La tercera puerta (Jeremy Logan 3)

Lincoln Child

Fragmento

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Índice

La tercera puerta

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Nota del autor

Biografía

Créditos

Para Luchie

Prólogo

El médico se sirvió una taza de café en la sala de descanso, extendió el brazo sobre la encimera para coger el recipiente de leche en polvo, pero lo pensó mejor y decidió ponerse un poco de leche de soja que sacó de la baqueteada nevera. Sin dejar de remover el café con la cucharilla de plástico, avanzó por el linóleo de color claro hasta una hilera de asientos idénticos. A través de la puerta se filtraban los sonidos de siempre: el traqueteo de las sillas de ruedas y las camillas, los pitidos y ruidos de los instrumentos, el constante parloteo de los altavoces del hospital.

Un residente de tercer año llamado Deguello había extendido sus delgadas extremidades sobre dos gastados asientos.

«Típico», pensó el médico; quedarse dormido al instante y en cualquier incómoda posición, ya fuera en horizontal o en vertical, era una habilidad de cualquier residente. Cuando se sentó junto a él, Deguello interrumpió sus leves ronquidos y abrió un ojo.

—Hola, doctor —murmuró—. ¿Qué hora es?

El médico echó un vistazo al reloj que colgaba en la pared más alejada, encima de las taquillas.

—Las once menos cuarto.

—Vaya —masculló Deguello—, eso quiere decir que solo he dormido diez minutos.

—Algo es algo —repuso el médico entre sorbo y sorbo de café—. Es una noche tranquila.

Deguello cerró el ojo.

—Dos infartos de miocardio; una fractura abierta de cráneo; una cesárea de emergencia; dos víctimas de disparos, una de ellas en estado crítico; un caso de quemaduras de tercer grado; una herida de arma blanca con penetración renal; una fractura simple y otra múltiple; un señor mayor que la ha palmado en la camilla; una sobredosis de Oxicodona; una de metanfetaminas; una de anfetas. Y todo eso en... —lo pensó brevemente— los últimos noventa minutos.

El médico tomó otro sorbo de café.

—Lo que he dicho: una noche tranquila. Mírelo por el lado bueno. Podría estar haciendo la ronda en el Mass General.

El residente permaneció callado un momento.

—Lo siento doctor, pero sigo sin entenderlo —dijo al fin—. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué se sacrifica en el altar de Urgencias un viernes sí y otro no? Yo no tengo elección, pero usted es un anestesista famoso...

El médico apuró el café y arrojó la taza al cubo de la basura.

—Le agradecería un poco menos de curiosidad en presencia de sus superiores. —Se puso en pie con cierto esfuerzo—. Bueno, hay que volver al combate.

Salió al pasillo y contempló la relativa calma que reinaba alrededor. Se dirigía hacia el mostrador de Urgencias situado en la otra punta de la sala cuando notó un repentino incremento de actividad y vio que la enfermera jefe se le acercaba corriendo.

—Accidente de tráfico —le dijo esta—. Una víctima. Llegará en cualquier momento. He reservado Trauma Dos.

El médico se encaminó en el acto hacia el reservado indicado. En ese instante las puertas de Urgencias se abrieron de golpe y un equipo de paramédicos entró empujando una camilla; les seguían dos agentes de policía. Enseguida se dio cuenta de que era algo serio: la urgencia de sus movimientos, sus expresiones, la sangre que les salpicaba el rostro y el uniforme..., todo indicaba una situación desesperada.

—¡Mujer! ¡Treinta y tantos años! —gritó uno de los paramédicos—. ¡No responde!

Sin perder un segundo, el médico les indicó el reservado y se volvió hacia un interno que pasaba por allí.

—Traiga un carro de sutura —le dijo.

El interno asintió y se alejó corriendo.

—¡Y llame a Deguello y a Corbin! —añadió el médico alzando la voz por encima del hombro.

Los paramédicos habían llevado la camilla a Trauma Dos y la estaban colocando junto a la mesa de intervenciones.

—A la de tres —dijo una enfermera mientras se situaban alrededor del cuerpo—. Cuidado con ese collarín. A la una..., a las dos... ¡y a las tres!

Acomodaron a la paciente en la mesa y apartaron la camilla. El médico vio fugazmente la piel pálida, el cabello castaño claro y una blusa que había sido blanca y que estaba empapada de sangre. Un reguero de sangre señalaba el recorrido de la camilla hasta Trauma Dos.

Una sensación de alarma, como una fría descarga eléctrica, empezó a hacerle cosquillas en un rincón de la mente.

—Un conductor borracho se le echó encima —le dijo al oído un

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