¿Quién es Olimpia Wimberly?

María Frisa

Fragmento

Olimpia

Intentar detener a Olimpia Wimberly es tan absurdo como pretender frenar un tren de mercancías con la cabeza.

—En posición —susurra a la minicámara que lleva prendida en la solapa.

Tiene la respiración un poco agitada por la carrera. Se agacha. Ante ella se encuentra el patio trasero de la casa, un rectángulo sembrado de capas y capas de basura que debe atravesar para llegar hasta la puerta.

—Corto la valla del «nido» —indica.

Una valla de tela metálica romboidal rodea el perímetro del patio. Está tan oxidada y suelta que resultaría más rápido asestarle un par de patadas a uno de los pilares que agujerearla. Pero eso provocaría un estruendo, y hasta un aprendiz en allanamientos conoce la importancia del sigilo en un ataque sorpresa. Por supuesto, Olimpia no es ninguna novata.

De rodillas, secciona con las tenazas el entramado de alambre hasta cortar una pequeña gatera de siete por siete rombos. No precisa más porque, a pesar de ser una mujer alta, a sus treinta y siete años se mantiene delgada y muy flexible.

«Cuatro minutos y quince segundos. Bien».

De ningún modo pueden retrasarse. Tiene que regresar a Washington D. C. a tiempo de acompañar a su tía Carlotta a la fastuosa recepción en la Casa Blanca.

Sin quitarse los guantes, flexiona los dedos y los desentumece después del esfuerzo. Regresa a su posición y, antes de sacar la pistola de la cartuchera, se limpia el sudor de la frente con la manga de la camiseta.

—Lista.

—Voy a hacer las últimas comprobaciones, jefa —añade Jacob en su oído a través del pinganillo.

Desde la furgoneta negra aparcada en una calle adyacente, Jacob coordina al equipo Wimberly. Tiene visual de cada uno en las pantallas encastradas en la pared izquierda. En el resto de ellas aparece el interior del «nido» gracias a las dos minicámaras de vigilancia que han conseguido introducir.

En esta ocasión, el «nido» es una casa inmunda en un suburbio también inmundo del noroeste de Richmond, Virginia. Una vivienda de una planta recubierta de lamas de madera astilladas, dos puertas, rejas y mosquiteras con agujeros en las ventanas.

El «huevo» que hay que «recoger» es un niño de diez años, rubito y pecoso según la fotografía que les han proporcionado los padres. Los secuestradores lo retienen en una de las habitaciones de la parte trasera, la que da al patio, tumbado en el suelo sobre una colcha sucia con flecos. Una mordaza le cubre la boca, tiene los ojos cerrados y, por el ritmo de su respiración, parece bajo los efectos de un sedante.

Olimpia permanece en cuclillas y nota la tensión en los muslos y los gemelos. La incomodidad de las correas del chaleco antibalas.

—Comienza la cuenta atrás —indica, por fin, Jacob. Aprieta el play del equipo de sonido—. Vamos allá.

A través del pinganillo su voz llega envuelta en los primeros acordes de Single Ladies. Jacob es un fetichista y la canción de Beyoncé se ha convertido en una especie de seguro contra posibles contingencias: «No queremos que se nos rompa ningún “huevo”».

—Diez.

Ella cierra los ojos para sentir el subidón de adrenalina, cómo aumenta la energía enviada a los músculos, la potencia de los latidos, el estado de alerta. Inspira hondo. Se siente increíblemente viva. Es su parte preferida del trabajo.

—Siete.

Se ha esforzado a conciencia en encontrar algo diferente que le haga experimentar esta sensación de peligro tan adictiva. No existe ninguna alternativa.

Como se niega a ser una de esas personas que está de paso en la vida —presas de semanas repetidas, indistinguibles, mientras se consuelan contando los días que faltan hasta el viernes o el verano—, hace dos años fundó la Wimberly Art Gallery, una galería de arte contemporáneo con sede en Washington D. C.

—Seis.

Separa la pistola, una 9 milímetros, del cuerpo. Envuelve con los dedos la base de la empuñadura, sin superponerlos, sin apretar. La mano izquierda cubre el resto del espacio libre del arma.

Y no, el mercado del arte no se ha vuelto ni tan peligroso ni tan desquiciado. Más bien lo que ocurre es que la galería es una tapadera de la verdadera actividad de Olimpia, una de carácter bastante más ilícito.

A lo largo de estos dos años, Olimpia y su equipo han tomado parte en numerosas liberaciones de rehenes. Los secuestros constituyen una parte fundamental de su empresa —de la ilegal, no de la galería de arte—. Más personas de las que cabría imaginar prefieren resolver el asunto en privado (sin la intromisión del FBI) y, si esa gente tiene contactos, si saben a quién deben dirigirse y pueden pagarlo, acuden a ella.

Cuentan con la ventaja añadida de que no necesitan ocultar la inconveniente transacción económica al fisco. Al concluir su relación laboral con Olimpia no solo han resuelto su aparentemente irresoluble problema, sino que también han adquirido una nueva obra de arte con la que deleitar sus sentidos. Una pieza por la que han abonado una cantidad escandalosa que a nadie le extraña porque, en cuanto a los precios, el mercado del arte sí que está desquiciado y resulta peligroso.

Olimpia soluciona casi cualquier problema. Por supuesto, ante los clientes nunca utiliza el término «problema»: ha asistido a suficientes terapias como para conocer la importancia de etiquetar de forma adecuada. Lo sustituye por «crisis».

El equipo Wimberly es el mejor del país gestionando «crisis».

Aunque no espera ninguna complicación, Olimpia siente una ligera angustia, un funesto presagio. Hoy no es un día cualquiera, el 20 de marzo se ha convertido en una enorme cruz roja en su calendario. La fecha que más teme.

Como no se fía demasiado de sí misma, ayer le entregó a su abogada un sobre lacrado. Contiene la llave de la caja fuerte con seis lápices de memoria: uno para su tía Carlotta y otro para su padre, otros dos para su primer y su tercer exmaridos, y los restantes con instrucciones para la propia abogada y los miembros de su equipo.

—Cero —dice Jacob.

Olimpia se pone en pie.

Oye el primer disparo de la maniobra de distracción en la parte delantera del «nido» con la seguridad de que en esa barriada nadie avisará a la policía.

Se aproxima a la gatera para reptar por ella.

Introduce la cabeza sin reparar en el extremo de uno de los rombos que sus tenazas han convertido en un peligroso anzuelo. El grueso alambre atraviesa con decisión el cabello rojizo y se hunde en la piel. Olimpia siente el relámpago de dolor.

«Joder. No me lo puedo creer».

Trata de volver hacia atrás. Imposible. Solo hay una manera de soltarse. Aprieta los dientes anticipando el dolor.

Impulsa la cabeza al frente con todas sus fuerzas. La afilada punta del anzuelo raja su cuero cabelludo con la suavidad de un escalpelo y le provoca una herida que sangra en abundancia. Al alcanzar el cogote, el a

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