Sucedió una semana antes de la boda de Agatha Raisin y James Lacey. Los vecinos de Carsely, en los Cotswolds ingleses, estaban decepcionados porque Agatha no iba a casarse en la iglesia del pueblo sino en la oficina del registro civil de Mircester, y la señora Bloxby, la esposa del vicario, se sentía desconcertada y dolida.
Sólo Agatha sabía que no tenía ninguna prueba de que su marido hubiera muerto y que podía estar a punto de cometer un delito de bigamia. Pero estaba tan obsesionada con su atractivo vecino, James Lacey, que le aterrorizaba la idea de perderlo si posponía la boda hasta encontrar esa prueba. Hacía años que no había visto a su marido alcohólico, Jimmy Raisin, así que debía estar muerto.
Había elegido la oficina del registro civil de Mircester porque la funcionaria encargada era vieja y sorda y carecía de la menor curiosidad, así que simplemente tendría que declarar y rellenar los formularios sin aportar ninguna prueba documental, salvo su pasaporte, en el que todavía constaba su nombre de soltera, Agatha Styles. El banquete de bodas se celebraría en el ayuntamiento, y estaban invitados casi todos los vecinos de Carsely.
Pero, sin que Agatha lo supiera, algunas fuerzas se estaban confabulando en su contra. Roy Silver, su joven amigo de otros tiempos, había contratado a una detective para dar con su marido. Roy había estado trabajando para Agatha hasta que ésta vendió su agencia de relaciones públicas y se prejubiló. Desde entonces trabajaba para la compañía que había comprado la agencia. Probablemente no le tenía más ojeriza a Agatha que a cualquier otra persona, pero actuaba movido por un ataque de maligno rencor. Tras haber resuelto su último caso de asesinato, Agatha le había negado un reconocimiento público que Roy creía merecer por su contribución en el esclarecimiento del crimen. Había perdido una buena oportunidad para promocionarse y se sentía desairado por ello, así que había decidido vengarse.
Felizmente ajena a todo eso, Agatha había puesto su cottage en venta porque tras la boda iba a mudarse a la casa de James, en la puerta de al lado. De vez en cuando, unas punzadas de angustia desbarataban su dicha. Aunque James le hacía el amor y cada vez pasaban más tiempo juntos, ella sentía que en realidad no lo conocía. Ese coronel del ejército retirado que vivía en el pueblo de los Cotswolds para escribir sobre historia militar le seguía pareciendo un hombre distante y reservado. Hablaban de los casos de asesinato que habían resuelto juntos, hablaban de política, de la gente del pueblo, pero nunca de sus sentimientos, y James era un amante silencioso.
Agatha, por su parte, era una mujer de mediana edad, franca, a veces un poco tosca, que había dejado atrás una infancia en la pobreza y se había convertido en una acaudalada mujer de negocios. Hasta que se retiró a Carsely no había tenido auténticos amigos, ya que su trabajo era, pensaba por entonces, el único amigo que necesitaba. Así que, pese a su desarrollado sentido común y a que no era dada a engañarse, cuando se trataba de James se cegaba, no sólo por amor sino porque, como ella nunca había sido capaz de dejar que nadie entrara en su intimidad, la llamativa falta de comunicación de James le parecía casi normal.
Había elegido un traje de chaqueta de lana blanco para casarse, que acompañaría con un sombrero de paja de ala ancha, una blusa verde de seda, zapatos negros de tacón alto y un ramillete de flores en la solapa en lugar del ramo de novia. A veces deseaba ser joven de nuevo para poder casarse toda de blanco. Deseaba no haberse casado nunca con Jimmy Raisin para poder hacerlo en la iglesia. Volvió a probarse el traje de chaqueta blanco y se acercó al espejo para mirarse la cara. Sus ojillos de oso eran demasiado pequeños, pero el gran día parecerían más grandes con una aplicación sensata de rímel y sombra de ojos. Estaban también esas inoportunas arruguitas alrededor de la boca y, para su espanto, descubrió un largo pelo blanco que brotaba de su labio superior, así que echó mano de las pinzas y lo arrancó. Se quitó el precioso traje, se puso una blusa y pantalones y luego, con vigorosas palmadas, se extendió la crema antiarrugas por toda la cara. Había estado haciendo dieta y parecía haber conseguido eliminar su antigua papada. Su melena castaña, corta y con flequillo, resplandecía saludable.
Llamaron al timbre. Soltó un taco por lo bajini, se quitó la crema antiarrugas y fue a abrir. La señora Bloxby, la esposa del vicario, estaba en la puerta.
—Oh, pase —dijo Agatha con reticencia. Le caía bien la señora Bloxby, y la simple visión de aquella buena mujer con sus ojos amables y su expresión despistada hizo que sintiera una punzada de culpabilidad. La señora Bloxby le había preguntado a Agatha qué le había pasado a su marido y ella había respondido que Jimmy había muerto, pero cada vez que veía a la esposa del vicario tenía la incómoda sensación de que el desdichado Jimmy, pese a su alcoholismo descontrolado desde joven, había sobrevivido.
Roy Silver estaba frente a la detective que había contratado. Era una joven de treinta y tantos llamada Iris Harris. La señora Harris —«Nada de señorita, muérdete la lengua»— era una ardiente feminista, y Roy había empezado a preguntarse si sería buena en su profesión o si su especialidad era soltar arengas sobre los derechos de las mujeres a sus clientes. Así que se quedó de piedra cuando dijo:
—He encontrado a Jimmy Raisin.
—¿Dónde?
—Aquí, en Londres. Bajo los arcos de Waterloo.
—Será mejor que vaya a verlo —dijo Roy—. ¿Está allí ahora?
—No creo que se mueva mucho, salvo cuando va a comprar otra botella de alcohol metílico.
—¿Está segura de que es él?
Iris lo miró con desprecio.
—Cree que no sé hacer mi trabajo porque soy una mujer. Sólo porque...
—¡Ahórrese el rollo! —dijo Roy—. Lo iré a ver en persona. Usted ha cumplido. Envíeme los honorarios. Y salió del despacho antes de que ella pudiera seguir sermoneándolo.
La luz se desvanecía en el cielo cuando Roy pagó el taxi en Waterloo Station. Mientras caminaba hacia los arcos se dio cuenta de la tontería que había cometido al no llevar a Iris con él. Al menos tendría que haberle pedido una descripción. Había un tipo joven sentado fuera de su caja de cartón. Parecía sobrio, aunque a Roy le recorrió un escalofrío al ver sus brazos tatuados y la cabeza rapada.
—¿Conoces a un tal Jimmy Raisin? —se arriesgó a preguntar Roy, cohibido de repente. Ya casi no había luz y ése era un Londres que prefería evitar, el de los sin techo, los borrachos, los drogadictos.
Si el joven hubiera dicho que no sabía de quién le hablaba, Roy habría optado por olvidarse del asunto. De repente se avergonzaba de su propio comportamiento. Pero las estrellas de Agatha estaban sin duda en el descendente, y el joven respondió lacónicamente:
—Allí, tío.
Roy miró hacia la oscuridad.
—¿Dónde?
—La tercera caja de la izquierda.
Roy se acercó lentamente a la caja de cartón que le había indicado. Al principio creyó que estaba vacía, pero entonces se inclinó, miró en la penumbra y captó el destello de un par de ojos.
—¿Jimmy Raisin?
—Sí, ¿qué quiere? ¿Es de los servicios sociales?
—Soy un amigo de Agatha... Agatha Raisin.
Siguió un largo silencio y luego una risotada jadeante.
—¿De Aggie? Creía que había muerto.
—Bueno, pues no. Va a casarse el próximo miércoles. Vive en Carsely, en los Cotswolds. Ella cree que es usted el que ha muerto.
Se oyeron unos arañazos y un arrastrar de pies dentro de la inmensa caja de cartón, y entonces Jimmy Raisin salió a gatas y se puso en pie tambaleándose. Incluso con tan poca luz, Roy vio los estragos que la bebida le había causado. Estaba muy sucio y despedía un hedor insoportable. Tenía la cara cubierta de pústulas irritadas y llevaba el pelo largo y enmarañado.
—¿Lleva dinero? —le preguntó.
Roy rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta, sacó la cartera, extrajo un billete de veinte de libras y se lo dio. Ahora sí que estaba avergonzado de sí mismo. Agatha no se lo merecía. Nadie se lo merecía, ni siquiera una zorra diabólica como ella.
—Mire, olvide lo que le he dicho. Era una broma. —Roy se dio la vuelta y se alejó corriendo.
Agatha se despertó la mañana siguiente en la cama de James, se desperezó y bostezó. Se dio la vuelta, se incorporó apoyándose en un codo y se quedó mirando a su prometido. Su tupido cabello negro con mechones grises estaba despeinado. Su rostro atractivo era firme y estaba bronceado, y, una vez más, Agatha sintió aquella punzada de inquietud. Los hombres como James Lacey eran para otras mujeres de provincias con arraigadas tradiciones provincianas, mujeres que vestían trajes de tweed, que tenían perros y sabían preparar tartas y mermelada para los actos benéficos de la iglesia con una mano atada a la espalda. Los hombres como Lacey no eran para las Agatha Raisin de este mundo.
Le habría gustado despertarlo para hacer el amor de nuevo. Pero James nunca hacía el amor por las mañanas, al menos, no desde los esplendorosos primeros días de su relación. La vida de James era perfectamente ordenada y pulcra, como sus emociones, pensó Agatha. Fue al baño, se lavó, se vistió, bajó a la planta principal y se quedó indecisa. Ahí era donde viviría, entre los libros de la biblioteca de James, entre sus viejas fotografías escolares y militares, y ahí, en esa cocina inmaculada sin una miga que mancillase sus prístinas encimeras, guisaría. ¿Seguro? James siempre había cocinado cuando estaban juntos. Ella se sentía como una intrusa.
Los padres de James habían muerto, pero ella conocía a su elegante hermana y a su marido, un agente de bolsa muy alto. Aunque no parecían aprobar ni desaprobar a Agatha, ésta la había oído comentar a ella: «Bueno, si es lo que James quiere, no es asunto nuestro. Podría haber sido peor, podría haberse casado con una muñequita boba».
Y su marido había replicado: «Eso habría sido más comprensible». Lo que no podía considerarse un elogio precisamente, pensó Agatha.
Decidió ir a la casa de al lado, volver a la seguridad de su propio hogar. Al entrar, recibió la bienvenida entusiasta de sus dos gatos, Hodge y Boswell, y miró a su alrededor con melancolía. Ya había hecho los preparativos para llevar sus muebles y demás trastos a un almacén, porque no quería atestar la ordenada casa de James con ellos, sobre todo después de que él aceptara acoger a sus gatos. Ahora deseaba haberle sugerido comprar entre los dos una casa más grande donde ella hubiera podido conservar algunas de sus cosas. De algún modo, vivir con James sería como estar de visita permanente.
Dio de comer a los gatos y les abrió la puerta de atrás para que salieran al jardín. Era un día espléndido. El cielo despejado se extendía sobre los montes Cotswolds y soplaba una brisa suave.
Volvió a la cocina y se preparó una taza de café mirando con afecto el desorden que reinaba a su alrededor, un desorden que James jamás permitiría. Entonces llamaron al timbre.
El sargento Bill Wong estaba en el peldaño del umbral, con una caja grande.
—Al final he podido comprarte el regalo de bodas —dijo.
—Pasa, Bill. Acabo de preparar café.
La siguió hasta la cocina y dejó la caja en la mesa.
—¿Qué es? —preguntó Agatha.
Bill sonrió y sus ojos almendrados se arrugaron.
—Ábrelo y verás.
Agatha abrió el envoltorio.
—Con cuidado —la avisó Bill—. Es frágil.
El objeto era muy pesado. Ella lo levantó con un gruñido y luego arrancó el papel de seda con el que estaba envuelto. Se trataba de un inmenso elefante de porcelana dorado y verde, chillón y estridente, con un gran agujero en el lomo.
Agatha lo contempló aturdida.
—¿Para qué es el agujero?
—Para meter paraguas —dijo un triunfal Bill.
Lo primero que pensó Agatha fue que James lo detestaría.
—¿Y bien? —oyó que le preguntaba Bill.
Agatha recordó haber oído que una vez Noel Coward había asistido a una obra de teatro espantosa y cuando el actor principal le preguntó qué le había parecido, Coward había respondido: «Chico, no tengo palabras».
—No tendrías que haberte molestado, Bill —dijo Agatha con toda sinceridad—. Parece muy caro.
—Es una antigüedad —dijo Bill con orgullo—. Victoriana. Para ti sólo lo mejor.
Los ojos de Agatha se llenaron de repente de lágrimas. Bill había sido el primer amigo que había tenido en la vida; su amistad había nacido poco después de que ella se hubiera instalado en el pueblo.
—Lo conservaré como un tesoro —dijo ella con convencimiento—. Pero de momento vamos a guardarlo con cuidado, mañana vendrán los de la mudanza para llevarse mis cosas a un almacén.
—Pero no empaquetes esto —dijo Bill—. Llévatelo a tu nueva casa.
Agatha esbozó una débil sonrisa.
—Vaya, qué tonta. No sé en qué estaba pensando.
Le sirvió una taza de café a Bill.
—¿Todo preparado para el gran día? —preguntó él.
—Todo listo.
De repente apareció una expresión de astucia en los ojos de Bill.
—¿Sin dudas ni miedos?
Ella negó con la cabeza.
—Nunca te lo he preguntado: ¿de qué murió aquel marido tuyo?
Agatha se dio la vuelta y estiró un paño de cocina.
—Intoxicación alcohólica.
—¿Dónde está enterrado?
—Bill, no tuve un matrimonio feliz, de todo aquello hace un siglo y prefiero olvidarlo, ¿vale?
—Muy bien. Llaman al timbre.
Agatha le abrió la puerta a la señora Bloxby. Bill se levantó para marcharse.
—Tengo que irme, Agatha. Se supone que estoy de servicio.
—¿Algo interesante entre manos?
—Ningún asesinato jugoso para usted, mi querida Miss Marple. Nada de nada, salvo unos allanamientos de morada. Adiós, señora Bloxby. ¿Será la madrina de Agatha?
—Tengo ese honor —dijo la señora Bloxby.
Cuando Bill se hubo marchado, Agatha le enseñó el elefante a la mujer del vicario.
—Ay, Dios —dijo la señora Bloxby—. Hacía años que no veía uno de éstos.
—A James le va a dar algo —dijo Agatha con tono lúgubre.
—Pues tendrá que acostumbrarse. Bill es un buen amigo. Si yo fuera usted, pondría alguna planta dentro, no sé, una de ésas con ramas que caen y grandes hojas. Así ocultaría la mayor parte, y Bill estaría encantado de que le diera un uso tan artístico.
—Buena idea —dijo Agatha animándose.
—Y así que se van de luna de miel al norte de Chipre. ¿A un hotel? Recuerdo que Alf y yo nos alojamos en el Dome, en Kyrenia.
—No, hemos alquilado una villa. James había estado destinado allí y escribió a su antiguo asistente, que le mandó fotografías de una villa preciosa en las afueras de Kyrenia, no muy lejos de la carretera de Nicosia. Parece el paraíso.
—He venido a ayudarla a hacer paquetes —dijo la esposa del vicario.
—No hace falta —dijo Agatha—, pero gracias de todos modos. He contratado a una de esas empresas de mudanzas pijas. Se encargan de todo.
—En ese caso, no me quedaré al café. Tengo que visitar a la señora Boggle. Su artritis va a peor.
—Esa anciana está pidiendo a gritos la eutanasia —dijo Agatha con mordacidad. La señora Bloxby la miró reprobándola apaciblemente y Agatha se ruborizó de vergüenza y añadió—: Incluso usted tiene que reconocer que es un incordio.
A la señora Bloxby se le escapó un leve suspiro.
—Sí, pone a prueba la paciencia de cualquiera. Agatha, no quiero presionarla sobre el asunto, pero me ha desconcertado que no quiera casarse en nuestra iglesia.
—Parecía un lío montar una boda en la iglesia, y no soy demasiado religiosa, ya lo sabe.
—Ya, bueno, habría sido bonito. Aun así, todo el mundo está esperando el banquete. Todos le habríamos echado una mano, ya lo sabe. No tenía necesidad de gastarse el dinero contratando una empresa de catering.
—Simplemente no quiero ningún jaleo —dijo Agatha.
—No se preocupe, es su boda. ¿Le ha explicado James por qué no se había casado antes?
—No, porque no se lo he preguntado.
—Era una curiosidad. ¿Necesita algo de la tienda?
—No, gracias. Creo que tengo de todo.
Cuando la señora Bloxby se marchó, Agatha se preguntó si debía volver a la casa contigua para preparar el desayuno como cualquier esposa, pero era James quien se encargaba siempre de hacerlo. Ella lo adoraba, anhelaba estar con él cada minuto del día, pero temía hacer o decir algo que impidiera que se casaran.
El buen tiempo acabó al día siguiente, y la lluvia goteaba del tejado de paja de la casa de Agatha. Estuvo atareada todo el día supervisando el empaquetado. Doris Simpson, su mujer de la limpieza, se pasó a última hora de la tarde para arreglar el desorden que había quedado. El elefante de Bill estaba detrás de la puerta de la cocina.
—Vaya, eso sí que es bonito —dijo Doris mientras lo admiraba—. ¿Quién te lo ha regalado?
—Bill Wong.
—Tiene buen gusto, hay que reconocerlo. Así que por fin se nos casa con nuestro señor Lacey, y todos nosotros que pensábamos que era un soltero empedernido. Pero es lo que yo digo: «Si Agatha lo quiere, Agatha lo consigue».
—Vamos a salir a cenar, así que dejo esto en tus manos —dijo Agatha molesta por la insinuación de que había forzado a James a casarse.
Esa noche cenaron en un nuevo restaurante en Chipping Campden. Resultó ser uno de esos en los que todo el esfuerzo estaba puesto en la redacción del menú en vez de en la cocina, ya que la comida era insustancial e insípida. Agatha había pedido «Pato crujiente con salsa de brandi y naranja, en un lecho de ensalada de rúcula tibia con guarnición de patatas salteadas crepitantes, suculentos guisantes y zanahorias nuevas crujientes».
James cenó un «Solomillo de ternera Angus de primera, de ganado alimentado en las exuberantes colinas verdes de Escocia, servido con pommes duchesse y verduras orgánicas recogidas en nuestro propio huerto».
El pato de Agatha tenía la piel dura y muy poca carne. El solomillo de James estaba lleno de ternillas, y él comentó con amargura que era asombroso que el huerto de la cocina del restaurante hubiera sido capaz de producir unos guisantes congelados de un verde tan brillante.
El vino, un Chardonnay, estaba aguado y ácido.
—Tendríamos que dejar de comer fuera —dijo James con tono lúgubre.
—Mañana prepararé algo bueno —dijo Agatha.
—¿El qué?, ¿otra de tus comidas de microondas?
Agatha miró con rabia su plato. Todavía imaginaba que si ponía al microondas una comida congelada y escondía el envoltorio, James pensaría que la había preparado ella.
De repente lo miró mientras él apartaba malhumoradamente la comida de su plato y le dijo:
—¿Tú me amas, James?
—Voy a casarme contigo, ¿no?
—Sí, eso ya lo sé, James, pero nunca hablamos de nuestros sentimientos. Creo que tendríamos que comunicarnos más.
—Has estado viendo de nuevo el programa de Oprah Winfrey. Gracias por compartir tus inquietudes conmigo, Agatha. No soy de esas personas que hablan de sus sentimientos, no veo la necesidad. ¿Qué te parece si pido la cuenta y nos vamos a casa a comer un sándwich?
Agatha se sentía tan destrozada que ni siquiera tuvo fuerzas para quejarse de la cena. Él permaneció en silencio mientras conducía de vuelta a casa y Agatha sintió que se le formaba un nudo de hielo en el estómago. ¿Y si había dejado de quererla?
Pero esa noche él le hizo el amor con su acostumbrada pasión silenciosa y ella se tranquilizó. No se podía cambiar a la gente. James se casaba con ella, y eso era lo único que importaba.
Las nubes de lluvia se retiraron el día de la boda. La luz del sol centelleaba en los charcos. Las rosas del jardín de Agatha, maltrechas por la lluvia, despedían un aroma intenso. Doris Simpson cuidaría de los gatos mientras Agatha estuviera de luna de miel. Su casa ya estaba vacía. Sólo el elefante y su ropa habían pasado a la casa de James.
Agatha, sentada para maquillarse el gran día, se quitó la generosa capa que se había dado de una crema antiarrugas nueva y se miró la cara horrorizada. Le había salido un sarpullido rojizo. Le ardía la piel. Corrió a lavarse con agua fría, pero la rojez persistió.
Llegó la señora Bloxby y se la encontró casi llorando.
—¡Míreme! —se lamentó Agatha—. He probado esa nueva crema antiarrugas, Eterna Juventud, y fíjese lo que me ha hecho.
—Se acerca la hora, Agatha —dijo la señora Bloxby con ansiedad—. ¿No tiene una base de maquillaje espesa que pueda aplicarse?
Agatha encontró un viejo tubo de maquillaje compacto y se echó una densa capa por la cara. Dejaba una línea visible en el punto donde acababa la barbilla y empezaba el cuello, así que se echó el maquillaje también por el cuello, y por encima una capa de polvos. Luego se puso la sombra de ojos, el colorete y el rímel. Agatha gruñó al ver el efecto final: parecía que llevaba una máscara. Pero la señora Bloxby, que miraba por la ventana, dijo que había llegado la limusina que venía a recogerla para llevarla a Mircester.
«Pues menudo va a ser el día más importante de mi vida...», pensó Agatha con tristeza.
Hacía buen día, pero un viento intenso le arrancó el sombrero de la cabeza cuando estaba a punto de subir a la limusina y lo mandó volando por Lilac Lane hasta que aterrizó en un charco embarrado.
—Ay, Dios —se lamentó la señora Bloxby—, ¿tiene otro sombrero?
—Iré sin sombrero —dijo Agatha conteniendo el repentino impulso de echarse a llorar. Sentía que todo se volvía en su contra, pero no se atrevía a llorar porque las lágrimas formarían arroyuelos en su máscara de maquillaje.
La señora Bloxby renunció a entablar conversación de camino a Mircester. La futura esposa permanecía sumida en un silencio nada habitual en ella.
Pero el ánimo de Agatha pareció mejorar cuando atisbó a James delante de la oficina del registro civil hablando con su hermana y Bill Wong. También estaba Roy Silver, que se sentía un ser virtuoso porque no había hecho nada para destrozar el matrimonio de Agatha, o eso se repetía a sí mismo. Si Jimmy Raisin no había muerto, tampoco tardaría mucho en morir. Es posible que le mencionara a Jimmy que Agatha estaba viva y a punto de casarse en Carsely, pero el hombre estaba tan borracho que Roy estaba convencido de que no se había enterado absolutamente de nada de lo que le había dicho.
Y así, todos entraron en la oficina del registro civil: los parientes de James y, al lado de Agatha, la Asociación de Damas de Carsely al completo.
La señora Bloxby sacó un ramillete de flores de una caja y lo prendió en la solapa del traje de chaqueta blanco de Agatha. Se fijó en que el cuello blanco del traje se había manchado de maquillaje, pero prefirió no comentarlo, pensando que Agatha ya se sentía bastante agobiada por su aspecto.
Fred Griggs, el policía municipal de Carsely, era un hombre raro que prefería caminar por el pueblo en lugar de patrullar en el coche de policía. Miró con desagrado a un desconocido de pinta desastrada que estaba entrando en el pueblo por la carretera del norte.
—¿Cómo se llama y qué le trae por aquí? —le preguntó Fred.
—Jimmy Raisin —dijo el desconocido.
Era la primera vez que Jimmy estaba sobrio desde hacía semanas. Se había bañado y afeitado en un albergue del Ejército de Salvación, y luego había conseguido el dinero suficiente para pagar el billete de autobús a los Cotswolds. El Ejército de Salvación también le había proporcionado un traje decente y un par de zapatos.
—¿Es usted pariente de la señora Raisin? —preguntó Fred mientras su gruesa cara se arrugaba al esbozar una sonrisa amigable.
—Soy su marido —dijo Jimmy. Miró alrededor, al pueblo silencioso de casas bien cuidadas, y dejó escapar un pequeño suspiro de satisfacción. La única razón por la que había ido a buscar a su mujer era encontrar un hogar cómodo en el que beber tranquilamente hasta morir.
—No puede ser —dijo Fred, al que se le borró la sonrisa de la cara—. Nuestra señora Raisin se casa hoy.
Jimmy sacó un trozo de papel sucio y plegado de su bolsillo, su certificado de matrimonio, que de algún modo había conservado a lo largo de los años, y se lo tendió en silencio al policía.
