El cuco de cristal

Javier Castillo

Fragmento

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Capítulo 1
Charles Finley
Steelville
Misuri
2017

Todos estamos hechos de cristal.

Las manos de Charles agarraban fuerte el volante mientras el coche avanzaba a toda velocidad por una carretera empapada que brillaba bajo la implacable tristeza de una luna menguante. No podía disimular el miedo que sentía.

Lloraba. Del mismo modo que se llora cuando has perdido la esperanza, como si el alma fuese un lago que se vertía desde los ojos. Había llegado un punto en que ni siquiera notaba las lágrimas que se deslizaban por su rostro y solo veía las gotas de lluvia subir por el cristal delantero. El vehículo rugía cada vez con más intensidad. Engullía las líneas de la carretera al mismo ritmo que latía su corazón. Le dolía el pecho de vivir con miedo y pensar en el futuro.

Cambió de marcha en una suave y sinuosa curva que se perdía entre los árboles. Cuando dejó atrás el cartel de bienvenida al pueblo, recordó su rostro. Vio el pelo largo, los ojos vivos, los labios tristes y ese corazón que resurgió del fuego. Recordó el miedo a perderla y el temor de hacerle daño. Habían creado una burbuja y ahora tenía que romperla. La amaba, de eso no tenía duda, porque cada lágrima que se le escapaba estaba compuesta por pedazos de los dos. Se cruzó con los faros cegadores de un coche y cerró los ojos un instante: la vio reír, abrazarlo, y volvió a su mente la idea de que lo que habían vivido juntos era lo único inquebrantable.

—Te quiero —dijo entre sollozos.

Y abrió los ojos, pero ya era demasiado tarde. El volante vibró con fuerza al salirse de la carretera y Charles los cerró de nuevo en cuanto vio el árbol que tenía delante. El impacto sonó igual que un trueno, y los pájaros levantaron el vuelo durante un instante.

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Capítulo 2
Cora Merlo
Hospital Monte Sinaí
Nueva York
2017

Olvidamos lo frágil que es la vida

hasta que un mal latido

nos lo recuerda.

Me desperté sintiendo el corazón en llamas, como si un incendio estuviese arrasando el interior de mi pecho. Tenía frío, me temblaban las manos, me faltaba el aire. Pero todo era peor por dentro. El fuego devastador que ardía bajo mi esternón parecía agotar el oxígeno que inhalaba y yo sentía cómo me devoraba sin control. Mi madre estaba postrada a los pies de la cama, con la mirada perdida en el suelo y unas ojeras que insinuaban una larga vigilia. Lloraba. Escuché sus sollozos entremezclados con el pitido de un monitor cardiaco que invadía la habitación y que marcaba, sin yo ser consciente aún, el inicio de mi caída.

Una alarma comenzó a sonar y mi madre me miró asustada. Me fijé en la pantalla y, al ver que marcaba treinta y seis pulsaciones por minuto, sentí cómo toda la esperanza se desvanecía. Me había despertado para morir. Miré con pánico a mi madre y conseguí exhalar un «te quiero» antes de que fuese demasiado tarde. No se merecía esta despedida.

—¡Cora! ¡Cora! —chilló aterrorizada—. ¡Ayuda! ¡Que venga un médico!

Yo no tenía fuerzas para decir nada más. Cerré los ojos y..., de repente, me caí al vacío engullida por las llamas en mi corazón.

Todo había comenzado un mes antes, justo el primer día de mi residencia médica en el hospital. Había sido admitida con beca a uno de los programas más importantes del país y llegaba tarde a la reunión de presentación del decano, el doctor Mathews, en la que se suponía que me asignarían el primer grupo de trabajo. Yo aspiraba a la especialización en oncología de radiación, un destino que me recordaba el brillo de las lágrimas de mi madre. Así que subí corriendo las escaleras. Al llegar a la tercera planta sentí como si estuviese participando en la maratón de Nueva York, batiendo las tres horas cuarenta de mi mejor marca personal el año anterior. Notaba el corazón desbocado y tosí como ya casi me había acostumbrado desde hacía unas semanas.

—¡Cora! —chilló una voz que reconocí al instante. Era Olivia, mi compañera de la facultad de Medicina y con quien lloré de felicidad el día en que nos admitieron—. ¡Estamos aquí! ¡Lo hemos conseguido! ¿Cómo me queda? —Posó delante de mí sonriente y luciendo la misma bata blanca que yo en la que se podía leer el nombre de la Icahn School of Medicine del Monte Sinaí bordado en el pecho, junto a dos montañas de color azul y magenta—. ¿No es increíble? ¡Las dos juntas en la residencia!

—Sí, es alucinante. Estoy... —respondí entre toses, agachada— nerviosa.

—¿Te encuentras bien? Tienes que abrigarte el culo cuando duermes, tía. Esa tos suena horrible. —Se rio, sin darle importancia.

—Estoy bien. —Respiré de nuevo—. Es solo que... creo que he cogido un catarro feo.

Me respondió con una sonrisa de ilusión, pero se preocupó un poco en cuanto volví a toser.

—¿De verdad que estás bien, Cora? Deberías mirarte esa tos y la disnea. O abrigarte más el culo, ya te lo he dicho. —Volvió a reírse.

—No seas payasa.

Se detuvo frente a mí y me puso un brazo por encima.

—No me puedo creer que estemos aquí, Cora. Vamos a ser oncólogas, tía. ¿No estudiamos medicina para esto?

Asentí con ilusión y luego añadí:

—Es un sueño. Y lo vamos a conseguir. Anoche no pude dormir pensando en que hoy comenzábamos. ¿Recuerdas cuando estábamos en primero? Míranos ahora.

—Ay, no me recuerdes primero. Para mí siempre será el año en que conocí al profesor Jonan. ¿Cómo le quedaba la bata? —Suspiró enamorada y a mí casi se me escapa una carcajada.

Adoraba la jovialidad de Olivia. Dicen que para tratar el cáncer debes tener una personalidad de hierro y un corazón de oro, y ella poseía ambas cosas ocultas en su manera de ser.

—Venga, vamos —dijo, al tiempo que me extendía una mano y tiraba de mí—. ¿Estará bueno el doctor Mathews? Me han dicho que no es muy, muy mayor —bromeó.

Me detuve en seco y tosí de nuevo.

—¿De verdad estás bien? —dijo finalmente en un tono serio—. No es normal. ¿Cómo tienes el pulso?

—Estoy bien, Olivia. Es solo un catarro. Vete avanzando tú. —Señalé hacia la puerta donde varios residentes estaban a punto de cruzar el umbral—. Ahora entro yo. Solo necesito recuperar el aliento.

—Está bien. Te veo dentro. —Conforme se alejaba, se dio la vuelta y me señaló a escondidas a otro residente joven y atractivo que le había gustado y gesticuló con la boca—: Me lo pido.

Y antes de entrar a la sala de reuniones del decano me guiñó un ojo. Allí, durante aquella pequeña fracción de segundo en que me quedé sola a las puertas de mi último escalón para ejercer como oncóloga y superar de algún modo el vacío que había dejado mi padre, intuí que todo estaba a punto de desmoronarse.

Yo siempre he sido una chica de ciencias, aferrada a los datos, los informes y las revistas científicas, las validaciones de hipótesis y las revisiones por partes. Y... ¿por qué iba a hacer caso a un pálpito de que todo estaba a punto de acabar? Que me sentía cansada era innegable, y traté de hacer memoria sobre cuándo había comenzado la tos. ¿Un mes antes? ¿Dos? Según las estadísticas, a mis veinticinco años y con mi estilo de vida que se basaba en estudiar en casa y trotar por el parque un par de veces por semana, además de contar con un saludable IMC de diecinueve, aún me quedaban unos buenos sesenta años por delante, siempre y cuando controlase los lunares sospechosos de mi piel pálida. ¿Por qué iba a tener que pasar algo malo? Alejé de mí aquella extraña sensación.

Me asomé al interior de la sala y vi que los residentes estaban ya sentados. El doctor Mathews, una auténtica eminencia en bioquímica y con el pelo ya canoso, se encontraba de pie. El decano interrumpió lo que estaba diciendo y desvió la mirada hacia mí.

—Y usted debe de ser la señorita... Merlo, si no me equivoco —dijo con tono reconfortante—. Pase y tome asiento. Estamos todos. —Dirigió la vista hacia el resto—. Tenemos que ponernos en marcha. Hoy comienza vuestra última etapa para convertiros en profesionales de oncología. Os acercaréis a los pacientes en el momento más duro de sus vidas. Os aseguro que no será fácil. Al principio lloraréis. Recordaréis siempre al primer paciente que se os fue de manera injusta. Delante de vosotros morirán personas de todo tipo y condición. Niños, ancianos, hombres y mujeres de todos los estratos sociales e ideologías. Republicanos, demócratas, empresarios ricos con millones en el banco, padres de familia que no llegan a final de mes. Veteranos de guerra que os contarán sus batallas durante las sesiones de quimio y adolescentes que os confesarán que aún no han dado su primer beso. No hay nada que equipare más a las personas que el maldito cáncer y estáis aquí para aprender a rescatar a vuestros pacientes de él. Pensaréis que el mundo es un lugar duro, pero eso ya deberíais saberlo a estas alturas. Esto es el mundo real, donde convive la vida, la muerte y, por encima de todo, la sensación de injusticia.

Aún no sabía la verdad que escondía aquella última frase, pero estaba a punto de sumergirme en un viaje en que me golpearía de bruces con cada una de sus palabras.

—¿Se piensa quedar en la puerta todo el tiempo? —Me sacó de mi ensimismamiento de golpe.

—Eh..., no —respondí confusa.

Di el primer paso rápido hacia la única silla libre que quedaba en torno a la mesa cuando, de pronto, todo se tiñó de blanco, como si una gigantesca nube se hubiese colado por la ventana y hubiera engullido a todos los allí presentes.

—¿Se encuentra bien? —escuché preguntar al doctor Mathews a lo lejos.

—Creo que... —exhalé sin completar la frase.

Escuché una risa desde la distancia, luego otras voces que no reconocí. De pronto, pasos a toda velocidad. Noté cómo el suelo temblaba bajo mis pies y, un instante después, me precipité en el interior de un pozo oscuro de olvido y desesperanza. Oí cómo gritaban mi nombre. Mi cara tocaba el suelo frío.

Tras aquello tengo recuerdos etéreos e intermitentes de una sala blanca, con cables de monitorización conectados al pecho, intubada y un catéter Swan-Ganz que entraba desde el cuello y que yo sabía que viajaba por la vena cava, me atravesaba el corazón por la aurícula y el ventrículo derechos y descansaba en la arteria pulmonar. Cuando recobré la consciencia en cuidados intensivos y me quitaron la asistencia respiratoria, el doctor Parker, un cardiólogo joven con el pelo negro y bien afeitado, dejó caer aquella bomba con una franqueza que agradecí con tristeza:

—Has tenido un fallo cardiaco, Cora. Llevas varios días en coma inducido y medicada. Durante estos últimos días hemos estado tratando de identificar la causa y... la hemos encontrado: cardiomegalia. Tu corazón es demasiado grande para latir correctamente. Ahora mismo lo ayudamos a que bombee tu sangre con algo más de fuerza gracias a la...

—Milrinona —completé la frase, aún confundida por encontrarme allí.

Sabía la medicación que necesitaba para algo así. Detrás de la falta de aire y la tos se escondía una grave patología cardiaca que había sido incapaz de intuir. Asintió con una sonrisa.

—Has estado cerca de no salir de esta —dijo—. Sé que empezabas tu residencia aquí, pero creo que la vas a tener que posponer un tiempo.

—¿Un tiempo? Con medicación quizá podría llevar una vida normal —protesté—. Solo tengo que... mantenerlo bajo control.

—Mientras estabas en coma inducido hemos probado a modular la medicación para ver cómo respondía tu corazón, pero empeora con rapidez. Podrías estar con medicación permanente, pero tampoco es una solución aceptable. Según los últimos electrocardiogramas, con la medicación hemos conseguido que el corazón bombee con fuerza, pero también aparece una taquicardia ventricular que tiene una pinta horrible. Tu función renal está cada día peor y, esto tienes que saberlo ya, tu corazón, en su estado actual, colapsará en cualquier momento. Tendrás que permanecer ingresada durante un tiempo en espera de...

No completó la frase, aunque por cómo estaba dibujando la película sabía que llevaba a una única consecuencia que temí en cuanto pronuncié yo misma su final.

—Un donante de corazón —aseveré, casi sin creer que estuviese diciendo aquellas palabras.

Respondió con una leve mueca.

—¿Lo sabe mi madre? ¿Ha venido? —inquirí, preocupada.

Fue lo único en lo que pensé nada más visualizarme a mí misma sobre una mesa de operaciones con el pecho abierto en dos. Ella iba a digerir aquella noticia peor que yo.

—Está fuera. No se ha separado de esa puerta ni un segundo durante los últimos cinco días. Si eres tan testaruda como ella, estoy deseando que te incorpores al hospital en cuanto te cambiemos el motor. —Sonrió—. La hemos ido informando de tu estado y le he dicho que íbamos a despertarte y que podría pasar en cuanto estuvieses estable. Pero aún no sabe lo del trasplante.

—¿Me ha visto así? —Oteé todos los cables, tubos y vías que salían de mí.

Me sentí pequeña al ver que llevaba puesta la bata azul de un paciente ingresado en lugar de la flamante bata blanca de residente. Asintió con una leve sonrisa.

—Pasaba los diez minutos de la visita a tu lado, cantándote una canción que decía que te gustaba de niña. —Tragué saliva. Sabía a qué canción se refería.

El doctor Parker se despidió y, a los pocos segundos, apareció mi madre que rápido se acercó a mí. No pude evitar descomponerme en cuanto crucé la mirada con ella. Tenía ojeras y los ojos inundados de lágrimas a punto de saltar al vacío.

—Cariño... —susurró, temiendo tocarme con las manos, pero abrazándome con su voz.

—Papá no se equivocaba al decir que yo tenía un corazón que no me cabía en el pecho. —Traté de sonreír.

El monitor cardiaco marcaba ciento treinta pulsaciones por minuto. La cosa no pintaba bien. Se lo conté y se derrumbó en mi regazo.

—Te daré el mío. Que te pongan mi corazón, hija —dijo de pronto.

—Mamá..., no digas tonterías. Aparecerá uno. Alguien donará. La gente es generosa.

Me incluyeron en la lista de espera para un trasplante urgente y, aunque sabía que mi caso se había priorizado y estaba en los primeros puestos, todo dependía de que apareciese un donante compatible antes de que mi corazón dejase de responder a la medicación. Esos días aprendí que, en Estados Unidos, diecisiete personas mueren cada día en espera de un trasplante. No todo era tan fácil.

A la tercera noche tras despertar del coma abrí los ojos con los sollozos de mi madre, que esperaba con la mirada perdida en la butaca de al lado a que ocurriese un milagro. Observé en silencio el mal trago que estaba sufriendo. No se merecía pasar también por esto. Ya ambas habíamos perdido a mi padre y dudaba de que pudiera aguantar un nuevo golpe. Entonces sentí como si estuviese dentro de un congelador y comencé a tiritar de frío a pesar de estar tapada hasta el cuello. Pero en mi interior todo era distinto. Me ardía el pecho, me empezó a faltar el aire. Traté de analizar los síntomas y me di cuenta de que también estaba empapada en sudor. Mi cuerpo entero era una contradicción.

—Mamá..., no me encuentro bien —susurré sin fuerza—. ¡Mamá! —Intenté alzar la voz, pero no me oía.

De pronto, una alarma comenzó a sonar y mi madre levantó la vista asustada. Me fijé en la pantalla y, al ver que marcaba treinta y seis pulsaciones por minuto, sentí cómo toda la esperanza se desvanecía. Me moría. Contemplé con pánico a mi madre y conseguí exhalar un «te quiero» antes de que fuese demasiado tarde. No se merecía esta despedida. No se merecía esa vida que se le dibujaba por delante.

—¡Cora! ¡Cora! —chilló aterrorizada—. ¡Ayuda! ¡Que venga un médico!

Yo no tenía fuerzas para decir nada más. Cerré los ojos y noté los latidos de mi pecho. Oí los gritos de mi madre, pero yo no podía responderle, decirle que sentía hacerla pasar por lo mismo. Percibí destellos en mis párpados al ritmo de mi propia muerte y supe, de algún modo, que era el fin. De repente noté una sacudida, como si alguien me zarandease, sentí una descarga fulminante en mi pecho, a la que siguieron más gritos a los que yo no podía responder. Siempre me imaginé la muerte como algo tranquilo, como una marcha en paz, pero era más bien un viaje agónico lleno de baches y golpes. Luego se hizo el silencio, vi el rostro de mi madre, sentí la calma de mi padre y me caí a un vacío ardiente engullida por las llamas en mi pecho.

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Capítulo 3
Cora Merlo
Hospital Monte Sinaí
Nueva York
2017

Todo ser humano nace al menos

dos veces a lo largo de su vida.

La primera, al salir

del vientre materno;

la segunda, tras un error

en el que anhela un nuevo comienzo.

Abrí los ojos, cansada, y me encontré con las lágrimas de mi madre deslizándose por las arrugas de su cara. Todo parecía igual, pero en realidad era distinto. Ella vestía otra ropa, yo llevaba puestos unos calcetines. El monitor pitaba a un ritmo sano de sesenta y dos pulsaciones por minuto y, en cuanto moví una mano, mi madre me miró ilusionada.

—¡Cora! —exclamó por sorpresa—. ¡Doctor! ¡Que venga el doctor! ¡Cora se ha despertado! —chilló en dirección a la puerta.

El incendio parecía extinguido. Me toqué el pecho, confundida, y sentí por primera vez los latidos de un corazón extraño cargado de preguntas sin respuesta. Estoy casi segura de que la segunda vez que nací fue muy parecida a cuando vine al mundo: con mi progenitora abrazándome en una habitación fría, temblorosa por el miedo y cubierta de lágrimas.

—Cora, cariño, estás aquí —me dijo con la voz rota.

Me la imaginé diciendo aquellas mismas palabras la primera vez, veinticinco años antes.

—¿He muerto? —respondí con dificultad, sobre su hombro.

Siempre había querido decir aquella frase tras despertar de un sueño profundo.

—¡Por supuesto que no! ¡No digas tonterías, cariño! —Me abrazó con más fuerza y me di cuenta de que no estaba para bromas—. Gracias, Dios, gracias... —susurró en mi oído—. Todo ha salido bien, cielo. Todo ha salido bien. Sabía que tu padre nos ayudaría desde allá donde esté. Lo sabía. Tu padre te cuida desde allí arriba. Se fue para cuidarte.

—Mamá..., ¿qué ha pasado? —inquirí tratando de rellenar la gigantesca laguna que tenía en la cabeza, que se extendía como un breve sueño de cinco minutos, pero que crecía a medida que me daba cuenta de que mi madre estaba muy distinta de la última noche que la recordaba, cuando me miró entre sollozos.

—Tu corazón se paró, cielo. ¡Y es un milagro! Pensaba que te perdía. No podía creer que te ibas a ir igual que tu padre. Han sido días muy duros, hija. Pero estás bien. Ya estás bien. —Lloró.

—Sí, mamá.

—Te conectaron a una máquina que bombeaba la sangre por ti. El doctor Parker dijo que podía mantenerte así durante unos días, pero que todo dependía de que apareciese un corazón compatible. Han sido unas semanas largas, cariño. Pero... todo ha salido bien.

Me quedé en silencio y comprendí, por primera vez, de dónde provenía la opresión que sentía en el pecho. Me toqué el esternón y sentí, bajo los apósitos, mi nueva cicatriz que lo recorría de arriba abajo, como una cortina cerrada tras la que podía intuir un largo atardecer. Bajo ella notaba un ligero y rítmico pulso que, haciendo memoria, no recordaba tan calmado y perfecto. La tos había desaparecido y tenía la boca tan seca que me costaba juntar gotículas de saliva que tragar.

—¿Apareció un donante? —dije con dificultad.

Asintió, apretando los labios. Me fijé en el brillo de sus lágrimas, que esta vez eran de alegría.

—Justo a tiempo, Cora. El doctor Parker ha obrado un milagro. —Contuve la respiración y miré las líneas que se dibujaban en el monitor cardiaco junto a mis pulsaciones, sesenta y cuatro—. ¿No es fantástico? Tu corazón está bien. Tu nuevo corazón está sano y fuerte, cariño. Y tu cuerpo lo ha aceptado sin problema.

Aún me costaba asimilar que algo tan importante dentro de mí perteneciese antes a otra persona y que me mantuviese aún con vida.

—¡Qué buen ritmo tiene! —dijo una voz masculina desde la puerta. Era el doctor Parker, quien, al contrario que mi madre, no había cambiado un ápice desde la última vez que lo vi. Dicen que una semana de tristeza profunda equivale a cinco años de vida. Por ella parecía que habían pasado varias décadas y por el doctor apenas unos minutos—. Me alegro de que al fin hayas despertado, Cora —saludó con tono cálido—. Has tenido... un poco preocupada a tu madre. Pero creo que eso cambiará a partir de ahora. En los análisis parece que todo va correctamente y tu cuerpo no muestra ningún indicio de rechazo. ¿Tú cómo te sientes, Cora?

—¿Sentirme? Mi pulso está bien y veo en la pantalla que la presión arterial es normal. Estoy algo mareada, pero sé que se debe a la anestesia.

Sonrió, pero luego me interrumpió con un tono un poco condescendiente.

—No te he preguntado cómo están tus métricas, Cora. Hasta siendo paciente te comportas como si estuvieses en este lado. Sé que vas a ser una buena profesional, pero ahora tienes que centrarte en ti y en tus nuevas sensaciones. ¿Cansada? ¿Algún dolor que no aparezca en ningún monitor?

—Estoy... bien, supongo. Algo... confusa. ¿Cuánto tiempo llevo...?

—Tres semanas. —Sin querer calculé que a mi madre le habían supuesto quince años más—. Es normal que te sientas así. Pero espera unos días y verás que todo irá mejor. Supongo que sabes que es conveniente un periodo de reposo para ver cómo responde tu nuevo corazón y adaptarte a sus nuevos ritmos.

Miré a la pantalla y marcaba sesenta y ocho. Latía con tranquilidad y fuerza. De pronto una duda se posó en mi cabeza y no pude aguantar las ganas de decirla en voz alta.

—¿Quién era el donante?

Bufó con la nariz y me respondió con una sonrisa.

—Es un registro privado, Cora. No te lo puedo decir.

—¿No me puedes decir nada? ¿Era chica? ¿Qué edad tenía?

—Es confidencial, Cora. Pero puedes estar tranquila que si todo va bien este corazón te aguantará toda la vida. Asegúrate de tomarte bien los inmunosupresores para evitar un rechazo y todo irá sobre ruedas.

—Eso significa que tenía mi edad o algo menos. —Pensar en aquella posibilidad me entristeció porque significaba que otra persona joven, como yo, había perdido la vida y con su donación había salvado la mía.

El doctor sonrió como si le hubiese desarmado y luego añadió:

—Tu donante ha sido una persona muy generosa, no puedo contarte nada más. En cuanto apareció, y vista la urgencia con la que lo necesitabas, se inició el protocolo para la donación. Hay un protocolo que protege la privacidad de los implicados en la donación. No todas las personas están preparadas para aceptar que a un familiar se le extraigan algunas partes de su cuerpo para colocarlas en otras que las necesitan. La gente tiende a aferrarse mucho a los tejidos, a la parte física del cuerpo, y no quiere que nadie los toque después de muertos. Incluso quienes son creyentes y confían en la existencia de algo llamado alma también son reacios a donar. ¿Eres creyente, Cora?

—¿Creyente? —dudé porque me sorprendió su pregunta, pero mi madre aprovechó para imponerse.

—Por supuesto que Cora es creyente —dijo de golpe—. Siempre hemos ido a misa. Especialmente cuando su padre enfermó. Y no hay duda de que Dios no ha mirado para otro lado en esta ocasión. Es un milagro que el corazón de otra persona esté latiendo en su pecho.

—Es ciencia, mamá. Si estoy viva es gracias a la ciencia y a la medicina. Ningún dios me ha salvado. Ha sido el doctor Parker y su equipo —protesté.

—Y la fortuna de que apareciese un donante. ¿Acaso crees que eso no es obra de Dios?

Resoplé. No tenía energía para aquella discusión. El doctor Parker no pareció molestarse con la actitud de mi madre y me sonrió como si conociese bien su discurso. Estaría tan acostumbrado a escuchar sermones como aquel, donde menospreciaban su trabajo y lo atribuían a una especie de gracia divina, que habría aprendido a tomar distancia de estas situaciones. Lo imaginé, tranquilo, en la mesa de operaciones, mientras sacaba mi corazón parado del pecho y colocaba otro, sabiendo que mi vida estaba, física y momentáneamente, en sus manos.

—¿Puedo saber al menos de qué murió? —insistí.

—Un accidente. No te puedo decir más, Cora. De verdad. —Hizo una mueca para mostrarme su empatía, y luego continuó—: Pero podemos hacer una cosa. Si estás interesada, puedes apuntarte al registro de receptores y si la familia del donante quiere contactar contigo, lo podrá hacer. Pero te aviso, Cora, muchas familias nunca contactan. Otras, si deciden dar el paso, tardan años en hacerlo. Es doloroso para ellas. Han perdido a un ser querido y hablar con el receptor alarga el duelo o abre heridas que quizá ya se cerraron.

—Entiendo —respondí confusa—. ¿Tú qué piensas, mamá? ¿Debería apuntarme?

—¿Podemos hablarlo en privado, cariño? —vaciló.

No comprendía sus dudas.

—Como queráis —dijo el doctor Parker—. No es algo para decidir ahora mismo. Puedes pensarlo, Cora, y, más adelante, si sigues interesada en apuntarte al registro, no hay ningún problema en que lo hagas. Lo importante ahora es que te recuperes pronto y que te acostumbres a tu nuevo corazón. Si todo sigue así, en un par de semanas podrás irte a casa.

—¿A casa? —dijo sorprendida mi madre, incrédula—. ¿En serio? ¿Tan rápido?

—No hemos cambiado el motor de Cora para dejarla ahora en el garaje, ¿verdad? Tardará unos meses en volver a hacer vida normal, pero... la idea es que pronto pueda retomar su residencia. El decano pregunta a veces por ti, Cora.

—Tus compañeros, especialmente tu amiga Olivia, han venido varias veces a ver cómo estabas —dijo mi madre.

—Gracias —susurré emocionada.

Algo se me había colado en la voz y apenas tuve fuerzas para controlar lo difícil que iban a ser los siguientes meses.

—Vuelvo mañana a echarte un vistazo, ¿vale? —dijo el doctor—. Y no te emociones demasiado. Quiero a ese corazón latiendo como el segundero de un reloj.

Asentí, con un nudo en la garganta. El doctor se marchó y nos dejó a mi madre y a mí solas en la habitación, mirándonos en silencio.

—Mamá, me gustaría apuntarme en ese registro —exhalé por fin.

—Cora... —protestó, aunque no la dejé continuar con lo que quería decirme.

—Escúchame, mamá. Es lo mínimo que puedo hacer, ¿no crees? Imagina que sus familiares quieren contactar conmigo y descubren que ni siquiera me interesé en que supiesen quién soy. No puedo hacerles eso. Si nunca me escriben o contactan, al menos estaré tranquila sabiendo que no fui yo quien cerró esa puerta.

—Creo que no es buena idea, cielo. No sabemos nada de la familia del donante. ¿Y si quieren algo más? ¿Y si piden algún tipo de compensación por salvarte la vida? Yo estoy muy agradecida, cielo, porque me han devuelto a mi niña, pero no tengo nada. Los ahorros se fueron con el tratamiento de tu padre y, gracias a Dios, esto lo ha cubierto el seguro.

Suspiré con fuerza y tragué saliva. En parte tenía razón. No sabía nada de mi donante y si América me ha enseñado algo es que no existía nada gratis. Una parte de mí pedía a gritos saber más de la persona que me había salvado la vida, pero otra, esa en la que nada el miedo sembrando inseguridades, quería cerrar aquella puerta por la que podría entrar el rencor y la desesperanza de una familia que había perdido a un ser querido.

—Está bien —cedí finalmente, aunque no estaba segura del todo.

Me agarró una mano y, entonces, fue cuando me derrumbé entre lágrimas:

—Te quiero, mamá —exhalé—. Siento que tengas que soportar todo esto. Le prometí a papá que te cuidaría y... míranos. —Sonreí con ironía.

Aquella fue la primera vez que sentí las contradicciones de un corazón todavía extraño para mí y que me di cuenta de que tendría que acostumbrarme a vivir con él. Lo que no sabía aún era que estaba lleno de secretos y que se desvelarían ante mí como un árbol de ramas intrincadas que se enredaban hasta el cielo.

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Capítulo 4
Jack y Charles
Steelville
Misuri
2000
Diecisiete años antes

No vueles demasiado alto.

No te aventures por encima de los árboles.

Los buitres están atentos,

esperando tu caída.

Jack caminaba a hurtadillas descalzo sobre el suelo de madera, como había hecho treinta veces esa mañana, desde el fregadero de la cocina hasta la habitación de su hermano, donde dejó casi sin hacer ruido la última pieza de su obra maestra. Sus piernas de alambre se habían movido con la agilidad de sus diez años y con los nervios que le daba pensar que lo descubrirían antes de que terminase lo que había montado. Observó los dos vasos de plástico llenos de agua que acababa de dejar junto a otros sesenta iguales colocados alrededor de la cama de su hermano Charles. Eran las seis de la mañana, la luz del amanecer se colaba por la cortina de gasa blanca y dejaba ver los juguetes que se amontonaban en las estanterías. Jack se fijó en que su hermano dormía como un tronco y echó un vistazo rápido por el dormitorio a ver si se le ocurría cómo despertarlo.

Charles dormía con tanta profundidad que no se enteró de las idas y venidas de su hermano y solo refunfuñó en sueños cuando la pequeña televisión de dieciséis pulgadas que tenía en el dormitorio se encendió y dejó ver el logotipo de Sony dorado sobre el fondo blanco que un instante después se transformó en el de PlayStation.

—Charles, despierta. ¿Jugamos al Crash?

—Estoy durmiendo —protestó con la boca pegada en la almohada—. ¿Qué hora es?

—Hora de echarnos una carrera. Te pienso ganar. He aprendido a derrapar bien y vas a alucinar. No podrás cogerme.

El niño se incorporó sobre la cama y bostezó, pero no podía ignorar aquel desafío a su autoestima.

—¡Sabes que soy el mejor! —dijo, al tiempo que pegaba un salto en dirección a su hermano.

En el mismo momento en que Charles sintió que tocaba algo extraño con la punta del pie y miró hacia el suelo, se dio cuenta de que había caído en la trampa de Jack y que ya era demasiado tarde para evitar el desastre. Su pulgar derecho golpeó el primer vaso, derramando el agua que tenía dentro y haciendo que apoyase toda la planta sobre un suelo resbaladizo en el que ya poco importaban los movimientos que hizo con las manos para evitar la caída. Su pie patinó hasta golpear varios vasos más y, un instante después, todo su cuerpo se precipitó de costado junto a la cama.

—¡Ah! —chilló con fuerza, en un alarido que hizo que Jack, inconsciente, explotase en carcajadas.

—¡Te has caído! —Rio con fuerza, contando con prisa los vasos que se habían derramado. El agua se expandió hasta tocar sus pies, mientras escuchaba los gritos de su hermano, que pensó en un principio que eran de rabia—. ¡Sabía que te caerías! Te la debía, por decirle a Amy que me gusta. Se ha enterado toda la clase y ahora no puedo ni mirarla sin que se rían de mí.

—¡Ah! —lloró con más fuerza Charles, que ni siquiera había intentado levantarse del suelo—. ¡El brazo! —vociferó.

La sonrisa satisfecha de Jack se desdibujó en su rostro justo en el instante en que su hermano levantó el brazo y dejó ver, durante una fracción de segundo, cómo su antebrazo se había fracturado y su mano colgaba como un péndulo.

—¡Ah! —chilló de nuevo, con el dolor reflejado en su rostro.

—¡Charles, tu brazo! —gritó Jack horrorizado.

No calculó que aquello podía pasar. Resonaron entonces en sus oídos las repetitivas palabras de sus padres: «Ten cuidado con tu hermano». De pronto, el sonido de unos pasos caminando con prisa por el suelo de madera se coló en la habitación y Jack miró con miedo hacia el marco de la puerta, donde apareció Margaret, su madre, vestida con un camisón amarillo arrugado y con el pelo moreno recogido en una cola de caballo mal hecha.

—¿Qué pasa aquí?

Charles lloraba con tal fuerza que sus vecinos, los Rochester, oirían sus gritos y los ignorarían como hacían tantas otras veces tras decirse a sí mismos que aquellos llantos no eran de su incumbencia.

—Yo no he sido, mamá —dijo al instante Jack, asustado, sin que apenas su madre pudiese oírlo por los chillidos de Charles—. Te lo prometo. Yo no he hecho nada. Charles se ha caído y...

Margaret entró en la habitación y apretó la mandíbula en cuanto apoyó el calcetín en el charco de agua. Se fijó en su hijo pequeño, tumbado junto a la cama, sujetándose el brazo y llorando sin consuelo, y luego sus ojos se centraron en los vasos vacíos esparcidos por el suelo y en los otros llenos de agua hasta el borde.

—¡Dios mío, Jack! Pero ¿qué has hecho? —clamó—. Charles, cariño... —Corrió en su dirección y lo rodeó con sus brazos.

—¡Mamá! —Lloró el niño—. Jack..., me ha... —Trató de hablar entre sollozos, pero el dolor era tan agudo que tenía que respirar entre palabra y palabra.

—Tranquilo, cielo, déjame ver —interrumpió con prisa—. ¿Dónde te has golpeado?

—Mamá, yo... no pensaba que... —balbuceó Jack tratando en vano de que sus palabras se oyesen por encima de los llantos de su hermano.

Charles señaló entre sollozos su antebrazo que tanto le dolía, pero enseguida Margaret se dio cuenta con horror de una protuberancia que asomaba de una zona cercana al codo. Tenía el radio y el cúbito fracturados a la misma altura y el brazo del niño se iba hinchando y enrojeciendo por momentos.

—Dios santo, cariño... —susurró Margaret. Lo abrazó con fuerza mientras lo mecía en su regazo como si siguiese siendo su bebé—. Ya está, ¿vale? Mamá está aquí. No llores, cielo.

Aquella frase resonó en su cabeza como la primera vez que la pronunció cuando Charles nació ocho años antes. Le recordó que entonces pensó que los llantos agudos de Charles eran señal de que su hijo tenía los pulmones desarrollados y que saturaba el oxígeno sin complicaciones. En aquel momento, cuando el ginecólogo colocó al pequeño sobre el pecho de Margaret, ella lloró de felicidad mientras que el bebé, como más tarde descubriría, lo hacía de dolor por una dislocación de hombro que había sufrido durante el parto.

—Mamá, lo siento. De verdad. Era una broma y... —Se entrometió Jack, que observaba cómo los bajos del camisón de su madre estaban ya empapados.

—¡Fuera de aquí! —lo interrumpió de pronto, con rabia—. ¿Estás contento con lo que has hecho? ¡Fuera! —chilló.

El crío agachó la cabeza y salió de la habitación con un nudo en la garganta y el corazón retumbando en su pecho con virulencia. Necesitaba alejarse de los llantos de su hermano, que se le estaban clavando en la espalda como dagas cargadas de culpabilidad. Corrió al dormitorio principal y se detuvo bajo el marco de la puerta, temeroso.

—¿Papá? —dijo en dirección a la oscuridad del interior—. ¿Papá? —repitió.

Oteó para tratar de identificar en la penumbra a su padre dormido sobre la cama, pero vio su lado con la colcha tan estirada que comprendió al instante que no había pasado la noche en casa. Sus gafas de lectura no estaban sobre la mesilla, el olor a tabaco le golpeó la cara. El lado de su madre, en cambio, tenía la sábana abierta y la Biblia que leía todas las noches estaba apoyada junto al cenicero en el que apagaba los cigarros que fumaba mientras buscaba significado a versículos inconexos.

Era sábado por la mañana y, desde que él tenía memoria, su padre no trabajaba ese día salvo en una ocasión, en 1998, cuando un incendio asoló las casas de Bird Nest Road, un vecindario rodeado de árboles cerca del río y a las afueras de Steelville, y quemó vivas a tres personas que no pudieron escapar de las llamas. Fue un shock en el pueblo y Edwin, su padre, estuvo toda la noche del viernes y el resto del fin de se

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