El ladrón de rostros (Inspectora Ane Cestero 3)

Ibon Martín

Fragmento

Capítulo 1

1

Lunes, 3 de mayo de 2021

Santiago el Menor y San Felipe, apóstoles

Los aros concéntricos todavía no se han extinguido cuando una nueva gota vuelve a caer en la bañera de piedra. En el mismo lugar, con la misma cadencia entre una y otra. Enseguida llegará la siguiente, y después otra más. Y así día y noche desde hace miles de años.

La montaña llora, hace brotar su fría savia a través de las estalactitas del techo, para llenar esa pila de vida y esperanza.

Arantza recorre la cueva con la mirada. Observa los escalones que se pierden en su interior, la ermita de San Elías y, a su espalda, bajo cielo abierto, el abismo que cae a plomo hasta las aguas negras del embalse de Jaturabe.

Está sola, no hay nadie más. Ella y la roca, ella y el agua, ella y el aire. Ese cuervo solitario que se ha posado unos metros más allá y la observa con sus ojillos inteligentes no va a lograr incomodarla.

La bañera de piedra vuelve a convertirse en el centro de su atención. Ya no hay nada más para Arantza. Solo esas aguas mágicas que permitirán que cumpla su propósito.

Sus manos buscan su vientre, lo acarician, le prometen que va a lograrlo.

El vestido cae a sus pies, la ligera corriente de aire que baila por la gruta la hace sentir reconfortada. Es la propia montaña quien está con ella, quien conspira para que esa barriga vea crecer una nueva vida en su interior.

La mano se aleja de su propia piel para probar el agua.

Está fría. Gélida.

No importa.

Arantza piensa en lo que ha estado haciendo en las últimas semanas. No se siente orgullosa. No puede estarlo. Tampoco arrepentida. Está decidida a pagar el precio que sea necesario.

—Vamos allá —se anima en voz baja.

Sumerge una pierna, después la otra, y pronto se encuentra de rodillas en el agua. El frío se le clava con saña, puñales que rasgan cada centímetro de su ser, desde los dedos del pie hasta el ombligo.

La pila exige este sacrificio como hizo antes con miles de mujeres que buscaban una fertilidad que su cuerpo les negaba.

Tiene miedo de que no sea suficiente, Arantza quiere llegar tan lejos como sea posible. Cuanto más se sumerja en esas aguas milenarias más probabilidades tendrá de que sus anhelos se cumplan.

Cuenta mentalmente hasta tres, respira hondo y se dobla sobre sí misma. Sus pechos son la primera parte del torso en entrar al agua. Un frío punzante los envuelve, acariciándoselos sin ternura. Después se sumergen sus hombros y regalan un estremecimiento a todo su ser, que busca una postura fetal. Por último, es su rostro el que se deja devorar por el agua. Su nariz va soltando el aire poco a poco, con la mente en blanco, con las manos apoyadas en ese vientre que tanto ansía llenar de vida.

La voz rasposa del cuervo le llega apagada desde la superficie. Grazna. Una, dos, tres veces.

Ajena a su advertencia, Arantza trata de concentrarse en las burbujas de aire que recorren sus mejillas. Ellas son el cordón umbilical que la une a la vida desde ese útero de roca en el que trata de aguantar el mayor tiempo posible.

—¡Más, un poco más! Si no lo consigues es porque no te esfuerzas lo suficiente —se regaña sin abrir la boca.

Pasan segundos, minutos… La asfixia comienza a marearla y, sin embargo, se impone un último esfuerzo.

Solo cuando las últimas partículas de oxígeno han emergido de su cuerpo y sus pulmones comienzan a clamar desesperados por una nueva bocanada de aire se permite incorporarse.

Sus ojos todavía luchan por sacudirse de encima el agua cuando repara en algo que la paraliza.

Hay una sombra junto a ella, tan cerca que podría tocarla con solo estirar los brazos.

El recelo inicial se torna alegría cuando los rasgos se dibujan. Esa mirada es inconfundible. Ese cabello, esa sonrisa… Es él. Ha bajado del cielo para concederle lo que con tanta fuerza ha perseguido. Hoy, por fin, lo ha hecho bien.

—Gracias —balbucea Arantza sintiendo que las lágrimas le abrasan los ojos.

Tanto tiempo viviendo solo por ser madre y sus ruegos por fin han sido escuchados.

El visitante no responde. Se limita a acercarse sin mutar un ápice la expresión serena de su rostro.

Arantza llora de felicidad cuando esas manos la cogen por la nuca y la empujan de vuelta al agua. Dios te salve, María, llena eres de gracia… No opone resistencia ni siquiera cuando su cuerpo convulsiona, obligándola a respirar. El señor es contigo… No va a fallar, esta vez va a conseguirlo. Bendita tú eres entre todas las mujeres… Nota cómo el agua invade sus fosas nasales y se abre paso hacia los pulmones, inundándolos. Y bendito es el fruto de tu vientre… Por primera vez desde que comenzara con el ritual, siente un calor extraordinario en su pecho. Ruega por nosotros, pecadores… Nunca había experimentado una plenitud semejante. Ahora y en la hora de nuestra muerte… La tensión de sus músculos cede mientras su conciencia se desliza lentamente hacia una dimensión desconocida. Amén.

Capítulo 2

2

Lunes, 3 de mayo de 2021

Santiago el Menor y San Felipe, apóstoles

—Menuda mierda —protesta Cestero.

La única respuesta de Aitor es un suspiro.

—Me hice policía para ayudar a la gente, no para joderles el día —insiste la suboficial.

Acaban de detener el coche patrulla en pleno paseo, sobre la acera. Las miradas de las decenas de personas que ocupan el pretil van girándose hacia ellos. En ellas se lee fastidio. En todas. Y en algunas se suma un punto de desafío e incluso de desprecio.

—¿Vamos? —pregunta Aitor abriendo la puerta del copiloto.

Cestero pasa revista a su uniforme. Todo está en su sitio, incluida el arma reglamentaria, las esposas, la porra… Por último, se coloca la gorra y sale del vehículo.

El aire del mar, cargado de yodo, trata de abrirse paso a través de la mascarilla. Corre una ligera brisa que no logra enfriar los rayos de sol que caen a plomo desde un cielo sin nubes. Hace un tiempo ideal para disfrutar de esas primeras horas de la tarde de un lunes de primeros de mayo. Los surfistas, que cabalgan las olas ahí abajo, en la playa de la Zurriola, se llevan la palma, aunque a la suboficial le gustaría más cambiarse por alguno de los muchos que ocupan el murete que separa el paseo del arenal. Grupos de jóvenes del instituto cercano, lectores solitarios, trabajadores con su fiambrera y hasta alguna pareja que se besa con la pasión de las primeras veces…

—Ya me dirás qué pintamos aquí —murmura por lo bajo mientras comienzan a caminar junto a ellos para hacerse ver.

—Va, Ane, tenemos que hacer cumplir las normas. Es nuestro trabajo —replica Aitor en tono resignado.

Cestero se detiene ante un grupo de chicos menores de edad. Comienza el baile.

—¿Y tu mascarilla? —le pregunta a uno de ellos.

El joven la reta con la mirada. Son solo unos instantes. Los mismos que tarda en recordar que puede regresar a casa con una multa.

—Estaba comiendo —alega mostrándole el envoltorio de un bocadillo.

—Tienes que ponértela.

—¿Y cómo hago para comer?

Cestero traga saliva. Todos los días la misma historia. ¿Cuándo acabará la maldita alerta sanitaria? Aforos, mascarillas, distancias de seguridad… Medidas que cambian de semana en semana, de ola en ola, profundizando el malestar de una ciudadanía agotada y harta de no saber si algún día podrá recuperar su vida.

—Para comer te la quitas, pero si has terminado te la pones —interviene Aitor en tono cortante.

El gesto de fastidio del chico mientras se coloca la mascarilla viene acompañado de risitas de sus amigos, que se acentúan en cuanto los ertzainas se dan la vuelta para continuar su camino. Alguna mueca burlona o gesto soez, como de costumbre. Mejor hacer oídos sordos.

Conforme se acercan a otros grupos las mascarillas se materializan como por arte de magia. El uniforme hace milagros. Mejor así. No están en ese rincón del donostiarra barrio de Gros para enfrentarse a los ciudadanos, sino para hacer que se cumplan las medidas decretadas por las autoridades sanitarias.

—Hay mucha gente, ¿no? —plantea Aitor.

Cestero asiente. No hay mucha, hay demasiada.

—Para un día que hace bueno…

Sin embargo, sabe qué significa el comentario de Aitor. Debería adoptar medidas, pero no quiere ni planteárselo. En su lugar, se dirige a un grupo de veinteañeras.

—¿Sabes que tienes que fumar a un mínimo de dos metros de la persona más cercana?

La chica que sostiene el cigarrillo dibuja una mueca de sorpresa. Es fingida, claro, por supuesto que conoce la norma. Nadie habla de otra cosa que no sean normas sanitarias estos días.

—No lo sabía.

—Pues ahora ya lo sabes —zanja Cestero.

—¿Y vuestra mascarilla? —añade Aitor señalando a sus amigas.

—Estamos bebiendo —apunta una de ellas mostrándoles una lata de cerveza.

La suboficial se muerde el labio. Si en lugar de estar de servicio estuviera con su cuadrilla haría lo mismo.

—Está prohibido consumir alcohol en la vía pública —indica con poca convicción.

La joven resopla mientras busca en el bolsillo su mascarilla. Hay reproche en su mirada, pero opta por no discutir.

—Terminadlas rápido —concede Cestero.

El paseo continúa. Tras llamar la atención a unas chicas que meriendan sin respetar distancias de seguridad, les toca dar la orden de dividirse a otros que superan la cantidad de personas permitidas por grupo…

Cuando regresan al coche patrulla ninguno de los dos ertzainas mira atrás.

—Esto es absurdo —se lamenta la suboficial.

Aitor no responde. No hace falta.

—Está sonando tu móvil —advierte señalando el bolsillo de Cestero.

—Vaya oído tienes —apunta la suboficial. Después pone cara de fastidio—. Es el jefe… Suboficial Cestero, dígame.

La voz que llega del otro lado no pierde el tiempo en saludos.

—Nos ha llamado un vecino para quejarse. Dice que el muro de Sagües parece la Gran Vía madrileña en plena Navidad.

—Hay gente —corrobora Cestero maldiciendo para sus adentros al delator. Está harta de todos esos policías de balcón.

—¿Se superan los aforos?

La suboficial recorre el pretil con la mirada. Todos los amonestados han vuelto a las andadas y se han olvidado ya de la presencia policial. Hay cigarrillos en algunas manos, mascarillas por debajo de la nariz y ni hablar de distancia de seguridad.

—Probablemente.

—No me vale. Sí o no. Que luego empiezan a circular vídeos y nos cae la bronca.

—Diría que sí —reconoce Cestero.

—Precintad la zona.

Ane siente la tensión en sus maxilares. Ella quería detener a asesinos, luchar contra los maltratadores —se dice mientras su mano izquierda acaricia la placa que la identifica como ertzaina—. Qué desperdicio usarla para enviar a sus casas a unos chavales que comen un bocata al aire libre.

—¿Y qué hacemos con la gente? ¿La sacamos a porrazos? ¡Solo están tomando el sol y respirando aire puro! —suelta con rabia.

—Precintad la zona inmediatamente. No quiero que las redes se llenen de fotos de aglomeraciones en un lugar que nos compete vigilar —escupe el auricular antes de que el jefe de operaciones corte la comunicación.

—Qué locura —lamenta Aitor adivinando la orden que acaban de recibir.

—Te juro que estoy por mandar a la mierda este trabajo y sentarme aquí con ellos a beber cervezas y fumar porros. Estoy harta de todo esto —zanja Cestero antes de activar el megáfono del coche patrulla—. Atención, vamos a proceder al desalojo de la zona por exceso de aforo. Rogamos abandonen el lugar inmediatamente.

Al principio no se mueve nadie. Solo después de repetir la orden con alusiones a las consecuencias de la desobediencia comienzan a retirarse algunos grupos.

Llega algún grito. Fascistas, cómo no.

—Ahora es cuando algún imbécil nos tira una botella y tenemos que pedir refuerzos —lamenta Aitor.

Cestero vuelve a activar el megáfono. Se dispone a dar un ultimátum, pero no tiene tiempo. Su teléfono está sonando otra vez. El oficial al mando querrá asegurarse de que el desalojo se está llevando a cabo.

—Estamos haciéndolo, joder —anuncia Cestero a regañadientes.

—¿Qué dices? ¿Ane? ¿De qué hablas? —contesta su interlocutor.

La suboficial se aparta el aparato de la oreja y comprueba que esta vez no se trata del jefe de operaciones. No, es Madrazo, el oficial que dirige la Unidad de Investigación en la que acostumbraba a trabajar. Hasta que estalló la pandemia y todo el organigrama de la Ertzaintza saltó por los aires.

—Perdona. Me pillas desalojando el muro de Sagües.

—Qué dices… Menuda locura… ¿Sois muchos?

—Aitor y yo. Si no nos sacan de aquí a pedradas será un milagro.

—Pues vais a tener que dejarlo —informa Madrazo—. La Unidad de Homicidios de Impacto tiene trabajo.

Capítulo 3

3

Lunes, 3 de mayo de 2021

Santiago el Menor y San Felipe, apóstoles

No hay niebla. Tampoco lluvia persistente. Ni siquiera sirimiri. Solo la sombra de las paredes de roca que estrangulan el desfiladero de Jaturabe y unos tímidos rayos de sol que acarician las copas de los árboles más altos. Sin embargo, Cestero no se siente bienvenida. El paisaje atenaza su garganta: un territorio duro, de roca y de agua, de silencios y creencias milenarias.

—No me gusta este sitio —apunta Aitor mientras ella acelera aprovechando una de las escasas rectas de la carretera.

La suboficial no responde. A ella tampoco.

Una vieja central hidroeléctrica abandonada es lo primero que sale a su encuentro. Después las paredes se estrechan más y más, como si quisieran impedir el paso del coche patrulla. El sol ya ni se intuye. El termómetro del salpicadero muestra el descenso de la temperatura exterior.

—¿Has visto? —inquiere Aitor señalando a lo alto.

Cestero asiente. Esos buitres que sobrevuelan la garganta no son el mejor augurio. Aunque tampoco es una sorpresa. Les han avisado de que no van a encontrar una escena agradable.

—Mira, el pantano. —Es la referencia que les han facilitado para localizar el escenario del crimen.

Ni siquiera la presencia de la lámina de agua es capaz de dotar al paisaje de una pizca de calidez. Al contrario. Son aguas negras, encajonadas en un mundo angosto donde apenas queda espacio para el aire y la luz.

Un vehículo policial se encuentra estacionado muy cerca.

—Julia no ha llegado aún —comenta Cestero tras comprobar que el coche de la integrante vizcaína de la Unidad Especial de Homicidios de Impacto no se cuenta entre los aparcados a la orilla de la carretera.

—Suboficial Cestero, UHI —se presenta dirigiéndose a los dos ertzainas que cortan el paso.

Los agentes la observan extrañados de arriba abajo. No es habitual que los integrantes de las unidades de investigación vistan de uniforme. Sin embargo, no hacen preguntas. Se limitan a señalar un sendero que trepa con fuerza.

—Allá arriba. Es terrible. No sé si habréis visto algo así antes… —resume uno de ellos con una mueca de desagrado—. Ánimo.

Cestero respira hondo mientras sube con Aitor al encuentro con el horror. La gravilla del suelo protesta bajo sus pisadas, se suma al susurro lejano de alguna cascada y a los graznidos de los cuervos que anidan en los cortados.

Una construcción les sale al paso cuando apenas llevan un par de minutos caminando. Se trata de una casa de dos alturas, con la pared de roca como fachada posterior y aspecto de haber vivido mejores tiempos. Unos pasos más allá, otros dos ertzainas los saludan.

—Agente Lasaga. Oihana Lasaga —se presenta la más joven.

—Aritzeta —añade el otro mientras le hace un gesto para que sea ella quien los acompañe. Él tiene suficiente con lo que ha visto.

—Por aquí —señala Lasaga guiándolos hasta las escaleras de piedra que conducen al interior de la cueva de Sandaili. Todavía no ha subido un solo peldaño cuando se detiene ante un pilón de piedra del tamaño de una bañera y la observa de reojo—. Esta es solo la primera parte.

Cestero siente que se le revuelven las tripas al ver el amasijo de vísceras flotando en el agua. Sus conocimientos de anatomía son exiguos, pero suficientes para reconocer unos pulmones y un intestino larguísimo. ¿Es el hígado esa parte más oscura? Parece mentira que todo eso pueda caber en un cuerpo humano.

—Joder… —exclama sintiendo que le cuesta respirar.

—Es espantoso —musita Aitor.

La suboficial repara en unas ropitas de bebé que cuelgan de la roca, junto al pilón. Ofrecen un contrapunto extraño en plena escena del crimen.

—¿Y esto…? Nos habían hablado de una mujer. ¿No habrá también…? —Le cuesta terminar la pregunta. Cualquier víctima cuenta, cualquiera es dolorosa, pero los casos de niños asesinados resultan insoportablemente duros.

—No, no, tranquilos. Es probable que no tenga que ver con el crimen. La tradición atribuye propiedades mágicas a estas aguas —explica la agente—. Las mujeres de la zona acudían a esta cueva a practicar rituales de fertilidad.

—¿Acudían? Esta chaquetita de punto parece reciente —apunta la suboficial.

Lasaga se encoge de hombros.

—Las chicas que no lograban quedarse embarazadas venían y se sumergían en la pila. —Cestero observa que continúa hablando en pasado—. Son creencias de antes. Al menos yo no conozco a nadie que continúe haciéndolo hoy en día.

La suboficial introduce la prenda en una bolsa de pruebas. Ella no tiene tan claro que no tenga relación con lo sucedido.

—¿De dónde eres? —pregunta Aitor.

—De aquí, de Oñati —responde Lasaga.

Cestero señala hacia el interior de la cueva.

—¿Seguimos?

—Sí. Si no os importa, os espero aquí —se disculpa Lasaga.

Los peldaños pesan. Se diría que son más altos de lo habitual. Cestero tiene suficiente con lo que acaba de ver en esa pila, es capaz de imaginar el resto, pero es la responsable de la Unidad de Investigación y no quiere dejar eso en manos de otros. Después de un año en el que la muerte se ha transformado en gráficas y estadísticas repetidas hasta la saciedad por los medios de comunicación, es hora de volver a ponerle cara.

—¿Preparado? —pregunta cuando están a punto de alcanzar el último escalón.

—Nunca se está preparado.

Cestero suspira. Aitor tiene razón. Nadie lo está para asomarse a situaciones que superan cualquier límite imaginable. Y la de esta tarde es claramente una de ellas.

La cueva de Sandaili toma forma a medida que penetran en ella. La linterna despierta sombras extrañas al toparse con las estalactitas. Hay gotas de agua que se desprenden aquí y allá, en busca de los charcos que pueblan el suelo.

La mirada de la suboficial busca a la víctima, pero recala en una ermita construida en el interior de la oquedad. San Elías. Eso que cuelga de su puerta parece otro pijamita de bebé.

—También es reciente —comenta entregándole a Aitor una bolsa de pruebas para que lo recoja—. Diga lo que diga la agente Lasaga, esos ritos antiguos han regresado a esta cueva.

El enrejado de la puerta permite ver el interior del templo. San Elías preside un altar sencillo, ante el que alguien depositó algún día velas y lamparillas de aceite que el tiempo ha consumido.

Más allá reina la oscuridad. La única galería se adentra en las entrañas de la tierra. La mano de la ertzaina busca el teléfono móvil para encender la linterna cuando se da cuenta de que no lo necesita.

El cadáver se encuentra sobre una de las mesas de piedra dispuestas junto a la ermita, allí donde todavía alcanza la luz natural. Huele a sangre, a carne fría. A carnicería.

La mano que se apoya en su espalda la hace dar un respingo.

—La han vaciado —murmura cuando comprueba que se trata de Aitor.

—Cuesta creer que alguien sea capaz de hacer algo así —apunta su compañero con un hilo de voz—. ¿Alguna vez…?

—No, nunca —le interrumpe Cestero—. He visto cosas horribles, pero esto jamás.

La víctima está abierta en canal, tumbada boca arriba. El torso y el abdomen muestran un vacío absoluto, despojados de todo órgano. Hay sangre por todos lados. Mucha sangre.

—Espero que muriera antes de… esto —comenta Aitor acercándose al rostro de la víctima—. ¿Cuántos años tendrá?

—Treinta y ocho —responde la suboficial—. Creía que te lo había dicho, perdona. Es Arantza Muro, de aquí, de Oñati. Han encontrado la cartera entre sus ropas. El robo no parece el móvil del crimen. —Conforme lo dice, Cestero se siente absurda. Por supuesto que no la han matado para robarle. La brutalidad de la escena apunta a un crimen de odio con una importante carga ritual.

Aitor estira la mano hacia los ojos abiertos de la víctima.

—No la toques —le advierte la suboficial. También ella ha estado tentada de cerrárselos. Es espantoso verla mirando al techo de piedra, como si pudiera atender a la conversación que tiene lugar junto a ella—. El más mínimo contacto podría contaminar pruebas.

—Lleva las bragas puestas —señala su compañero—. El móvil sexual también se cae. A no ser…

—A no ser que se las hayan puesto precisamente para que lo descartemos. Lo comprobaremos en la autopsia —termina Cestero mientras comprueba que se trata de un biquini. Las flores de hibisco azules destacan sobre un fondo blanco completamente ensangrentado—. Creo que nuestra víctima ha sido atacada mientras practicaba el ritual de fertilidad.

—La agente Lasaga ha dicho que hace mucho que ya no se practica.

—Y, sin embargo, ahí están esas ropas de bebé para contradecirla. Y la víctima.

Aitor asiente.

—Por eso su propia ropa se encuentra junto a la pila. Quien le ha hecho esto la ha sorprendido mientras se sumergía en el agua.

—Una víctima fácil. Desvalida —resume Cestero—. Hay que ser cobarde y muy hijo de puta.

Capítulo 4

4

Lunes, 3 de mayo de 2021

Santiago el Menor y San Felipe, apóstoles

Cuando la escalera los devuelve al exterior, a esa antesala de la cueva donde Arantza Muro ha sido sorprendida mientras se bañaba, hay una mujer junto a la pila. Viste con vaqueros y sudadera y observa el agua ensangrentada con las manos en la cara.

—¡Julia! Cuánto tiempo… —saluda Cestero.

Sigue igual que siempre. A sus cuarenta y pocos años, la integrante vizcaína de la UHI continúa teniendo ese físico envidiable de quien hace deporte cada día. Porque llueva o truene, Julia no perdona su hora larga de surf cuando despunta el alba. Ni su baño nocturno antes de acostarse. Precisamente el contacto diario con el salitre y el sol le brinda a su melena unas mechas californianas que asoman levemente por la capucha. Tampoco su carácter parece haberse endurecido. Cuando Julia se gira hacia la voz de su compañera, tiene los ojos llorosos.

—¿Qué locura es esta?

Antes de darle una respuesta, Cestero se funde con ella en un abrazo reñido con todos los protocolos sanitarios.

—¿Cómo estás?

—Bien… hasta que he visto esto —reconoce Julia—. ¿Dónde está la víctima? ¿Arriba?

—No es necesario que subas. De hecho, mejor si no lo haces —le recomienda la suboficial arrugando la nariz. Quiere ahorrarle el sufrimiento de contemplar la escena del crimen de Arantza Muro.

—Tengo que verlo —insiste la agente.

Aitor la coge del brazo.

—No, Julia. Ya nos hemos encargado Ane y yo.

La vizcaína todavía duda unos instantes. Finalmente tira la toalla.

—Está bien. Vosotros ganáis.

Cestero repara en un tipo sentado contra la pared. La mirada perdida, una manta térmica sobre los hombros. La agente Lasaga está agachada junto a él y le pasa la mano por el hombro, trata de reconfortarlo.

—¿Es quien ha descubierto el cadáver? —pregunta acercándose.

—Sí —responde la de Oñati—. Es mi primo. Se llama Gaizka. Gaizka Iriarte. Estaba escalando cuando se ha encontrado todo esto y me ha llamado para dar aviso. Mientras Cestero se acerca a él trata de calcularle la edad. ¿Veinticinco? ¿Treinta quizá?

—Buenas tardes. Soy la suboficial Cestero, responsable de la investigación. ¿Puedo hacerte algunas preguntas?

Gaizka asiente sin abrir la boca.

—¿Conocías a la víctima?

—Aquí de vista nos conocemos todos. Oñati no es muy grande. —El escalador se lleva la mano a la frente y alza una mirada herida hacia Cestero. Tiene unos bonitos ojos negros, que ligan bien con el flequillo moreno que se asoma despeinado a su frente—. ¿Qué coño ha pasado aquí?

Cestero toma unas primeras notas en su libreta.

—Eso nos disponemos a averiguar. ¿Qué hacías tú en Sandaili?

—Escalar. Viene todos los días —aclara su prima, que se gana un gesto de desaprobación por parte de la suboficial. ¿Por qué contesta ella en lugar del testigo?

—Sí, vengo bastante —corrobora Gaizka—. Hoy he hecho dos vías en la zona de la central eléctrica abandonada y pretendía escalar otra que arranca de aquí cuando eso ha llamado mi atención… —Su mano señala la pila de piedra—. Al principio he pensado que era una gamberrada, que se trataría de alguna oveja o algo así… Joder, ¿qué cojones le han hecho?

—¿A qué hora has comenzado a escalar? ¿Cuándo has encontrado el cadáver?

El escalador consulta su teléfono móvil.

—He llamado a mi prima a las cuatro y cuarenta y dos minutos. Acababa de descubrirlo. Y por la zona me encontraría desde las dos y media. Más o menos. He salido de clase a las dos y tenía las cuerdas en el coche. Lo que haya tardado en llegar desde Arantzazu. Un cuarto de hora o así.

—¿Clases en Arantzazu? —inquiere Cestero pensando en el santuario que ocupa el rincón más perdido de las montañas de Oñati. Sabe que en su día hubo un importante seminario allí, pero creía que llevaba años cerrado.

—Cerca de allí. Soy alumno de la escuela de pastores.

—¿Has oído algo fuera de lo normal? ¿Has visto algo que te haya llamado la atención?

Gaizka niega con la cabeza, pensativo.

—Desde ahí arriba se tiene que ver todo. —Cestero levanta la cabeza en busca de la pared de roca—. Habrás visto coches, excursionistas…

—Llevo pensando en ello desde que he llamado a mi prima… Me gustaría decirte lo contrario, pero no tengo ni idea. Cuando estoy escalando somos la montaña y yo. Por eso me gusta este deporte. No pienso en nada, desconecto de todo. ¿Si he oído coches pasar por la carretera? Seguro que sí, pero no les he prestado ninguna atención. Además, un poco más adelante está el barrio de Araotz, y, aunque son solo unos cuantos caseríos, hay movimiento. Van y vienen, no sé si me explico.

—Perfectamente —reconoce Cestero. A ella también le gusta escalar y es precisamente esa sensación de desconexión, de comunión total entre la roca y sus músculos, la que la cautiva—. ¿Sabías que en esta cueva se llevaban a cabo rituales de fertilidad? —Gaizka asiente—. ¿Has visto en alguna ocasión a la víctima practicándolos?

—No, pero últimamente encuentro ropas de niño colgadas por ahí y eso es señal de que hay quien viene a hacerlos. Después de introducirse en la pila, las mujeres que quieren tener críos dejan ropitas de bebé por aquí. Si sus deseos se cumplen, vienen a entregar limosna a San Elías y se llevan las ropas que dejaron… O eso se ha contado siempre… No sé, tradiciones de por aquí… Cada pueblo tendrá las suyas.

—Pero ya no se hace, son cosas de antes —interviene la agente Lasaga.

Cestero vuelve a mirarla, molesta con sus intervenciones. Gaizka se encoge de hombros.

—Es verdad que antes era más frecuente. Cuando veníamos de críos siempre había chaquetitas y arrullos. Después dejaron de verse, pero ahora han vuelto. No es la primera vez que encuentro cosas de niño en los últimos meses. Supongo que esta maldita pandemia ha removido muchas cosas, también las viejas creencias.

Cestero toma nota de ello. Tal vez se trate de una casualidad, pero cualquier cambio reciente puede resultar trascendente en la investigación de un crimen.

—¿Y qué puedes decirme de la víctima? —La suboficial consulta sus propios apuntes—. Arantza… Arantza Muro. ¿Era la primera vez que la veías por aquí?

—No. Me he cruzado con ella alguna otra vez. La semana pasada o la anterior la vi por la zona. Y antes también. No decía mucho. Saludaba y poco más. Era amable. —Gaizka se dirige ahora a su prima—. ¿Esta chica no estaba casada con Iñigo Udana?

Lasaga asiente con gesto serio.

—Ya verás cuando le comuniquemos lo sucedido. —La agente se gira hacia Cestero—. Es concejal.

—Y no el más popular precisamente —añade el escalador.

Cestero lo apunta en mayúscula.

—¿A qué te refieres?

—Política local —aclara su prima restándole importancia—. Ya sabes… No es fácil contentar a todos los vecinos de un pueblo.

Gaizka abre la boca para añadir algo, pero su mirada se posa en la pila ensangrentada y opta por volver a cerrarla. No es el lugar ni el momento de hablar mal de alguien que acaba de perder a su pareja.

La suboficial cierra su libreta. Tiene suficiente. Por ahora.

—Hemos terminado. Si has tomado fotos, bórralas, por favor.

Uno de los policías que cortaban el paso desde la carretera llega en ese momento.

—Ahí abajo hay una señora que dice que vive aquí.

Cestero y sus compañeros intercambian una mueca de extrañeza.

—En esa casa. —La agente Lasaga señala el edificio adosado a la roca que custodia la entrada a la cueva—. Ahí vive la serora.

—¿Quién? —pregunta Julia.

—La serora es la guardiana de San Elías, algo así como una ermitaña —aclara la de Oñati.

—¿Y vive aquí? —se interesa Cestero antes de dirigirse al policía que ha anunciado su llegada—. Que suba. Tendremos que hablar con ella.

—¿Puedo ir a vestirme? —les interrumpe Gaizka—. Empieza a hacer frío.

La suboficial consulta con la mirada a sus compañeros. Ninguno tiene más preguntas para el escalador.

—Claro. Puedes irte. Si necesitamos algo más, contactaremos contigo.

Gaizka asiente mientras dobla la manta térmica para devolvérsela a los ertzainas. La visión de sus brazos, bronceados y de músculos cincelados al detalle, le resta vulnerabilidad. Ya no es el chico abatido que aguardaba el interrogatorio hecho un ovillo sobre sí mismo.

Conforme desciende hacia la carretera se cruza con la serora, que llega con la cara desencajada. No hay saludos entre ellos, ni siquiera se dirigen la mirada.

—¿Qué ha pasado? —inquiere la mujer deteniéndose ante esa casa que parece abandonada y que de no ser porque se apoya en la propia pared de roca habría sucumbido al paso del tiempo.

—¿De dónde viene? —pregunta Cestero.

—Del pueblo. —Mientras responde, la señora comprueba que la puerta no ha sido forzada.

—¿Ha oído o visto algo que haya llamado su atención? ¿Algo fuera de lo normal?

La mujer sacude la cabeza. Lleva un pañuelo cubriéndole el cabello, como esas viudas de antaño. No es lo único negro en ella, porque viste de luto de la cabeza a los pies. Hasta sus ojos son negros. Negros y pequeños.

—¿No van a explicarme qué ha ocurrido?

—¿Le importa si mis compañeros echan un vistazo a su casa?

—Pero dígame qué está pasando aquí —responde mientras abre con llave para que Julia y Aitor se pierdan en el interior.

—¿Qué ha ido a hacer al pueblo?

La mujer dirige la mirada a las bolsas de plástico que ha dejado junto a la puerta. De una de ellas asoma un paquete de papel higiénico.

—He salido a comprar. Dicen que igual vuelven a meternos a todos en casa y no he querido que esta vez me pille por sorpresa…

Cestero toma algunos apuntes en la libreta antes de continuar.

—¿A qué hora ha salido de aquí?

—A las tres. Estaba empezando el telediario —dice la señora sin pensarlo—. Han dado la noticia de que la cosa se estaba poniendo muy fea y me he dicho: Pilar, ve a la compra antes de que se agote todo. La otra vez…

—¿Recuerda si se ha cruzado con alguien cuando se iba? ¿Había algún vehículo estacionado por aquí?

La mujer comienza a negar con la cabeza, pero pronto se detiene en seco y hace un movimiento afirmativo.

—Cuando he cogido el coche llegaba una chica que viene por aquí últimamente. Pobre… Está un poco desorientada.

Cestero frunce el ceño.

—¿A qué se refiere?

—Supersticiones antiguas. —La mano de la serora señala el lugar donde flotan las vísceras de la víctima. Desde donde se encuentran no alcanza a verse su contenido mortal—. ¿Ha visto esa pila de ahí?

—Me temo que sí —reconoce la suboficial.

Pilar la observa unos segundos sin comprender. Después se lleva una mano a la boca. A pesar de la mascarilla con la que se protege, Cestero sabe que la tiene abierta de par en par.

—¡Ay, Dios mío! Pobre cría… Si es que se la veía tan perdida… ¡Creer en esas herejías! Yo sabía que esos baños en pleno recinto sagrado tendrían sus consecuencias. Ofensas así nunca salen gratis.

—¿Ha hablado con ella? ¿La ha visto preocupada por algo?

—No. Yo ya estaba dentro del coche cuando ha aparecido en su moto. Una roja. —Un suspiro se cuela en su narración. Un suspiro y una mueca de pena—. ¿Cómo ha sido?

—¿Y anteriormente había hablado con ella?

—Solo en una ocasión. Hará un par de semanas. La reconvine por andar desnuda por la cueva. Esto es un lugar sagrado, una ermita.

—¿Qué le respondió ella?

—Que unos pechos no deberían escandalizar a nadie —dice la serora santiguándose.

—¿Y eso es todo?

—Sí. Después de aquello yo me metía en casa si la veía aparecer. No me sentía cómoda. La había advertido de que no estaba obrando bien y continuaba haciéndolo…

El bolígrafo de Cestero echa humo sobre el papel.

—¿Venía a menudo?

—Un par de veces a la semana, o quizá tres.

Aitor y Julia emergen del interior de la casa y hacen un gesto negativo. No han encontrado prueba alguna del crimen.

—Está bien —indica la suboficial dando por cerrada la toma de declaración—. Puede entrar a casa, aunque será mejor que deje la compra en su sitio y se vaya a dormir donde algún familiar. Aquí habrá movimiento; primero buscaremos pruebas y después vendrán las brigadas de limpieza. Mejor si no se encuentra usted por la zona, no será agradable.

La mujer sacude la cabeza ostensiblemente.

—Mi lugar está aquí. Soy la serora, la custodia de la ermita de San Elías. No seré yo el capitán que abandona el barco ante un contratiempo.

Capítulo 5

5

Lunes, 3 de mayo de 2021

Santiago el Menor y San Felipe, apóstoles

Dos torres achaparradas, de apenas tres pisos de altura, enmarcan un cuerpo central ligeramente más bajo. Brotan cables de la fachada principal y a un lateral llegan unos tubos metálicos que bajan de la montaña y cruzan sobre el río que baña los cimientos del edificio. Al ruido propio del cauce se suma un zumbido continuo. No es desagradable, pero se hace notar. Es la turbina.

Cestero se detiene ante la puerta con cierta aprensión. Y no es por el sonido ni por el aislamiento del lugar, perdido en lo más profundo de un valle apenas habitado. No, no es por eso. ¿Qué más da una casa adosada, un piso o esa central hidroeléctrica aislada cuando se trata de dar la noticia del asesinato de un ser querido?

De todas las labores que le toca desempeñar en su trabajo, informar a los familiares es la que más detesta. Le resulta más sencillo enfrentarse a una espantosa escena del crimen o a una persecución pistola en mano que al desconcierto y la desolación de quienes acaban de perder a alguien.

Su mano va a parar al timbre. El interfono cuenta solo con dos botones. El logotipo de Saltos de Oñati en el inferior le hace pulsar el de arriba, donde una única palabra indica que se trata de la vivienda. No quiere dilatarlo más, de nada sirve continuar anticipándose a la reacción que tendrá Iñigo Udana, el marido de la víctima de Sandaili.

Una lucecita verde indica que la cámara se ha conectado. Cestero se imagina a sí misma en una pantalla monocroma de calidad escasa y alza la mano a modo de saludo.

—Ertzaintza —anuncia acercándose al aparato.

No hay respuesta, pero la puerta se abre de inmediato para mostrarle a un hombre arrasado por el dolor.

—Es ella, ¿verdad?

Cestero titubea. No esperaba algo así. Ha ido directa de Sandaili al domicilio familiar. ¿Cómo es posible que conozca ya la noticia?

—¿Disculpe? —pregunta desconcertada.

—¿Quién ha sido? —Las lágrimas de Udana resaltan esas líneas de expresión que surcan su frente. Su aspecto le dice que es por lo menos diez años mayor que su mujer. Quizá incluso sean veinte… Sí, debe de rondar los sesenta. Viste una camisa bien planchada y unos pantalones de pinzas. Y unos zapatos lustrosos, que parecen listos para acudir a una boda. Huele a recién salido de la ducha—. Es horrible… Mi Arantza no merecía algo así. Han dejado tirados sus órganos en ese pilón como si fueran unos malditos trapos viejos. —Su gesto se rompe por completo, igual que esa voz que apenas logra brotar de su garganta.

—¿Quién le ha explicado todo eso?

Udana levanta hacia ella una mirada herida.

—¡Lo he visto! —exclama señalando hacia el interior de la casa.

La suboficial no comprende a qué se refiere.

—¿Ha estado allí?

El marido sacude la cabeza.

—No. Claro que no. Está en la tele.

Cestero siente que se le eriza el vello de la nuca mientras teclea el nombre de Sandaili en el móvil. El buscador tarda, la cobertura no es buena, pero le devuelve inmediatamente un vínculo a un canal de televisión que anuncia imágenes exclusivas. Y allí está, claro, la pila con los órganos de Arantza Muro.

—Lamento que se haya enterado de esta forma —balbucea—. No debería haber ocurrido.

—Arantza tenía previsto subir a Sandaili después de comer. Llevo llamándola desde que han dado la noticia y no me responde al teléfono… —Una mueca de dolor interrumpe su testimonio—. Sabía que era ella.

—Por lo que veo, usted conocía el paradero de su mujer. ¿Le importa si le hago algunas preguntas? Si no se siente preparado ahora, puedo regresar mañana… Y, si lo desea, aviso a un psicólogo para que le acompañe en este momento tan difícil.

—Lo único que deseo es que cojan a ese asesino y me lo traigan para hacerle yo lo mismo —solloza haciéndose a un lado—. Pase. ¿Qué quiere saber?

Cestero le sigue al comedor. Un ventanal grande se asoma al río, al que vierte en forma de cascada el poderoso torrente que ha hecho girar previamente la turbina. Más allá, en la ladera de enfrente, un par de docenas de ovejas se alimentan en el complicado equilibrio de unos pastos encaramados a un paisaje que no conoce de terrenos llanos. El mobiliario del salón es tan blanco como las paredes, un espacio que invita al relax y que está presidido por una gran lámina de buda en tono plateado. Dos brotes de bambú rematados en espiral ponen el toque vegetal a ambos lados de un televisor tan grande como una pantalla de cine. El sonido está desconectado, de romper el silencio se ocupa el zumbido que llega de la central, pero el rótulo que subraya la mesa de una tertulia habla de carnicería en Oñati. Un recuadro lateral muestra la fotografía que ha visto Cestero en el móvil, esa en la que hace apenas unos minutos ha podido introducirse para observarla desde todos los ángulos imaginables. Agradece que la televisión no sea capaz de trasladar los olores, porque esa sopa sangrienta resultaría aún más insoportable.

—Hijos de puta —masculla cuando la imagen secundaria pasa a ocupar el plano principal. El zoom acerca a todos los hogares las vísceras de la mujer muerta. Las han pixelado con desgana: lo justo para alimentar el morbo de la audiencia mientras fingen sensibilidad hacia la víctima y sus espectadores. Cestero coge el mando a distancia y lo dirige hacia el televisor—. Si no le importa, voy a apagarlo.

Udana se encoge de hombros mientras se seca las lágrimas con el dorso de la mano.

—Yo sabía que esto le haría daño, pero no imaginaba algo así —dice entre sollozos.

—¿A qué se refiere?

—A esos baños en Sandaili. Vivimos en el siglo XXI. ¿Qué sentido tiene ir a meterse en un pilón cuando existen las clínicas de fertilidad? Si ya sabíamos cuál era el problema, ¿por qué no afrontarlo como corresponde?

—¿Usted no estaba de acuerdo en que realizara esos rituales en la cueva?

—Por supuesto que no. Tengo dinero. Solo necesitábamos ir a una buena clínica y someternos a tratamiento. No somos la primera pareja a la que le sucede algo así. Pero no, ella tenía que hacerlo a su manera. Siempre fue un tanto crédula con supersticiones de todo tipo: tarot, chacras, infusiones de hierbajos…, pero los meses de confinamiento terminaron por desconectarla del mundo real. No hubo manera de hacerla entrar en razón.

—¿Hace mucho que querían ser padres?

Udana coge un pañuelo de un dispensador y se suena la nariz antes de contestar.

—No tanto. Un par de años, quizá. Pero enseguida fue evidente que algo no iba bien. Arantza se negó a ir a un especialista y en su lugar empezó a buscar soluciones complicadas. Ya me dirá qué sentido tiene eso del poder mágico de una cueva. ¡Es agua de lluvia!

—Ha dicho que sabía que esos rituales le harían daño —recuerda Cestero.

—Claro. La estaban destrozando psicológicamente. Cuanto más los realizaba, más obsesionada estaba. Porque eso no le traía al hijo que buscaba, sino ansiedad y frustración. ¿Qué esperaba del agua que cae del cielo?

—¿Sabía alguien más que Arantza acudiría hoy a Sandaili?

El viudo aprieta los labios.

—No lo sé.

—¿Iba siempre a la misma hora? —continúa Cestero.

—Normalmente sí. Después de comer.

Cestero lo apunta antes de seguir con sus preguntas.

—Necesitaría hacerme una idea de quién era Arantza. ¿Tenía enemigos? ¿Problemas? Amenazas, cambios recientes de actitud… Cualquier detalle, por irrelevante que le parezca, podría sernos de utilidad para dar con su asesino.

—Entiendo —dice Udana—. Pero Arantza era una persona sencilla. Una mujer dulce, soñadora, de buen carácter aunque un poco ingenua. Por suerte, me enamoré de ella y le aseguré una vida cómoda y fácil. Sin preocupaciones. Nunca tuvo problemas con nada ni con nadie. Siempre se salía con la suya, en todo, hasta que se empeñó en lo de quedarse embarazada.

Las palabras del hombre terminan en un llanto que ahoga con un pañuelo y que Cestero respeta en silencio.

—¿A qué se dedicaba? ¿Trabajaba? —inquiere cuando Udana parece calmarse.

Él niega con la cabeza.

—Llevaba ocho años preparando unas oposiciones. Y ahora le había dado por eso del chocolate. Ella lo llamaba trabajo, pero ¿usted cree que vivía de eso? Vender bombones en una tienda para turistas en un pueblo que apenas es lugar de paso no es la mejor idea de negocio. Se lamentaba de que la pandemia había acabado con su proyecto antes de que echara a andar, pero, bueno, la realidad es que no lo necesitábamos. Por suerte contaba con mi apoyo, alguien que trabajaba sin descanso para que pudiera malgastar el tiempo en tonterías.

Cestero contiene a duras penas las ganas de darle una mala respuesta. No soporta el tono condescendiente y falsamente comprensivo con el que Udana se refiere a su mujer. Algo entre las líneas de su relato le permite intuir una discusión recurrente en la pareja a cuenta de eso.

—Y no ha notado nada extraño en su esposa durante los últimos días… —insiste.

Udana piensa la respuesta unos instantes.

—No —dice finalmente—. Arantza era la de siempre.

La suboficial calcula mentalmente la cantidad de mensajes que Arantza habría lanzado a su marido a lo largo de su matrimonio e imagina su frustración al comprender su incapacidad para ver más allá de sí mismo. Está tentada de dar por terminado el encuentro, pero sabe que todavía queda una pregunta por hacer. Los asesinos pertenecen al entorno inmediato de la víctima con demasiada frecuencia.

—¿Dónde estaba usted alrededor de las tres de esta tarde?

Udana cabecea lentamente con la mirada perdida.

—A esa hora estaba en el ayuntamiento. Y también antes y después. Soy concejal de Energía y Agenda Medioambiental. La semana que viene tenemos un pleno importante y últimamente me paso día y noche preparándolo.

—¿Hay alguien que pueda confirmar que estaba usted allí?

—Por las tardes no queda mucha gente en el consistorio… El conserje me habrá visto salir. Él siempre está en su garita.

Cestero apunta que habrá que preguntarle. Después levanta la mirada de la libreta.

—Gracias, señor Udana. Espero poder regresar pronto con la noticia de que tenemos al culpable. Y siento muchísimo lo de su mujer.

Capítulo 6

6

Lunes, 3 de mayo de 2021

Santiago el Menor y San Felipe, apóstoles

—Me hubiera gustado acogeros en otras condiciones, pero el maldito virus ha trastocado nuestras vidas.

Su voz es serena, igual que su mirada. Uno de esos hombres que dan la impresión de estar en paz consigo mismo. El oficial Madrazo estima que es lo que se espera del superior de un convento de frailes. Aunque no todo en él cumple los estereotipos. Viste unos tejanos negros y un polo liso de color azul marino. No es que su atuendo sea un canto a la alegría, pero dista mucho del hábito marrón con el que lo imaginaba.

—No se preocupe, fray Inaxio. No se me ocurre un lugar mejor —miente el oficial. En realidad las habitaciones gélidas que les ha mostrado el religioso resultan muy poco acogedoras, y el olor a humedad que flota en ellas indica que no han sido ventiladas desde hace tiempo. Y a pesar de ello, es más de lo que podían imaginar hace solo una hora, cuando han sabido que la hospedería monástica en la que esperaban alojarse se encuentra destinada íntegramente a enfermos de coronavirus que no disponen de un lugar en el que aislarse.

—Toda esta ala del santuario de Arantzazu está pendiente de reforma. Las habitaciones donde cumplen cuarentena los contagiados están renovadas. Hay algunas libres, podría meteros en ellas, pero nunca se sabe cuándo van a llegar nuevos enfermos. Y, además, no me gustaría que os contagiarais por nuestra culpa.

Madrazo comprende que el prior no se sienta cómodo con el lugar que les ha ofrecido. Pero todos los alojamientos turísticos de la comarca se encuentran cerrados por las restricciones sanitarias y el oficial no quiere que los miembros de la unidad tengan que regresar cada uno a su respectivo domicilio para estar de nuevo en Oñati a primera hora de la mañana.

—No necesitamos más, de verdad. Le estamos muy agradecidos.

Fray Inaxio se da por vencido.

—Si mañana todavía estáis aquí, os traeremos la cena —anuncia echando un vistazo de reojo a la bolsa de papel de una cadena de comida rápida que los ertzainas han llevado consigo—. No hace falta que malcomáis cada día… A nuestra cocinera no le cuesta nada preparar cuatro platos más si le avisamos con tiempo. Comida limpia, eso sí: pescado cocido y alguna verdura de guarnición, no esperéis grandes elaboraciones.

—Será estupendo —lo despide Madrazo con una sonrisa forzada. Está deseando que el fraile los deje a solas para poder hablar de sus asuntos—. Hasta mañana.

—Si Dios quiere —zanja aquel mientras se aleja por el pasillo. Sus pasos resuenan en el vacío del edificio hasta que la distancia los devora por completo.

—Parece el hotel de El resplandor —comenta Cestero.

Aitor suelta una carcajada.

—Gracias por darnos ánimos.

—Las vistas son una maravilla —discrepa Julia, logrando que todos se giren hacia esa ventana asomada a la montaña—. No me importaría retirarme aquí una semanita.

—Pues ya sabes: contágiate de covid y no tengas síntomas graves —bromea Cestero.

—No sé yo si a mí me dejarían venir. Vivo sola, me parece que esa excusa de que no puedo confinarme en mi propia casa no me serviría.

—Bien… ¿Qué tenemos? —inquiere Madrazo mientras retira el envoltorio de su cena.

—Una mujer asesinada y algún hijo de perra suelto por ahí —resume Cestero.

—Una crueldad extrema y una escenografía inquietante —matiza Aitor—. Mira que en la UHI hemos visto asesinatos macabros, pero lo de esta tarde en Sandaili lo supera todo.

—¿Sabemos algo más de la víctima? —continúa el oficial.

—Es una chica de Oñati: Arantza Muro. Treinta y ocho años; a priori no parece tener una vida de riesgo ni problemas con nadie.

—¿A qué se dedica?

—Hace chocolate. Tiene una tienda en la calle principal del pueblo.

—¿Chocolate? —interrumpe Madrazo.

—Su marido me ha dejado claro que no es más que un pasatiempo al que no podría dedicarse de no ser por él —apunta Cestero con gesto de desaprobación.

—¿Qué tal ha ido tu visita?

—Pues imagínate… Cuando he llegado estaba viendo las imágenes del escenario en una televisión gigante. Se ha enterado del asesinato de su pareja del modo más desafortunado posible —reconoce la suboficial.

Madrazo resopla.

—¿Sabemos algo de esto? ¿Quién tomó esas fotos? ¿Habéis hablado con la tele?

—Se escudan en el secreto profesional. No van a desvelarnos su fuente —anuncia Aitor.

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