo a un gato moteado que se ha encaramado al alféizar y ronronea de placer. El jefe de la policía tiene aproximadamente la misma edad que Winge, pero las noches sin dormir de este último año lo han envejecido y ahora aparenta mucho más de treinta años. La piel que asoma por encima del cuello de su guerrera está roja e irritada porque ha estado rascándose para aliviar un picor. Se vuelve para dar la bienvenida a Winge y, cuando descubre que éste está mirando al gato, se encoge de hombros y le dice:

—Nuestro amiguito es el único habitante de esta casa que aún está en su sano juicio y tiene claras sus prioridades. —Empuja suavemente al animal para que baje al suelo, se apoya contra el alféizar y se cruza de brazos—. Y bien, ¿tu visita al cementerio ha resultado satisfactoria?

—Me precipité al sugerir que todo se debía a que el guardia había bebido. Su reacción fue totalmente justificada: se trata de un crimen muy poco corriente.

—Existe otro motivo, aparte de por tu competencia, por el que te he pedido que te encargues de este caso, Cecil: como no perteneces formalmente al cuerpo, puedes trabajar en la sombra. Reuterholm me tiene en su punto de mira y hay pocas cosas que lo irriten más que descubrir que estamos llevando a cabo un auténtico trabajo policial. Preferiría que me dedicara a hacer cumplir las leyes de censura en vez de convertir la ciudad en un lugar seguro para sus habitantes. Echa un vistazo. —Norlin saca un documento con el sello roto y continúa—: Ésta es una carta firmada por Gustav Adolf Reuterholm en la que exige una explicación por la falta de progresos en la investigación que ordenó sobre el rumor de que ha intentado envenenar al príncipe heredero. Las mismas fuentes aseguran que sus ansias de poder se explican por su impotencia y su gusto por las más variadas perversiones. El barón tiene la impresión de que ya ha esperado suficiente para ver cómo los responsables son colgados y ahora exige que le entregue un informe pormenorizado de mis esfuerzos.

—¿Y se lo enviarás?

—Como no he hecho ningún esfuerzo, supongo que será mejor que no le envíe nada. Ha perdido completamente el juicio, no es más que un déspota sin amigos ni familia que le proporcionen alguna estabilidad. Está intentando que el adivino Arvidsson se comunique con los muertos en su nombre. Es vanidoso, impulsivo y corto de entendederas, igual que el propio rey Gustavo en sus últimos años. El miedo a la revolución y a la traición es una epidemia que afecta a todos aquellos que se aproximan demasiado al trono. Su majestad le pidió a mi predecesor que reclutara a todo un plantel de chivatos para obtener información de los rumores y conspiraciones que circulasen por las calles. Por desgracia, se los envió al lugar equivocado: mientras el rey Gustavo tenía pesadillas en las que imaginaba que la Revolución francesa se propagaba hacia el norte y hacía cuanto estaba en su mano por escuchar el cotilleo de los republicanos en los cafés, sus asesinos acechaban entre los miembros de su propia corte. Tenía tanto miedo de los plebeyos a los que nunca había conocido que creía que los nobles, a los que tenía delante de sus narices, eran inofensivos.

Norlin gesticula en su escritorio.

—Aunque haga lo posible por ignorar los chismes de Liljensparre, no paro de recibir informes suyos, a cuál más absurdo: un tal Ödman se queja de que un tal Nilsson ha cantado la Marsellesa durante una noche de borrachera en Strängnäs. Se comenta que un oficial de caballería con simpatías dudosas ha elogiado el alfiler que Johlin, el presunto conspirador, llevaba en la corbata. Kullmer y Ågren entraron en la iglesia llevando calzones largos, para deleite de Weinås y Falk. Carlén esconde escritos de Thorild bajo su almohada. Etcétera, etcétera. Y mientras estoy distraído con estas tonterías, dejo de lado asuntos verdaderamente importantes. Pero a Liljensparre, ese viejo tirano, le parece que esta clase de cosas son del máximo interés. Sin duda habrás oído el apodo que le han puesto los miembros del cuerpo, ¿no? «El asno», por su segundo nombre, Aschan.

Winge observa el montón de cartas, coge una y le echa un vistazo indiferente antes de devolverla a su sitio. Norlin se quita la peluca, la lanza sobre las pilas de papeles y se rasca la cabeza.

—También hay un rumor que asegura que Reuterholm ya anda en busca de mi sustituto.

—¿Y sabes quién será?

—He oído decir que se lo han propuesto a Magnus Ullholm, un nombre que conoces muy bien.

—¿Cuánto tiempo más durarás aquí?

—No lo sé, pero cuando al barón se le mete una idea en la cabeza las cosas tienden a suceder con rapidez. Ullholm no permitirá que tu trabajo continúe, de modo que este asunto es urgente, Cecil.

Winge se lleva la mano al puente de la nariz y se masajea los ojos hinchados. La somnolencia hace que vea puntitos de luz.

—Soy la última persona a la que necesitas recordarle lo que es urgente.

Norlin le señala a Winge una silla vacía y lo invita a sentarse; enseguida abre la puerta y pide a gritos que le lleven café, orden que obedece con prontitud el empleado que está más cerca. Finalmente, con un profundo suspiro, se sienta frente a Winge.

—Bueno, volvamos al cadáver que sacaron del lago. ¿Qué esperanzas tienes de encontrar al responsable?

—Tengo motivos para creer que arrojaron el cuerpo al agua apenas unas horas antes de que lo encontraran. Mi plan es buscar testigos entre la gente que pudiera andar por la zona poco después del anochecer.

—Parece una solución desesperada. ¿Eso es todo?

—Hay algo más. El cuerpo estaba desnudo, pero tapado en parte con un paño negro de algodón de una calidad muy fuera de lo común: parece un tejido demasiado caro como para deshacerse de él de ese modo, pero me propongo pedir la opinión de un especialista.

Norlin parece perdido en sus pensamientos. Asiente como si lo hiciera para sí mismo.

—Mantén la máxima discreción, y no sólo por Reuterholm: ahí fuera impera el descontento. Hace unos meses, una muchedumbre airada se congregó a las puertas del palacio clamando sangre, y todo porque un noble le hizo un rasguño a un burgués con su espada. Todo crimen violento debe tratarse con el máximo cuidado posible. Por favor, tenlo en cuenta.

Una criada llama a la puerta y entra con un recipiente con café y un par de tazas. Norlin les sirve y los labios finos de Winge se acercan al borde de la taza para saborear la infusión revitalizante. El gato da un brinco para subirse al regazo de Norlin, que mira a Winge con preocupación.

—Perdona que te lo diga, Cecil, sobre todo porque sé que de algún modo soy el responsable, pero qué mala cara tienes.

cap-6

5

La taberna se llama Fördärvet. Una gruesa capa de hollín cubre las paredes, pero cualquiera que se fije un poco distingue los frescos en las paredes. Representan la danza de la muerte. Campesinos y burgueses, nobles y religiosos se dan la mano y forman un corro en torno a un esqueleto que toca un violín negro como la pez. La pintura incomoda a muchos, de modo que, incluso a altas horas de la madrugada, cuando el nivel de embriaguez ha despojado de su importancia cualquier clase de decoración, los clientes suelen contarse con los dedos de la mano. Gedda, el tabernero, se ha resistido a cualquier tentativa orientada a convencerlo de encalar las paredes: el mural lo ha pintado el mismísimo Hoffbro, insiste, y es una obra maestra.

Cardell lo detesta sobre todo porque el acuerdo que tiene con Gedda lo obliga a mantenerse razonablemente sobrio. Cumple labores de vigilante y portero durante algunas horas a la semana; su función es impedir la entrada a los alborotadores por más o menos un chelín a la semana, a lo que se suma una comisión por cada borracho que pone de patitas en la calle. El sueldo de guardia no le da para vivir, así que esta paga adicional le viene de maravilla. Sentado en su banco junto a la puerta, Cardell recuerda por enésima vez las cuencas vacías del cadáver: le parece que buscan su mirada. Resopla y se atiborra la boca de tabaco.

Intuye que la velada no traerá nada bueno, una sensación no exenta de cierta expectativa. El mal ambiente no ha hecho sino acentuarse desde el atardecer. Los parroquianos se disputan el aquavit y las cervezas, y los codazos no tardan en dar paso a palabras subidas de tono. Cardell tiene que levantarse de vez en cuando de la silla para apaciguar los ánimos e intentar razonar con hombres que ni escuchan ni entienden. Cuando se cansa, los agarra del cuello, los levanta hasta que sus pies ya no tocan los tablones del suelo y los echa a la calle.

Varios marineros llegan a la puerta cogidos del brazo e intentan entrar todos a la vez; empujan hasta que el más débil se ve obligado a romper la cadena y soltarse ante las burlas de los demás. Se ponen a cantar a voz en cuello canciones vulgares. Entre versito y versito, Cardell oye cómo alardean de desvirgar a jovencitas y entonces se convence de que la noche acabará muy mal.

Jóvenes insolentes y borrachos que se vanaglorian de defenderse unos a otros: Cardell los conoce bien. Antaño era como ellos. Los ama y los detesta. Desde su sitio junto a la puerta, los estudia como un lobo que acecha un grupo de conejos consciente de que es sólo cuestión de tiempo que sean suyos.

No toma mucho tiempo. Un tipo bajito y barrigón tropieza con la hebilla de su propio zapato y derrama su bebida en la espalda de un marinero. En sólo unos segundos, el agraviado y sus compañeros han subido al culpable a una mesa y lo obligan a bailar mientras sacuden la mesa haciendo crujir la madera. Luego uno de ellos saca un cuchillo y juega a clavárselo en los pies al pobre diablo.

La mirada de Cardell se encuentra con la de Gedda, en el otro extremo del local. A Gedda no le preocupa que derramen la bebida o lo dejen todo perdido de sangre, pero los muebles cuestan dinero. Sin pensárselo dos veces, Cardell se ajusta las correas de cuero del brazo amputado y se pone de pie.

La guerra le ha enseñado que, si bien en la batalla no hay honor, existe un ritual que debe observarse, tan predecible como carente de sentido. Él lo sigue como si se tratara de una rutina familiar. Una mano en el hombro de un marinero, diplomacia por señas en medio del barullo, muecas pidiendo tranquilidad... Alguien le acerca la boca al oído y le grita que se vaya al infierno, otro le escupe en la cara. Cardell siente que el corazón le late como un tambor en el oído y que el mundo se vuelve de color rojo. Aun así consigue controlarse. Deja caer los hombros en un gesto de sumisión ante las sonrisas triunfales de los marineros.

Cuando cae el primer golpe, éstos no comprenden qué sucede. La mano izquierda se levanta; tallada con la palma abierta, casi parece que va a acariciar la cara del hombre más cercano. En cambio, varios dientes salen volando en medio de una cascada roja. Cardell aprovecha la inercia del brazo para propinar el siguiente mamporro, y el siguiente. Nota cómo se parte un antebrazo, cómo se rompe el puente de una nariz, cómo ceden unas costillas, cómo salta un ojo de su órbita. Cada golpe es como una explosión en su muñón, pero el dolor no hace sino alimentar su ira.

Los jóvenes huyen despavoridos. El último se ve obligado a hacerlo a cuatro patas, lloriqueando, y sólo consigue llegar al umbral con ayuda de la bota de Cardell. Cuando éste se da la vuelta, el tipo bajito y barrigón sigue en pie sobre la mesa y aplaude con una sonrisa de oreja a oreja.

Su gratitud no tiene límites. Insiste en agasajar a su salvador con una jarra de vino del Rin y un brindis tras otro. Por su parte, Cardell da por sentado que después de este altercado reinará la paz hasta que la taberna Fördärvet eche el cerrojo esa noche. El suelo está manchado de sangre y las huellas conducen directamente a él: una señal de advertencia bien visible para todos. Ignora las miradas de desaprobación de Gedda y empina el codo con insistencia. Las peleas son de las pocas cosas que le levantan el ánimo. Antes solía buscarlas para saborear tras cada victoria pasajera la sensación de que ejercía algún control sobre su vida, el efecto se ha atenuado con los años. Le duele el brazo; se siente viejo, demasiado viejo para esa clase de vida. El vino es un consuelo. Un hombre se presenta, dice llamarse Isak Reinhold Blom.

—Soy poeta. A tu servicio.

Cardell arquea una ceja y el tipo se aclara la garganta.

—«¡Héroe! Contempla estremecido, ¿qué has ganado con tu coraje? Estás pisando los cadáveres de tus hermanos, ¡te has manchado con su sangre!»

—Bueno, tampoco eran de mi familia.

Blom hace un mohín y se enciende la pipa de barro con una vela.

—¿Así te ganas el pan?

—He aquí la maldición del poeta: todo el mundo es un crítico. Pero lo cierto es que no: no vivo de esto. Durante el día trabajo para la policía en la Casa Indebetouska, en lo alto de la cuesta de Slottsbacken. Soy secretario desde enero.

Hasta ese instante Cardell no había vuelto a pensar en Cecil Winge y sus palabras de despedida.

—¿Por casualidad conoces a un tal Cecil Winge?

Blom mira con curiosidad a Cardell y exhala una gran bocanada de humo.

—Quien lo conoce una vez, difícilmente lo olvida.

—¿Y quién es? ¿Puedes contarme algo sobre él?

—Empezó a rondar por la Casa Indebetouska hace unos meses, cuando nombraron a Norlin jefe de la policía. Ambos tienen una especie de acuerdo: Winge tiene carta blanca para hacer lo que quiera, aunque siempre dentro de los límites de lo razonable. Sólo le interesa cierto tipo de crímenes, otros no.

Cardell asiente, pensativo. Blom chupa su pipa.

—Winge y yo estudiábamos leyes en Uppsala en la misma época —prosigue—, aunque yo le llevo varios años y no nos movíamos en los mismos círculos. El caso es que tenía una cabeza privilegiada para los estudios, sólo comparable a la de Olof Rudbeck el Viejo. Llevaba siempre consigo un libro de Rousseau, pero su memoria era tan extraordinaria que habría podido repetir cada palabra con sólo haberla leído una vez. Quizá ése fuera el origen de sus problemas: a algunas personas se les meten ideas extrañas en la cabeza de tanto leer. A lo largo de su carrera como abogado se hizo célebre por su absurda insistencia en interrogar a los reos, algo que uno suele evitar en la medida de lo posible. Para colmo, su apego a los detalles hacía que sus casos se volvieran insoportablemente largos. Al final, pese a que nadie tenía la menor duda de que aquel al que Winge señalara como culpable o inocente lo era de verdad, los colegas no lo estimaban particularmente, más bien lo contrario.

»La mayoría de quienes trabajan en el sistema judicial sólo quieren que la justicia se imparta lo más deprisa posible, pero con él se las veían y se las deseaban, pues Winge era todo un maestro del razonamiento lógico y una vez lanzado no había forma de detenerlo. Muchos optaban por menospreciarlo e intentaban ponerlo en ridículo, pero a él todo aquello le resbalaba como el agua en el plumaje de un pato.

»En cualquier caso, desde que se alió con Norlin las anécdotas sobre sus logros al servicio del cuerpo no han dejado de multiplicarse. Otros cometen errores, se distraen o se desentienden de vez en cuando, Winge no.

Blom hace un gesto con la pipa para subrayar sus palabras. Después de una larga pausa, intenta dar otra calada, pero la pipa se ha apagado. Se la saca de la boca y se encoge ligeramente de hombros.

—Si tuviera que decir algo negativo de él, sería que nunca ha tenido mucho carisma que digamos.

—Ya me lo parecía.

—Conocí a su esposa el año pasado en la ópera. Cuando me dijeron su nombre y comprendí quién era su marido, no podía creerlo. Es una mujer fantástica, Cardell. Muy bella, por supuesto, pero además encantadora, sensible, inteligente y alegre, adjetivos que jamás emplearía para describir a su marido. Debe de haber tenido una larga fila de pretendientes ante su puerta. Nunca entenderé por qué escogió precisamente a Winge. Por eso me parece una ironía del destino que haya sido él quien ha decidido abandonarla, y no al revés, como habría cabido esperar... —Blom guarda silencio y al instante da la sensación de que su buen humor se ha extinguido con su pipa. El barullo de la taberna llena ese silencio. En un rincón, un hombre con un abrigo repleto de remiendos y un cuenco de mendigo sobre la mesa se pone a tocar una flauta de madera. Blom vacía su pipa—. Hay algo más, Cardell. Probablemente debería haberlo mencionado desde el principio, pero el vino me ha embotado la cabeza: a Cecil Winge lo está matando la tisis. Nunca fue precisamente robusto, pero la enfermedad lo ha dejado en los huesos. Él procura disimular su palidez y casi nunca tose en público, o lo hace muy discretamente, usando un pañuelo oscuro para que no se note la sangre. Se rumorea que ha dejado a su mujer para ahorrarle la visión de su declive. También se dice que los especialistas del prestigioso hospital de los Serafines fijaron la fecha de su muerte para hace un mes más o menos. Vive con los días contados. No hay un solo hombre en el cuerpo de policía que no sienta respeto por Cecil Winge, pero el personal ya le ha puesto el apodo del Fantasma de la Casa Indebetouska.

Más tarde, cuando ya hace mucho que Blom se ha alejado tambaleante y se ha adentrado en la noche de Estocolmo, cuando la embriaguez ha dado paso al sueño y las velas de sebo se han ido apagando una por una al abandonar los clientes las barricas de roble invertidas que hacen las veces de mesas, el tabernero posa una mano en el hombro de Cardell.

—Te contraté para que mantuvieras el orden, Mickel, no para organizar un baño de sangre. Espantas a la clientela: no puedo continuar pagándote para eso.

•  •  •

En algún momento después de medianoche, Mickel Cardell despierta en su habitación con la respiración entrecortada y el corazón desbocado. Siente un intenso dolor en el brazo cuya ausencia sus sentidos se niegan a aceptar. Es la segunda vez en dos días que ni el alcohol ni las peleas han conseguido proporcionarle alivio.

cap-7

6

Nadie quiere hablar de tisis hasta que la enfermedad está tan avanzada que no puede esperarse ninguna mejoría; sólo entonces, cuando ya no hay esperanza y la muerte se considera inevitable, por fin se llama a las cosas por su nombre.

Todo empezó la primavera anterior: una ligera tos que, sin embargo, perduraba semana tras semana. De niño también tenía tos a menudo y jamás se preocupó. Entonces vino la fiebre por las noches. Sudaba y, al levantarse, dejaba las sábanas y las mantas empapadas. Cuando llegó el verano, tenía que disimular su tos con un pañuelo para no llamar la atención, y un día de junio el tejido de algodón bordado quedó moteado de manchitas rojas. Se quedaba sin aliento con facilidad y a menudo notaba un dolor en el costado como si hubiera estado corriendo. Sentía un peso enorme oprimiéndole el pecho, un peso tan grande que le hacía casi imposible respirar.

Los médicos le palparon los ganglios inflamados del cuello y diagnosticaron escrófula. Le recetaron un brebaje nauseabundo a base de olmo, rubia, jengibre, helecho dulce y anís estrellado. Debía tomar media botella al día. Al ver que no mejoraba, el médico limpió sus gafas con gesto pensativo y sugirió un drenaje para extraer los humores dañinos de su cuerpo. Utilizando potasa cáustica, abrió un orificio en su costado izquierdo: una herida no mayor que la uña de su dedo meñique; luego introdujo un guisante para impedir que la herida se cerrara. Al cabo de unos días, el pus brotaba libremente; el médico aseguró que era indicio de un resultado satisfactorio, pero no fue así. El escozor de la herida lo mantenía en vela por las noches. A ratos se moría de frío y a ratos sudaba. Su mujer estaba siempre a su lado con un pañuelo para enjugarle la frente, una toalla para secar su cuerpo enjuto, una canción para arrullarlo en los raros momentos en que el sufrimiento le daba una tregua.

El año siguió su curso, el invierno volvió a dar paso a la primavera y los remedios continuaron sucediéndose: inhaló los humores de una mezcla de vinagre y cal viva, bebió leche cruda y aspiró el aire de los establos. Cada mañana se levantaba exhausto y con la piel fría y húmeda; nada lograba hacerle entrar en calor. Tenía las venas azules e hinchadas, los ojos inyectados en sangre y con ojeras negras y un dolor constante que se extendía por la cadera. Cuando comenzaba la tos, nada podía detenerla; en los peores ataques notaba tejido muerto en la boca. Su aliento olía a rayos. Cuando lo sangraban, su sangre formaba rápidamente una costra azulada, signo inequívoco de que la infección se había extendido. Ya no podía cumplir con sus deberes de esposo: no tenía sentido que siguiera compartiendo el lecho de su mujer, menos aún cuando los ataques de tos se sucedían, tan fuertes que por momentos le parecía que se le iban a romper las costillas.

Ya hace un mes que Winge ha abandonado todos los tratamientos, que no hacían sino empeorar su estado. Sólo le queda hacer gala de autocontrol, y se ha dado cuenta de que las distracciones ayudan más que cualquier otra cosa. Concentrarse en distintas actividades lo distrae del dolor y lo relaja.

Por la noche, solo en su habitación de la casa de Roselius, se sienta a la luz de una vela y desmonta su reloj de bolsillo. Extiende ante sí todas las piezas, ordenadas en hileras, y luego vuelve a ensamblarlo. Uno tras otro va devolviendo a su debido lugar los engranajes; uno tras otro va enroscando los tornillos diminutos. A partir de una colección de piezas inútiles por sí solas, vuelve a conformar un mecanismo que funciona.

Winge se dirige hacia la muerte con la misma brújula que le ha mostrado el camino a lo largo de toda su vida: la lógica. Se dice a sí mismo que todos los hombres morirán, que todos están muriendo. Eso ayuda. Pero cuando llegan los sudores nocturnos y sus pensamientos se desbocan son más bien los detalles de su propia muerte los que lo atosigan, y no el consuelo del principio general. Lo atormentan los detalles clínicos de la tisis. ¿Se extenderá la infección a todos los huesos y articulaciones, como ocurre a veces? ¿Morirá en silencio durante el sueño o entre espasmos y paroxismos? ¿Qué tipo de agonía lo aguarda? Cuando ninguna otra cosa le ayuda, se dice que la mayor parte de su ser ya murió la última vez que vio a su mujer. Pero eso tampoco lo reconforta demasiado ya que, por lo visto, la parte que ha seguido viviendo es la que siente el dolor con más intensidad.

Cae la noche y Winge se está vistiendo para salir. El espejo de la habitación es tan pequeño que tiene que retroceder mucho para verse de medio cuerpo. Sólo posee la ropa que lleva puesta: las criadas lavan la camisa y las medias según un calendario acordado con él; para el resto, basta un cepillo. La tela está empezando a desgastarse y ni el abrigo ni el chaleco están à la mode, pero todavía cumplen su función. La ropa que ha decidido quedarse es la misma que solía llevar cuando era empleado del Tribunal de Cuentas; su propósito no era parecer elegante, sino formal; por encima de cualquier otra cosa, pretendía transmitir a quien lo observara que todo aquello que no fuera de la máxima importancia le resultaba indiferente.

Se ciñe el pañuelo en torno al cuello y lo anuda, mete los brazos en las mangas del abrigo y coge de su rincón el bastón que en su día sólo era un mero accesorio y del que ahora depende cada vez más. Baja despacio las escaleras, sin hacer ruido para no toparse con ninguno de los otros habitantes de la casa.

Desciende la colina en dirección al Báltico tapándose la boca con un pañuelo para protegerse del aire frío. Una vez en el astillero no tarda mucho en encontrar a un hombre dispuesto a llevarlo en su barca de remos hasta la ciudad a cambio de un par de monedas. A lo lejos, oye rugir Strömmen, la Corriente de Estocolmo, pero allí las aguas están en calma, apenas perturbadas por el golpear de los remos.

Pasan bajo el puente de Skeppsholmen. Mirando por encima del hombro, el remero encuentra una senda a través del laberinto de barcos fondeados frente al muelle de Skeppsbron. Las cadenas de las anclas, gruesas como el muslo de un hombre, se tensan y aflojan a su alrededor. Bajo el olor predominante de la brea se perciben aromas más sutiles: aguardiente, canela, café y tabaco.

Tras un trayecto de una media hora, Winge acepta la ayuda de una mano firme para desembarcar en el muelle de Räntemästaretrappan, desde sólo hay una corta caminata hasta la calle Baggensgatan.

El callejón está tan animado como siempre. Los burdeles se cuentan a montones y clientes en diversos estados de embriaguez se arremolinan en torno a ellos en su camino de entrada o de salida. Canciones alegres celebrando a Venus resuenan entre los edificios, mezcladas con fanfarronadas sobre hazañas pretéritas o próximas. Otros son más discretos: muchos hombres casados prefieren taparse la cara con un pañuelo, como hace Winge.

Encuentra la puerta correcta y entra. La mujer que ha heredado el negocio del difunto capitán Ahlström tiene un rostro tan arrugado como inescrutable y no da mayores muestras de reconocerlo, apenas una ligera inclinación de cabeza.

—¿Está disponible?

La mujer niega con la cabeza. Winge deja el bastón y se sienta pesadamente en una silla.

—Esperaré. Quiero sábanas limpias, si me hace el favor, y una habitación ordenada.

La madame le dirige una mirada difícil de interpretar y se aleja. Otros vienen y van sin que él les preste la más mínima atención. Ha transcurrido casi una hora cuando la mujer regresa y le indica por señas que suba por las escaleras. Winge encuentra la puerta sin ayuda de nadie, llama y entra.

La mujer a la que llaman la Flor de Finlandia lo espera sentada en el borde de la cama con las piernas cruzadas y expresión seductora. A Winge no le fue fácil encontrarla: buscaba a alguien de una edad cercana a la suya, y tres décadas es más de lo que suele verse en alguien que se dedica a ese oficio. Pero ella se ha mantenido sorprendentemente intacta en este mundo clandestino cuyas pobladoras parecen exprimir sus vidas a un ritmo el doble de rápido que los demás. En cuanto las miradas de ambos se encuentran, el rostro de ella revela que lo ha reconocido. Su lenguaje corporal cambia de inmediato. Baja los hombros y relaja la espalda, antes arqueada para mostrar mejor sus encantos.

—Eres tú. La vieja bruja podría habérmelo dicho.

Su acento del Este resulta agradable. Winge asiente con la cabeza y pasea la vista por la habitación para asegurarse de que se haya preparado según sus instrucciones. Le tiende una bolsita de tela que lleva a punto con la suma que ambos han pactado de antemano. Ella le indica con un gesto que la deje sobre el tocador.

—Entonces, ¿te quedarás a pasar la noche, como de costumbre?

—Sí, Johanna. Confío en que el dinero sea suficiente.

Ella se echa a reír.

—Aunque no lo fuese, estaría dispuesta a hacerte un descuento: eres mi mejor cliente. Pagas bien y pides poco, al contrario de lo que estoy acostumbrada. ¿O andas buscando algo distinto esta vez?

Winge niega con la cabeza.

—No. Lo de siempre.

Cuelga el abrigo y se quita el pañuelo del cuello. Del bolsillo del chaleco saca el frasquito y se lo tiende a ella con sumo cuidado.

Johanna quita el tapón y se aplica unas gotas en el cuello y el escote. Él deja la camisa y los calzones doblados sobre el respaldo de la silla mientras ella se quita la poca ropa que lleva, luego ambos se meten en la cama.

Winge le da la espalda y ella lo rodea con el brazo como él le ha enseñado a hacer. Ella nota cada costilla bajo su mano y percibe su aliento, tan leve que resulta casi imperceptible. Johanna se parece a su esposa: tiene el mismo cabello largo y el mismo color de ojos. Ahora huele igual que ella y el calor que irradia su brazo es el mismo.

Ella apaga la vela que hay junto a la cama y nota cómo el pulso de Winge se debilita y su respiración se torna más lenta a medida que lo vence el sueño.

Durante la noche, él se agita por momentos sin despertarse del todo y ella le acaricia la frente con los movimientos que Winge le ha mostrado, musitando las palabras que él le ha enseñado.

Winge despierta al amanecer. Como de costumbre, no sabe si debe considerar una bendición o un tormento esos breves instantes entre el sueño y la vigilia en los que su razón todavía adormecida le permite revivir la vida que una vez tuvo. Se levanta de la cama y se viste. Johanna sigue dormida y no despierta hasta que Winge gira la llave para abrir la puerta.

—Esta noche ha sido la última vez.

Ella se despereza y se frota los ojos.

—¿Te has cansado de nuestro acuerdo?

—No, en absoluto, pero esas monedas son las últimas que me quedan.

Ella se encoge de hombros y esboza una sonrisa. Winge se pone el abrigo y nota que la tela se ha desgastado en la zona de los codos hasta casi transparentar. Da igual: tiene la certeza de que sus prendas van a durarle el resto de su vida.

cap-8

7

Mickel Cardell oye cómo las campanas de las iglesias de Eduviges Leonor y Santiago Apóstol dan las dos de la tarde mientras cruza penosamente el puente Nybron bajo la lluvia. Los mástiles de los barcos que zarpan hacia el archipiélago desaparecen en la niebla tras los edificios del astillero y la fortaleza octogonal de Kastellholmen, donde las tres lenguas de la enseña naval sueca ondean al viento empapadas por el chubasco. Bajo los pies de Cardell se agitan las aguas turbias de la bahía de Katthavet, apenas menos repugnantes que las del Fatburen gracias a la entrada de agua fresca procedente del mar Báltico. En las orillas de la bahía se acumulan basura y estiércol de las letrinas del barrio de Norrmalm, por lo que el agua tiene un tono entre amarillo y marrón. Pese a todo, a los pies del puente hay varias lavanderas con montañas de colada: alternan entre sumergir las prendas en el agua inmunda y golpearlas con sus palas de lavar. Justo a un lado se encuentra la maloliente plaza Packartorget, que aloja el mercado de pescado.

Cardell se ve obligado a esquivar a un mendigo que le tiende unas manos deformes para ganarse su compasión. En la plaza está instalado el burro español, con su lomo en cuña. Encima, sentado a horcajadas y con pesas en los pies, hay un hombre que no para de lloriquear. A juzgar por su atuendo, es el conductor de un coche de caballos al que han pillado cobrando de más. Cerca de allí puede verse a otro hombre, éste atado a la picota. Va medio desnudo y suelta aullidos. La sangre que le mana de la nariz se le mete en la boca.

Cardell deja atrás las casuchas del otro lado del puente. Familias enteras viven apiñadas en esas barracas ruinosas, siempre en riesgo de que el precario techo les caiga encima. Esa gente, más que nadie, tiene buenos motivos para temer la estación que se avecina: el invierno no sólo llena a rebosar los hospicios de indigentes temblorosos, también hace que en los cementerios se acumulen cuerpos insepultos a la espera de que el terreno se deshiele.

Continúa por la calle Riddaregatan en dirección al astillero de Terra Nova, donde la costa se ha rellenado con tierra y grava para ganar sitio al mar y levantar diques secos y talleres. Después avanza tierra adentro. Cada vez hay menos construcciones: se acerca a los confines de la ciudad. Allí, la brisa salobre tiene más posibilidades de disipar los hedores del centro. A Cardell no le hace falta seguir mucho rato calle arriba para entrever la casa de verano de Spens, un semicírculo de edificaciones en torno a un bosquecillo de tilos donde lo intercepta una vieja criada con una jarra de cobre en las manos. Cardell le explica el motivo de su visita.

—La habitación del señor Winge está en la primera planta de la casa nueva de piedra. Si lo desea puede esperar en la cocina. El fuego está encendido, así podrá secarse.

La criada sube por las escaleras para anunciar al visitante. Tras un porche donde puede verse el brocal de un pozo hay un horno de piedra en el que se está cociendo pan. Criadas y criados van de aquí para allá a toda prisa; se ponga donde se ponga, Cardell queda siempre en medio del paso. No tardan mucho en ponerle en la mano una jarra de cerveza. Negando con la cabeza rechaza un bollo de trigo recién horneado porque no tiene mano libre con que cogerlo. Poco después, la criada vuelve y le hace señas desde las escaleras. No hace falta que le diga cuál es la habitación de Winge: su tos convulsiva se oye desde lejos.

•  •  •

La habitación de Cecil Winge es un lugar sombrío. Los muebles deben de haber estado incluidos en el contrato de arrendamiento, pero Winge los ha arrumbado contra las paredes. Parece haber muy pocas cosas personales: una pila de libros, un baúl, un sencillo escritorio colocado junto a la ventana para aprovechar la luz y, encima, lo que parece un reloj medio desmontado. Debe de ser la única habitación de la casa donde la chimenea alicatada todavía no se ha encendido. Por suerte, el calor del hogar de la planta de abajo se cuela por las rendijas del suelo.

Alguien que hubiera llevado una vida distinta a la de Cardell podría haber confundido el olor que llena el aire con el del hierro, pero él lo reconoce enseguida: es el olor de la sangre. Bajo la cama entrevé un cuenco con manchas rojas en el borde; sin duda lo han metido ahí debajo recientemente. Avergonzado, desvía la vista tan rápido como puede.

Winge está sentado en la cama, pálido e inmóvil. No da la menor señal de haber estado tosiendo. Mientras Cardell busca en vano formular las frases que llevan rondándole la cabeza desde el día anterior, él se le adelanta:

—Veo que ha hablado con alguien que está al corriente de mi dolencia. Se arrepiente de las últimas palabras que me dijo, aunque no lo haya hecho de mala fe.

Cardell asiente con un suspiro de alivio.

—Nada de eso importa, Jean Michael. Lo importante es que está usted aquí. ¿Puedo preguntarle qué lo ha hecho cambiar de opinión?

—Mencionó dinero, y sabe Dios que lo necesito.

—La verdad es que no se lo habría ofrecido de no haber intuido que su interés en este caso se debía a una razón más profunda. No había dinero de por medio cuando se metió en el Fatburen y salió con Karl Johan en los brazos.

—Durante la guerra... tuve un amigo. Estábamos siempre juntos: debió de salvarme la vida cien veces y yo a él otras tantas hasta que finalmente nos alcanzó la desgracia. Caímos al mar y una viga de madera lo golpeó en plena frente. Yo procuré con todas mis fuerzas mantener su cabeza fuera del agua, pero fue inútil. Anteanoche se me apareció en un sueño. Me sucede a menudo, pero esta vez coincidió con la aparición de aquel cadáver. Cuando me interné en el lago iba tan borracho que sentí como si hubiera vuelto a las mismas aguas en que perdí a mi amigo. Esta vez, sin embargo, ninguna ola me lo arrebató de las manos: seguí aferrándolo y conseguí llevarlo a tierra firme. La borrachera se me pasó, pero aún tengo la sensación de haberlo salvado.

—Gracias por haberme contado algo tan íntimo, Jean Michael. Sepa que mi pregunta no se debía a la mera curiosidad: quería saber si estaría dispuesto a vender su lealtad al mejor postor, y ahora sé que no. Le reitero mi ofrecimiento de compensarlo económicamente, pero ¿cuál es exactamente su situación? Es usted guardia, y sin embargo parece que nunca está de servicio.

Cardell se estremece de disgusto con sólo pensar en sus colegas guardias, hombres con toda clase de vicios que gustan de hacerse pagar los sobornos en especie.

—Soy guardia sólo de nombre: mi cargo no es más que un gesto de caridad con un hombre que quedó tullido cuando prestaba servicio a la Corona. Eso sí: entre los veteranos de guerra, soy de los más afortunados. Otros piden limosna, trapichean en las calles o trabajan como esclavos para las tabacaleras. Yo tenía buenos contactos... De todas formas, ¡que me lleve el diablo si pienso pasarme la vida persiguiendo marginados y prostitutas para llevarlos a la prisión! Ni ellos ni yo hemos elegido nuestro destino.

Ha oscurecido. Winge busca una cerilla y enciende la vela que está sobre el escritorio. La llama despierta a las sombras y las hace danzar en torno a ellos. Winge va hacia la cama y se sienta con las piernas cruzadas.

—Hay unas cuantas cosas que me gustaría que supiera. En primer lugar, que tengo un acuerdo con Norlin, el jefe de la policía, y es en virtud de su autoridad que buscaremos al asesino de Karl Johan. El tiempo de Norlin en el cargo está llegando a su fin y me ha revelado el nombre de su probable sucesor: Magnus Ullholm. Hace un par de años, Ullholm fue designado para supervisar el fondo de pensiones de la Iglesia para las viudas. En la auditoría que siguió se descubrió que faltaban cantidades ingentes de dinero y, como es natural, las sospechas recayeron en Ullholm. En esa época yo tenía un cargo en el Tribunal de Cuentas y participé en el procedimiento judicial contra él. No dudé ni por un instante de su culpabilidad, mucho menos cuando huyó a Noruega y provocó que el caso quedara en suspenso. Ahora, el barón Reuterholm, que sabe muy bien cómo utilizar a las personas, ha decidido apiadarse de él. Ullholm no es de los que olvidan las ofensas: en cuanto tenga noticias de mi acuerdo con Norlin le pondrá fin y procurará dificultarnos las cosas de todas las maneras posibles. —Winge se levanta y empieza a caminar de aquí para allá con las manos en la espalda—. En segundo lugar, el crimen al que nos enfrentamos es tremendamente insólito. No es obra de un asesino ordinario. ¿Qué recursos hacen falta para tener a un hombre encerrado el tiempo suficiente para desmembrarlo sin llamar la atención de nadie? Imagine cuánta fuerza de voluntad exige algo así, cuánta determinación. Quién sabe qué habrá detrás de esto. No pierda de vista que es posible que, a cambio de unas cuantas monedas, esté haciéndose también con un enemigo formidable. Se lo digo porque no hay duda de que usted asume un riesgo mucho mayor que el mío.

Winge se vuelve hacia la ventana. La lluvia fina se está transformando lentamente en gruesos copos de nieve.

—Yo no sobreviviré a este invierno, no tardaré en hallarme más allá de cualquier causa y efecto. Pase lo que pase a partir de entonces, tendrá que enfrentarlo usted solo.

Cardell baja la vista. No hace mucho que conoce a Winge, pero ya se está preguntando si sus intentos de curar la herida causada por Johan Hjelm no harán sino dejar otra en su lugar. Aun así, la decisión le parece bien sencilla. Da una palmada sobre el escritorio con la fuerza suficiente como para que las diminutas piezas del reloj acaben desparramadas.

—Yo digo que aprovechemos el tiempo que nos queda, así podrá disfrutar de la parte que le toca de este aluvión de mierda.

Cardell capta el reflejo distorsionado de Winge en el cristal de la ventana y se pregunta si lo que ve ahí es la sombra de una sonrisa.

cap-9

8

En la taberna Flaggen, cerca de la bahía de Ladugårdsviken, hay un ambiente de lo más animado. Esta noche, dos músicos ambulantes, uno con una zanfoña y el otro con un violín, han aparecido cada uno por su lado y, después de un amago de conflicto, han terminado tocando juntos. Mucha gente que simplemente pasaba por allí se ha decidido a entrar al oír la música y a estas alturas el local está a reventar, hasta el punto de que es imposible cerrar la puerta. Fuera hace un frío que pela: la niebla del anochecer se está levantando del mar para avanzar a tientas hacia la ciudad. Winge y Cardell están cenando en una mesa cerca del fuego para evitar la corriente que entra por la puerta abierta.

Winge no tiene apetito, pero Cardell sí, y mucho. Pide un plato tras otro —albóndigas de lucio, zanahorias con mantequilla y sal, salchichas, bacalao escalfado, arenque frito, nabos humeantes, pan con queso y, de postre, un plato de gachas con un toque de naranja acompañado de galletas azucaradas— y los devora como si fuera su última cena. Winge deja que sacie su hambre y su sed sin interrumpirlo mientras él mismo se limita a revolver la comida con el tenedor. No tarda en hacer a un lado el plato y pedir un café. En cuanto a Cardell, cuando ha acabado de comer arruga la nariz ante el olor del grano recién molido y declina la taza que le ofrecen.

—Nunca he entendido qué ve la gente en esa infusión tan turbia.

—Puede que sepa un poco raro, pero le despeja a uno la cabeza enseguida. Oiga, Jean Michael, ¿por qué no me cuenta cómo perdió el brazo?

—No es una historia que me guste contar, pero más vale que todo el mundo sepa cómo fue la guerra del rey Gustavo contra los rusos para evitar campañas semejantes en el futuro. Mi papel no fue heroico ni determinante: simplemente participé en unos acontecimientos que escapaban a mi control. Mi sino era la muerte, pero me salvó un giro del destino. Perdí el brazo, pero mantuve la vida.

Pese a su humilde rango de suboficial, Cardell empezó a sospechar casi de inmediato que aquella guerra había sido una decisión apresurada. Sirvió durante cinco años en la artillería del ejército y, a mediados del verano de 1788, junto con otros miles de soldados, se unió a la flota de Estocolmo y cruzó a remo el Golfo de Finlandia. Frente al puerto de Hangö se reunieron con la flota de guerra que había zarpado de Karlskrona bajo el mando del hermano del rey, el duque Carlos. A Cardell lo hicieron subir a bordo del Fäderneslandet, un buque de guerra con sesenta cañones diseñado por Fredik Henrik af Chapman y construido en Karlskrona cinco años antes.

—Así que el Fäderneslandet y yo teníamos el mismo tiempo de servicio en el ejército. Me lo tomé como una buena señal, pero resultó que me equivocaba.

Cardell se hallaba en la cubierta del Fäderneslandet la madrugada del 17 de julio, cuando la vanguardia lanzó la señal de que se había avistado al enemigo. Media hora más tarde, vio emerger los mástiles de entre la niebla, al este, y notó la primera punzada de terror en las entrañas. Las dos flotas tenían casi el mismo número de barcos: unos veinte buques suecos frente a diecisiete rusos.

—Demonios, Winge, ¡ésa iba a ser mi primera batalla! En el mar todo va terriblemente despacio. En el momento en que las flotas se avistan dan comienzo las maniobras. Hay que esperar a que el viento y las corrientes lo acerquen a uno lo suficiente y entonces disponerse en formación de combate ofreciendo el flanco al enemigo para que los cañones puedan actuar. Luego, en cuanto se da la orden, hay que disparar una y otra vez, tantas como sea posible, aprovechando la recarga de los cañones para poder ver algo a través de las troneras. En el mejor de los casos se consiguen entrever olas ensangrentadas y restos que flotan; en el peor, una impecable línea de cañones preparados para disparar: el propio barco es un blanco exactamente en la misma medida en que lo es el barco enemigo. Es una abominación. Las balas de cañón que no logran atravesar el casco rebotan haciendo que la embarcación entera se zarandee. Las astillas de madera atraviesan la carne y el hueso como si fueran mantequilla recién batida. Los hombres se mean y se cagan encima y los excrementos se mezclan con la sangre bajo los pies. Incluso el sudor huele diferente cuando uno se encuentra cara a cara con la muerte, ¿lo sabía? Pues mezcle todo eso con el humo de los cañones y tendrá el perfume del mismísimo diablo. Ay, ¡si tan sólo hubiéramos tenido la munición suficiente, la victoria habría sido nuestra!

»Unas mil vidas se perdieron en Hogland, el doble de rusas que de suecas. Cuando cayó la noche, ambos bandos se sumieron en un silencio absoluto y por la mañana los suecos nos batimos en retirada hacia Helsinki porque la batalla no podía continuar sin munición. Los rusos decidieron no darnos caza. Durante el combate se perdió un navío y a cambio se capturó otro: el Vladislav, un buque de setenta y cuatro cañones.

»De haber sabido entonces lo que sabemos ahora, lo habríamos hundido allí mismo: el Vladislav, por sí solo, estuvo a punto de costarnos la guerra. Había tifus a bordo y, sin saberlo, nos lo llevamos a la fortaleza de Sveaborg, donde pasaríamos el invierno, mientras la flota regresaba a Karlskrona. Aquel invierno, Sveaborg se convirtió en un infierno: por todas partes había infectados y moribundos. En cada cama de la enfermería se amontonaban hasta cinco hombres y los que quedaban más abajo morían inevitablemente. Muchos enfermos tenían alucinaciones: abrían mucho los ojos inyectados en sangre para ver cosas que nadie más podía ver y gritaban a voz en cuello. Presas del terror, abandonaban sus lechos de enfermo para echar a correr e internarse desnudos en la nieve.

»De algún modo me libré del contagio y, cuando llegó el verano, me enviaron de vuelta al golfo de Finlandia. La guerra volvió a empezar. Nos masacraron en el estrecho de Svensksund y no tuvimos la más mínima posibilidad en Viborg, pero yo, que ya me había librado del tifus, me libré también de la metralla y de las balas. En mayo de 1790 llegaron refuerzos de Åbo. Fui uno de los encargados de ayudar a los recién llegados. Me transfirieron al Ingeborg, una fragata que odié desde el primer momento: también la había construido Chapman, un matemático que no había navegado en su vida y que diseñaba barcos que no estaban concebidos para transportar personas. Medía unos treinta y seis metros de eslora y contaba con una docena de cañones, diez de ellos de doce libras. Por desgracia, tenía vías de agua y una capa de moho de un palmo de grosor en el casco, tan densa que podía cortarse con un cuchillo. Al poco nos unimos al grueso de la formación.

»Por segunda vez, los barcos suecos entraron en batalla en el estrecho de Svensksund y por segunda vez fracasaron estrepitosamente. Perseguidos por los rusos y aislados del resto de la flota, nos retiramos hacia Sveaborg, donde pronto nos encontramos rodeados. Imposibilitados de huir, el combate parecía la única alternativa. Y el rey quería presentar batalla.

»Vinieron hacia nosotros al amanecer, sobre las siete. Les llevó cuatro horas ponerse a distancia de tiro: esas horas habrían sido las peores de mi vida de no ser por las que vinieron después. No teníamos la menor duda de que allí delante estaba la muerte, dividida en trescientos barcos. Los más supersticiosos aseguran que aquella mañana en el estrecho de Svensksund podían oírse en el viento las voces de los miles de hombres que habían sido abandonados en el mar durante la huida de Viborg, pidiendo compañía.

»Los rusos cayeron sobre nuestro flanco derecho. Nos defendimos disparando los cañones durante horas.

»A mediodía, el tiempo cambió. Empezó a soplar viento del suroeste; primero flojo como un susurro y luego muy fuerte. Y con él llegó un mar agitado de olas descomunales bajo pesadas nubes de tormenta.

»Las andanadas de los barcos suecos, anclados y amarrados entre sí, resultaron mucho más eficaces que las de los rusos, que se encontraron disparando en vano, a merced del mar embravecido. Entonces, un reducido grupo de barcos suecos se separó para atacar desde atrás los barcos que formaban el flanco derecho de los rusos y los obligó a replegarse presas del pánico. El flanco izquierdo interpretó ese repliegue como una orden de retirada general y dejó descubiertos los barcos que se hallaban en el centro. Los hundimos uno a uno mientras la noche caía sobre Svensksund. El mar se llenó de muertos y heridos. En cuanto al resto de los navíos, la tempestad los engulló: todos ellos naufragaron en los acantilados fineses.

»¿Que qué sucedió conmigo? Por la tarde, la bala de un cañón ruso alcanzó el Ingeborg. Arrancó de su cureña el cañón de doce libras que había junto a mí y luego continuó su vuelo hasta salir por el otro lado del casco, causando enormes daños. Quince o veinte artilleros quedaron hechos trizas al instante, unos porque estaban en la trayectoria del proyectil, otros porque el cañón rodó hacia ellos y los aplastó. La bala, que estaba al rojo vivo, prendió además toda la madera con la que entró en contacto. Yo subí corriendo a cubierta, donde reinaba un caos absoluto. Nuestra única posibilidad de salvar la fragata, que para entonces empezaba a hundirse, era levantar el ancla e intentar llevarla a tierra, pero entonces la reserva de pólvora explotó y el cabrestante entero voló por los aires matando a varios hombres. Otros salimos despedidos sobre la crujía. Yo aterricé en una parte de la cubierta que seguía intacta, pero el golpe me dejó sin resuello. Entonces la cadena del ancla se me vino encima y terminó cayendo sobre mi brazo izquierdo. Mi amigo y yo caímos al mar; quise salvarlo, pero fracasé. Me aferré como pude a un madero y poco después me rescató un barco que regresaba para unirse al grueso de la flota. Me hicieron un torniquete con un cabo y me amputaron el brazo por debajo del codo: así acabó la guerra para Mickel Cardell. Convalecí en un hospital de campaña y luego me llevaron de vuelta a Estocolmo, donde he vivido estos tres años en las condiciones que usted conoce.

Cardell da golpes en la mesa con su brazo de madera.

—Ya sabrá, cómo no, que esa guerra no tenía sentido, así que aquella victoria no significó nada. Déjeme que le cuente una anécdota bastante ilustrativa que jamás se me ha olvidado. Me la contó un joven oficial de apellido Sillén al que conocí a principios del verano de 1790. Se supone que había ocurrido a principios de ese mismo año, poco después de la batalla frente a las costas de Fredrikshamn. Gustavo III y su séquito navegaban en el barco de recreo del rey, el Anfión, cuando un tal capitán Virgin hizo acto de presencia para informar sobre su fallida tentativa de hacerse con el control de un astillero ruso cercano. Como para justificar su fracaso, le mostró al rey su mano herida y señaló a su primer oficial, que había recibido un disparo en el estómago y estaba espatarrado en la cubierta del barco intentando que no se le salieran los intestinos. El rey señaló al pobre hombre y les dijo en tono jocoso a los demás oficiales que parecía un muñeco de trapo de su ópera Gustaf Wasa, comentario que provocó las risas y los aplausos de su séquito. Ése era el hombre por el que luchábamos, y ése el agradecimiento que recibíamos.

Winge apura el café mientras reflexiona sobre lo que acaba de oír. Cardell se enjuga la frente con la manga.

—Bueno, ¿y ahora qué?

—Tengo un nombre para usted, Jean Michael, el de una persona que puede conducirlo a alguna parte si la suerte está de nuestro lado. Yo me ocuparé de la cuestión del fino paño negro en el que envolvieron a Karl Johan. Ya sabe dónde me alojo. Búsqueme aquí cuando tenga algo sobre lo que informarme.

cap-10

9

El comisario del barrio de la parroquia de Santa María Magdalena, con quien Cardell ha quedado en encontrarse por la mediación de Winge y la policía, parece que ha tomado un desayuno en formato líquido. Abre la puerta con evidentes dificultades para mantener el equilibrio. Tiene hipo y huele como el suelo de una taberna. Es gordo y tiene la nariz torcida —probablemente se le ha roto más de una vez—. Bajo su piel, los vasos sanguíneos rotos se multiplican como sanguijuelas.

—¡Henric Stubbe, para servirte! Puedes llamarme Stubbe: todo el mundo me llama así.

El tipo deja escapar un eructo y se encoge de hombros a modo de disculpa.

—Mickel Cardell, servidor. Muchas gracias por tu tiempo.

—No hay de qué. Pasa, pasa. No es cuestión de alargar este asunto más de lo necesario pero, por el amor de Dios, tomemos alguna cosilla primero: visitar los alrededores de Santa María Magdalena y Santa Catalina estando sobrio es algo que no le deseo ni a mi peor enemigo.

Media hora más tarde, tras servirse repetidamente de una jarra en la que la suspicacia de Cardell ha identificado una mezcla de licores baratos con un poco de anís para ahogar el regusto, salen por fin. Se dirigen a Santa Catalina. Stubbe describe el vecindario que le han encomendado vigilar:

—La mierda que no va a dar al Fatburen se desliza colina abajo hacia la bahía de Gullfjärden. Los recién nacidos van por el mismo camino, pero paran en el cementerio. Madre mía, Cardell, puede que quienes viven en el barrio de la parroquia de Santa María Magdalena no tengan gran cosa de la que presumir, pero follan como conejos, y si no les apetece con su mujer van y buscan a la de algún otro: la cosa consiste en encadenar un parto tras otro desde que la muchacha se pone el anillo hasta que, diez años y otros tantos críos después, se la llevan con los pies por delante y las tetas arrastrando por detrás. Pocos tienen la suerte de crecer para convertirse en especímenes tan estupendos del género humano como tú o como yo: los que sobreviven apenas consiguen llegar a los veintitantos antes de que se los lleve el tifus. —Stubbe, acalorado y sudoroso, se sienta en un cajón de madera, se quita el sombrero y la peluca, se los pone en el regazo y se rasca alegremente el cuero cabelludo haciendo saltar una nube de caspa—. El puterío es otro flagelo, y además una vergüenza: las niñas apenas han aprendido a caminar cuando ya se están abriendo de piernas. Comienzan yendo de puerta en puerta con sus cestos de fruta, empeñadas en hacer pecar a hombres temerosos de Dios, y más pronto que tarde terminan pillando el mal francés, que luego no pueden curarse porque se gastan todo lo que ganan en bebida. Al cabo de unos pocos años, nadie en su sano juicio las mira siquiera. ¡Sólo los que somos listos y espabilados entendemos que hay que apresurarse antes de que la rosa se marchite! —Stubbe le guiña un ojo a Cardell y continúa—: Pero tú eres guardia, ya sabrás todo esto. Mira, ahí van dos de tus colegas.

A Cardell sólo le hace falta ver las siluetas de los dos que van más adelante para saber de quiénes se trata: son Fischer y el Mudo. Recorren la calle deteniéndose ante las puertas abiertas con la esperanza de pillar a alguien en flagrante delito.

Cardell llevaba apenas unas horas como guardia cuando se plantó delante del mismo oficial que le había dado la bienvenida poco antes para presentarle su renuncia. Acababa de visitar por primera vez la hilandería de la prisión de Långholmen y lo que había visto casi lo había hecho vomitar: mujeres pobres de cuerpos escuálidos forzadas a trabajar hasta caer exhaustas, sentenciadas a morir poco a poco de hambre, expuestas a la arbitrariedad de sus colegas guardias. Aun si aquellas infortunadas almas merecían el infierno por los pecados que habían cometido, sin duda sería mejor que vivir entre aquellos muros. Así se lo dijo al oficial; tal cual, sin ambages. Éste trató de hacerlo cambiar de opinión respecto a su renuncia, pero él guardó un silencio obstinado hasta que el otro se encogió de hombros, escupió en el suelo y dio media vuelta.

Por lo visto, los jefes consideraron que sería más sencillo dejar que Cardell siguiera cobrando que arriesgarse a enfurecer al hombre que lo había recomendado. Todavía recibe la paga y puede ponerse el uniforme que le proporcionaron, que en definitiva es mejor que su propia ropa. Suele llevar la casaca, las botas y el cinturón; el garrote lo partió contra la rodilla y lo arrojó, junto con la soga, a la bahía de Riddarefjärden.

Empuja a Stubbe, que no para de parlotear, hacia una calle lateral para evitar que se encuentren con Fischer y el Mudo.

—Y el lago Fatburen, Cardell... ¡Menudo estercolero! Y tú te has metido ahí, según tengo entendido. ¿Has estado alguna vez por aquí cuando el viento sopla en serio? ¿No? Pues llega en rachas fortísimas desde Årstaviken. Hace girar los molinos hasta que la madera echa humo... Y cuando las ráfagas llegan al Fatburen, entonces sí que se arma ahí un buen potaje, te lo digo yo: la porquería del fondo sale a la superficie. La gente sale huyendo a Kvarnberget, a Danto o a Vintertullen, el puesto aduanero de invierno. ¿Conoces bien Södermalm, nuestra isla sur, Cardell?

—Más o menos. Digamos que sobre todo a través de las ventanas de las tabernas.

—¡Vaya, pues así no sirve! Te lo contaré todo sobre ella. Es un nido de ladrones. Los niños aprenden a robar en la cuna para no morirse de hambre, y ahí mismo empieza su camino hacia la cárcel, en el mejor de los casos, o hacia el patíbulo, en el peor. La otra noche en la taberna, un tipo leyó una carta publicada en el Stockholms-Posten en la que un defensor de la decencia denunciaba que las prostitutas pululaban por Stadsholmen y que ofrecían sus servicios «por unos cuantos chelines». Nos reímos muchísimo de los problemas de aquellos aristócratas. Aquí, al otro lado de la Esclusa, tienes a quien quieras por menos de un chelín, sea hombre, mujer o niño.

Recorren juntos, puerta a puerta, las calles en torno al lago Fatburen. Las casas de piedra blanca albergan talleres y familias enteras, de los abuelos a los nietos. También hay casas de madera que la municipalidad todavía no ha podido echar abajo pese al riesgo de incendio que entrañan. En las calles, los tacones de las botas y las ruedas de los carros han arrancado de su sitio muchos adoquines.

Se detienen en el pozo frente a la iglesia de Santa María Magdalena. Tras beber, Cardell hace una mueca y Stubbe se echa a reír.

—El viento marino empuja el agua salobre de la Esclusa y hace que se filtre en nuestros pozos. Por eso sabe así. Más de un cervecero ha visto cómo se le echaba a perder el mosto por haber usado agua sin probarla primero.

Stubbe va señalando casas y contando chismes sobre sus moradores. Llama a puertas y ventanas para que Cardell pueda hacer sus preguntas. Las respuestas son vagas: los pobres y los desvalidos han aprendido a temer a unas autoridades que no tienen el menor reparo en llevarse a rastras a la prisión y a los trabajos forzados a quienes no tienen permiso de trabajo. Niegan todo apelando a la estrategia que aprenden desde niños: no ver, no oír, no hablar. Al cabo de unas horas, Cardell empieza a dudar de que la más simple de sus preguntas vaya a encontrar respuesta. Stubbe se encoge de hombros.

—Bueno, ¿y qué esperabas? Sigamos ladera abajo y busquemos algo de comer.

Hay un enorme estruendo en el muelle de carga pesada de Järngraven, donde unos obreros descargan unas barras de hierro. Los comerciantes moscovitas de Ryssgården se esfuerzan en hacer oír sus balbuceos por encima del ruido. En la taberna Pelikan, situada en la cuesta de Bödelsbacken, a tiro de piedra de la Esclusa, se pueden tomar nabos y arenque con una cerveza fría. El local está atestado, pero Stubbe y Cardell se hacen sitio como buenamente pueden en una larga mesa repleta de comensales. Cardell escucha a todo el mundo repetir las mismas quejas: entre calificativos al duque Carlos y el barón Reuterholm, se lamentan del pésimo estado de la economía y de la incompetencia del gobierno, y claman por un cambio urgente.

—Perdona la pregunta, Cardell, pero ¿qué estás haciendo aquí? ¿No tienes suficiente con tu trabajo como guardia? He visto alguna vez a Cecil Winge, además de escuchar muchas cosas que se dicen por ahí, y está claro que no está en su mejor momento: parece un muerto escapado de la fosa. Aferrarse de ese modo a la vida es ir en contra de la naturaleza; en mi opinión, sería mejor que fuera al encuentro de su destino de una vez por todas. Pero ¿tú, Cardell? Un hombre de carne y hueso con todo el futuro por delante... ¿Por qué malgastar tu tiempo en una búsqueda estéril?

Cardell sabe controlarse, está acostumbrado a hacerlo. Ha reprimido su ira durante tantos años que cada momento como éste es una especie de ejercicio. De haber estado borracho, la tentación de volver a romperle la nariz torcida habría sido demasiado fuerte, pero en vez de eso inspira profundamente y dirige la mirada a la multitud que hay fuera, en la plaza.

—Ya sabremos a su debido tiempo si la investigación da algún fruto, Stubbe, pero créeme que no tengo a una fila de ricos benefactores esperando a mi puerta. ¿Qué recuerdas tú de aquella noche?

Stubbe da un trago de cerveza mientras considera la pregunta y luego suelta una risita.

—Desde luego fue una noche muy rara, Cardell. Me desperté de madrugada con ganas de mear, algo que me pasa cada vez más a menudo, y como el orinal parecía a punto de desbordarse preferí salir fuera. Mis ojos tardaron un rato en acostumbrarse a la oscuridad, pero mientras estaba ahí de pie, ocupándome de mis asuntos, tuve una impresión extraña, como si la fachada de la casa se hubiese movido hacia delante. Avancé dos pasos con mi virilidad todavía colgando, ya sabes, y en cuanto tanteé me di cuenta de que no era el muro, sino un objeto de madera y tela. No se me ocurrió nada mejor que entrar otra vez a buscar un farol y cuando volví a salir descubrí que se trataba de una silla de manos. Como lo oyes, Cardell: una litera con ventanas diminutas y cortinillas. Tenía una de las varas rota. Has de saber que últimamente recibo muy pocas visitas en silla de manos, y eso a pesar de que, con el paso de los años, cada vez me preocupo menos de ocultar el miembro. —Stubbe hace una pausa para reír encantado ante su propia agudeza—. En todo caso, la silla estaba vacía y rota y no se veía a nadie por ahí. Sin embargo, cuando me desperté por la mañana había desaparecido; y ya me estuvo bien, pues se habría convertido en el cuarto de juegos de todos los críos del barrio hasta que algún pobretón decidiera decorarla y mudarse a ella permanentemente. Supongo que el dueño tuvo alguna clase de problema durante la noche, dejó la silla estropeada en el lugar más seguro que encontró y luego sus criados acudieron antes del amanecer a recuperarla.

—¿Cómo era?

—Era verde con adornos dorados. Cara, sin duda, aunque muy gastada... Lo que no es de sorprender, por supuesto: en estos tiempos, al contrario que hace años, no se ven sillas de manos en cada esquina.

—¿Había alguna otra persona en tu casa, alguien que pudiera haber visto algo más?

—Disfruto tanto de mi propia compañía que rara vez la comparto. Pregunté un poco por ahí para saciar mi curiosidad, pero nadie parecía saber nada sobre el asunto.

—Y ya que estamos, ¿a qué te dedicas, aparte de tu cargo como comisario del distrito?

—Bueno, amigo mío, una resaca no es lo único que dejan las bebidas fuertes como el aquavit. Una vez destiladas, quedan algunos desechos, sobre todo bayas y pieles de frutas: esa pulpa aún contiene algunos nutrientes y puede usarse para alimentar animales. Yo la recojo de las destilerías, e incluso de alguna casa particular, y luego la vendo a granjas y establos. Si te ofrecieran una cucharada de ese mejunje no te recomendaría que la aceptaras, pero por lo visto cerdos, vacas y gansos nunca se cansan de él.

—Ya veo. Pues yo fui artillero durante años y todas aquellas explosiones se han cobrado su precio: si uno está plantado junto a un cañón de treinta y seis libras cuando dispara, siente como si le dieran un puñetazo en la cara y le sacaran los mocos. Pero tú, Stubbe, a todas luces eres un hombre cabal y con la cabeza todavía en su sitio. ¿Crees que podrías ayudarme a pensar en algún medio de transporte en el que pueda llevarse a un muerto a través de la ciudad sin ser descubierto?

Stubbe frunce el ceño y se muerde el labio inferior.

—Bueno, yo diría que para eso necesitarías alguna clase de transporte cubierto; una carroza, por ejemplo.

Cardell ladea la cabeza para indicar que está de acuerdo sólo en parte.

—No es fácil abrirse paso con una carroza. Para empezar, resulta bastante ruidosa: los cascos de los caballos resuenan contra los adoquines, las ruedas rechinan y golpetean... Además, cualquier oficial de aduanas mínimamente diligente podría querer echarle un vistazo al cargamento, incluso estando dentro de los límites de la ciudad.

—¿Quieres algo que sea silencioso y discreto? Pues no se me ocurre qué.

—¿Qué tal el transporte que descubriste delante de tu casa, que además no queda muy lejos del Fatburen?

—¿La silla de manos? ¡No creerás que llevaron el cuerpo en una silla de manos!

—¡No en cualquier silla de manos, pedazo de burro, sino en ésa en concreto! Me has arrastrado por todo el barrio para nada cuando aquello que buscaba pasó varias horas delante de tu puerta. Sólo me consuela que el paseo de hoy parece haber sido más coñazo para ti que para mí. Todo indica que llevaban el cuerpo tras las cortinas corridas, metido en un saco, cuando la silla de manos se rompió. Seguramente tuvieron que dejarla aquí y volvieron a recogerla tan pronto como pudieron. ¡Tal vez ahora mismo esa silla esté en una carpintería! Pero escúchame bien, Stubbe: si quieres tener la más mínima esperanza de conservar tu cargo de mierda, irás derecho a casa y hablarás personalmente con todos tus vecinos, desde la vieja más revieja hasta el crío más pequeño, y me dirás antes de que anochezca si alguien ha visto la silla y puede describirla con más detalle, o si han visto a los que volvieron a recuperarla.

En el camino de regreso, mientras cruza la Esclusa, Cardell va hablando solo, en voz baja. Parece muy animado, aunque su voz se pierde bajo el murmullo de la Corriente de Estocolmo.

—Bueno, Karl Johan, te tengo bien agarrado y no permitiré que te me escapes. Sólo debo encontrar una silla de manos verde con adornos dorados y una vara recién reparada. —Alza la vista hacia la torre truncada de la iglesia de Santa María Magdalena y añade—: Y que huela a meados.

cap-11

10

Winge se ha pasado la jornada entera siguiéndole el rastro al fino paño negro que envolvía el cadáver. La cosa ha llevado su tiempo porque los vendedores de telas no se han mostrado precisamente dispuestos a responder preguntas sobre un género que no tenían a la venta en sus propias tiendas. El mejor retazo de información que ha conseguido apunta hacia un comerciante inglés que a estas alturas podría haber abandonado Estocolmo. Nadie ha sabido decirle dónde estaba atracado su barco, así que no tiene otra opción que comprobarlo por sí mismo en los registros.

La planta baja del edificio de aduanas es un batiburrillo de mercancías e idiomas varios. Los funcionarios van de aquí para allá seguidos por jóvenes empleados portando lápices y libros de cuentas. Hay comerciantes, armadores y capitanes de barco que negocian sus aranceles y cuestionan la exactitud de las balanzas y la integridad de quienes las operan. Los que no son capaces de hacerse entender se limitan a hablar a un volumen cada vez más alto. Winge tarda horas en conseguir sobornar a un funcionario para que le deje ver las listas de los barcos que han arribado a puerto. El barco en cuestión se llama Sophie y su puerto de origen es Southampton. Está amarrado en el muelle frente al barrio de Orfeus, cerca de Slottsbacken. Según figura en la lista de salidas, está a la espera del viento propicio para zarpar.

Ya empieza a oscurecer cuando Winge sale del edificio de aduanas y recorre a toda prisa el muelle. En el puente de Skeppsbron todavía pueden verse los desperdicios de la fiesta de San Miguel y su mercado de otoño. Winge mira inquieto el mar Báltico, pero no parece que haya barcos disponiéndose a zarpar. Ya es tarde y el viento apenas hace aletear los gallardetes sujetos a los mástiles.

Tiene la garganta irritada por la humedad del mar y los esfuerzos del día y no puede reprimir un acceso de tos que hace que el costado le duela como si le hubieran clavado un alfiler de corbata entre las costillas. De mala gana, se ve obligado a bajar el ritmo y a apoyarse en la empuñadura de plata de su bastón. La forma en que la madera se arquea le recuerda que se talló más como mero accesorio que como apoyo.

Exhala un suspiro de alivio cuando ve el nombre de Sophie en la popa de un barco. Es una goleta, con su mástil de trinquete, más bajo que el palo mayor, y está amarrada por estribor. No nota ninguna actividad a bordo. En el muelle, los paseantes vespertinos se dirigen a cafeterías y tabernas, los estibadores y trabajadores del puerto han vuelto a casa, los marineros han desaparecido por los callejones de Stadsholmen en busca de compañía y diversión. Winge cruza la pasarela y, ya en cubierta, ve a un hombre con cara de concentración metiendo un peso de plomo en un cofre con remaches de hierro.

—¿Joseph Satcher?

El hombre contesta en francés. Es de complexión robusta, lleva un tabardo marinero, un sombrero de tres picos y unas botas toscas y resistentes; la barba le llega hasta el pecho.

—Me llamo Thatcher, no Satcher. Supongo que mi nombre es tan poco adecuado para comerciar con los suecos como mi mercancía. No hablará usted inglés, ¿verdad?

Winge habla bien francés y alemán, se defiende con el griego y puede leer el latín, pero no sabe mucho inglés. Thatcher asiente al oírlo, nada sorprendido.

—Mi sueco tampoco es muy bueno. Hablemos en francés, ¿le parece? ¿Qué quiere de mí?

—Me llamo Cecil Winge. Me han dicho que es usted una autoridad en tejidos de algodón.

Thatcher se sienta en su cofre y le indica a Winge que haga lo mismo en un tambucho de cubierta. Cuando Winge le tiende el pedazo de paño negro, lo estudia en silencio.

—Mis dedos ya me revelan mucho, pero para decir algo definitivo necesito ir en busca de un farol. Pero antes dígame, ¿a qué se debe su interés?

—Han encontrado envuelto en esta tela el cadáver mutilado de un hombre cuyo destino trato de desentrañar.

Thatcher lo mira fijamente unos instantes, luego se aleja hacia los camarotes, de donde vuelve con un farol encendido. Examina la tela una vez más mientras Winge espera en silencio. Finalmente, coge una sencilla pipa de madera y la enciende con la llama del farol antes de hablar.

—Dígame, señor Winge, ¿tiene algún significado para usted la expresión: «Homo homini lupus est»?

—La escribió Plauto durante las Guerras Púnicas: «El hombre es un lobo para el hombre.»

—Discúlpeme, soy un simple comerciante y no he tenido la fortuna de recibir una educación clásica; yo conozco esas palabras a través de Voltaire, aunque, si me atengo a su significado, no me extraña que sean más antiguas. ¿Qué opinión le merecen? ¿Somos lobos para los demás, siempre en busca del menor indicio de debilidad para atacar?

—Tenemos leyes y normas para contener tales instintos en las personas.

Thatcher se echa a reír entre su nube de humo.

—En ese caso, el sistema no funciona demasiado bien, y yo mismo soy un buen ejemplo de ello. Su país está en quiebra, señor Winge; si el correo fuera más deprisa, yo lo habría sabido a tiempo y tal vez habría podido evitar mi desgracia. Aquí nadie quiere mi mercancía, y para evitar tener que llevármela de vuelta a casa he tenido que venderla con pérdidas. Si a eso le añadimos las manos codiciosas de los aduaneros, en las que he dejado muchos ducados, la astucia de mis competidores y las deudas con mis acreedores, la conclusión es que estoy perdido, señor Winge. ¿Por casualidad ha visto qué estaba haciendo cuando me ha interrumpido?

—Sí, estaba metiendo plomo en un cofre que da la impresión de ser su caja de caudales.

—¿Y se imagina usted por qué lo hacía?

Winge asiente y aparta la mirada. Se pregunta si la muerte tendrá un olor especial o alguna otra característica parecida como para que él advierta tan fácilmente su presencia, y si su sensibilidad se deberá a su trabajo o a su estado físico.

—Va a arrojarlo por la borda. Y como los bienes de un hombre con frecuencia valen más que su vida, imagino que pretende aferrarse a él y acompañarlo mientras se hunde. Pero antes quiere añadir peso, no vaya a ser que su sufrimiento se alargue.

Thatcher exhala un perfecto anillo de humo que el viento disipa con rapidez.

—Soy personalmente responsable por todas esas mercancías que malvendí. Todos mis bienes están hipotecados y los elegantes caballeros que invirtieron su dinero en mí con la esperanza de sacar un beneficio están en condiciones de quitarme todo lo que poseo. Afortunadamente puedo conseguir el mismo resultado sin siquiera zarpar de Estocolmo, así me ahorro un viaje agotador y más problemas. Mi trayecto se verá reducido a unos seis metros bajo el casco del Sophie. En el cofre van los comprobantes de la hipoteca, si me los llevo conmigo no hay riesgo de que mis deudas se hereden. —Thatcher da una buena chupada a su pipa y clava una mirada tranquila en Winge, quien observa a través de las volutas de humo cómo aparece un brillo malicioso en sus ojos—. ¿Por qué debería ayudarlo? ¿Por qué debería, como último gesto, confirmar una vez más mi incapacidad de obedecer las leyes de la naturaleza oponiéndome a quien ha probado ser el mejor de dos lobos? Si yo mismo fuese un lobo mejor, ésta no sería mi última hora. ¿Qué clase de lobo es usted, señor Winge? ¿Un lobo hábil? ¿Un buen cazador?

—Me temo que no soy un lobo en absoluto: no me dedico a lo que me dedico para satisfacer mi sed de sangre. Aun así, tendré éxito en mi empresa, tanto si decide ayudarme como si no.

Thatcher se estremece de pronto y, con la pipa todavía colgando de los labios, se frota los brazos. Tomada la fatídica decisión, ya parece ir camino del otro mundo.

—Está usted anormalmente pálido y flaco, señor Winge. ¿Está enfermo?

—Sí, de los pulmones: tengo tisis, no le sobreviviré mucho tiempo.

Thatcher suelta una alegre carcajada cuyo sonido resuena por el barco y después se aleja hacia el mar.

—¿Y por qué no lo ha dicho antes? ¿Qué sería este mundo si los moribundos no pudiéramos hacer piña? Creo que puedo hacer algo por usted porque el tejido que me ha enseñado perfectamente podría ofrecerle solución a su misterio.

Le indica a Winge que se acerque y sostiene la tela a la luz del farol.

—Mire, aquí: la tela tiene dos capas unidas por una costura. Esta costura me revela algo con mucha claridad, sobre todo porque está abierta en el lado más estrecho: alguien ha vuelto esto del revés. Veamos.

Thatcher introduce la mano por la abertura, agarra el lado contrario y le da la vuelta a la tela como si fuese un saco.

Et voilà! ¡Esto es algo que no se ve todos los días! —En los bordes de la tela hay una tira estampada en un color dorado que las aguas del Fatburen no han conseguido borrar. Los dibujos representan figuras humanas en grupos de cuatro y entrelazadas en posturas que ilustran los placeres de la carne. Los miembros de los hombres son grotescamente grandes, al igual que los pechos de las mujeres; los rostros reflejan el éxtasis—. Como experto —continúa Thatcher—, puedo añadir que tanto el tejido como el estampado son de la mejor calidad. Espero que todas esas posturas sean producto de la imaginación del artista y no estén basadas en modelos reales, aunque la verdad es que a estas alturas ya no me importa: ya no espero nada de la vida. Ojalá a mis hijos les vaya mejor que a mí, aunque lo dudo. En mi ingenuidad, los eduqué para que fueran buenos, y supongo que serán presas fáciles para otros, como lo he sido yo. —Thatcher empieza a vaciar su pipa, pero luego cambia de idea y la arroja por la borda. Levanta con esfuerzo su cuerpo robusto hasta lograr ponerse en pie y abre la tapa del cofre. Dentro hay muchos papeles, pero aún hay espacio para algunos más—. Bueno, señor Winge, si me disculpa, tengo más cosas que guardar antes de mi viaje. Ahora que lo he ayudado a dar con el rastro, sólo tiene que seguirlo hasta el bosque para encontrar a su presa. He notado cómo cambiaba su expresión: a mí no me engaña, ¡usted mismo es un lobo! He visto suficientes como para saberlo. Es un lobo o no tardará en convertirse en uno. Nadie puede correr con los lobos sin aceptar sus reglas. Tiene usted los colmillos y los ojos brillantes del depredador. Niega su sed de sangre, pero ésta emana de usted como si fuera un olor. Algún día tendrá los dientes manchados de sangre y sabrá que yo tenía razón. Su mordida será profunda. A lo mejor resultará ser el mejor lobo, señor Winge. Confío en que así sea. Buenas noches.

cap-12

11

Cardell despierta empapado en sudor frío. La paja del colchón le pincha la espalda, los piojos lo han picoteado por todo el cuerpo. Al otro lado de los tablones de madera de la pared se oyen los berridos de un niño al que pronto se le suma un camarada de la misma edad desde algún otro lugar en el laberinto de las habitaciones. Cardell aún nota en la sangre el alcohol con que celebró la víspera sus deducciones respecto de la litera de Stubbe. Ha dormido con los calzones puestos y le cuesta mantener el equilibrio cuando se los desata para aliviarse en el orinal. Luego abre la ventana y, con gesto experto, arroja el contenido al patio. Ahí fuera las nubes están tan bajas que la torre de la iglesia de San Nicolás, medio oculta, tiene una apariencia fantasmagórica. La esfera del reloj, que sólo consigue ver cuando aguza tanto la mirada que su dolor de cabeza empeora, revela que pasan unos minutos de las nueve de la mañana. Necesita un trago.

Frente a la habitación que Cardell tiene alquilada desde hace más de seis meses, unas mujeres preparan gachas de avena entre susurros. No sabe sus nombres, pero les da los buenos días y les pide un poco de agua del cubo que han llevado del pozo. Luego baja las escaleras y sale al callejón de Gåsgrand. Se dirige a Södermalmstorg, donde le permiten beber al fiado. Por costumbre, contiene el aliento al pasar frente a las letrinas de Flugmötet, junto a los graneros del puerto. La Esclusa Roja está levantada para permitir el paso a un pequeño barco que remonta la corriente desde el lago Mälaren. El nuevo puente levadizo, construido hace poco en el lado del Báltico y bautizado por la gente como «la barrera azul», sólo lleva un par de semanas funcionando y aún despierta muchas suspicacias. Parece delgado y frágil comparado con el antiguo, construido por Christopher Polhem, el más célebre de los ingenieros de Suecia. Muchos prefieren todavía esperar el puente rojo en lugar de arriesgar la vida en el azul. Cardell no, quién sabe si por valentía o simplemente porque su vida le importa poco.

Algo está pasando: al llegar a Södermalmstorg ve a una gran multitud que sube hacia el paso de Stenhuggarbrinken. Se deja arrastrar. A juzgar por el gentío que hay frente a la taberna Hamburg, debe de ser día de ejecuciones. Los mirones se han reunido allí para poder gritarle insultos al condenado, que no tardará en ser llevado en carro a tomar su último trago.

El propio Cardell se detiene un momento en la taberna de al lado y luego sigue la riada de gente que cruza el callejón Götgatan y baja la cuesta de Postmästarbacken. Las fortificaciones de Skanstull se alzan a ambos lados de la calle que asciende la colina de Hammarby, en cuya cima se yergue contra el cielo tempestuoso el patíbulo triangular, sostenido por tres pilares de piedra unidos por otros tantos travesaños.

Una gran multitud rodea el cadalso, mantenida a cierta distancia por un grupo de guardias con garrotes. El alguacil sube al patíbulo para leer la sentencia. Cardell se da cuenta de que ese día no van a utilizar la horca: el condenado no es un ladrón, sino el asesino de una mujer. Por lo tanto, será decapitado.

El carro se hace esperar, pero poco después se oye el clamor de los golfillos y mentecatos que corren tras el condenado arrojándole todo lo que tienen a mano. Es joven: no parece que tenga ni siquiera veinte años. Lo detuvieron por estrangular a su novia por culpa de una gallina robada: él quería saciar el hambre de inmediato, ella prefería mantener con vida al animal para que diera huevos.

Mientras lo empujan hacia el lugar donde van a ejecutarlo, el condenado empieza a temblar de pies a cabeza. Una mancha oscura aparece en su calzón y va extendiéndose por el muslo izquierdo. El público está exultante. Dos prostitutas a las que Cardell conoce de vista gritan insinuaciones sobre la escasa virilidad del reo. Tras ellas, un hombre con la nariz convertida en un cráter podrido por culpa del mal francés se ríe tan fuerte que se le salen los mocos. El alguacil abandona el patíbulo con toda la dignidad de que puede hacer acopio. Bebe de una petaca plateada y da cada paso con extremo cuidado para preservar del barro sus zapatos elegantes.

De pronto se hace el silencio: la puerta de la casa del verdugo se ha abierto y éste ha hecho su aparición. Se llama Mårten Höss y disfruta de una popularidad en la que se mezclan el respeto y el desprecio. Lleva la capucha característica de su oficio echada hacia atrás: muchos de sus predecesores han preferido ocultar su rostro, pero él no es tan tímido. Es un rostro perfectamente común. Tiene arrugas. Sus ojos negros carecen de expresión. Él mismo fue sentenciado por haberle destrozado la mandíbula con una jarra a un compañero de borrachera, pero el puesto de verdugo estaba vacante, así que le prometieron un aplazamiento de su castigo a cambio de aceptarlo. No obstante, con cada golpe de hacha o espada se acerca cada vez más a su destino, que no es otro que morir por los mismos medios. En cada ocasión, su mano parece temblar un poco más, en cada ocasión, parece estar más bebido.

Circula el rumor de que Höss ya ha intentado quitarse la vida tres veces arrojándose a las aguas de la bahía de Årstaviken, pero el valor siempre lo ha acabado abandonando, así que ha decidido escapar del hacha matándose a beber. Eso no lo vuelve menos popular: que esté ebrio añade diversión al espectáculo.

Cuando los guardias se hacen a un lado y Höss sube al patíbulo, el rumor vuelve a crecer. Höss camina con paso vacilante; en un momento dado, intenta hacer una reverencia ante su público, pero por poco se cae de bruces. La multitud lo anima a continuar. El maestro Höss, así llamado como un guiño irónico a su incompetencia, coge el hacha de manos de un ayudante y la blande en el aire. De pronto, echa a correr hacia el reo, como si pretendiera ajusticiarlo ya mismo, pero resbala ridículamente. La multitud aúlla de placer y estalla en aplausos.

Colocan el tajo. Es un simple trozo de madera lleno de hendiduras y manchas. Obligan al reo a arrodillarse y a apoyar encima la cabeza. Un ayudante le hinca un pie entre los omoplatos mientras otro le rodea la mano derecha con una correa y se la sujeta al tajo. Se la cortarán primero para asegurarse de que no se va al otro mundo sin sufrir un poco. El verdugo se aproxima y blande el hacha en el aire. Vuelve a hacerse el silencio, pero un bromista aprovecha para gritar a voz en cuello una obscenidad; el público lo manda callar. Höss deja caer el hacha con un rugido, pero se detiene apenas a un palmo del brazo tembloroso.

Höss está orgulloso de su talento teatral. Se enjuga un imaginario sudor de la frente, junta las manos a la espalda y finge estirarse como si acabara de transportar un gran peso. El entusiasmo de los espectadores lo anima a repetir el numerito tres veces. El reo se ha echado a llorar y, aunque ya no está sujeto, ni siquiera hace el intento de escapar; simplemente solloza y se estremece.

Pese a su sopor etílico, Höss tiene la experiencia suficiente para saber que en este punto debe concluir la tarea, si no quiere enfrentarse a la ira de la multitud. Los sollozos del condenado se intensifican hasta convertirse en aullidos y la excitación de la gente da paso a la expectación.

Una vez más, los ayudantes ocupan sus puestos y sujetan al reo. Höss se escupe en las palmas de las manos, blande el hacha y le corta la muñeca con un ruido sordo. Con los gritos de dolor del pobre hombre de fondo, un ayudante recoge el miembro cercenado y lo arroja a la multitud. La mano y los dedos de un condenado traen buena suerte; el pulgar, en particular, garantiza protección frente a la autoridad si se ha cometido un robo, y los ladrones son muchos y muy supersticiosos. Quien consiga hacerse con el brazo podrá cortar mano y pulgar y venderlos en las calles.

Höss avanza vacilante para asestar el golpe mortal mientras el joven enronquece de tanto gritar; su voz ya no parece humana, sino un sonido que llega desde otro mundo, un eco surgido de detrás de las cortinas del infierno.

El maestro Höss necesita varios intentos para separar la cabeza del cuerpo. El primer golpe de hacha cae en el hombro, el segundo en la nuca. Este último separa el cuero cabelludo y deja una oreja colgando. Cuesta saber si Höss se ríe o llora mientras blande el hacha como un loco y repite gritando a voz en cuello:

—¡Como castigo por tus actos y como advertencia para otros! ¡Como castigo por tus actos y como advertencia para otros!

Sólo después del quinto hachazo se interrumpen ambas voces, tanto la del reo como la del verdugo.

Los entendidos coinciden en que es la ejecución más desastrosa del maestro Höss hasta la fecha. Opinan que, por respeto a su profesión, podría haber bebido un poco menos. No parece probable que pueda hacer muchos más numeritos como ése antes de que se ofrezca a otro reo el puesto de verdugo y él mismo acabe sujeto al tajo.

Mientras los guardias se alejan, unas ancianas se acercan para recoger la sangre que encharca el suelo: no hay nada más eficaz para tratar la gota caduca. Los ayudantes del verdugo han vuelto el cuerpo boca arriba, lo cogen de las piernas y lo levantan para que caiga toda la sangre posible al barro y no tanta sobre ellos cuando lo arrastren hasta la fosa recién cavada tras la estructura.

•  •  •

Mickel Cardell se da la vuelta y, en cuanto levanta la cabeza, distingue la silueta de Cecil Winge en una loma junto al camino. Lo sorprende tanto verlo allí que no sabe qué hacer. Se pasa un buen rato observándolo sin hacer nada para llamar su atención. El semblante pálido de Winge no trasluce emoción alguna: no parece afectado por lo que acaban de ver. Sólo cuando se acerca, Cardell repara en que el brazo le tiembla y sus dedos finos sujetan con tanta fuerza el bastón que tiene los nudillos blancos.

Está absorto en sus pensamientos, todavía mirando el patíbulo. Sólo detecta la presencia de Cardell cuando éste ya está muy cerca. Empieza a lloviznar en Hammarby.

—Buenas tardes, Jean Michael. Hace más de un año que no presenciaba una ejecución. He venido a ver cómo se impartía justicia teniendo en cuenta que nosotros mismos estamos investigando un asesinato. Éste es el destino que aguarda a nuestro hombre si tenemos éxito.

—¿Y bien?

—Nunca le he visto mucha lógica a que la Corona trate de combatir el asesinato quitándoles la vida a sus súbditos de una forma tan brutal. Pero mi mayor objeción es la siguiente: la ley no hace el menor intento de comprender a quienes sentencia. ¿Cómo se pueden impedir los crímenes de mañana sin entender los que se cometen hoy? La respuesta, Jean Michael, es que esto ni siquiera se les ha pasado por la cabeza a los responsables. Creen que su tarea consiste en juzgar y castigar, nada más. Yo mismo he interrogado a muchos que han acabado sus días en esta colina, y mi único consuelo es que ni uno solo de ellos hizo el trayecto en el carro sin tener ocasión de dar su versión de los hechos y hablar en su defensa, y que puse todo el esfuerzo en probar su culpabilidad más allá de toda duda.

—La plebe jamás atenderá a razones. Sin el miedo al hacha y la soga, Estocolmo estaría en llamas de la noche a la mañana. —Como Winge guarda silencio, Cardell continúa—: Es posible que mi encuentro con Stubbe nos haya llevado un paso más cerca de resolver este asunto. Le daré más información cuando la tenga, pero puedo adelantarle que estoy buscando una silla de manos verde que puede haberse utilizado para llevar a Karl Johan en su último trayecto.

Ambos le vuelven la espalda al patíbulo y a la mancha roja, que es cuanto queda del hombre al que han llevado allí a morir. Emprenden juntos el camino de regreso a Skanstull. Una vez que han llegado al pie de la colina, Winge rompe el silencio.

—Jean Michel, ya que usted me ha confiado su parecer sobre el rey Gustavo y su amargura por haber perdido tantísimo en una guerra fundada en motivos deshonestos, me gustaría corresponderle contándole algo sobre mí que no muchos saben, pero que sin embargo es la verdad. Sé muy bien que se rumorea que dejé a mi mujer para protegerla...

Cardell se siente incómodo porque no está acostumbrado a oír confidencias. Camina mirándose la punta de las botas, que se hunden en el barro del camino.

—A medida que mi enfermedad progresaba, tenía peores ataques de tos y estaba más delgado y más débil. Me consumía ante sus ojos. Llegado un punto ya no podía ofrecerle nada ni cumplir mis deberes como marido.

La voz ronca de Winge suena profundamente monótona. No hay en ella el menor atisbo de emoción: es como si recitara de memoria un pasaje de las Escrituras. Cardell, sin embargo, puede percibir hasta qué punto Winge se contiene y piensa que también la presión atmosférica baja antes de que estalle la tormenta.

—Por supuesto, sabía lo que iba a suceder: no por nada he pasado toda la vida al servicio de la ley. Cuando empecé a notar que me ocultaba cosas y me mentía, mis sentidos se afinaron como nunca. Pronto comencé a encontrar objetos desconocidos en nuestra casa, a descubrir que mi mujer no había estado donde me había dicho que estaría... Pero sobre todo noté que parecía nuevamente feliz: tenía las mejillas sonrosadas y le brillaban los ojos. —Winge continúa sin mover un solo músculo de la cara: parece como si estuviera paralizado—. Por primera vez en meses, se parecía a la mujer de la que me había enamorado. —Hace una larga pausa antes de proseguir—: Un día, finalmente la sorprendí con su amante. Créame que había hecho todo lo posible para que eso no sucediera, pero estaba débil y distraído; mi tos me impidió oír los gemidos, y viceversa. Él era un joven oficial con espada y tahalí, el bigote teñido de negro y todo el futuro por delante. No podía culparla. Esa misma noche me trasladé a casa de Roselius. Desde entonces no he vuelto a verla.

Winge tiene el rostro vuelto hacia el lago Hammarby, cuyas aguas ha empezado a embravecer el viento. Cardell abre la boca para ofrecer sus condolencias, pero él se anticipa:

—No es necesario que me diga nada. Yo, al igual que usted, tampoco busco compasión. No he sido franco porque pretenda ser su amigo: simplemente tengo la impresión de que conocer las fortalezas y debilidades del otro puede ser útil ante los desafíos que se avecinan. No hay nada más importante en este momento. No necesito palabras de consuelo ni busco que sea mi amigo, Jean Michael: no me queda tiempo para eso y, además, sólo podría ser doloroso para usted.

Se separan en el puesto aduanero, donde Winge detiene por señas un carruaje.

—Encuéntrese conmigo mañana a las nueve en el café que llaman Lilla Börsen. Lo de la silla de manos parece prometedor, me toca hacer mi parte. Tengo muchas esperanzas respecto del futuro de Karl Johan.

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12

«Trasladarse en silla de manos ya no está de moda», así reflexiona Cardell apenas unas horas después de haber dejado atrás los horrores del patíbulo. Eso debería facilitar la búsqueda de la silla verde, pero al mismo tiempo la complica porque ya no existe un gremio que supervise a los porteadores, que desarrollan su actividad ajenos a toda regulación. Cuando Cardell era niño se veían literas por todas partes, pero a estas alturas la mayoría de ellas se han convertido en humo dentro de una de esas nuevas chimeneas alicatadas, mientras que el resto ha acabado en manos de porteadores independientes que las plantan en las esquinas con la esperanza de atraer clientes.

Después de preguntar aquí y allá, Cardell se encamina a un establo cerca de Barnängen, en el barrio de Santa Catalina, pero una vez allí nadie sabe darle razón de la litera verde. El patrón, con barba y peluca de crin de caballo, estornuda entre pellizcos de rapé y maldice la época moderna que le ha robado el sustento. Cuando el siglo era joven, ningún caballero dudaba a la hora de hacerse llevar a través de la ciudad por un par de hombres robustos. A finales de la década de 1770, él mismo tenía por lo menos una docena de sillas de mano en circulación. Ahora esa cifra ha quedado reducida a una tercera parte y los precios no paran de bajar. Los porteadores, que antaño vestían librea, tienen que contentarse con llevar una banda distintiva del establo. ¿Que de qué color son sus sillas? El viejo niega amargamente con la cabeza ante la evidencia de que sus colores insignia, negro y blanco, ya no sean conocidos. Cardell se marcha de Barnängen con las manos vacías.

Cuando cae la tarde, los serenos encienden las farolas de las calles, unos subiéndose a escaleras de mano, otros utilizando largas varas con mechas en la punta. Un olor a aceite quemado flota en todas partes, aunque el celo de la guardia municipal, que debe asegurarse de que cada manzana cuente con la debida iluminación callejera, disminuye a medida que uno se aleja del centro.

Para cuando anochece, Cardell está en el extremo opuesto de la ciudad, una zona de Ladugårdslandet dejada de la mano de Dios en las cercanías de Norrtull. Ha llegado hasta allí siguiendo el Rännilen, un apestoso canal que corre hacia el norte con las laderas de Brunkebergsåsen a la izquierda y las orillas de la ciénaga de Träsket a la derecha. Sus aguas marrones, que transcurren entre barracas, desprenden un hedor que clama al cielo, pero ni así superan a las del lago Fatburen. El solo hecho de que el agua corra y se airee hace que el canal soporte mejor la afluencia constante de desechos de letrinas y demás porquerías.

Más allá de la ciénaga, las edificaciones se vuelven aún más miserables y el pavimento da paso a la arcilla. La casa que Cardell anda buscando queda cerca del canal. Alberga el taller de un carpintero que todavía se ocupa de la construcción y reparación de sillas de mano. La oscuridad reina en esas calles y además hace frío, así que Cardell se sorprende al ver gente fuera. Ve a un hombre sentado en los escalones de una puerta de entrada y, un poco más allá, sobre la fachada de la casa, la sombra de una persona muy alta que no acaba de decidir sobre qué pie debe plantarse.

El hombre sentado saluda a Cardell con un ademán. Tiene los hombros tan anchos como él, pero está más gordo y la panza le tensa los botones del abrigo. Su cuerpo trasluce tanto fuerza como pereza. Tiene el cráneo redondo como una bola y un cuello tan corto y ancho que da la sensación de que le han encajado la cabeza directamente sobre los hombros. Su boca es grande y de labios gruesos y tiene un ojo algo estrábico. Está mascando tabaco y escupe a intervalos regulares. Cardell responde a su saludo inclinándose ligeramente.

—Me llamo Mickel Cardell. Disculpe que aparezca tan tarde, pero busco a un carpintero que se llama De Vries.

—Pues ya lo ha encontrado: me apellido De Vries y no hay nadie más por aquí con ese apellido. Siéntese. ¿Quiere un poco de tabaco?

Cardell no se sienta, pero coge un pellizco de tabaco de la bolsita que el hombre le tiende. Estando más cerca, advierte que el que alterna entre un pie y otro es un joven, aunque de una estatura formidable: en comparación, tanto Cardell como el carpintero parecen enanos. También se percata de que debe de tener alguna deficiencia mental porque tiene la boca abierta y el mentón brillante de saliva. Sus ojos recuerdan los de una vaca, dulces y vacíos. Una correa de cuero le rodea el cuello y lo sujeta a la barandilla de madera.

—Caramba, señor De Vries, ¿qué hace todo un maestro carpintero cogiendo frío en los escalones de la puerta de su casa?

—El aire del anochecer es un bálsamo para el alma, ¿no le parece? Y a usted ¿qué lo ha traído hasta aquí a ver al maestro carpintero Pieter de Vries en una noche como ésta?

Una sonrisa burlona aparece en sus labios y un hilillo de jugo del tabaco le escurre por las comisuras de la boca.

—Ando siguiéndole el rastro a cierta silla de manos verde y con una vara rota. Un golfillo de Katthavet asegura haber visto algo parecido de camino a su taller hace no más de cuatro días.

A De Vries le aparece una arruga de preocupación en el entrecejo.

—Pues no, caballero. No recuerdo nada semejante. Siento que haya tenido que recorrer todo el camino hasta aquí sólo por un pellizco de tabaco. A lo mejor esa silla iba de camino a otro carpintero de la zona, digo yo.

Cardell asiente pensativo.

—De hecho, no hay más carpinteros por aquí cerca. Además, me han dicho que al maestro carpintero De Vries a veces cuesta entenderle porque es de Rotterdam y habla sueco tan mal que nadie se explica cómo tiene clientes, por muy capaz que sea.

El hombre suelta un relincho de risa y luego se pone en pie, estira la espalda haciéndola crujir y se sacude los calzones.

—¡Ya veo! Bueno, que al menos no se diga que Jöns Kuling no tiene arrestos para confesar cuando lo han pillado diciendo una mentira.

Cardell ladea la cabeza para indicar al joven que hay junto a ellos, todavía absorto en su mundo.

—¿Quién es?

—Es mi hermano, Måns. Como ve, no está muy bien de la azotea. Mire, Cardell, nuestros padres no proceden de la gran ciudad, como usted, sino de un pueblo tan pequeño que costaba encontrar una buena pareja, así que, cuando mi padre se hizo mayor, no le quedó otra opción que tomar por esposa a su propia hermana. Esas violaciones de las leyes del Señor se cobran su precio, y a ese precio le pusieron el nombre de Måns. Al nacer, se cargó a nuestra madre: era la criatura más grande que había visto nunca la partera. No es un gran pensador, pero si necesita a alguien que pueda sostener la popa de una silla de manos durante horas sin quejarse, Måns es su hombre.

—Y usted lleva la proa, supongo.

—Pues sí, señor Cardell. De habernos intercambiado los papeles, habríamos ido a parar al infierno antes de que nuestro pasajero supiera siquiera qué pasaba. Sea como sea,

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