Agatha Raisin y la boda sangrienta (Agatha Raisin 5)

M.C. Beaton

Fragmento

Capítulo 1
1

Sucedió una semana antes de la boda de Agatha Raisin y James Lacey. Los vecinos de Carsely, en los Cotswolds ingleses, estaban decepcionados porque Agatha no iba a casarse en la iglesia del pueblo sino en la oficina del registro civil de Mircester, y la señora Bloxby, la esposa del vicario, se sentía desconcertada y dolida.

Sólo Agatha sabía que no tenía ninguna prueba de que su marido hubiera muerto y que podía estar a punto de cometer un delito de bigamia. Pero estaba tan obsesionada con su atractivo vecino, James Lacey, que le aterrorizaba la idea de perderlo si posponía la boda hasta encontrar esa prueba. Hacía años que no había visto a su marido alcohólico, Jimmy Raisin, así que debía estar muerto.

Había elegido la oficina del registro civil de Mircester porque la funcionaria encargada era vieja y sorda y carecía de la menor curiosidad, así que simplemente tendría que declarar y rellenar los formularios sin aportar ninguna prueba documental, salvo su pasaporte, en el que todavía constaba su nombre de soltera, Agatha Styles. El banquete de bodas se celebraría en el ayuntamiento, y estaban invitados casi todos los vecinos de Carsely.

Pero, sin que Agatha lo supiera, algunas fuerzas se estaban confabulando en su contra. Roy Silver, su joven amigo de otros tiempos, había contratado a una detective para dar con su marido. Roy había estado trabajando para Agatha hasta que ésta vendió su agencia de relaciones públicas y se prejubiló. Desde entonces trabajaba para la compañía que había comprado la agencia. Probablemente no le tenía más ojeriza a Agatha que a cualquier otra persona, pero actuaba movido por un ataque de maligno rencor. Tras haber resuelto su último caso de asesinato, Agatha le había negado un reconocimiento público que Roy creía merecer por su contribución en el esclarecimiento del crimen. Había perdido una buena oportunidad para promocionarse y se sentía desairado por ello, así que había decidido vengarse.

Felizmente ajena a todo eso, Agatha había puesto su cottage en venta porque tras la boda iba a mudarse a la casa de James, en la puerta de al lado. De vez en cuando, unas punzadas de angustia desbarataban su dicha. Aunque James le hacía el amor y cada vez pasaban más tiempo juntos, ella sentía que en realidad no lo conocía. Ese coronel del ejército retirado que vivía en el pueblo de los Cotswolds para escribir sobre historia militar le seguía pareciendo un hombre distante y reservado. Hablaban de los casos de asesinato que habían resuelto juntos, hablaban de política, de la gente del pueblo, pero nunca de sus sentimientos, y James era un amante silencioso.

Agatha, por su parte, era una mujer de mediana edad, franca, a veces un poco tosca, que había dejado atrás una infancia en la pobreza y se había convertido en una acaudalada mujer de negocios. Hasta que se retiró a Carsely no había tenido auténticos amigos, ya que su trabajo era, pensaba por entonces, el único amigo que necesitaba. Así que, pese a su desarrollado sentido común y a que no era dada a engañarse, cuando se trataba de James se cegaba, no sólo por amor sino porque, como ella nunca había sido capaz de dejar que nadie entrara en su intimidad, la llamativa falta de comunicación de James le parecía casi normal.

Había elegido un traje de chaqueta de lana blanco para casarse, que acompañaría con un sombrero de paja de ala ancha, una blusa verde de seda, zapatos negros de tacón alto y un ramillete de flores en la solapa en lugar del ramo de novia. A veces deseaba ser joven de nuevo para poder casarse toda de blanco. Deseaba no haberse casado nunca con Jimmy Raisin para poder hacerlo en la iglesia. Volvió a probarse el traje de chaqueta blanco y se acercó al espejo para mirarse la cara. Sus ojillos de oso eran demasiado pequeños, pero el gran día parecerían más grandes con una aplicación sensata de rímel y sombra de ojos. Estaban también esas inoportunas arruguitas alrededor de la boca y, para su espanto, descubrió un largo pelo blanco que brotaba de su labio superior, así que echó mano de las pinzas y lo arrancó. Se quitó el precioso traje, se puso una blusa y pantalones y luego, con vigorosas palmadas, se extendió la crema antiarrugas por toda la cara. Había estado haciendo dieta y parecía haber conseguido eliminar su antigua papada. Su melena castaña, corta y con flequillo, resplandecía saludable.

Llamaron al timbre. Soltó un taco por lo bajini, se quitó la crema antiarrugas y fue a abrir. La señora Bloxby, la esposa del vicario, estaba en la puerta.

—Oh, pase —dijo Agatha con reticencia. Le caía bien la señora Bloxby, y la simple visión de aquella buena mujer con sus ojos amables y su expresión despistada hizo que sintiera una punzada de culpabilidad. La señora Bloxby le había preguntado a Agatha qué le había pasado a su marido y ella había respondido que Jimmy había muerto, pero cada vez que veía a la esposa del vicario tenía la incómoda sensación de que el desdichado Jimmy, pese a su alcoholismo descontrolado desde joven, había sobrevivido.

Roy Silver estaba frente a la detective que había contratado. Era una joven de treinta y tantos llamada Iris Harris. La señora Harris —«Nada de señorita, muérdete la lengua»— era una ardiente feminista, y Roy había empezado a preguntarse si sería buena en su profesión o si su especialidad era soltar arengas sobre los derechos de las mujeres a sus clientes. Así que se quedó de piedra cuando dijo:

—He encontrado a Jimmy Raisin.

—¿Dónde?

—Aquí, en Londres. Bajo los arcos de Waterloo.

—Será mejor que vaya a verlo —dijo Roy—. ¿Está allí ahora?

—No creo que se mueva mucho, salvo cuando va a comprar otra botella de alcohol metílico.

—¿Está segura de que es él?

Iris lo miró con desprecio.

—Cree que no sé hacer mi trabajo porque soy una mujer. Sólo porque...

—¡Ahórrese el rollo! —dijo Roy—. Lo iré a ver en persona. Usted ha cumplido. Envíeme los honorarios. Y salió del despacho antes de que ella pudiera seguir sermoneándolo.

La luz se desvanecía en el cielo cuando Roy pagó el taxi en Waterloo Station. Mientras caminaba hacia los arcos se dio cuenta de la tontería que había cometido al no llevar a Iris con él. Al menos tendría que haberle pedido una descripción. Había un tipo joven sentado fuera de su caja de cartón. Parecía sobrio, aunque a Roy le recorrió un escalofrío al ver sus brazos tatuados y la cabeza rapada.

—¿Conoces a un tal Jimmy Raisin? —se arriesgó a preguntar Roy, cohibido de repente. Ya casi no había luz y ése era un Londres que prefería evitar, el de los sin techo, los borrachos, los drogadictos.

Si el joven hubiera dicho que no sabía de quién le hablaba, Roy habría optado por olvidarse del asunto. De repente se avergonzaba de su propio comportamiento. Pero las estrellas de Agatha estaban sin duda en el descendente, y el joven respondió lacónicamente:

—Allí, tío.

Roy miró hacia la

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