Los seis círculos de San Petersburgo

Aurora Mateos

Fragmento

Primero

PRIMERO

que has consumido su amor.

Adivino el hastío por signos innúmeros.

Remózate en mi alma.

Entrega el corazón a la fiesta del cuerpo.

VLADÍMIR MAIAKOVSKI,

«La flauta de las vértebras»[1]

PRIMERO Y UNO

Al principio pensaron los hombres que Dios vivía en el cielo, pero luego inventaron los aviones y comprobaron que allí no estaba. También creían que podría estar en la luna, pero los hombres ingeniaron los cohetes y, cuando allí llegaron, no había señales de él. Finalmente resultó ser cierto lo que los antiguos decían: «Dios está en el fondo del mar».

PRIMERO Y DOS

El hombre solo no está de negocios, sino que él es el negocio. El hombre solo cruza el control de pasaportes, tira de su maleta de mano Louis Vuitton llena de secretos industriales. Lleva unas gafas italianas diseñadas especialmente para él en Milán. Espera en la sala VIP hasta que anuncian el embarque. La adrenalina del aeropuerto es el pan suyo de cada día. Lleva un pantalón beis de cinco bolsillos, una camisa de algodón egipcio y un chaleco de viaje Dior azul marino con más bolsillos para tarjetas de crédito y carteras de distintas divisas. Se acomoda en el avión privado, saca informes, números, estadísticas que suben y bajan, al final se queda dormido a mitad de la película. Al hombre solo lo recoge un Lexus de alta gama con un chófer que tiene miedo de mirarlo a los ojos. Está en Tokio. Esta ciudad que conoce bien será por unos días su patria, la gente que cruza la calle será ahora su vecina y el hotel será su hogar.

El hombre llega a la suite de ochenta metros cuadrados, se ducha, deshace la maleta y apoya un libro sobre su cama, los relatos de Andréiev. Deja en las primeras páginas el Abismo, que está deseando terminar para empezar una selección de los cuentos de Chéjov, que leyó hace años. Le gustan los cuentos porque encajan con su estilo de vida. Se prepara para subir al club a comer algo, donde encontrará más gente sola. Lleva un teléfono en cada mano, y desde ellos dirige, coordina y ordena. Termina la cena, sale a la calle y camina entre neones, tiendas de marca y semáforos. No debe parar nunca, porque si no podría darse cuenta de lo que no debe. A veces él mismo ha de ser su propio padre; otras veces, su hijo, y otras, su esposa. Está solo, pero apenas se percata porque el ego de su posición de gran jefe de multinacional lo acompaña.

Cuando ya conoce lo que le ofrecen las calles adyacentes a su alojamiento, vuelve al hotel. Lo esperan en otro Lexus. Le hacen mil reverencias. Lo llevan a un lugar exclusivo llamado Ópera. Lo invitan a saciar sus ganas, las tenga o no, en una sesión que cuesta dos mil dólares. En el Gentlemen’s Club lo recibe una belleza morena de pelo lacio y flequillo corto que resulta ser un chico. La impostada exageración de los movimientos de caderas lo delatan. Lo acomoda en una habitación aparte y le ofrece un trago. Las paredes están forradas de seda de morera, entre rojos y verdes, una copia de la pintura El origen del mundo cuelga justo enfrente del sofá. Ojea el catálogo de fotos y estudia con atención el portfolio de cada mujer. Todas serán más viejas de lo que parecen. Las hay altas y bajas, asiáticas y latinas, africanas y europeas; todas hermosas, todas apetecibles, aunque la talla varíe. No quiere decidir rápido. Le encanta el poder de tenerlas todas a su disposición. Pero pasa el tiempo y el recepcionista se pone nervioso. Por fin encuentra a una dama con las proporciones que busca. Llama al timbre y señala con el dedo la página que le interesa. Desde ahora ha de esperar poco más de cinco minutos, después sigue a la anfitriona hasta una sala con los juguetes necesarios para un entretenimiento de hora y media. Al cruzar el umbral de la puerta de la habitación se dispara el deseo. Se detiene a mirarla con detalle. Ella se quita la bata. Hoy tiene buen ánimo porque mañana cerrará un negocio billonario. Este triunfo ayudará a la diversión.

Ella se encarga de hacerlo gozar dos veces. La primera es un masaje nuru, en el que el cuerpo de la asiática se frota sin cesar contra el suyo, fuerte y flojo, de la espalda al torso, de la cabeza a sus genitales, hasta hacerlo eyacular. La segunda, la boca de la bella lame sus genitales y su ano, mientras él está en una silla con un agujero, lo chupa hasta extasiarle de placer. Un té verde compone la pausa entre ambas. Solo en la tercera ronda, si aún puede, la ninfa se dejaría penetrar. Pero se ve que ella prefiere que no, y él lo nota y lo respeta.

Después vuelve a su hotel, donde no habrá manteles manchados ni sobremesas aburridas ni niños gritando alrededor, sino que la tele tendrá el tono de voz que él quiera. Allí no tiene que preocuparse de la poesía del mundo, solo de vibrar con la importancia de sí mismo. Allí la rutina no lo molesta. El hombre cierra los ojos, arropado con un edredón relleno de éxito, con un toque suave de olor a lavanda, como ha encargado al hotel su asistente personal.

El hombre se desea las buenas noches.

PRIMERO Y TRES

El petersburgués se llama Serguéi A. Tomski, pero sus empleados lo llaman Serguéi Andréievich, sin el «don», «señor» u otras pleitesías. Es el director general de Lozprom, uno de los gigantes energéticos del planeta. Su empresa manda más que treinta y cinco países en desarrollo juntos, y él, más que muchos jefes de Estado. Rusia es su patria, y el presidente de la Federación Rusa, el único que podría mearle encima. Quien se lo cruce diría que no es ni muy alto ni muy guapo y que los rasgos finos de su cara lo hacen muy atractivo y le dan aire de buena persona. Pero eso no tiene nada que ver con el carácter duro que exige su posición. Cuando lo designaron director general se comentó mucho al respecto.

—¿Por qué le habrá nombrado el presidente? —se preguntaban algunos—. ¿Será porque no es muy alto? Al presidente no le gustan los que lo miran desde arriba. Por eso los sienta en cuanto puede y nunca se hace fotos con ellos.

—Parece blando —comentaban otros—, ¿no ves que sonríe de vez en cuando?

—Durará poco —añadían.

—Está donde está porque será una buena marioneta.

—¿O porque es un hombre de grandes secretos? —sugerían también—. Aquí hay algo gordo que no sabemos.

—O quizá está donde está porque es realmente despiadado.

Serguéi se enteró de estos chismorreos a través del Manco, por aquel entonces jefe de Seguridad de Lozprom, un gordo muy soez que se pasaba la mayor parte del día borracho. En sus buenos tiempos había sido espía y ahora trabajaba para conseguir cotilleos en la empresa, lo cual lo llenaba de aburrimiento. Serguéi solo dio unas cuantas respuestas al tiempo. Sonríe cuando se acuerda, como ahora, asomado a la ventana del hotel con vistas al parque Shinjuku de Tokio. Cuando tomó el mando hace siet

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