En el cielo sobre el Trastevere las nubes grises se perseguían como perros. Sin embargo, el viento sólo discurría allí arriba; entre los callejones y las calles se palpaba la misma humedad de siempre, que calaba los huesos. Rocco dejó el dedo pegado al interfono unos buenos diez segundos. Esperó. No respondía. Dos pasos atrás para echar un vistazo a la vivienda. Ventanas oscuras, cortinas descorridas, Sebastiano ni siquiera se asomaba para ver quién era. Fue la tía Letizia quien apareció en la ventana de la primera planta, cerrándose la mantilla de lana sobre el pecho.
—¿Rocco?
—¡No me contesta!
La viejecita meneó la cabeza, luego abocinó una mano junto a la boca para susurrarle:
—Ayer le llevé los mandados. Está bien, algo más flaco, pero bien.
—Tía Letì, ¿me hace usted el favor de decirle que me conteste y que ando detrás de él?
—Claro, hijo, claro. —Y luego añadió con voz queda—: Pero ¿qué es lo que ha pasado? ¿Por qué ya no te habla?
—Es una historia larga de contar. Digamos que ya no se fía de mí.
—¿De ti?
—Eso es.
La tía Letizia juntó las manos, que emitieron un chasquido.
—Pues es de locos. Pero si sois amigos desde que os cagabais encima… ¿Y ahora coge y ya no te habla?
—¡Pues sí!
—¡Hombre, Rocco! ¿Qué pasa? —El panadero embadurnado de harina pasó por su lado con el cigarrillo apagado en los labios.
—Buenas, Amedè... Escuche, tía Letì, inténtelo usted más tarde y dígale que estoy esperando a que me llame, y dígale también que, como él no puede salir, ya le llevo yo las flores a Adele.
—Bueno, vale, Rocco. Y rézale a Adele también algo de mi parte.
—Tía Letì, pero si yo no rezo.
—Pues muy mal, hijo mío, muy mal. A ver qué le cuentas luego a Él el día que te plantifiques delante.
—Que el día que tocaba religión falté a clase. Cuídese, y dé recuerdos al tío Sabatino.
Se dio la vuelta para dirigirse hacia el paseo a la orilla del Tíber, donde había encontrado aparcamiento. Cada recoveco de aquellas calles escondía un recuerdo, aunque intentaba no pensar demasiado en eso. En la esquina con via del Moro, se le vino a la memoria la carita de Mariadele, su primera novia; tenían doce años. Se habían dado un único beso, apenas rozándose los labios, y luego, al cabo de una semana, habían roto: Rocco se pasaba el día jugando al fútbol y no con ella. Un solo beso, rápido, aunque le bastó para darle la impresión de haber tocado un caracol. «Qué asco esto de besar a las mujeres, Brizio», le había dicho a su amigo. «Ya te digo. ¡Pásala!»
El taller de Primo se había convertido en un bistró. En su época era un cuchitril oscuro y pringoso de aceite donde él y Furio trucaban los carburadores de las motocicletas. «Cagüen diez, ¿dónde está la llave del once?», gritaba Primo con las manos llenas de grasa. «Tío Primo, ¡la ha cogido Furio!» «¡Como me llamo Primo que yo a vosotros dos os parto la crisma!» Todavía le parecía oír el vozarrón del mecánico rebotando contra los muros de las casas. Y allí, en via Benedetta, justo encima de la piazza Trilussa, en el balconcito de la primera planta vivía Stella, que a los treinta se había ennoviado con Brizio. Stella tenía una madre que los volvía locos a todos. Rocco soñaba con ella día y noche, aunque estaba seguro de que a medio Trastevere le sucedía lo mismo. Tampoco estaba ya el bar de Settimia, donde ahora vendían pantalones vaqueros y camisetas, y había desaparecido hasta Silvio el frutero; su local ahora lo ocupaba una galería de arte que exhibía pintarrajos de colores. Todo pasa, todo cambia, nada muere y todo se transforma. ¿Y él? ¿En qué se había convertido? Se miró de pasada en la cristalera de un restaurante, aunque no se detuvo a contemplar su reflejo. Había poco que ver y lo poco que había no le gustaba. Atravesó el Ponte Sisto, el Tíber era de un amarillo pútrido. Se cruzó con un grupo de asiáticos que seguía a una chica con un paragüitas rojo que apuntaba hacia arriba. Miraban a su alrededor, circunspectos y excitados, como si estuvieran a punto de adentrarse en un territorio de hostiles apaches.
Se montó de nuevo en el coche tentado de ponerse otra vez en camino y regresar a Aosta. ¿Para qué iba a quedarse una noche más en un hotel de Roma? Brizio y Furio habían desaparecido en medio de un mar de excusas y compromisos inventados. No tenía hambre, no tenía sed, notaba un sabor ácido en la boca y le ardía el estómago. Probó con un cigarrillo, pero lo tiró por la ventanilla después de dar dos caladas. Había seguido el consejo de Stella, la mujer de Brizio, la única que le había cogido el teléfono: plántate debajo de la casa de Sebastiano hasta que te abra. Lo había hecho, y había sido en vano